Vicente Molina Foix
La oratoria es un arte difícil, que no está reñido con la emoción; Felipe VI afrontaba una situación inédita y no dio el tono. La arenga era lo lógico ("ánimo y adelante"), así como llamar a la unidad, que nunca sobra ante el peligro. La voz aguerrida que indudablemente convenía tras la baladronada de Puigdemont aquí debía calmar, sin hacerse meliflua. Calmar y galvanizar. De eso se trataba. Pero los reyes de países democráticos no son políticos, solo actores. Y como no dictan leyes sino que representan, sus guionistas, además de ocurrentes, han de mostrarse extremadamente cautelosos y muy mandones, como lo han sido en un reinado de casi 70 años lleno de percances los secretarios privados de Isabel II (aún se recuerda al legendario y temido Lord Charteris). Sus equivalentes españoles, los jefes de la Casa del Rey, permitieron, bajo el monarca anterior, la pernocta gratis de un imputado y su señora en el palacio de Marivent, o, en un libro de Pilar Urbano, los comentarios homófobos y antiabortistas de Doña Sofía. Y alguna cosa más. Aprovechando la crisis del Covid19 no estaría mal una limpieza a fondo de esa casa. De que rueden cabezas coronadas no es el momento, creo. Hay coronas que infectan -y también cetros- mucho peores.