Los lectores de Moby Dick, mas también los que han visto aquella excelente película que realizara John Huston hace ya medio siglo, quedan atrapados desde el primer momento por las palabras de Ismael, quien vincula su deseo de escapar de tierra firme al hecho de que la vida se ha convertido para él en un brumoso noviembre. En lugar, nos dice, de arrojarse como Catón sobre su espada, Ismael busca en los puertos de mar un modo de redención, un nuevo destino, que como el de Starbuck (el segundo de a bordo), Bulkington (suerte de embarcación azotada por el temporal y para la que la costa rocosa, promesa de reencuentro con "todo lo que es caro a nuestra existencia mortal", constituye el peligro mayor) y demás tripulantes del Pequod quedará sellado por la obsesión trágica de Ahab. Sin embargo, algo muy importante distingue a Ismael de los demás, a saber, el hecho de que Ismael sobrevive. Sobrevive gracias al ataúd que, al tener premonición de su propia muerte, había construido para sí el arponero Queequeg y que, en la calma de las aguas que sigue al Apocalipsis, la suerte ofrece a Ismael como balsa flotante. No obstante, Ismael no se equivoca sobre cómo interpretar esta condición de único superviviente; sabe ahora cuál era realmente el contenido del nuevo destino que buscaba, destino que se confunde con una misión: Ismael ha sido preservado "tan sólo para contarlo".
Contar no es, en efecto, una actividad contingente, que el hombre vendría o no a realizar según se lo permitieran o no las vicisitudes serias de la vida. Pues contadas o narradas vienen a ser para el hombre, en un momento esencial de su desarrollo, todas las cosas que configuran el mundo. Si el mundo apareció por vez primera bañado en palabras, justo es que Ismael sienta como tarea destinal el redimir por la palabra la humana pulsión que atormenta a Ahab y que, imponiéndose sobre toda exigencia movida por el interés social o la exigencia animal de conservación, le lleva a sacrificar, junto a la suya propia, la vida de sus hombres.
A modo de ilustración presento aquí el capítulo 23 de Moby Dick, que bajo el título The Lee Shore (la costa a sotavento, o la costa-refugio) se dedica en exclusiva al personaje de Bulkington. Me permito recordar, como único comentario, que esta página fue hasta el fin de sus días referencia ética para mi entrañable amigo el filósofo Ferran Lobo, quien la citaba en la sobria versión realizada por el poeta italiano Cesare Pavese.
"Algunos capítulos atrás hablé de Bulkington, un marinero de larga estatura que estaba recién desembarcado y que encontré en la posada en la que me albergué en New Bedford. Pues bien: en aquella gélida noche invernal, mientras la proa del Pequod rasgaba las olas amenazantes del océano, ¡ quién veían mis ojos sino a Bulkington¡, de pie ante el timón.
"Contemplé con mezcla de amistoso respeto y de temor al hombre que, en el rigor del invierno, y que apenas había tocado tierra tras un peligroso viaje de cuatro años, volvía, sin darse un reposo, a la aventura de un nuevo periodo de navegación. La tierra parecía arder bajo sus pies. Las cosas maravillosas son siempre inenarrables; los recuerdos profundos no producen epitafios; este corto capítulo es el memorial sin lápida de Bulkington. Básteme decir que le ocurría a Bulkington lo que al buque míseramente sacudido por la tormenta a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le ofrece socorro; el puerto es acogedor; en el puerto hay seguridad, confort, calor de hogar, cena apetitosa, amigos, todo cuanto es caro a nuestra existencia mortal. Pero en la tormenta, el puerto, la tierra, es para el barco el más directo enemigo. El barco debe huir de su hospitalidad, puesto que si su proa tan sólo llegara a rozar la costa, se destrozaría por entero. Así, hará lo imposible por tender sus velas hacia mar abierto, y huirá de los vientos que le conducirían a la costa acogedora; busca de nuevo la agitación de un mar desamparado, pues, en la tormenta, tras el refugio se cierne el peligro, su único amigo es su más acerbo enemigo.
"¿Conocéis ahora la especie de los Bulkington? Os parecerá entonces vislumbrar esta mortal e intolerable verdad: que todo pensamiento profundo y severo no es sino el intrépido esfuerzo del alma por mantener la abierta independencia de su propio mar, mientras que los más furiosos vientos del cielo y de la tierra conspiran por arrastrarla hacia la orilla traidora y servil.
"Pero sólo en la soledad del mar sin orilla reside la verdad más alta, tan in-acotada e indefinida como el mismo Hacedor: antes perecer en esta infinitud que ser arrastrado sin gloria a sotavento, ¡incluso aunque la salvación resida en ello¡ Pues,¿quién quisiera, como un gusano, arrastrarse cobardemente hacia la tierra? ¡Terror de los terrores¡ ¿Será vana toda esta agonía¡ ¡Coraje Bulkington, coraje¡ ¡Mantente inexorable, semidiós! Pues de la espuma de tu mar oceánica, indomable, emerge tu apoteosis."
(Some chapters back, one Bulkington was spoken of, a tall, new-landed mariner, encountered in New Bedford at the inn.
When on that shivering winter's night, the Pequod thrust her vindictive bows into the cold malicious waves, who should I see standing at her helm but Bulkington! I looked with sympathetic awe and fearfulness upon the man, who in mid-winter just landed from a four years' dangerous voyage, could so unrestingly push off again for still another tempestuous term. The land seemed scorching to his feet. Wonderfullest things are ever the unmentionable; deep memories yield no epitaphs; this six-inch chapter is the stoneless grave of Bulkington. Let me only say that it fared with him as with the storm-tossed ship, that miserably drives along the leeward land. The port would fain give succor; the port is pitiful; in the port is safety, comfort, hearthstone, supper, warm blankets, friends, all that's kind to our mortalities. But in that gale, the port, the land, is that ship's direst jeopardy; she must fly all hospitality; one touch of land, though it but graze the keel, would make her shudder through and through. With all her might she crowds all sail off shore; in so doing, fights 'gainst the very winds that fain would blow her homeward; seeks all the lashed sea's landlessness again; for refuge's sake forlornly rushing into peril; her only friend her bitterest foe!
Know ye, now, Bulkington? Glimpses do ye seem to see of that mortally intolerable truth; that all deep, earnest thinking is but the intrepid effort of the soul to keep the open independence of her sea; while the wildest winds of heaven and earth conspire to cast her on the treacherous, slavish shore?
But as in landlessness alone resides the highest truth, shoreless, indefinite as God - so, better is it to perish in that howling infinite, than be ingloriously dashed upon the lee, even if that were safety! For worm-like, then, oh! who would craven crawl to land! Terrors of the terrible! is all this agony so vain? Take heart, take heart, O Bulkington! Bear thee grimly, demigod! Up from the spray of thy ocean-perishing - straight up, leaps thy apotheosis!)

Abilio Estévez
Por suerte, y como si fuera un contrapeso del que se vale para equilibrar su tendencia a la exuberancia narrativa, el autor posee una rara cualidad que no sé bien cómo describir pero que se parece mucho a un instinto especial para establecer complicidades tácitas con el lector. Hablo de esos iconos (personas, animales o cosas) que actúan a la manera de hitos o puntos de referencia y que ayudan al lector a no perderse definitivamente en la maraña de vericuetos y pistas falsas que le salen al paso. El ejemplo más obvio es ese huracán Katherine que amenaza a la isla entera desde la primera página y que, como bien se encarga de resaltar uno de los personajes, "a los huracanes les ocurre como a las desgracias, que nunca vienen solas". En mitad del tráfago de amoríos extraviados, ensueños nunca bien resueltos, desfallecimientos de la más descarnada vejez o brutales irrupciones de la realidad (esa agonizante Revolución que ni se muere ni deja vivir) la amenazadora inminencia del huracán termina siendo una presencia benéfica, una referencia segura, un punto de luz en la oscuridad batida por el viento. Sabemos que esa fuerza desaforada será el punto de inflexión que provocará el (ominoso) desenlace, pero al mismo tiempo la tienes por aliada y recibes sus apariciones como quien encuentra a un amigo en tierra extraña. La catástrofe como valor seguro. O la solidez de la casa, que es una garantía frente a la amenaza del huracán y a la vez una especie de cárcel para sus habitantes. Y algo parecido ocurre con el mar, de momento calmo y amigo pero que en cualquier momento se encrespará por la fuerza del huracán. O con un viejo bote carcomido que ya fue la tumba de un Godínez y que ahora es el vehículo elegido por el muchacho cuya huida de la isla dará título a todo el relato. Aunque parezca extraño, la desmesura del huracán que se acerca, la sórdida robustez de la casa y la fragilidad de un bote, pero también la presencia de unos pájaros o de una vaca llamada Mamito, por no hablar de la voz inconfundible y eterna de Bessie Smith, son como signos inmutables que contribuyen a la ordenación del paisaje y dan sentido a las vidas que se desarrollan en él.
Agua e inteligencia convergen en una mágica morfología interior donde el fluido de los mejores pensamientos mejora bañados por la transparencia del agua.
R.A.: Evidentemente todo lo que podemos saber de Sócrates lo sabemos a través de Platón y algún otro contemporáneo. Es completamente llamativo que alguien que ha influido tanto en la historia y en la mente humana no haya dejado ni una sola página que podamos leer; por tanto, apenas tenemos posibilidades de distinguir entre Sócrates como personaje histórico y Sócrates como personaje literario creado o recreado por Platón. A mí me interesa fundamentalmente resaltar este último; siempre he creído que Platón, que generalmente es calificado de filósofo con razón, es uno de los principales escritores que ha dado la historia de la literatura. En esa dirección su dibujo del personaje Sócrates, protagonista absoluto de la mayoría de sus diálogos, es simplemente excepcional. Creo que Platón logra crear uno de los personajes que más trasciende la propia literatura, que trasciende evidentemente su época y llega a los siglos venideros. Lo precioso de este personaje es que es alguien que de alguna manera hace confluir en él lo que son los dos grandes espejos de la cultura griega del momento: el espejo de la comedia y el espejo de la tragedia. 
"Jesús fue de linaje real, de la descendencia de David. Él usaba una túnica de fino paño, sandalias de buen cuero, manejaba buena plata porque tenía personas que se lo daban. Por eso tenía de tesorero a Judas, un verdadero administrador de empresas. Ese estigma de que Jesús fue pobre y humilde es mentira". Estas son las bases doctrinarias acerca del dinero, establecidas de manera clara y terminante por los voceros oficiales del Anticristo, y que su obispo en Managua afirma con gran convicción.
Esta semana, Zack Handlen narra lo que le sugirió la lectura de To Kill A Mockingbird, la maravillosa novela de Harper Lee, y la visión del film del mismo nombre protagonizado por Gregory Peck como Atticus Finch -o, para ponerlo de otro modo: el padre que todos querríamos tener... o ser.

Tras las clases, solíamos reunirnos para comer, cenar o tomar copas en las tascas del barrio de Salamanca que era entonces un lugar cutre, de estudiantes, funcionarios y horterillas. Había gente allí de mucho escribir y beber, como Antonio Martínez Sarrión, aficionados al cine americano como Vicente Molina Foix, y de vez en cuando aparecía y se mezclaba a la concurrencia un argentino delicioso, Marcos Ricardo Barnatán. Lo de "Marcos Ricardo", tan apretadamente bonaerense, nos tenía encantados, pero es que además tanto él como su mujer, chiquita, vivaracha, traían consigo algo que por entonces comenzaba a desencajar la paleolítica literatura nacional, a saber, el poderoso aliento de Borges, de Sabato, de Onetti, de Cortázar, de Girondo, desconocidos escritores en lengua española. Bien es cierto que a Barnatán no sólo le respetábamos por ser la voz de América, sino, sobre todo, por la célebre anécdota de Borges titulada "Muchos años más tarde, consultando un manual especializado", historia que duraba entre media hora o tres cuartos según el público, cumbre del anecdotario universal. A veces, oyéndola por cuarta o quinta vez, creí morir asfixiado de la risa. Eso sí, sólo Barnatán puede contarla, nadie más. Deberíamos grabarla en DVD antes de que sea tarde.
No estoy sólo en ese morbo. Me acuerdo de mi amigo, mi admirado Joaquín Jordá que estaba afectado del mismo mal. Tanto que hizo una película con Rosy de Palma vestida de guardia civil. Eso era doble morbo. También me da morbo Rosy de Palma, incluso sin vestirse de guardia civil.