Edmundo Paz Soldán
Para llegar a San Ignacio desde San Javier, uno debe sufrir cinco horas de un camino de tierra y lleno de baches. Llegué por la noche, mareado; en la plaza me esperaba Jesús, el guía, que me llevó a comer y luego al hotel Casco Viejo.
Me sorprendió que San Ignacio fuera tan grande (bueno, relativamente hablando: 25.000 habitantes). Había mototaxis, una tienda de lencería, algunos karaokes. Partimos con Jesús por la tarde, a conocer la misión de San Miguel, a casi 40 kilómetros. Por el camino, Jesús me entretuvo cantando. Una de las canciones parecía un valcesito peruano y tenía en su letra frases memorables como: "amarte a ti fue como tocar los dinteles de la gloria". Recordé la prosa de algunos escritores latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX (cuando los personajes de Mallea entraban a una habitación, no encendían la luz; hacían que se hiciera "la lumbre en las tinieblas").
Jesús, que tenía 55 años, me contó que había vivido muchos años en Santa Cruz, pero que había fracasado y decidido volver a su pueblo. Era raro, escuchar a alguien hablando tan sin barnices de sus fracasos. Luego cantó: "San Ignacio, pueblo mayor, no te cambio ni por Nueva York".
En la puerta de la iglesia de San Miguel, Jesús se puso a cantar en latín y me dijo que de niño había sido monaguillo. Luego me contó que los habitantes de San Miguel tenían la particularidad de hablar un español muy alambicado; no decían "aquí hay gato encerrado", sino "aquí hay felino cautivo", y a los gallos de pelea los llamaban "plumíferos gladiadores".
Al final, pude apreciar la iglesia de San Miguel, convencerme de que los jesuitas evangelizadores estaban en lo cierto cuando escribían, admirados, de la capacidad de los indígenas de la zona para el tallado de madera. Pero lo cierto es que, por la noche, la iglesia se me fue difuminando, devorada por la presencia de ese gran personaje que era mi guía.
Por lo noche, al volver a San Ignacio, pude ver, en el mercado, que la licorería Bin Laden se hallaba al lado del bazar La explosión (o mejor: La exploción). Sonrientes, afables, los habitantes de San Ignacio tenían un sentido del humor muy negro.