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'El navegante dormido'

Por 5 de septiembre de 2008 Sin comentarios

Javier Fernández de Castro

Portada del libroAbilio Estévez

Tusquets Editores

Barcelona, 2008

El navegante dormido es la historia de la prolífica, abigarrada y muy movida familia Godínez, a cuyas peripecias se añaden las de una saludable sucesión de personajes, personajillos e incluso animales (esos tomeguines a los que terminas tomando un gran afecto) y cosas (por ejemplo el reloj de péndulo sin manecillas y que da las campanas al azar, aunque también pueden ser objetos icónicos como la propia mansión familiar, un viejo bote, una radiogramola o una mítica cantante de jazz). Para dar cuenta de todo ello el autor ha recurrido a eso que un crítico de antes describiría como "una gran variedad de esbozos y apuntes realizados con trazos finos o brochazos gruesos y que se van acumulando hasta configurar un gran fresco de La Habana a lo largo de casi todo el siglo XX".

Aquí la palabra clave es acumulación. La narración no se desarrolla como una evolución desde el planteamiento inicial hasta el desenlace final (ese que el crítico de antes llamaría una "novela río") sino que va creciendo por acumulación o suma de unas historias que dan motivo a otras que a su vez provocarán nuevos extravíos, fugas, suicidios, renuncias y pasiones que serán el fundamento de los dislocados avatares de las siguientes generaciones. La novela está divida en cuatro partes subdivididas a su vez en un centenar de capitulillos cortos dedicados a unos personajes u otros, pero también a objetos, sueños, pesadillas, creencias y discusiones. En ocasiones, lo dicho en uno de esos capitulillos es palmariamente desmentido en el siguiente. O no. Depende.

Obviamente, y dado que el material narrativo abarca desde los años primeros años del siglo XX hasta 1977, y puesto que en conjunto alcanzamos a conocer a varias generaciones de la familia Godínez con sus respectivos cónyuges, descendientes, amantes, amigos y demás, la fragmentación narrativa es inevitable. Y con ella es inevitable también la obligación, por parte del lector, de ir recomponiendo a su aire ese enorme rompecabezas (la novela tiene 376 páginas sin apenas diálogos) de ambiente caribeño y por lo tanto abigarrado, carnal, colorista, musical y muy movido. Tan movido, de hecho, que debido a los continuos saltos en el tiempo y el espacio, el lector acaba por desorientarse y durante páginas enteras puede no estar seguro de si de verdad pasa lo que le cuentan que pasa o si sólo es un delirio. O una deliberada falsificación biográfica.

Abilio EstévezPor suerte, y como si fuera un contrapeso del que se vale para equilibrar su tendencia a la exuberancia narrativa, el autor posee una rara cualidad que no sé bien cómo describir pero que se parece mucho a un instinto especial para establecer complicidades tácitas con el lector. Hablo de esos iconos (personas, animales o cosas) que actúan a la manera de hitos o puntos de referencia y que ayudan al lector a no perderse definitivamente en la maraña de vericuetos y pistas falsas que le salen al paso. El ejemplo más obvio es ese huracán Katherine que amenaza a la isla entera desde la primera página y que, como bien se encarga de resaltar uno de los personajes, "a los huracanes les ocurre como a las desgracias, que nunca vienen solas". En mitad del tráfago de amoríos extraviados, ensueños nunca bien resueltos, desfallecimientos de la más descarnada vejez o brutales irrupciones de la realidad (esa agonizante Revolución que ni se muere ni deja vivir) la amenazadora inminencia del huracán termina siendo una presencia benéfica, una referencia segura, un punto de luz en la oscuridad batida por el viento. Sabemos que esa fuerza desaforada será el punto de inflexión que provocará el (ominoso) desenlace, pero al mismo tiempo la tienes por aliada y recibes sus apariciones como quien encuentra a un amigo en tierra extraña. La catástrofe como valor seguro. O la solidez de la casa, que es una garantía frente a la amenaza del huracán y a la vez una especie de cárcel para sus habitantes. Y algo parecido ocurre con el mar, de momento calmo y amigo pero que en cualquier momento se encrespará por la fuerza del huracán. O con un viejo bote carcomido que ya fue la tumba de un Godínez y que ahora es el vehículo elegido por el muchacho cuya huida de la isla dará título a todo el relato. Aunque parezca extraño, la desmesura del huracán que se acerca, la sórdida robustez de la casa y la fragilidad de un bote, pero también la presencia de unos pájaros o de una vaca llamada Mamito, por no hablar de la voz inconfundible y eterna de Bessie Smith, son como signos inmutables que contribuyen a la ordenación del paisaje y dan sentido a las vidas que se desarrollan en él.

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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