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Galería de espectros: Sherlock Holmes

"The Man with the Twisted Lip", Sydney Paget, 1891 (Strand Magazine)Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el perfil afilado del espectro de Sherlock Holmes.
Delfín Agudeo: Te refieres al ya clásico y eternamente variado personaje de Arthur Conan Doyle.
R.A.: Sí, me refiero a él, que evidentemente es un personaje en nuestros días muy popular pero que en su momento debió crear una extraña sensación dentro de la propia genealogía del detective en la literatura occidental. Holmes no dejaba de ser el heredero del primer gran detective que se presenta en la literatura y de la primera novela policíaca, que está planteada como tantos otros géneros modernos por Edgar Allan Poe. Poe, en el Los crímenes de la calle Morgue, seguramente plantea lo que es el inicio de la génesis de la novela policíaca. Conan Doyle, a través de una creación genial, adapta esta figura que evidentemente forma parte del mundo moderno y de una literatura que necesariamente deja de ser rural para ser urbana, adapta esa figura a lo que sería el mundo victoriano del último tercio del siglo XIX, y lo dota de una característica que la ha hecho muy atractiva en el siglo y medio posterior. Y es que es un personaje por un lado que lleva su racionalismo a unos extremos neuróticos y paranoicos, de una meticulosidad extrema; es un hombre que aparentemente está desprovisto de todas las otras pasiones que no sea la pasión de ese racionalismo deductivo y observador, aunque curiosamente ese hombre también oculta un mundo quizá expresamente soterrado en su caso, a través de su propia condición de drogadicto. Entonces es una especie de Jano bifronte extraordinario: por un lado un hombre cuya racionalidad desborda todo el ideal racionalista moderno, todo aquello de lo que hubiera podido presumir Descartes en sus escritos sobre la razón. Holmes está en el extremo mismo de lo que pudo plantear Descartes, pero ese hombre que aparentemente ha superado todas las pasiones para concentrarse en una sola parece que tenga que equilibrar esas otras pasiones de la vida a través de esa condición oscura de drogadicto que Conan Doyle no oculta. Esto es lo que da, creo, todo el espesor al personaje, y le da esa capacidad para proyectarse más allá de su época.

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20 de octubre de 2008
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La caída del imperio americano

Probablemente sea cierto que el descalabro bancario es un síntoma de que los EE.UU. han perdido el poder mundial. Lo creen los analistas más ponderados y lo intuimos al percibir la languidez en la que ha caído esa nación. ¿Cómo va a dominar el mundo un país que ni siquiera puede vencer a los talibanes? La pregunta espeluznante es quién vendrá a sucederle. En ocasiones, platicando con castristas de salón que mantienen un infantil antiamericanismo de guerra fría, me he preguntado si su favorito sería el imperio alemán de Hitler, el británico de la cámara de los Lores, el francés de los Luises o el español de Felipe II. El amo de nuestras vidas siempre es odioso, como lo es cualquiera que asuma el mando. Quien osa mandar ha de ser arrogante, no puede evitar la injusticia, atrae el odio de los pueblos más débiles, pero también el de quienes se sienten débiles en su casa o en el trabajo. Sin embargo, no se puede evitar que alguien esté al mando. ¿Quién será el próximo?

/upload/fotos/blogs_entradas/historias_de_amiano_marcelino_med.jpgHe leído las muy voluminosas Historia de Amiano Marcelino, crónica de lo que llamamos "la caída del imperio romano", aunque para el autor sólo fuera lo común de cada día. Amiano asistió a sucesos cruciales de los que no podía intuir las consecuencias. Su vida transcurrió en el frente, con las legiones alpinas, en la Galia, en la Germania, en Mesopotamia. Vio cómo los godos cruzaban el Danubio en el año 376, aunque no podía sospechar que ese sería nuestro icono del hundimiento: caballos con el belfo espumeante, montados por jinetes de aspecto bestial, a cuyo paso se desmayan las doncellas romanas apenas vestidas con túnicas transparentes. Amiano vio sucederse los penúltimos emperadores, Constancio II, Juliano, Joviano, Valentiniano, Valente, el usurpador Procopio. Un declive acelerado del poder en manos de sujetos cada vez más estúpidos y sanguinarios asesorados por orates, usureros y sayones, que aún duraría medio siglo. La población era codiciosa, ignorante, haragana. Fueron barridos. Habría que leer a Amiano en los colegios. Como curso preparatorio, quiero decir.

Artículo publicado en: El Periódico, 18 de octubre de 2008.

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20 de octubre de 2008
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Las aventuras del lector de ‘Augie March’

‘No busquen más. Todos los rastros se acabaron hace cuarenta y dos años', escribió Martin Amis en 1995. ‘La búsqueda mitológica hizo lo que las búsquedas mitológicas hacen raramente: terminó. ...The Adventures of Augie March  es la Gran Novela Americana'.

/upload/fotos/blogs_entradas/the_adventures_of_augie_march_1_med.jpgVolví a leer Augie March durante el viaje a México. Y como la primera vez, no encontré nada que objetar al dictamen de Amis. Si la novela de Saul Bellow no es de manera inequívoca ‘la' Gran Novela Americana, merece cuanto menos pertenecer al grupo de las aspirantes con mayor potencial, entre Moby Dick, The Great Gatsby y The Catcher in the Rye.

No es difícil entender por qué las demás aspirantes gozan de mejor prensa. Aun cuando culminan en fracaso, aquellas novelas describen una búsqueda metafísica, más grande que la vida misma, que define a sus protagonistas -y por extensión, al escritor- en los mismos, gigantescos términos. En cambio Augie March opta por otra vía. Si la novela hubiese sido escrita por F. Scott Fitzgerald o John Dos Passos se habría llamado The Adventures of Simon March y elegido como protagonista al hermano mayor de Augie, Simon, el primogénito que, escaldado por esa Gran Depresión que todos tenemos tan presente en estos días, vende su alma a cambio del Sueño Americano de la prosperidad económica y el ascenso social. Pero la novela es de Augie, el hermano del medio, equidistante entre el Simon capitalista a ultranza y el benjamín de la familia: Georgie, el idiota. (Si alguien reescribiese la historia hoy, debería hacerlo desde el punto de vista de Georgie, que por cierto no es ningún Forrest Gump. ¿O le cabe duda a alguien de que estos son los tiempos de Georgie el idiota?)

A diferencia de los protagonistas de las otras Novelas aspirantes al título, Augie nunca encuentra identidad en su quehacer, en su profesión, en su trabajo. Durante el relato Augie cambia una y mil veces de empleo: distribuidor de panfletos, de diarios, cadete de florería, mayordomo, vendedor de zapatos, de pintura, lavaperros, ladrón de libros, activista gremial, entrenador de animales, jugador... Y aunque sobre el final encuentra un trabajo que le permite un buen pasar, nada garantiza que Augie vaya a conservarlo fuera de los límites de la novela. Porque lo que Augie busca no es riqueza ni estabilidad. Huérfano de padre, no puede dejar de rebelarse contra la primera autoridad que conoció, la de la Abuela Lausch, que le decía: ‘Cuanto más amás a la gente, más te van a confundir. Un niño ama, una persona respeta'. Si algo queda claro en los términos de la Abuela Lausch es que Augie no querrá nunca ser adulto. Se pasa toda la novela amando demasiado, con ese amor masculino que, aun en su inconsecuencia, puede experimentar el más desgarrador de los dolores.

No conozco muchos pasajes en la literatura universal más conmovedores que el final del Capítulo IV, donde Augie y su madre acompañan a Georgie hasta el hospicio donde lo dejarán a vivir. Los personajes fuertes de la familia -Simon, la Abuela Lausch- se han negado a acompañarlos. Ante los gemidos de Georgie y el desmoronamiento de su madre, Augie se ve obligado a adoptar al papel rector. Es él quien da órdenes a Georgie, casi como quien conmina a un perro (‘Siéntate aquí', son las últimas palabras que le dirige), para hacer posible que la ceremonia del abandono siga su curso. Después de haber sentido lo que significa ser hombre y padre en una sociedad capitalista, ¿a quién le extraña que Augie no quiera volver a ocupar semejante lugar? 

                                                                     (Continuará.)

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20 de octubre de 2008
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Magnífico Powell

Lo más significativo y emocionante de la intervención del general retirado Colin Powell ayer en ‘Meet the press', entrevistado por el veterano periodista Tom Brokaw, no fue su apoyo abierto y entusiasta a Barack Obama como presidente. Fueron los argumentos de fondo y los ejemplos utilizados para descalificar la estrechez de la campaña republicana y acentuar el contraste con la candidatura inclusiva, abierta y tansformadora de los demócratas. La fecha de ayer, 19 de octubre de 2008, puede quedar inscrita en la carrera de Powell como una especie de ajuste de cuentas consigo mismo por aquella jornada aciaga del 3 de febrero de 2003, en que el entonces secretario de Estado puso en juego todo su prestigio para convencer al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sobre la implantación de Al Qaeda en suelo iraquí y la existencia de unas armas de destrucción masiva en manos del régimen de Sadam Husein que ponían en peligro la seguridad de Estados Unidos y la paz mundial. El día de las verdades que fue ayer le redime del día de las mentiras de hace cinco años.

En aquella ocasión Powell vio su prestigio arrastrado por los suelos por su colaboración en la construcción del castillo de mentiras que permitieron la guerra preventiva contra Irak e hirieron de muerte a Naciones Unidas y al Consejo de Seguridad. Hay que tener en cuenta que el general era una de las personalidades más moderadas del entorno de Bush y fue utilizado por los radicales neocons como rompehielos de su política. Powell ha sido consejero de Seguridad Nacional de Ronald Reagan; presidente de la junta de jefes de Estado Mayor; general de cuatro estrellas y el militar de origen afroamericano (caribeño en su caso) que más alto ha llegado en la historia de su país.

Nada más lejos de su filosofía militar que la idea de una guerra preventiva en la que las armas son el primer recurso en vez del último y extremo. Lo mismo cabe decir de la estrategia de invasión de Irak: Powell fue siempre partidario de inundar el territorio con numerosas tropas y asegurar el éxito de la invasión, mientras que Rumsfeld puso en práctica la idea de un ejército pequeño y supertecnológico, dedicado fundamentalmente a la tarea de destrucción del régimen y del país que había que invadir.

De todas las verdades que dijo ayer, acerca de la deriva derechista republicana y de las excelencias de la candidatura de Obama, destaca una entre todas ellas, argumentada de la forma más ‘americana' posible. Powell se mostró escandalizado porque Obama pueda ser descalificado por su supuesta pertenencia al Islam. Decenas de senadores republicanos se lo han dicho. Y aunque él sabe que es falso, manifestó su profundo malestar por lo que significa esta estigmatización de una religión en Estados Unidos. Evocó la imagen de la madre musulmana de un soldado de New Jersey muerto en Irak, enterrado bajo una estela con el creciente islámico. Se preguntó si un niño de siete años musulmán no puede tener ambiciones en este país. Powell respondía así al diálogo absurdo de hace unos pocos días, en que un asistente a un mítin de McCain le dice que Obama oculta que es musulmán y el senador republicano le responde: "No, es una buena persona".

En este envite se hunde la América neocon, supremacista cristiana y blanca, antiárabe y antimusulmana, y regresa una América tan antigua como su Constitución pero tan nueva como el nuevo siglo que se abre en el horizonte, en la que los minaretes no son una amenaza y los musulmanes podrán llegar a la más alta magistratura. Esta es la única forma decente de vencer en la guerra global contra el terror. El general retirado Colin Powell ha tenido un papel destacado en esta pacífica batalla.

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20 de octubre de 2008
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Testimonio de gesta

Se desconoce uno, en lo esencial. Antes son los demás quienes osan creerle capaz de algo a darse a solas crédito al respecto. Gracias a eso, una idea tan simple como escribir en torno a viejas aficiones parece una aventura tan suculenta como intimidatoria. Invade uno los géneros ajenos con la fascinación de un niño fantasioso y el horror de la monja que sin colgar los hábitos ya se los arremanga. Se precisa un arrojo que prescinda del temor al ridículo, y en ciertos casos también una brújula que lo lleve a uno cerca de esa zona fogosa donde las habas se calientan sin quemarse. Que es el caso presente, además. Me he impuesto la misión de retar al ridículo en una zona de por sí resbalosa, y por ello dos veces más interesante. ¿Cómo se hace, por cierto, crónica deportiva?

     Todos alguna vez ejercimos sin pago este trabajo. Me recuerdo, con menos de diez años, compitiendo con varios amiguitos para ver quien lograba entrar sin pagar a la Copa Davis. Una vez que logramos el cometido, el segundo proyecto consistió en comprender las reglas del juego, toda vez que el espectador debía permanecer callado durante las jugadas y un sacrificio así exigía altas garantías de diversión. Al final de la serie, con tres entradas libres consecutivas, ya nos habíamos enseñado a pujar, brincar, gritar, berrear y aullar por causa de ese juego de intensidad creciente, cuyas particulares incidencias comentaríamos luego durante semanas. No recuerdo, a todo esto, haber comprado un solo boleto antes de los trece años, ni que me haya perdido una serie Copa Davis. Si los tenistas se peleaban por tener esa copa, la mía consistía en estar ahí. Entrábamos campeones: Don Gato y su pandilla van a Wimbledon.

     Jamás rehúyo una conversación sobre tenis. Nada más agradable que encontrar un maniático afín. Alguien que se aparezca de la nada al cabo de unas semifinales ardientes y te recuerde con puntería cómplice que "ya nos pasaron a torcer...". Me he quedado en Madrid siete días de más por estar en el Masters. Le he prometido al Commander in Chief que le enviaré las crónicas consecuentes. Luego lo dejé todo para así sumergirme en el torneo, con la extraña responsabilidad de reseñarlo.

     ¿Qué se hace en estos casos? Memoria, antes que nada y aun cuando se pretende lo contrario. Escribir es de pronto reproducir palabras atendiendo a las órdenes de un cerebro que copia cuando inventa e inventa cuando copia. No se quiere ya ser original, si bastante ya cuesta conservarse genuino. La magia está, no obstante, en el retorno de ese duende correoso que lo encierra a uno en el mundo del torneo, hasta que al fin contar lo que está viendo se convierte en un desahogo emocional. Escribir sobre un juego de tenis es tener el placer de sopesarlo, reconstruirlo, reinventarlo con esos acentos épicos sin los cuales sería inexpresable el calibre sofocliano de una semifinal como la de Rafa Nadal y Gilles Simon.

     Recién envié la última de las cuatro crónicas, ya me fumo el Marlboro imaginario que sigue al sacrificio ritual del virgo y hasta hago planes largos para un día armar lo mismo en Roland Garros, el más tortuoso de todos los torneos. Territorio Nadal, además. El día que me dieron la acreditación, no tuve más que sacar el boleto que había comprado en reventa para ese día y un niño me asaltó con la misma pregunta que tantas veces repetí a la puerta del estadio. "¿Le sobraría una entrada?", me atajó con angustia esperanzada y comenzó a hacer señas a la madre, que estaba a quince, veinte metros de nosotros. Tendría trece años, puede que menos. Se le encendió el semblante nada más escuchar que no pedía más que el precio de taquilla. Verlo alzar el boleto y llevárselo fue también verme entrar en la Copa Davis con el cerebro inmerso en una gesta heroica que sólo quien la sufre la comprende. Habría visto los juegos tan solo como yo entonces y ahora. Habría salido con la cabeza en llamas, diría a sus amigos que vio jugar a Djokovic y ganar a Nadal y entrenar a Federer... Contraerá en una de estas el vicio de sufrir más allá de la red. No se me ocurrió ayer, es de toda la vida, pero igual la emoción no ha cambiado gran cosa. Soy un niño extranjero que juega a solas a corresponsal de guerra. Corro de ver jugar al suizo a interrogar al serbio en la rueda de prensa. 

se me queman las habas por contar la historia.

     Puf. Qué nivel. Chilangamente hablando, este cronista se ha pasado a rayonear.

Bonus track:

Magnicidio en dos tiempos (Federer-Murray, Nadal-Simon).

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20 de octubre de 2008
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Avatares del intelectual

Hace algunos meses, la revista norteamericana Foreign Policy y la inglesa The Prospect publicaron una lista de los cien intelectuales más influyentes en el mundo. Los responsables de la lista definían al intelectual de manera amplia, como "alguien que se ha distinguido en su campo y que a la vez se ha demostrado capaz de comunicar sus ideas e influir en el debate más allá de su campo". Ante la triste sorpresa de que en esa lista sólo se encontraban cuatro latinoamericanos--Mario Vargas Llosa, Fernando Henrique Cardozo, Hernando de Soto y Enrique Krauze--, se inició un debate acerca de la relevancia de los intelectuales en España y América Latina. Ahora, la edición española de Foreign Policy ofrece una lista de "los cincuenta intelectuales más influyentes en Iberoamérica", dominada por escritores: hay alrededor de veinte, entre los que se encuentran Jorge Edwards, Nelida Piñón, José Saramago y Jorge Volpi).

Más allá del hecho de que siempre sorprende encontrarse en una de estas listas, hay que verlas como lo que son: caprichosas, arbitrarias, más un punto de partida para la discusión que uno de llegada. Así, me interesa destacar un par de cosas. ¿Es posible reconciliar la lista de Foreign Policy con las versiones del intelectual/escritor que nos han dejado algunas de las más grandes novelas latinoamericanas recientes? El fin del siglo veinte produjo novelas con intelectuales y/o escritores marginales, que habían perdido su lugar central en el debate público o que lo cuestionaban profundamente. Tres novelas relevantes tienen que ver con ese tema: en Respiración artificial, Ricardo Piglia imagina al intelectual como un exiliado en su propio país,  tratando desesperadamente de encontrar el sentido extraviado de la historia argentina; en La virgen de los sicarios, Fernando Vallejo crea un intelectual desarraigado, un gramático al que no le queda más que un discurso apocalíptico ante la constatación del fracaso del proyecto decimonónico de nación; en Los detectives salvajes, Roberto Bolaño crea a unos poetas vitalistas que cuestionan la misma idea de la obra --pues ésta no es más que un paso hacia la institucionalización de la literatura que tanto detestan--, y que se consideran enemigos de esos grandes del establishment literario: Paz, Neruda.  

Según Nicola Miller en su indispensable In the Shadow of the State, en América Latina el concepto de "intelectual" se usaba hasta mediados del siglo XX prácticamente como un sinónimo de "escritor": el intelectual era el escritor que intervenía en la esfera pública y que tenía algún tipo de relación con el poder. Luego, la expresión comenzó a extenderse a los cientistas sociales. En su libro, Miller también sugiere que no se puede operar sobre la base de una definición fija del concepto de "intelectual"; lo que vale la pena analizar son "los cambios de criterio" para la definición, reveladores "de la relación entre poder y conocimiento en una sociedad". Así, si bien la lista de Foreign Policy está llena de escritores, políticos y cientistas sociales, llama la atención la presencia de Almodóvar, Jaime Bayly y Yoani. Almodóvar es el único cineasta de la lista; en la tan mentada era de la imagen, ¿no debería haber más? Bayly es escritor, pero también un exitoso conductor de programas televisivos. De nuevo: el mundo de la televisión tendría que estar más representado. En cuanto a Yoani, ella es la única que ha ingresado a la lista por su trabajo exclusivo como blogger.

Foreign Policy muestra tímidos cambios de criterio en la definición del intelectual. Algunas novelas latinoamericanas del fin de siglo, y la inclusión de Almodóvar, Bayly y Yoani en la lista, señalan el camino a seguir para los próximos años: habrá menos escritores, habrá más gente del mundo del cine y la televisión, habrá más bloggers.

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19 de octubre de 2008
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Cosas que me irritan

No tengo tiempo. Perdón, no estoy seguro de que esto que quiero decir y mis circunstancias me lo impiden podrá ser colgado tan tarde y en un viernes.

Un día tendré que hacer un catálogo de cosas que me irritan. Que hacen que no puede dejar de mirar atrás con ira. También de mirar aquí y ahora.

Hoy, por razones de viaje, he leído más páginas de un periódico que no suelo leer hace algunos años. Y no lo hago por no perder el tiempo. Leo a Junger, con perdón. Por supuesto leí a Kundera y lo seguiré leyendo. Celine es uno de los autores que consiguió abrirme una fisura, una enorme duda, entre sentimientos personales y resultados literarios. He leído a Pierre La Rochelle, Montherland, Foxá, Jiménez Caballero, Sánchez Mazas o moralistas, beatos, místicos, fascistas, comunistas o católicos. Me gusta como se dicen algunas cosas. No me importa estar en profundo descuerdo... Pero no era eso lo que hoy me ha pasado leyendo el editorial, la primera página y a un estúpido grandullón de sus columnistas. Una pena. No quiero decir qué periódico es, no pienso hablar, aunque sea mal, de él.

Sin embargo, al lado de esa burda manipulación -marca de la casa- me encuentro con un columnista que es un islote. Un viejo periodista, perdón, un escritor que en cada línea se tira al monte para buscar las palabras que hagan que el hombre  sepa resistir viviendo entre las mentiras de los infames. Un columnista que cuando quiere, cuando se atreve nos ayuda a pensar que el hombre no sólo debe resistir, que hará algo más: prevalecerá.

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17 de octubre de 2008
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Petróleo

No, para nada la metáfora clásica describe al petróleo como el "oro negro". Con la caída del precio del barril (el crudo ligero vale apenas más de 60 dólares en Nueva York cuando escribo estas líneas) aparecen las preocupaciones de los adictos a la renta petrolera. Después de explicar durante años que quería prescindir de Estados Unidos como comprador del petróleo de su país, Hugo Chávez Frías, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, dedicó su tiempo a explicar que se trata de una situación ineludible.

"EE. UU. no tiene forma de dejar de adquirir nuestro petróleo", explicó el líder respondiendo a la visión compartida de los dos candidatos a la elección presidencial, John McCain y Barack Obama, respecto a que la dependencia de las importaciones americanas se pueden acabar en menos de una década.
Chávez vive una doble catástrofe, vender menos y vender más barato al implementar lo que una persona sensata no intentaría frente a la crisis: reducir al 25% la duración de la jornada laboral.

El presidente venezolano ya había intentado reducir así,  de 8 a 6 horas, la jornada laboral. La medida era parte de su fracasado referéndum de diciembre de 2007. Ahora, repite la maniobra bajo forma de ley. Más que nunca, es el sueño de que el oro negro lo pagará todo. Pero, con diferencia al tema de la jornada laboral, que sólo interesa a los venezolanos, estamos frente a un problema compartido: con su acuerdo de "Petrocaribe", Chávez se comprometió en ayudar 16 país de América Latina con energía barata; hizo lo mismo con Alba (Alternativa Bolivariana para las Américas); sin olvidar un sin fin de acuerdos específicos con países y hasta municipios o barrios de EE. UU y del Reino Unido. ¿Se va a mantener esta ayuda ahora que Venezuela pierde una parte grande de sus recursos (el petróleo es la mitad de su producto interno, el 90% de sus divisas)?

Lo que impresiona es cómo este sueño de tener petróleo es utilizado para eludir la necesaria eficacia que requiere una economía para seguir vigente. En el momento en que Venezuela entra en grandes problemas, es Cuba quien dice (ya lo dijo) que esta vez, sí, tiene petróleo de verdad. Ni una palabra hoy en Granma.Tampoco se lee algo en la edición en español de la BBC. Pero la edición en inglés de esta misma BBC, citando al responsable de Cubapetroleo, dice que se va a convertir en unos de los 20 mayores productores en el mundo. Sería el regalo del 50 aniversario de la revolución. Y un sueño: no hay petróleo que anule el trabajo.

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17 de octubre de 2008
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Galería de espectros: Dr. Jekyll

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el doble espectro del Doctor Jekyll.
Delfín Agudelo: Te refieres a la dupla de personajes de la novela de Stevenson, Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
R.A.: Me refiero a una de las grandes parejas de baile de la literatura occidentall-quizá la pareja de baile más importante junto con Fausto y Mefistófeles en la obra de Goethe. En los dos casos he llegado a la conclusión de que evidentemente se trata del mismo personaje, y en ese sentido hay una preciosa simetría a realizar. Fausto y Mefistófeles aparecen como dos personajes completamente separados hasta que se van fusionando a o largo de la obra, de manera que al final Fausto ya no puede vivir sin Mefistófeles, y quizá podríamos decir que tampoco Mefistófeles puede vivir sin tentar a Fausto. En el caso de la pequeña pero magnífica obra maestra de Stevenson, el paisaje sería el contrario: es un hombre que cree que es unívoco cuando en realidad es múltiple, o como mínimo dual. Esa dualidad se va manifestado en la medida en que él quiere experimentar con el mal desde la bondad, pero quiere experimentar de manera que el mal sea controlable, creando una especie de doble suyo que sea capaz de llevar a cabo aquellas acciones que él como bondadoso no se atreve. Es decir, crear una encarnación paralela en la que se practica el vicio, mientras la virtud se mantiene a salvaguarda.
Lo que ocurre es que a medida en que va transcurriendo la trama de Stevenson, evidentemente esa separación entre ambas personalidades es cada vez más difícil, y además el vicio, el mal, va vampirizando a la virtud y al bien. De manera que Mr. Hyde se va agrandando en igual medida en que el Doctor Jekyll, el bondadoso, se va volviendo cada vez más frágil  enfermo, hasta que al final evidentemente aparece el hecho de que Dr. Jekyll es también Mr. Hyde, pero un Mr. Hyde que lo está devorando por completo. Cuando él quiere librarse de esa criatura monstruosa, ya no puede; es algo irreversible, con lo cual ahí el paisaje de esas dos parejas de baile del siglo XIX es simétrico pero contrario; en la obra de Goethe Fausto sabe que finalmente está integrado en Mefistófeles pero en un movimiento final se libra de él; en cambio, en la obra de Stevenson el Dr. Jekyll va creando un doble al cual quiere atribuir todo aquel mal que él como bondadoso no se atreve a realizar, pero que  finalmente es fagotizado y vampirizado por ese doble. Y diríamos que el monstruo, Mr. Hyde -la naturaleza oculta, secreta, lo que pertenece al subsuelo y al inconciente- se va manifestando más poderoso que aquello que pertenece a las vigilia, a lo diurno y Dr. Jekyll es arrastrado hacia la tiniebla. Dos magníficos bailes paralelos, pero quizá de dinámicas contrarias.  

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17 de octubre de 2008
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Generador

El camino de los excesos, escribió William Blake, conduce al palacio de la sabiduría. Me lo repito a ratos, de butaca en butaca, sin querer ya pensar desde hace cuantas horas no hago otra cosa que ver bolas amarillas yendo y viniendo sobre la misma cancha. Es un drama que crece lentamente, como lo haría el cariño o el rencor a lo largo de una semana de intensidades multidireccionales, aunque monomaniáticas. Luego de las primeras seis horas ininterrumpidas de tenis, comienza uno a entender al mundo en función de la lógica del juego. Todo el drama vital se puede reducir al trazo de las líneas sobre la cancha. Podría narrarse el total de los aciertos y errores de una vida a partir de términos como servicio as, falta y doble falta.

     No quisiera saber la clase de ridículo que haría sobre una cancha, raqueta en mano. Ya lo hice en su momento, sin el mínimo espíritu de sacrificio, y hasta sin un sentido elemental del decoro. Dudo que dejaría el pellejo ante la red, pero difícilmente puedo prescindir de la aventura de viajar abordo de una estrategia ajena que sale disparada a doscientos kilómetros por hora. No sé si haya heroísmo o masoquismo en la manía de ir tras las últimas pelotas, pero entiendo y comparto a la distancia el proceso mental que lo hace indispensable. Sufro ahí en la butaca, pues de sufrir a gusto es que trata todo esto. Padezco cada uno de los servicios que el favorito en turno intenta inútilmente devolver. Espero como un beato que dispare un as, y me derrumbo como un búfalo muerto si en lugar de eso sale doble falta.

     Hay, entre jugador y aficionado, una simbiosis similar a la que une al autor y al lector. Sólo que en este caso el asunto de la profundidad corre a cargo de cada quien. Nadie sino uno mismo sabe lo que apuesta. O en fin, lo que involucra en este juego abstracto de ganar o perder. Ganarle al otro, ganarse a sí mismo, perder con suerte el miedo de perder. Entrar en componenda dichosa con los astros si acaso el marcador le favorece a aquel que yo escogí, y por lo tanto a mí, que por propia elección vengo detrás. He querido expropiar un juego ajeno, y en su momento erosionarme el hígado por su sola causa. Que es la mía, se entiende. Como mía es también la esperanza de ver una final entre Nadal y Federer. ¿Por qué? Porque ninguna otra provoca dosis tan generosas de sufrimiento puro. Voy a ponerlo claro: pago por sufrir.

     Día tras día, los ardores aumentan. Cada punto va siendo más pesado, y en tanto eso mejor parecido a un nuevo coletazo del destino. Hay un aire fatal en esos golpes de pelota, cuyos ecos de pronto me acompañan abordo de la scooter, de regreso al hotel. Otros, en mi lugar, acuden cada día a una parroquia y le entregan la suma de sus aflicciones. Una guerra, al final, de cualquier forma. Una pelea a muerte contra lo peor de mí, encarnado en las fuerzas adversas del destino. Y aquí estoy, sin moverme ni atreverme a pensar en otra cosa. Produciendo energía, como un generador.

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17 de octubre de 2008
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