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Galería de espectros: Giovanni Drogo

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el espectro de Giovanni Drogo asomándose a las almenas del castillo.

Delfín Agudelo: ¿Te refieres al protagonista de El desierto de los tártaros de Buzzatti?

R.A.: Sí, me refiero al protagonista ya mayor y viejo, después de pasar tantos años en esta fortaleza esperando una invasión que nunca se ha producido ni nunca se producirá. Imagino a Giovanni Drogo rememorando lo que han sido estos años en el castillo, rememorando aquél día situado muchos decenios atrás en que llegó por primera vez a la fortaleza como un joven oficial lleno de ilusiones, y que había sido destinado a ese fortín fronterizo, decisivo para su país porque allá podía producirse la invasión de los enemigos, de los bárbaros, de los tártaros. Drogo y sus compañeros se organizan desde el primer momento para esperar esta invasión; la fortaleza está en máxima tensión, en máxima crispación militar, pero primero pasan unos días y no hay invasión; luego de meses, tampoco hay invasión; pasan años, y tampoco. Las relaciones internas de ese microcosmos se van convirtieron en autosuficientes, lo que era en principio un lugar de la frontera asume su posición de lugar, un fragmento del mundo se convierte en el mundo. En ese esperar a los tártaros por parte de Giovanni Drogo vemos que se va cristalizando el propio esperar de la vida. No solo de la vida suya, sino de la vida humana. En su caso estáticamente encerrado, libremente encerrado en esa fortaleza, en el caso de la mayoría de los hombres quizás moviéndose pero siempre a la espera de algo que nunca acaba de llegar. Por eso la literatura -y especialmente la literatura moderna-, nos ha deparado tantas situaciones de espera. Esperando a Godot, esperando a los tártaros de Buzzatti, a los bárbaros de Cavafis. Quizás estamos siempre esperando un acontecimiento exterior que llegue y nos reviva.

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21 de julio de 2008
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Infectos Artefactos / I

I. Los discos duros no cantan. 

Se habla mal y a menudo de la deshumanización de las personas, aunque bastante menos y casi siempre con simpatía de la humanización de las máquinas. Abundan, además, los cándidos que se solazan hallando toda suerte de coincidencias huecas entre el reino de las tinieblas y el imperio de William Gates, en tanto los dominios de Steve Jobs gozan de inmunidad plenaria. Si nos diéramos a seguir la estricta lógica de estas supersticiones prepúberes, arribaríamos a una conclusión optimista: el demonio, que de siempre se arroga el papel de eficiente y genial -¿alguien confundiría una tontería inoperante con una "idea diabólica"?-, se entrega a fabricar sistemas defectuosos asociados a máquinas frecuentemente disfuncionales, mientras su competencia celestial se esmera diseñando aparatos, aplicaciones y accesorios cuyo funcionamiento es poco menos que impoluto.

     No vayamos más lejos, desde su mismo sitio web, el mundo Mac alardea elegancia y funcionalidad. Su sistema de ventas es sencillo y preciso, compra uno cualquiera de sus aparatos en un par de minutos, y pocos días después los recibe en su casa, perfectamente envueltos en un empaque de por sí seductor, sin pagar un centavo de más. Todo funciona, todo tiene sentido, nada evoca el rencor cotidiano que une al usuario con su PC. Excepto cuando se le ocurre a uno plantar un Microsoft Word en su MacBook, y he aquí que la máquina cuasihumana comienza a desplegar actitudes bestiales. Nada molesta más al usuario contento de una Mac como sentir que está de vuelta al frente de una Compaq.

     ¿Qué es al fin más diabólico, el logrado perfeccionismo del mundo Mac o la ya proverbial ineficacia de Windows? ¿Cabe pensar en un infierno tan mal administrado que es incapaz de producir siquiera ideas diabólicas?

 

Mañana: II. ¿Sueñan los ratones con usuarios binarios?

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21 de julio de 2008
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El pecado perseguible de oficio

La Dirección de Asuntos Religiosos de Turquía, conocida como la Diyanet, una especie de policía moral, ha establecido una ordenanza que manda a las mujeres de cualquier edad a abstenerse de usar perfumes porque las fragancias envasadas incitan a los hombre al pecado. "El Altísimo Mahoma no consideraba con gentileza a las mujeres que utilizaban perfume fuera de su casa", dice el mandamiento, con lo que, ya se ve, una mujer que se perfuma y acicala dentro de los límites de las paredes de su casa, para placer de los sentidos de su esposo, queda fuera de sanción, sea o no que a él le guste oler perfumes.

Salir perfumada a la calle es entonces inmoral. Según la Diyanet, la razón es que las mujeres están obligadas a cuidarse de no incitar a los hombres, como depositarias que son del pecado, ya que por naturaleza, establecen los teólogos policías, segregan estimulantes sexuales igual que una araña segrega los hilos en que atrapa a sus víctimas. Y no sólo dejar de perfumarse. El comportamiento en público de las mujeres debe se de manera tal que no despierte ideas equívocas en algún varón desconocido. Ni miradas aviesas, ni sonrisas tentadoras. La cara de piedra es la mejor defensa para no hacer a nadie pecar, así como los jugadores de póquer que no mueven un solo músculo de la cara para no descubrir su juego.

Deben, por tanto, taparse los encantos, seguramente tobillo arriba, ya que los tobillos suelen ser no pocas veces por sí mismo atractivos, cosa que no puede afirmarse siempre de los pies. ¿Y qué decir de una mujer que se queda sola con un hombre que no es ni su hermano, ni su padre, ni su esposo, haciendo trabajo extra en la oficina, o sentándose a tomar un café aunque sea a la vista pública? Grave delito también.

El pecado perseguible de oficio, en un país que aspira a entrar en la Unión Europea.

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21 de julio de 2008
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Desconcierto, racismo y vista cansada

Todavía me duraba la resaca emocional del concierto de Tom Waits. Había disfrutado, estaba contento, subía por el paseo de Gracia de Barcelona, llevaba el último libro de poemas de Raquel Lanseros en mi macuto. Y también llevaba mis flamantes, nuevas y preciosas gafas para mi vista cansada. Tenía unas horas por delante antes de tomar un avión a Almería. Participaba en un curso sobre Internet y poesía dirigido por Miguel Naveros y Jesús Vigorra, admirados por distintas razones. Estaba contento con las músicas, con los poemas y con el futuro encuentro con jóvenes poetas andaluces.

Un señor de unos cuarenta años, bajito, sonriente y con aspecto de algún país del norte Africano, me pide la hora. Le tengo que decir que espere un momento, tengo que sacar mi móvil e intentar adivinar sin tener que poner me las gafas. Me pregunta si yo soy de esos racistas que les molesta pararse con un "moro". Le digo que en absoluto y me preocupo por su procedencia. Me dice que es un profesor de literatura de Túnez. Y me pregunta si soy barcelonés. Sigo la conversación y me solicita hablar un poco más conmigo pero en un lugar menos transitado... y me ruega que ¡no hable tan alto! Me siento estúpido, por educado y paciente. Le digo que tengo que seguir mi camino. Noto que se sigue acercando a mí, a mi mochila. No reacciono. Le digo adiós. Y sigo mi camino. El se queda con una mirada de pocos amigos. Y se dirige a mí con éstas poco cariñosas palabras: "cabrón, racista...ya lo sabía yo. ¡Racista!... ¡Hijo de puta!".

Decido hacer oídos sordos y sigo mi camino. Algunos me miran como si hubiera tenido una conducta racista contra aquél tipo pequeño e iracundo.

/upload/fotos/blogs_entradas/los_ojos_de_la_niebla_med.jpgMe paro en un café. Tengo tiempo para leer. Quiero volver a Los ojos de la niebla de Raquel Lanseros. Encuentro abierto un lateral de mi mochila. Me han quitado las gafas. Las gafas de diseño años cuarenta, las putas, caras y cómodas gafas. Las gafas que eran para mi vista cansada. Me brota un cabreo con incrustaciones racistas. Consigo vencer ese estúpido sentimiento.

Recuerdo historias de mis veinte años. Estaba en el Cabo Blanco, me escapaba de Argelia dónde me había robado. Estaba feliz en el norte de Túnez. En un albergue de jóvenes europeos me limpiaron los últimos que me quedaban. Fui rescatado por unos sardos. Éramos pobre y viajeros. Nunca fuimos racistas. Ahora que somos menos pobres, pero seguimos viajeros, tampoco queremos ser racistas. Volveré a conseguir otras gafas. Tendré que superar los inconvenientes de mi vista cansada. Habrá que asumir que después de un gran concierto nos toca un poco de desconcierto.

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18 de julio de 2008
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Sesión XVIII. Cuentos Comentados

En la estupenda novela de Antonio Skármeta, El cartero de Neruda, el viejo poeta intenta explicarle al inexperto cartero cómo funciona la poesía, y para ello le lee un poema suya sobre el mar, sobre el vaivén de las olas y su andar infinito. Le pregunta luego de la lectura qué le ha parecido el poema y el cartero confiesa: "Me he mareado". Neruda, entonces, replica conmovido que es el mejor halago que ha recibido jamás. (escribo esto de memoria, pero básicamente así lo cuenta Skármeta) Pues bien,  eso es precisamente lo que busca el ritmo de un relato: marear, transmitir una sensación.

La consigna de esta semana era una propuesta bastante difícil de encarar, pues como hemos venido comentando en estas dos últimas sesiones, el ritmo de la narración a menudo se puede confundir con el tono narrativo, y ello se debe a que ambos aspectos se retroalimentan... como en realidad ocurre con todos los elementos que componen un texto literario, en el que, además, el narrador debe procurar que en ningún momento se advierta el "ensamblaje" de las piezas.  Vimos en la sesión anterior un par de ejemplos acerca de cómo acelerar un texto, imprimiéndole vértigo, confusión, rapidez, y sobre todo cómo el narrador termina por contagiar al lector de todo ese apremio. En esta ocasión hemos puesto el acento en el aspecto contrario: cómo ralentizar ese ritmo hasta darle una cadencia demorada, casi monocorde, como hemos observado en la mayor parte de los trabajos que nos han remitido durante la semana. En muchos otros, aunque bien contados, ha faltado ese ritmo, probablemente porque la elección del tema resultaba contraproducente: observen que en los ejemplos que hemos colgado, los personajes se posicionan como espectadores de algo que ocurre fuera de su alcance y que es precisamente ello lo que posibilita un ritmo digresivo y la lentitud de la reflexión, elementos privilegiados aquí por sobre la acción.  En muchos de los textos que nos han enviado, insistimos, se ha elegido un tema demasiado "dinámico", por así decirlo, y eso ha distorsionado la acertada utilización de un ritmo más lento.

Planteamos esto fundamentalmente para insistir en la idea de que un buen relato de ficción debe entregarnos a los lectores no sólo el conocimiento de lo que se cuenta sino una sensación, un sentimiento respecto de lo que se cuenta. La buena ficción funciona por empatía, por la manera en que el narrador convence a sus lectores de que lo que cuenta ha ocurrido o cuando menos podría haber ocurrido. Y a menudo ese convencimiento se sustenta en la cadencia con la que manejamos nuestro lenguaje: en el ritmo.  Lo veremos así en los ejemplos que hemos elegido para esta semana... esperamos vuestros comentarios.  

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18 de julio de 2008
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Rascacielos

Hasta ahora el reto de los rascacielos consistía en que cada vez fuesen más altos. Por lo visto se está construyendo uno en Dubai que ya ha llegado a los ochocientos y pico metros. Que no cuenten conmigo para subirme ahí. Tengo la experiencia de una vez que me alojé en el piso 60 de un edificio de Atlanta y el día de mi partida se estropeó el ordenador central y todo se paralizó: ascensores, aire acondicionado, comunicaciones internas... Los clientes nos quedamos atrapados en las habitaciones y pasillos sin saber qué hacer. Parecíamos náufragos. Eso sí a las dos horas entrábamos y salíamos de los diversos cuartos como Pedro por su casa en un plan muy familiar. Uno tenía café, otro unas magdalenas y otros una resaca de tres pares de narices y no se enteraban de nada. Nunca he visto tanta bolsa con hielo en la cabeza, más bien sólo en las películas. Y creía que era un recurso cinematográfico porque en mi cultura las resacas se combaten con cerveza.

Algunos se vistieron de calle y otros se quedaron con sus saltos de cama y sus pijamas. Hay gente con la que daría gusto meterse en la cama sólo por pasar la mano por los camisones de superseda y los pantalones de rayas recién planchados. Después de tantos días, ahora empezábamos a saber los nombres unos de otros. Estábamos en el mismo barco a la deriva, perdidos en las alturas, y yo echaba de menos ardientemente pisar tierra firme. Así que en un arrebato me despedí de mis nuevos amigos y me lancé escaleras abajo arrastrando un enorme maletón y el bolso que se me escurría del hombro constantemente. Las escaleras eran estrechas y llenas de rellanos, pero tenía un objetivo que tiraba de mí y era salir de aquel edificio infernal.

Y ahora se inventan los rascacielos giratorios, cuyos apartamentos se irán moviendo en todas direcciones para poder disfrutar de distintos paisajes y matices. Que ¿qué me parece esta nueva idea? El lunes os lo diré.

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18 de julio de 2008
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La narración

Recordemos las características que, desde Ferdinand de Saussure, suelen presentarse como características del singular código de señales antes descrito:
 
  a) Polaridad interna: significante (imagen acústica, o visual en el caso del lenguaje de signos) / significado (idea representativa de lo designado)

  b) El significante es arbitrario, no hay ningún vínculo "natural" entre la objetiva mesa y la imagen acústica mesa.

  c) El lenguaje a menudo (si no la mayoría de las veces) parece no tener otro objetivo que sí mismo.

  d) Un conjunto finito de elementos fonéticos abre camino a un conjunto potencialmente infinito de entidades semánticas.
 

La aparición en un código de señales dotado de la polaridad significante - significado no puede menos que introducir una radical subversión en la función misma del signo. Fijémonos de entrada en lo sorprendente que es el simple hecho de que se dé una idea, es decir, algo no material (lo material es la huella dejada por la imagen acústica, el significante, no el significado) algo, cabría decir, no sometido al segundo principio de la termodinámica. No es que la materia viva y sometida a códigos se doble de un mundo de ideas, es que lo ha generado. Como otras veces he dicho, la carne se ha hecho verbo. Pues bien:
 
Mientras nos movemos en el ámbito del mero código, se da tan sólo un lazo por así decir horizontal entre la señal y lo por ella designado, un eventual botín -la flor para la abeja, por ejemplo. Obviamente, una vez que el botín ha sido alcanzado el funcionamiento del código ya no tiene sentido alguno, pues suprimida la alteridad del objeto, simplemente el interés se ha agotado. Mas cuando la señal encierra esa polaridad interna que la convierte en signo lingüístico, entonces la alteridad persiste, y aun no habiendo interés exterior... se abre la posibilidad de recreación interna.
 
El signo fertiliza la potencialidad interna de crear polaridades sin necesidad alguna de remitirlo al exterior. Mas hacer funcionar el signo lingüístico aún en ausencia de correlato en el entorno físico, es la base misma de lo que denominamos narración. Cuanto más indiferente sea el mundo exterior más exigencias se tienen de fertilizar el interior. Por retomar los términos de Aristóteles: cuanto más resuelto esté lo relativo a la subsistencia y al ornato de la vida, cuanto más satisfecha esté la necesidad, más se acrecentará el deseo de que surjan nuevos conceptos y nuevos vínculos entre conceptos y hasta nuevas combinaciones (en número potencialmente infinito) de esos vínculos entre conceptos.
 
En razón de la polaridad interna, los niños alcanzan esa capacidad ilimitada para forjar tanto expresiones aisladas como oraciones perfectamente cargadas de sentido. Expresiones que nadie les ha enseñado, simplemente porque el conjunto de las mismas no es finito, resultando pues imposible que fuera alcanzado mediante aprendizaje acumulativo.
 
Los niños, ciertamente, aprenden una lengua imitando, pero esa condición necesaria no es en absoluto suficiente, como lo muestra el hecho de que determinados pájaros imitan sonidos humanos, sin que se den ellos el menor atisbo de lo que la condición lingüística supone.

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18 de julio de 2008
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La virtud de comprar

Las últimas palabras de Zapatero en el reciente congreso socialista fueron para pedir a los ciudadanos que se animaran a consumir más. ¿Se había visto antes a un militante socialista incurriendo en esta clase de perversión? Se verá, no obstante, cada vez más, dentro y fuera del socialismo.

El consumo es el rey de la producción. Y de la creación y de la innovación y del crecimiento y del empleo. Aquello que fue considerado un tremendo mal moral (el consumismo alienante), se revela como la clave de nuestra salvación. Ninguna crisis saldrá adelante desde el descenso de la confianza y acción del consumidor. Lo que fue un gran pecado de despilfarro se transforma en el auténtico motor del bienestar general. El bienestar no sólo para quien adquiere el producto sino para la sociedad entera que se verá bañada por la gran eyaculación individual.
 
Lo que fuera despilfarro o simple farra es ahora forraje. Lo que se veía como una desviación de la virtud se reclama hoy como un valioso don social. Ni el ahorro ni la contención nos dan vida.  La depresión económica coincide con la depresión del ciudadano consumidor. Y viceversa. ¿Un desatino comprar para mitigar la depresión del ánimo humano? Todo lo contrario: el ánimo deprimido nos hunde colectivamente a través de la antisocialista actitud de no comprar. 

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18 de julio de 2008
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Los dinteles de la gloria

Para llegar a San Ignacio desde San Javier, uno debe sufrir cinco horas de un camino de tierra y lleno de baches. Llegué por la noche, mareado; en la plaza me esperaba Jesús, el guía, que me llevó a comer y luego al hotel Casco Viejo.
 
Me sorprendió que San Ignacio fuera tan grande (bueno, relativamente hablando: 25.000 habitantes). Había mototaxis, una tienda de lencería, algunos karaokes. Partimos con Jesús por la tarde, a conocer la misión de San Miguel, a casi 40 kilómetros. Por el camino, Jesús me entretuvo cantando. Una de las canciones parecía un valcesito peruano y tenía en su letra frases memorables como: "amarte a ti fue como tocar los dinteles de la gloria". Recordé la prosa de algunos escritores latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX (cuando los personajes de Mallea entraban a una habitación, no encendían la luz; hacían que se hiciera "la lumbre en las tinieblas").
 
Jesús, que tenía 55 años, me contó que había vivido muchos años en Santa Cruz, pero que había fracasado y decidido volver a su pueblo. Era raro, escuchar a alguien hablando tan sin barnices de sus fracasos. Luego cantó: "San Ignacio, pueblo mayor, no te cambio ni por Nueva York".
 
En la puerta de la iglesia de San Miguel, Jesús se puso a cantar en latín y me dijo que de niño había sido monaguillo. Luego me contó que los habitantes de San Miguel tenían la particularidad de hablar un español muy alambicado; no decían "aquí hay gato encerrado", sino "aquí hay felino cautivo", y a los gallos de pelea los llamaban "plumíferos gladiadores".
 
Al final, pude apreciar la iglesia de San Miguel, convencerme de que los jesuitas evangelizadores estaban en lo cierto cuando escribían, admirados, de la capacidad de los indígenas de la zona para el tallado de madera. Pero lo cierto es que, por la noche, la iglesia se me fue difuminando, devorada por la presencia de ese gran personaje que era mi guía.
 
Por lo noche, al volver a San Ignacio, pude ver, en el mercado, que la licorería Bin Laden se hallaba al lado del bazar La explosión (o mejor: La exploción). Sonrientes, afables, los habitantes de San Ignacio tenían un sentido del humor muy negro.

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18 de julio de 2008
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Otra vuelta de Batman

Ya es la madrugada del viernes, y al término de un largo día -y de una larga semana, con viaje internacional incluido-, mi cabeza alumbra menos que una lamparita de 25 watts. Pero no quisiera irme a dormir sin consignar mi perfecta alegría (perfecta por infantil, e infantil por pura) después de haber visto The Dark Knight en la vastísima pantalla del Imax de Buenos Aires.

The Dark Knight es Batman releido por Michael Mann. O sea, como en casi todas las películas del autor de Heat y Miami Vice: una historia excluyentemente masculina, en la que dos personajes que no saben hacer otra cosa que descollar en su línea de trabajo -policía y ladrón, como Pacino y De Niro en Heat-, se resignan a no tener nada parecido a una vida privada y encuentran en el otro lo más parecido a una compañía -¡a un par!- que pueden concebir. Nada de esto implica menosprecio al verdadero director de The Dark Knight, Christopher Nolan. Por el contrario, es un reconocimiento a su buen gusto y al coraje con que transformó un símbolo pop en un espectáculo perturbador -casi tanto como los tiempos que corren.

No voy a entrar aquí en las discusiones maniqueas sobre la ‘ideología' de The Dark Knight. Cualquiera que se asome a las historias de Batman, desde el original de Bob Kane al pastiche de las serie de los 60 y los films de Tim Burton, sabe que Batman es en todos los casos lo que se llama ‘un vigilante', esto es un hombre que dice defender la ley colocándose por fuera de ella. En este sentido Batman es siempre fascista: lo tomas o lo dejas. Y si lo tomas, coincidirás conmigo en que pocas de sus encarnaciones -el Dark Knight de la historieta de Frank Miller, y esta versión de Nolan, homónima pero de anécdota tan diferente-, transparentaron esta naturaleza sin formular excusas.

Al comienzo de este Dark Knight, Bruce Wayne (Christian Bale) está considerando abandonar su capa para ceder el centro de la escena a un hombre de la ley: el fiscal de distrito Harvey Dent (Aaron Eckhart), que está haciendo su mismo trabajo con la Constitución en la mano y sin ocultar su rostro. Pero las andanzas nocturnas -insisto: y siempre ilegales- de Batman ya han iniciado una avalancha que cubrirá Gotham City, cobrándose una víctima tras otra. /upload/fotos/blogs_entradas/hannibal_lecter_med.jpgDigamos que la habilidad de Batman para burlar la ley inspira las acciones de su gemelo maligno, el Joker (Heath Ledger): ‘Tú me completas', le dice el Joker imitando al Tom Cruise de Jerry Maguire, a sabiendas que la frase encapsula todo lo que George Bush y Osama bin Laden tienen para decirse. Este Joker es el psicópata más perturbador del cine desde el Hannibal Lecter de The Silence of the Lambs. Lo que más le divierte de su proceder es la manera en que desnuda la hipocresía del enmascarado: la mera existencia de Batman es la prueba de la ineficacia de las instituciones, y sus presuntos códigos huelen más a justificación que a creencia verdadera. Por ejemplo la negativa a matar, tal como la establecía ya Batman Begins cuando el protagonista decía al villano: ‘No voy a matarte, pero tampoco te salvaré'. Los carceleros de Abu Ghraib tampoco matan. Lo hacen todo excepto eso, en nombre de unos fines que justifican (casi) todos los medios.

Por si no quedó claro: esta es la película del Joker. Aquí el Joker es el espejo deformado en que los ‘paladines de la ley' detestan verse, porque los revela en su impostura. Y entre ambos protagonistas, Harvey Dent funciona como la síntesis perfecta: ¿o acaso no se transforma en el hombre de las Dos Caras, héroe y monstruo a la vez, según el perfil que elija mostrarnos?

En fin, como ya dije: es muy tarde aquí en Buenos Aires. He visto una película magnífica, ambiciosa, compleja y oscura (aunque no tanto como debería: el ‘experimento social' que el Joker desarrolla con dos barcos debería haber concluido con ambas naves volando por los aires -y en simultáneo), producida por gente que suele financiar películas pensadas para infradotados. Se me ocurre que el mérito es todo de Nolan y de su hermano coguionista, con menciones de honor para Bale, Gary Oldman que hace de Jim Gordon y el malogrado Heath Ledger.

Tengo entradas para verla otra vez esta noche. No veo la hora de entregarme nuevamente al melodrama.  

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18 de julio de 2008
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El Boomeran(g)
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