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La intimidad

Se me hizo raro que al acabar la visita a una amplia muestra de dos gigantes de la escultura sintiese el deseo de volver al comienzo a ver de nuevo una cartulina colgada en la pared de la primera sala. Las obras de Rodin y Giacometti son de un dramatismo a menudo hiriente (las del francés) o de una incertidumbre que se enfrenta al volumen y a la gravedad (las del suizo), y eso queda patente en la exposición madrileña de Mapfre. ¿Por qué tan llamativa la foto de la entrada? En esa imagen tomada en 1950, un conocido conjunto en bronce de Rodin, Los burgueses de Calais, se expone en un parque, y una figura humana está agazapada en el suelo de la peana alzando la cabeza: un Giacometti de 49 años con cara aún de niño y mirada traviesa. ¿Se burla de la grandilocuencia broncínea del maestro? ¿Se empequeñece él para resaltar el heroísmo del grupo? ¿O es un tributo, a su manera ingrávida, al inflamado romántico que estudió y copió desde joven?

La buenísima idea de las dos comisarias francesas de parear las obras de Rodin con las de Giacometti, tan distintas, saca a la luz una de las angustias más productivas de la historia de cualquier arte: la precedencia, el influjo, la añoranza, el estímulo que da la competencia y aun los celos. Lo insolente que fue Tiziano con el brillo propio de su aprendiz Tintoretto; Cervantes expulsado del teatro, creía él, por los triunfos de Lope de Vega; el espionaje mutuo de Picasso y Matisse visitándose en sus estudios para ver qué pintaba el otro. Esa admiración abrumada, esa rivalidad, ese afán de emular o de denigrar, es el germen de la creación desde la tragedia griega hasta el cine moderno. Así que la carita de pillo que Giacometti pone en la foto bien podría ser, más que reto o envidia, un modo de intimar con el genio. De congeniar.

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21 de febrero de 2020
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Anne y Kitty

Un artículo de Ian Buruma me llevó al Diario de Anne Frank, un libro célebre que nunca había leído y resulta no ser un diario. Esta obra maestra de la novela del siglo XX empieza con la declaración de una niña al cuaderno en el que anotará, durante poco más de dos años, sus bromas, su ansiedad, sus ensueños (no todos fallidos), su enamoramiento catastrófico de un chico tímido, refugiado judío como ella en una buhardilla de Amsterdam. Al cuaderno le da un nombre, Kitty, y más que depositaria, Kitty es la parte callada de una de las parejas imaginarias más felices de la narrativa del yo (hay una ejemplar edición en Debolsillo, puesta al día y muy bien traducida por Diego Puls).

Anne, como si quisiera endulzar su temido destino final, se afana a lo largo de 350 páginas en entretenernos, en guiñarnos el ojo, en revelar su corazón de un modo travieso que tiene tanto que ver con el genio como con la puerilidad, si es que no son la misma cosa, como sugirió Baudelaire al proclamar que el genio es la infancia recobrada a voluntad. Es un libro del Holocausto escrito por una juguetona de trece años que ya conoce el dolor y nos avisa de que la ficción y el humor proporcionan remedios. Comedia de enredos domésticos, prontuario de la conciencia del cuerpo adolescente, vaticinio del terror de los campos nazis, su Diario tiende a divagar, como la mejor literatura: la Oda a la estilográfica inserta en su entrada del 11 de noviembre de 1943 es memorable.

La niña Anne aspiraba a ser periodista y escritora. Tenía apenas 15 años cuando el 1 de agosto de 1944 su diario se cierra, y en fecha incierta, meses después, murió de tifus en cautividad. La salvación para la posteridad del "cuaderno Kitty" fue casi milagrosa. Pero los paliativos de la literatura no los pudo desarrollar para ella misma. A nosotros nos sirven de aliento.

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20 de febrero de 2020
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Cuento

Algo parecido a una plaga ataca a nuestros ciudadanos. Las gentes van cayendo en el estupor opiáceo y se convierten en zombis ideológicos
 

La peste negra llegó a las montañas de Bohemia y comenzó la muerte masiva que iba despoblando las aldeas y dejando cadáveres por los caminos. Como dice el autor, los hijos ya no amaban a sus padres, ni estos a sus hijos, solo arrojaban los cuerpos a la fosa común y salían huyendo. En una de esas aldeas vivía la familia de un destilador de resina que, espantada, emprendió el ascenso de la montaña más alta de la zona para llegar allí donde ningún humano había puesto los pies, único lugar que quizás se viera libre de la plaga. Subieron hasta la roca del Hutfels, el lindero de un bosque que aún se conserva como fue creado. Pero era inútil tratar de escapar al castigo. Pocas semanas más tarde había muerto toda la familia menos el hijo pequeño.

Con gran ingenio, el muchacho se las arregló para subsistir, alimentarse, guarecerse y pasar meses y meses, hasta que un día, buscando zarzamoras, encontró el cuerpo casi sin vida de una niña. Sin duda, había sido abandonada por parientes que huían y no podían cargar con la enferma. Este es el comienzo del cuento Granito, que, con otros cinco minerales, compone el libro Piedras de colores que en 1850 escribió Adalbert Stifter (Pre-Textos). Unas narraciones que fueron alabadas por Goethe, Nietzsche, Mann y, últimamente, Peter Handke.

No estamos en una situación tan cruel como para compararla con la peste negra, pero algo parecido a una plaga ataca a nuestros ciudadanos. Las gentes van cayendo en el estupor opiáceo y se convierten en zombis ideológicos. Así que, al igual que los héroes del Decamerón, quizás no sea mal momento para que los supervivientes se reúnan a leer o contar historias fantásticas, sabias y entretenidas. El libro de Stifter es muy adecuado y nunca se había traducido al español.

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18 de febrero de 2020
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¡Qué buenos son!

Quienes más temen a la verdad son aquellos que viven de la bondad subvencionada
 

Por decir la verdad le han metido una bronca fenomenal a Borrell, uno de los últimos socialistas que conserva vivo el seso. No son buenos tiempos para la verdad. En 10 años el valor financiero de la mentira ha ido subiendo hasta romper todos los techos. La mentira es enormemente rentable. Con mentiras se alzan presidentes, con mentiras se rompe la Unión Europea, con mentiras los bancos se arman de policías cabrones, con mentiras se destruye a la oposición, con mentiras se presentan currículos y doctorados sublimes, con mentiras se hacen naciones. La mentira es una inversión sin riesgo y con altísimos beneficios.

¿Qué dijo Borrell? Nada dijo, solo se preguntó si los magnánimos defensores del clima terrestre sabían lo que eso iba a costar. Añadió algo curioso: si se llevaran a cabo los planes de Los Verdes alemanes habría que cerrar las minas de carbón polacas y escupir al paro a miles de familias. Ante una verdad semejante, los compasivos Verdes se lanzaron contra Borrell, la bondad mostró sus colmillos, e incluso las autoridades europeas sintieron temblar sus sillones y amonestaron al socialista. ¡Cómo se atrevía ese hombre del sur a decir la verdad! A los votantes hay que mentirles, a los ciudadanos hay que engañarles, a los jóvenes hay que tenerlos entretenidos.

Sin embargo, si alguien se toma en serio el cambio climático es aquel que sabe cuánto va a costar y se adelanta a las violentas algaradas de la población cuando se reduzcan aviones o coches. Hay algo temible en nuestras sociedades. Quienes más temen a la verdad son aquellos que viven de la bondad subvencionada. Las almas bellas, los compasivos profesionales, no soportan la verdad porque destruye sus sueños narcisistas y arruina sus negocios.

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11 de febrero de 2020
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Volar de nuevo

Vuelvo a las alturas. A una gran terraza. La que rodea una vivienda lujosa de la última planta de un imponente edificio. Me muevo con total desparpajo, conocedor del terreno, experto en el manejo de llaves y contraseñas. Dos niños ricos, pulidos, quizá uno de ellos yo mismo, el otro mi primo Gonzalo, se suman a la prospección, juntos recorremos el inabarcable enclave, inmenso, lleno de recovecos. Y en uno de ellos, en un saliente orientado al Sur, sin apenas antepecho, experimento de nuevo la necesidad de lanzarme a volar, la necesidad de regresar a esa etapa de mi vida, en la que, quizá por ansia de notoriedad, sobrevolaba planeando la rutinaria masa humana, e incluso, en algunas ocasiones, abordaba singladuras arriesgadas, aleteando con fuerza y recorriendo espacios considerables, para luego, al despertar, sentir un dolor agudo en los codos, en los hombros y en especial en el esternón, la quilla de las aves, donde se insertan los poderosos músculos pectorales que permiten mover con vigor las alas y mantener los brazos extendidos sin excesivo esfuerzo. Y, de repente, allí, en esa vasta azotea, la veo a ella, una mujer de rojo tumbada en una chaise longue, una mujer provista de unas maravillosas gafas de sol, las más bonitas que nunca viera, y me dirijo a ella no sé si para decirle que había estado a punto de volver a la práctica de vuelo y que ella, el hecho de descubrirla a ella, me había salvado, pues yo, de modo evidente, ya no era el mismo, había ganado peso, mucho peso, o, simplemente, para decirle que me encantaban sus gafas, su vestido rojo y su sonrisa fosilizada, común en los cadáveres delgados expuestos a la intemperie durante más de quince días.

 

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10 de febrero de 2020
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Good Bye

La separación del Reino Unido (pronto desunido) favorece solo a ciertos financieros y a esa oligarquía que hará de la isla una finca para superricos
 

A Hitler no lo derrotó Gran Bretaña. Fue más bien el colosal esfuerzo industrial americano (que supuso, por cierto, la incorporación de las mujeres al trabajo severo), junto con el arrojo de los soldados anglosajones, lo que venció al disciplinado, sacrificado, tonto, pero admirable Ejército alemán, con la inestimable ayuda del invierno ruso y sus millones de cadáveres.

Aquella fue la Gran Bretaña que amamos, la de los soldados audaces, la de los heroicos servicios hospitalarios en el frente, la de la honra de los mutilados, todos ellos empujados por la colosal bravura de Churchill, uno de los últimos políticos adultos que ha dado Europa. Yo conocí aquella Inglaterra de los primeros años sesenta del siglo pasado, aún renqueante, aún empobrecida, casi arruinada, y la amé sin reservas.

Olvidamos, sin embargo, que buena parte de las finanzas y una mayoría de la nobleza apoyó a Hitler hasta que estalló la guerra. Entre otros, los Windsor. Las clases dirigentes inglesas eran odiosas: clasistas, chovinistas, vanidosas, racistas y analfabetas. Churchill tuvo que luchar contra sus amigos y contra sus pares, solo contó con el apoyo de una población que aún entonces conservaba el orgullo del valor y la honra.

Para nuestra desdicha, los herederos de aquella parte de la clase dirigente son los que han llevado a cabo la estafa más artera desde la II Guerra Mundial. La separación del Reino Unido (pronto desunido) favorece solo a esos financieros y a esa oligarquía que hará de la isla una finca para superricos, un centro de blanqueo (ya lo es) y, muy probablemente, un país al borde de la delincuencia internacional. Para lo cual explotan de nuevo el patriotismo de los pobres, pero ahora para convertirlos en miserables.

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4 de febrero de 2020
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W. C.

Un incidente doméstico de Melania y Donald Trump me viene a la cabeza en estos días de aprietos del presidente que quizá no acaben en un apretón. Sucedió hace dos años cuando la pareja solicitó al museo Guggenheim de Nueva York el préstamo de un paisaje nevado de Van Gogh para decorar en sintonía la Casa Blanca. La conservadora-jefa Nancy Spector les hizo saber con seco humor que, indispuesto el vangogh, ofrecía en su lugar una pieza contemporánea, Amerika, del italiano Maurizio Cattelan, consistente en una primorosa taza de váter, con su mecanismo hidráulico y sus tuberías, todo ello confeccionado en oro de 18 kilates. Cien mil personas la frecuentaron, guardando la debida cola, cuando el Guggenheim la expuso en un retrete ad hoc, aunque no hay estadísticas del uso mingitorio, o mayor, de la obra, que funcionaba y tenía puerta.

Amerika fue robada el pasado agosto cuando se exponía, con la misma aglomeración de usuarios, en la manor house inglesa de Blenheim, y a día de hoy sigue sin aparecer, mientras se especula sobre su destino. ¿Fundida por desaprensivos para convertirla en lingotes de oro sin firma de autor? ¿Mandada robar, para su solaz, por algún jeque petrolífero de desmandado esfínter? Cattelan niega que su taza sea una metáfora anti-trump, y solo acepta la interpretación kafkiana del título, habiéndose inspirado, dice, en la novela Amerika del escritor checo. Yo también sostengo una hipótesis, aunque no dispongo de pruebas fecales. La letrina valorada en cinco millones de dólares, sustraída por complacientes esbirros rusos, según mi teoría la tiene en su poder Trump, aunque él mismo no tire de la cadena; sus senadores le limpiarán las vergüenzas en el excusado. Y mientras una facción de la primera potencia mundial adora a un ídolo chapado en oro, aquí seguimos metidos en el merdé diario del desdoro de la política. El nuestro, al contrario que Amerika, no es inodoro.

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3 de febrero de 2020
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El diablo en la cocina

 

El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, inventor de las reglas del boxeo, se hallaba indignado tras descubrir la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres. Entonces escribió una brevísima nota para el poeta y, muy al estilo británico, se la dejó con el conserje de su club: "Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]".

El agraviado demandó por injurias al marqués, y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra él al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading. Un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra del homosexualismo como desviación de las leyes de la naturaleza y, por tanto, como vicio y pecado capital.

En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que, durante la vista del juicio, Wilde sufre de parte del abogado acusador acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y el arte de cocinar salta de por medio:

"¿Cocinaba él mismo?", pregunta el abogado. "No lo sé", responde Wilde, "nunca he comido en su casa". "¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?", insiste el otro. "No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente... cocinar es un arte". Y el público congregado en la sala ríe. 

Para el abogado, tanto como para el público que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un homosexual, o al menos un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar; a callar, y a obedecer. 

El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión, una más de las necesarias cualidades de la perfecta casada; y aunque Fray Luis de León advierte que "grandes vicios son los del comer y beber", considera que más lo son aún "la afición excesiva del aderezo y afeite, porque, para satisfacer al gusto, la mesa llena basta y la taza abundante; más a las aficionadas a los oros, y a los carmesíes, y a las piedras preciosas, no les es suficiente ni el oro que hay sobre la tierra..." 

La palabra cuque, el cocinero varón, un anglicismo como tantos en la lengua tan híbrida de Nicaragua, implicaba burla solapada, y desprecio. Quizás en los barcos de vapor que surcaban el Gran Lago en travesías de veinte horas, la presencia de un cuque se justificaba, pero no en tierra firme. Y las primeras en rechazar esa presencia, o burlarse de ella, eran las cocineras, mujeres robustas y mandonas, dueñas absolutas de las cocinas, y quienes proclamaban la incompatibilidad de los sexos en los asuntos culinarios.

Por eso es que en mi infancia me mantuve lejos de la cocina, expulsado apenas osaba asomarse; la cocinera, convertida en guardiana implacable, me amenazaba con el cucharón en la mano. Y por eso es que me convertí en un cocinero teórico, que es como me califica mi mujer, alguien que habla con gusto de la cocina, conoce a fondo los registros de los sabores, puede describir los ingredientes de un plato y los pasos necesarios para mezclarlos, pero fracasaría a la hora de meter las manos. El machismo me sacó de la cocina.

Aunque quizás no deba exagerar tanto. En casos de extrema necesidad, como, por ejemplo, cuando me ha tocado vivir fuera de Nicaragua, he cocinado con algún éxito, en Berlín, en Los Ángeles, en Cambridge, mi mujer ocupada en clases de pintura, o de idiomas; apartamentos pequeños donde no hay sino pocos pasos entre la mesa de escribir, la cocina, y la mesa de comer. Y he aprendido, también, y que no desmerezca, a lavar los platos.

En Berlín, en los años setenta, un amigo venezolano que había estudiado música en la Academia de Santa Cecilia, y había terminado estirando la masa con el bolillo en una pizzería en Roma, me enseñó a hacer pizzas, empezando por la masa, el principal secreto hacerle crecer al calor del aparato de la calefacción.

E intentaba también, por pura nostalgia, la muy nicaragüense sopa de mondongo, para agasajar a los compatriotas que nos visitaban los domingos y que estudiaban, la mayoría, en la Universidad Técnica de Berlín. El carnicero me miraba extrañado cada vez que iba por los cinco habituales kilos de mondongo, hasta que no se resistió y me preguntó cuántos perros tenía, pues los berlineses no conocen, como alimento humano, las delicias de los callos.

Hoy nadie discute que la cocina es un arte, y los grandes chefs no sólo son artistas reconocidos, sino científicos que experimentan la deconstrucción de sabores en complejos laboratorios, como el célebre Ferrán Adriá, o tienen tanto prestigio, como Gastón Acurio, para que su nombre suene como candidato presidencial en Perú.
Hay que acordarse siempre, en fin, de Balzac, cuando dice en su Fisiología gastronómica, que "todos los hombres comen, pero son pocos los que saben comer. Todos los hombres beben; pero menos aún son los que saben beber. Hay que distinguir entre los hombres que comen y beben para vivir, de los que viven para comer y beber..."

 

 

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3 de febrero de 2020
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Guardianes del recuerdo

"Guardianes del recuerdo de la edad dorada, garantes de la promesa que la realidad no es lo que se cree, que el esplendor de la poesía, que la luminosidad maravillosa de la inocencia pueden resplandecer y pueden llegar a ser la recompensa que nos esforzamos en merecer" (Marcel Proust).

¡Para vivir hay que mentir! Ahí reside el escándalo, la matriz del más radical nihilismo, pues conduce a desesperar de las palabras, perder la confianza en el valor de lo que somos, de lo único que realmente nos singulariza entre los animales. Aunque todos los niveles de mentira están cargados de muerte para el alma, hay quizás un salto gradual cuando se pasa de engañar a engañarse, de enredar a los demás a enredarse a sí mismo. ¡Para vivir hay que mentirse!

Antes que la mentira hubo el momento luminoso de la ficción, una construcción imaginaria que se añade a lo cotidiano, e incluso se sustituye al mismo. La mentira es ciertamente otra cosa, resultado quizás del descubrimiento de que, valga o no por sí misma, la ficción es útil precisamente para sacar provecho en el mundo empírico que antes sustituía o doblaba.

Y no es que soportemos la atmósfera viciada de la mentira, sino que hemos mutado hasta adaptarnos plenamente a ella. De ahí la conformidad con la que asistimos a las omnipresentes formas de lenguaje falaz, desde el mensaje del político de turno, hasta la trivial propaganda en la se nos dice que, dada su composición, al adquirir un determinado producto se está contribuyendo a la causa ecológica. La mentira ha empapado el cuerpo social y no nos erigimos contra ella sino que, como mucho, intentamos soslayar aquellas modalidades que pueden directamente perjudicarnos.

Y sin embargo los hombres que para vivir han de mentir son capaces de poner piedra sobre piedra para que ciertos paisajes (me viene a la cabeza el de la montaña navarra) se armonicen y enriquezcan con casas de campesinos que tienen la dignidad y hasta la firmeza desafiante de las casas de los poderosos. Esos hombres consiguen elevar puentes sobre el cauce de los ríos, con un riguroso saber- traducido o no en formulas- de la potencia de aguante de los materiales que han de soportarlos. Esos hombres, la mayoría de las veces sin pretensión alguna, contribuyen a que el marco de la vida cotidiana sea posible (quizás sólo con una parte diminuta en el conjunto pero siempre imprescindible).

Muchos pensadores, artistas o escritores se han sentido a un momento u otro atravesados por el sentimiento, no ya de total dependencia de los demás en la vida cotidiana, sino de ser perfectamente prescindibles, de que su desaparición no supondría perturbación alguna en el entorno social. Se habrán entonces congratulado por el mero hecho de que haya personas cuya disposición (de hecho expresión de un amor a la técnica) haga posible el mantenimiento de ese entorno: esas personas que garantizan el funcionamiento de sistemas de canalización, o que saben controlar la fermentación de un mosto, haciendo así posible ese signo de civilización que es una sencilla fiesta del vino.

La reflexión nos dice que el saber profundo delicado y meticuloso de estos hombres que garantizan la cotidianeidad no evita que huyan de la verdad, y que lo hagan casi de forma " natural" es decir, movidos por un instinto de conservación, intentando evitar lo insoportable. En esta contradicción estamos: aquellos que por la técnica hacen posible la vida humana participan del mecanismo que conduce a poner entre paréntesis la verdad de la condición humana. Son a la vez lo más admirable por su inteligencia (práctica porque teórica, es decir, simplemente inteligencia) y lo mayormente contrario al espíritu que apunta a la verdad -¡ a cualquier precio! Nietzsche dixit.

Y la mención de Nietzsche hace evocar a Hegel: esa contradicción entre despliegue de la inteligencia y horror de la re- velación, esa contradicción entre admirable construcción humana y renuncia a ver, es simplemente lo que hay que asumir.

¿Razones últimas de tal contradicción? ¿Razones del hecho que los artesanos constructores de Ferrara o Pisa y conservadores en última instancia de estas admirables ciudades, estén abiertos a la execrable mentira que supone el discurso por entero de un Salvini? Entre ellas eso que Jacques Lacan designaba mediante la expresión "lo insoportable", una de cuyas modalidades es el hecho de que el destino inevitable de la forma acabada (de aquello que el lenguaje humano-y sólo él- erige en belleza) sea romperse o hacerse pedazos. Proceso de corrupción que, al ser interpretado por ese mismo lenguaje humano, es causa de "fobos", el terror trágico de los griegos. Pues la erección por el lenguaje de la forma en "lo bello", implica que la de-formación no sea ya materia neutra sino lo carente de perfección u orden, lo in- mundo, que sólo una gran entereza permitiría confrontar.

Así la capacidad de conferir significación que tienen las palabras cuenta quizá entre las causas últimas del rebajamiento que supone la reducción de esas mismas palabras a instrumento, causa de esa utilización del lenguaje consistente de entrada en engañar y más profundamente en engañar-se.

Una vez contaminada el alma, habrá quizás momentos en los que la verdad pueda volver. Algo posibilitará de nuevo un sentimiento de existencia verídica. Pero ese algo, ese "guardián", no nos retraerá a la edad dorada sino a su recuerdo, es decir a un efecto del lenguaje. Y tal fortuna no se alcanzará sin lucha, pues lo único que surge sin lucha -en los sueños atroces - es la consecuencia de haber repudiado nuestra humanidad. Tal fortuna se alcanzará tan sólo como resultado de una ascesis para olvidarse de uno y reconciliarse con las palabras:

"(...) que el esplendor de la poesía, que la luminosidad maravillosa de la inocencia pueden resplandecer y pueden llegar a ser la recompensa que nos esforzamos en merecer".

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29 de enero de 2020
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La corrección

¿Cómo se ha podido extender la sandez de un modo tan eficaz?
 

Creo que la creciente irritación que sienten los ciudadanos contra la casta dirigente no se debe a ideologías cada vez más fúnebres, como el bolivarismo, el peronismo o el socialismo reaccionario, es decir, nacionalista. Creo que la irritación crece por la estupidez de las doctrinas. Es más dura de aguantar la sandez que la deshonestidad. A eso me refería el otro día cuando comparaba a los franquistas, casi analfabetos, con los actuales propagandistas de la fe. No es un fenómeno sólo español, sino internacional. Incluso yo diría que los grupos más infectados de ideología norteamericana son los que someten a los ciudadanos a las peores majaderías anglosajonas.

Un amigo me envió la foto del cartel que alerta a los visitantes que entran en una exposición de la Tate Modern. Traduzco: "Aviso sobre contenidos. El arte de William Blake contiene duras y a veces provocativas imágenes que incluyen escenas de violencia y sufrimiento. Por favor, diríjase a algún miembro del equipo si desea más información". Pueden ustedes ver el original por Internet buscando el Daily Mail del 25 de enero. Es sólo un ejemplo entre mil. ¡William Blake! ¿Qué no dirían de Goya?

¿Cómo se ha podido extender la sandez de un modo tan eficaz? Aún es pronto para saberlo, pero sin duda el abandono de la vieja lucha ilustrada por la ciencia, el saber, la verdad, la libertad, la justicia, la honradez y todo cuanto defendieron en su día los ilustrados europeos y americanos, ha conducido a la ruina. Los partidos, en especial los de izquierdas, han de seguir cultivando su labor doctrinal y clerical para la que fueron creados, pero ajenos a la justicia, la verdad y la libertad, tratan de imponer las bobadas populistas anglosajonas. El nuevo modelo de represión.

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28 de enero de 2020
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El Boomeran(g)
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