Marcelo Figueras
La gente de The A.V. Club, el site de la revista The Onion, tiene una sección que se llama Mejor tarde que nunca. Allí algún colaborador cuenta la experiencia de haberse puesto al día con alguna obra considerada mayúscula que, hasta entonces y por motivos variopintos, nunca había experimentado. La semana pasada, Nathan Rabin contaba lo que le ocurrió al leer finalmente Watchmen, esa maravilla escrita por Alan Moore y dibujada por Dave Gibbons. (¿Su opinión? Extática.) Esta semana, Zack Handlen narra lo que le sugirió la lectura de To Kill A Mockingbird, la maravillosa novela de Harper Lee, y la visión del film del mismo nombre protagonizado por Gregory Peck como Atticus Finch -o, para ponerlo de otro modo: el padre que todos querríamos tener… o ser.
Lo primero que sentí fue cierta envidia. Handlen cuenta que Mockingbird se le escapó de las manos a pesar de que en las escuelas suelen darlo para leer, al igual que clásicos como Jane Eyre y Las aventuras de Huck Finn. Qué suerte tienen estos gringos… ¡Todo lo que a mí me daban a leer en la escuela eran bodrios como La bolsa de Julián Martel! A veces creo que me convertí en escritor a pesar de todo lo que hicieron mis profesores de literatura para ahuyentarme del barrio…
Pero mientras envidiaba la experiencia de leer y ver Mockingberg por primera vez, recordé una de sus escenas centrales. Allí, el abogado Atticus Finch vela delante de la puerta de la cárcel, sentado en una silla, como forma de proteger al negro Tom Robinson, acusado -falsamente- de haber violado a una joven blanca. Atticus sabe que la mayor parte de los blancos del lugar no se contentará con un juicio justo: si por ellos fuere, preferirían linchar a Tom y ahorrarse el trámite. Por eso Atticus pasa allí la noche, en plena calle, confiando en que podrá detener a la eventual turba con su presencia y sus argumentos. Por supuesto, la turba llega y Atticus se ve sobrepasado por una fuerza que no entiende de razones. Quien lo salva entonces -y salva así a Tom, aunque no para siempre- es su pequeña hija Scout, que se ha escapado de la casa en plena noche para ver qué hace su padre. La irrupción de la niña disuade a la turba de emplear la fuerza; allí donde la razón y la ley escrita han fallado, la inocencia ayuda a preservar la paz. Después de lo cual Scout regresa a su hogar y Atticus sigue velando, sentado en su silla a la luz de una lámpara y leyendo el libro que llevó para matar las horas. "Hay algo en esa escena,’ dice Handlen, ‘en la imagen de Atticus sentado ahí, con su libro abierto en el pequeño círculo de luz… que me hizo sentir mejor. Respecto de todo’.
Esa es una de las razones por las que amo To Kill a Mockingbird. Porque desde que supe que, a pesar de la abundancia de turbas irracionales en este mundo, Atticus vela por nosotros mientras lee un libro, yo también -como Scout, como Handlen- puedo dormir mejor.