Vicente Verdú
Para que una burbuja financiera se forme no basta con la malicia del especulador, es necesaria además la crédula colaboración de quienes se dejan soplar el dinero.
No es la primera ni será la última vez en que un delirio semejante, con las casas, con los tulipanes, con el oro, con los ferrocarriles, con el petróleo o con el maíz, acabe en un despeñamiento para muchos y en una encimada escalada para otros. Por lo común estas recurrentes crisis de la historia económica se atribuyen al mismo efecto de la condición humana, de ciertas instituciones imperfectas o de la relajación de los gobiernos.
En realidad, se debe a todas estas causas juntas, pero también a algunas más y no menos importantes. Se trata de fuerzas relacionadas con la variable idea del progreso, con los convencionalismos ideológicos y, más generalmente, con el flotante espíritu del tiempo.
No confiar, por ejemplo, en la prosperidad del futuro de una nación o un mundo puede tenerse por reaccionario o antipatriota (como decía Zapatero) o por ser un derrotista, un cenizo o un desdichado. Prácticamente a nadie le gusta pasar por tal y será mejor no decir nada. En ese silencio, la burbuja se expande.
La burbuja crece con el bonacible espíritu del tiempo o, exactamente con "el aire del tiempo". No se ha registrado de hecho una crisis grande o espectacular que no se corresponda con una época tendente al ascenso del pensamiento emocional, romántico y aventurero. Estos años posmodernistas han sido efectivamente así: reactivos ante la severa racionalidad de la modernidad, más femeninos que masculinos, más románticos que matemáticos, más propensos a juzgar mediante el golpe de vista (el "Blink", convertido en libro de moda norteamericana) que a través del análisis minucioso y detenido. Casi todo ha sido en estos años móvil, veloz, intuitivo, efímero, cambiante, impulsivo-compulsivo. Bipolar. Y de esta bipolaridad maniaco depresiva proviene la marca del aire actual, "L´air du temps", de Nina Ricci. Volando, lanzados a la mayor velocidad hacia el destino sin nombre, encabalgados en una evolución donde las cosas sustituyeron al sentido y decididos a vivir exhaustivamente la vida inmediata sin ningún más allá. De estos componentes parte la extraña fuerza que conduce a la máxima aceleración y al máximo accidente, a la suprema cotización de las acciones hasta el linde de la acción mortal.
Unos cuantos han dirigido la operación desde sus puestos claves, otros cuantos se habrán enriquecido desde su telescopio con las operaciones a la baja. Entre tanto, la muchedumbre, en el violento vaivén, ha ido perdiendo el capital y la cabeza. O al revés.