Vicente Verdú
Ha llegado a ser tan tópica, empachosa y snob la actual y omnipresente reverencia al vino que el agua renace con una elegancia suprema. En el interior del frasco de vino se desmorona el cerebro y le cabecea la mente mientras sobre el agua flota la inteligencia de estilo. Agua e inteligencia convergen en una mágica morfología interior donde el fluido de los mejores pensamientos mejora bañados por la transparencia del agua.
Repudio a la turbación del vino como también a la falsa agua mineral, gaseosa o no, con marca y altos precios. El agua del agua, el agua desnuda de atributos está a punto de ser ofrecida en los establecimientos más sensibles y auténticos, sin propósito, sin propaganda, sólo para beber.
En toda bebida espirituosa el cuerpo el sorbo como una intrusión que, aun siendo placentera, estorba la conjunción del organismo y crea mediante su maldito alcohol erosiones y enconos gratuitos. El agua, por el contrario, riega, amansa y fertiliza. Se suma a la materia orgánica como una mano bendita y engalana. Mi estómago y el de tantos otros malheridos reciben la proximidad del vino como un primer párrafo de malhumor y en lo sucesivo, dos o tres copas más, como una anegación de muerte. O, incluso peor, como embestidas hacia espacios imprevisibles donde se sabe bien como el yo y el mundo se estiman o se abisman.