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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (IV): principio kantiano de la moralidad

Inevitable es aquí evocar una posición determinante en la historia del pensamiento filosófico. Preguntándose por los fundamentos últimos de la moralidad, Kant suponía que todo ser humano tiene un sentimiento imperativo que juega en relación a la lo que es legítimo o ilegitimo en el modo de proceder un papel análogo al que el principio de contradicción juega en relación al conocimiento, a saber: no instrumentalizar a los seres de razón y de lenguaje, considerarlos como un fin de todo proyecto o propósito y nunca como un medio.
 

Pues bien, este imperativo kantiano, más que puesto en tela de juicio, ha sido por así decirlo objeto de inflación, al extender el dominio de aplicación: de los seres de razón a los primates, de ahí a especies animales consideradas en peligro de extinción y finalmente a especies que forman parte de nuestra existencia cotidiana, nos ayudan en la subsistencia o incluso aseguran nuestra alimentación. De "no instrumentalizarás a los seres de razón", el imperativo se ha ido deslizando hacia "no instrumentalizarás a los seres con vida animal" y en algún caso extremo a la forma: "no instrumentalizarás a los seres vivos", vegetales incluidos.

He de señalar que este asunto adopta en ocasiones las formas extrema de la erección del mundo natural en una equilibrada pureza que la presencia del hombre enturbiaría. Este asunto viene de lejos y retorna cíclicamente en la historia del pensamiento. Cabe ilustrarlo simplemente por la confrontación que en su día mantuvieron Voltaire y Rousseau.

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20 de marzo de 2020
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2020. Diario del confinamiento (2) Opiniones divergentes

 

(20/3/20)

Gracias a mi amigo Juan, descubro que llegan desde Italia voces sorprendentes. El prestigioso filósofo Giorgio Agamben, seguidor de Foucault y de Derrida, considera en un manifesto que el coronavirus es una epidemia inventada, que busca someter a la población y mantenerla en un régimen carcelario como los que denunciaba Foucault.

A esta hipótesis conspiracionista, Cristian Fuschetto responde:

La alarma por la propagación de un virus considerado peligroso por científicos, médicos, investigadores y sistemas de salud en todo el mundo es un escenario frente al cual la idea misma de una epidemia inventada, como ha hecho Giorgio Agamben, solo puede abrirse paso en un imaginario ansioso por encontrar la confirmación de hipótesis extremas de biopoder y, en última instancia, no científicas.

Por su parte Luca Paltrinieri decreta, tras leer el texto de Agamben, que la pandemia que estamos padeciendo representa, probablemente, el fin de la libertad, el fin de la economía, y el fin de Agamben por haber proclamado tantas insensateces en su manifesto, con lo cual Luca Paltrinieri mata tres pájaros de un tiro, si bien no sale ileso de la prueba, pues su artículo es, por un lado demasiado apocalíptico, y por otro demasiado idealista al postular el fin de cierta idea de la libertad (la derivada del liberalismo), el fin del crecimiento económico y el fin de la propiedad individual. Esto me suena, dicho sea sin ironía. El hecho de que nos ocurran cosas nuevas, no implica que aparezca la novedad en nuestro pensamiento, y en determinados momentos, es fácil confundir los deseos personales con los procesos colectivos, sobre todo si tienes temperamento mesiánico. En estos casos, siempre me pregunto si lo que está haciendo el pensador es un análisis de la realidad o simplemente está desvelando sus anhelos.

Todas las crisis estimulan nuestro lado profético.

Y mientras los intelectuales discuten, un médico de la comitiva china dice que en Lombardía no se están haciendo bien las cosas, que hay gente en los restaurantes y que ve el trasporte público muy activo y con demasiados viajeros. Casi al mismo tiempo, un dron descubre una fiesta alegre y bulliciosa en una terraza de Cerdeña.

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20 de marzo de 2020
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Fantaciencia

Mi rutina en la epidemia tiene buenas compañías, dentro de lo permitido. Me despierto con el café robusta, el más fuerte, mientras leo papel prensa. Después del desayuno sigo leyendo, y esta primera semana de alarma estoy con el papel biblia: el tomo I de la llamada Biblia del Oso, traducida por un gran personaje del siglo XVI, Casiodoro de Reina, en los llorados Clásicos Alfaguara. Retengo el pasaje del Éxodo que cuenta la tercera plaga de Egipto: "Todo el polvo de la tierra se tornó en piojos". Tras un almuerzo a la hora española teletrabajo en casa, lo cual no tiene mérito cívico: trabajar en remoto y en solitario es propio de mi gremio. Eso sí, dedico cada tarde un pensamiento solidario a José Hierro, al que sólo le visitaba la musa en los bares abigarrados de su barrio.

Pero queda la larga noche. Mi costumbre en tiempos de normalidad es ver cine en los cines, a diario, la última sesión. Imposible ahora. Menos mal que, precavido ante la vejez, fui una hormiguita cinéfila de más joven, por lo que guardo una reserva de deuvedés aún por ver. Domingo y lunes me puse antes de ir a dormir dos clásicos de Hollywood. Cuando ruge la marabunta, que tanto miedo me dio en la niñez, ahora resulta ser educativa y sostenible. En La humanidad en peligro, obra maestra de la ciencia-ficción premonitoria, una explosión atómica muta a las laboriosas hormigas en monstruitos. Hablando de organismos letales. No sé qué cara ponerle al Covid19. En los telediarios lo representan como un erizo de mar con púas de trompetilla: una figura entre la animación y el asco. Los virus no fotografían bien.

Las dos películas tienen final feliz, pero nos avisan. Las marabuntas son quejas de una naturaleza desplazada que se rebela. "Ellas" (Them!, título original de la segunda) causan el mal sin quererlo; un doctor sabio y un ejército bien pertrechado hacen que el cataclismo se quede solo en azote.

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19 de marzo de 2020
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2020. Diario del confinamiento (1) Enfermera

(19/3/20)

 

Una enfermera de 49 años se ha suicidado arrojándose al Piave, en Cortellazzo (Venecia). La mujer trabajaba en el hospital Jesolo, que se había convertido en una instalación campestre para la lucha contra el virus. La enfermera, que vivía sola, había estado en casa los dos últimos días porque tenía fiebre.

 

Al parecer ella misma se había ofrecido para trabajar en la sección de enfermedades infecciosas y su muerte ha provocado el dolor y el desconcierto entre todos sus compañeros de la residencia.

 

La noticia me recuerda más de un fragmento de El años de la peste, de Daniel Defoe, donde refiere una muerte parecida, y me proyecta en una página terrible del libro sobre el suicidio de Durkheim, donde habla de una mujer que, como la enfermera de Venecia, buscó la muerte por hidrofusión.

 

Una amiga me telefonea desde Italia, su voz me desorienta, contribuye a que el cuerpo de la enfermera se disuelva en el agua de mis ensoñaciones, se acerque, se aleje, se pierda en la distancia. La veo fundirse con el río y olvidarse de su fiebre, mientras las consignas, las órdenes, las contradicciones y las sandeces se multiplican en el año de la peste.

 

Salgo de mi casa. Da la impresión de que el virus se expande con el aire por las calles de Madrid. Corres el peligro de que te ataque en cualquier momento. Estás perdido.

 

El virus avanza con el viento, con la brisa que sube desde el Manzanares. Tiene hambre de ti. Te ha mirado a los ojos. No te bastará con correr, vas a tener que volar si no quieres que se lance directamente a tu yugular. Es el ubicuo, el invisible, el oscuro, el inmundo, el exterminador. Mucho peor que un vampiro.

 

Avanzo a trompicones por lugares que de pronto me resultan desconocidos, perseguido por un hombre de cara de madera. La noche se adensa, todo es silencio. Qué solos vuelven a quedarse los muertos, enterrados a escondidas, con prisas y sin miramientos.

 

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19 de marzo de 2020
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Licores

   
Se superponen dos secuencias. A menudo tengo esa visión. Voy conduciendo. Salgo de Barcelona. Granvía. Plaza de España. Babilónicas Casas del Trapero. Y a mi lado Félix de Azúa. Con mi amigo Félix de Azúa 57 años atrás. Ambos aún sin compromiso político. Volcados pues en la lectura, en la escritura, en el cine. Pero esa mañana no vamos de librerías. Dejamos el desvío del aeropuerto. Y en plena autopista de Castelldefels. En un tramo cubano de grandes árboles y garitos de mala muerte iniciamos una violenta discusión. Félix ha descubierto la botella de María Brizardo. Una botella colocada en la bandeja que queda frente a las piernas del copiloto. Y a Félix de Azúa en aquellos tiempos aún no le habían crecido las piernas. Quiero decir que no se le habían desarrollado del todo. Y la presencia de la botella es tomada como una afrenta. Un señalamiento a su precariedad. Aunque el pretexto para el enfrentamiento dialéctico se sustancia en su preferencia por otra bebida. Licor 43. Llegamos al destino. Ahí acaba la querella. Los apartamentos Lo Rat Penat. En la Urbanización Poal. En el Macizo de Garraf. En el término de Sitges. Y allí el portero. Miembro de la Liga anti Sodomía. Tipo rudo nacido en esa comarca angosta que rodea la ciudad de Reus. Patria de los mayores blasfemadores. Y tras dejar la botella en la cocina. Salimos raudos para evitar suspicacias. Abro el maletero del coche. Cojo el catalejo con trípode. Subimos a la azotea. Y para que el portero nos tenga localizados coloco el artilugio en el pretil. Y observo una pareja de águilas perdiceras -Hieraetus fasciatus-. Especie recién descubierta en la zona. Cuento a Félix detalles de la destinataria del licor. Carlinga. Un mote quizá. Hembra que practica ese ritual erótico culinario llamado Bucardo Japonés. Escritora. Víctima de cruel enfermedad a las pocas semanas. Y en su lecho de muerte. No en Lo Rat Penat. Confiesa que ella es Teresa del Pó. Traductora al español de "Ossi di sepia". Sobrina del poeta ligur Eugenio Montale. En la otra secuencia también voy conduciendo. Salgo de Barcelona. Granvía. Plaza de España. Babilónicas Casas del Trapero. Y a mi lado Félix. Pero esta vez tomamos el desvío del aeropuerto. Y recogemos a dos muchachas que vienen de Madrid. Rutinaria velada. Comparativo recorrido turístico. Diagonal versus Castellana. Paseo de Gracia versus... No las vi más. Quedaron con Félix. Tres días después recibo una llamada. Una señora francesa desplazada a Madrid en comisión de servicio. Madre de una de las dos muchachas. Funcionaria del Ministerio del Interior de aquel país. Una misión. Un libro bilingüe. Antología de jóvenes poetas españoles. Dos poemas por barba. Y una introducción a los mismos. Una declaración de intenciones. Una declaración casi de intereses a cargo de cada poeta. Eso que luego se llamó Poética. Esa desafortunada 4ª acepción que recoge la Academia. Pero por primera vez puedo escribir sobre mí. Y ya entonces sé que cualquier discurso necesita de un buen encabezamiento. El mío anima el siguiente relato:
Truc Balán Mamarretí tiene, durante la infancia, un ruido en la cabeza. A los siete años, a raíz de una crisis de fe, el ruido muta a sacrílega cantinela, se mantiene así durante tres semanas y de golpe desaparece. Mas en plena guerra chipriota, navegando por el Mediterráneo en un buque de carga y pasaje, al echarse a dormir sobre unas lonas que cree amontonadas, aunque de hecho estén dispuestas para proteger algo, el ruido regresa; la vibración de la sala de máquinas se amplifica en el espacio vacío de cada una de las ocultas latas que en vez de tomate -como consta en la elegante litografía de G. de Andreis- contienen munición. En alta mar enloquece. La fábrica G. de Andreis en Badalona, de ladrillo rojo, azulejos y evocación vienesa, cierra a finales de los setenta y es convertida en escuela de sordomudos. Por esas cosas de la vida, Truc, ahora ya poeta, es contratado como maestro.
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El arquitecto Joan Amigó Barriga (1875-1958) construye en varias fases, entre 1906 y 1922, la fábrica de Badalona de la sociedad G. de Andreis. El edificio, conocido por "La Llauna" ("La Lata"), de aspecto claramente publicitario, se adorna con llamativos detalles gráficos en su fachada. La empresa se dedica, fundamentalmente, a la fabricación de envases decorados de hojalata para galletas y conservas vegetales. No obstante, el objeto más famoso producido por G. de Andreis, el tole litho de Dubonnet, procede de la factoría marsellesa EGDA -Etablissements Giacomo De Andreis- fundada por el genovés Giacomo de Andreis en 1922.

 

 

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17 de marzo de 2020
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Otros virus

Adorno no pudo adivinar que la ultraderecha se disfrazaría de tal manera que sería adoptada por una izquierda oportunista
 

El filósofo judío alemán Theodor W. Adorno es uno de los más estudiados del siglo XX. Cometió serios errores debido a un marxismo algo cerril, pero acertó en otros ámbitos. En 1967, alarmado por la emergencia de los partidos neonazis, dio una conferencia sobre los rasgos básicos de la ultraderecha. La conferencia se ha traducido en Taurus (Rasgos) y es de aplicación actual.

Los rasgos pueden glosarse en algunos apartados, el primero y más importante es el nacionalismo como reacción a la integración en bloques de poder más fuertes que hacen peligrar la "identidad nacional". La frase clave era "Alemania tiene que volver a salir a flote", en la que lo notable es "volver". Es una reacción, dice Adorno, de burgueses atemorizados, de tenderos, campesinos y provincianos amenazados por la gran ciudad. Hoy también incluiría a los oligarcas. Tienen dos enemigos, los inmigrantes (los "charnegos") y los traidores (los "botiflers"), según denominan a todos cuantos no se someten a su voluntad.

La propaganda es la sustancia misma de su ideología, "una curiosa unión de eficacia técnica y psicosis", dice Adorno como si adivinara el uso que darán a los medios de comunicación. Porque la verdad debe ponerse al servicio de la falsedad sin el menor recato y lanzar las mentiras más brutales ("Cervantes era catalán") como recreo de masas fanatizadas y sordas a cualquier sensatez.

Adorno intuía rasgos novedosos en la ultraderecha de su tiempo y anotaba el control indecente de la "cultura" con altos sueldos para sus mercenarios. Lo que no pudo adivinar es que, a la manera del fascismo italiano, esta ultraderecha se disfrazaría de tal manera que sería adoptada por una izquierda oportunista y perfectamente huérfana de principios.

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17 de marzo de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (III): humanismo luego ecologismo

 

Señalaba en la anterior columna que tener cuidado de la naturaleza, evitar maltratarla, es un corolario directo no ya de la razón ilustrada sino de la moralidad general. El problema es sin embargo delimitar suficientemente el concepto de "maltrato", encontrar criterios que permitan trazar una frontera entre lo que es maltrato y lo que es instrumentalización legítima de nuestro entorno. Al señalar que hay maltrato cuando la instrumentalización que se hace de la naturaleza es estéril (o hasta perjudicial) para la causa final del hombre, obviamente se está excluyendo ya de la moralidad toda utilización de recursos naturales que, favoreciéndonos puntualmente, pueda suponer amenaza para el futuro. En suma: luchar por una naturaleza sana es un corolario inmediato del amor a la naturaleza humana, corolario del deseo de que el ciclo de las generaciones esté garantizado, a fin de que el lenguaje y la razón persistan. En términos claros: 

La causa de la naturaleza es una exigencia primordial de la causa del hombre. El sano egoísmo de especie hace del ecologismo un imperativo. Y la fidelidad a este criterio ha de determinar también nuestro comportamiento con esa expresión superior del orden natural, esa emergencia, que supone la vida y particularmente la vida animada.

Me atrevo a decir que la causa de la salud de nuestro planeta carece incluso de significación si se hace abstracción de la causa del hombre, entre otras razones porque el hombre es el único animal al que pre-ocupa la cuestión de la naturaleza, es decir se inquieta por la misma con independencia incluso de que el equilibrio natural muestre síntomas de hallarse amenazado, emblema de lo cual es la aproximación desinteresada, movida por la exigencia de inteligibilidad, que constituye la ciencia natural.

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17 de marzo de 2020
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La película de nuestras vidas

Hay un cine de vaqueros del lejano oeste, así como hay un cine negro y criminal, y otro de musicales en escenarios de fantasía. Y hay también el gusto de Hollywood por las catástrofes, que ha dado un cine de las explosiones termonucleares que borran la vida en la tierra, los tsunamis gigantescos que ahogan a centenares de miles, los terremotos que hunden ciudades enteras, y cómo no, el avance letal de los virus que, siendo invisibles, demuestran su naturaleza traicionera atacando a mansalva.

A veces los virus los traen los extraterrestres; a veces son el fruto de descuidos fatales en los laboratorios; o vienen a ser fabricados por mano de científicos criminales que pretenden dominar el mundo.

Son películas para que nos divirtamos con nuestro propio miedo. Un antecedente clásico es Pánico en las calles, de Elia Kazán, estrenada en 1950, donde la policía debe hallar a unos matones que han asesinado a un extranjero enfermo de peste negra, porque son portadores del mal. Nadie debe enterarse la operación secreta para evitar el pánico.

Es precisamente el pánico lo que atrae a los espectadores del cine de catástrofe. Y tiene cualidades proféticas. En Contagio, la película de 2011 de Steven Soderbergh, la pandemia se origina en China (aunque no en Wuhan, sino en Hong Kong), provocada por un virus que, sigamos con las coincidencias, es transmitido a los humanos por los murciélagos, y los cerdos, y luego se extiende por el mundo con efectos devastadores: la cifra de muertos llega a ser de 26 millones.

Ahora estamos dentro de la película. La película de nuestras vidas.

El corona virus es una superproducción colosal que presenciamos desde nuestras pantallas, y de la que somos a la vez los actores, desplegados en un escenario global. Filmamos, y nos están filmando. Pánico financiero, aeropuertos sin un alma, ciudades vacías y silenciosas, catedrales e iglesias bajo cerrojo, estadios, museos y teatros clausurados, supermercados arrasados, carreteras sin tráfico, países que decretan el aislamiento y cierran sus fronteras porque se trata, otra vez, de la peste recurrente que cabalga a través de los siglos con la guadaña enhiesta. 

Vivimos dentro de la película, y también dentro de la distopia. El futuro que no se parece al presente, y que en la ficción nos parece tan extraño, está ocurriendo ahora mismo. Cambian las formas de saludo, o no saludamos del todo. Tenemos miedo del prójimo, portador de la enfermedad y de la muerte. 

Por fin la soledad perfecta. El encierro, mientras el bar de la esquina queda entre las sombras, y la marquesina del cine ha sido apagada. Se canta y se aplaude desde los balcones de los edificios multifamiliares, fiestas distantes entre vecinos demasiado lejanos. Señales de humo. Estamos vivos. 

Y el miedo se va transformando en paranoia, a veces bufa, como la de acaparar papel higiénico. Lavarse las manos continuamente, o esconderlas para evitar el saludo, sospechar de quien tenemos al lado, también se volverá una paranoia.

En los graves discursos de estado en que se anuncian las medidas frente a la pandemia, se esconde no pocas veces la demagogia. Otras, la demagogia sale en cueros a la calle, como en Nicaragua, donde el gobierno convoca a sus partidarios y a los indefensos empleados públicos a una Caminata Amor en tiempos del Covid-19, ¡Somos hermanos, cariño, paz y vida! La consigna delirante es celebrar al virus.

Uno de los libros claves para aprender las reglas de elaboración de la imaginación con apariencia de verdad, es Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, donde el autor reconstruye, con datos absolutamente falsos que parecen absolutamente creíbles, el avance y desarrollo de la Gran Plaga, causada por la peste bubónica, que entre 1665 y 1666 mató a la cuarta parte de los habitantes de Londres.

El narrador en primera persona comienza diciendo que "en aquellos días carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginación humana". Las informaciones sobre la peste, que avanzaba de país en país, sólo llegaban a Inglaterra por medio de las noticias fragmentadas de los marineros, y pasaban de boca en boca.

Hoy, el formidable aparato de información del que todos somos partícipes a través de la red, hace que la paranoia se desborde porque sabemos demasiado, o creemos saber demasiado. Científicos y expertos anuncian que cualquier esfuerzo de contención es inútil, nada detendrá al virus. Los hospitales, aún en los países ricos, serán desbordados, no habrá camas suficientes, ni ventiladores mecánicos, ni fuentes de oxígeno. Igual que los santones y los frailes que en la antigüedad gritaban por las calles que había llegado la hora de arrepentirse.

Estamos dentro de la película, y esta es una película de catástrofe, no lo olvidemos. Y tampoco olvidemos que el miedo a la muerte, por mucho que vivamos en este siglo de las luces tecnológicas, sigue siendo ese oscuro y pequeño animal de presa que llevamos escondido, dispuesto a saltar a la menor incitación. El mismo que en la edad media hacía que las iglesias se llenaran de creyentes desesperados, y que ahora hace que la gente vacíe los supermercados y se lleve el papel higiénico a carretadas.

 

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16 de marzo de 2020
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Solos de voz

Me pregunto si "al publicar subasta / el Hombre su Espíritu", como escribió Emily Dickinson, la más grande poeta que haya existido. Ella no publicó en vida, aunque lo hizo la posteridad: no sólo sus casi dos mil poemas sino también las mil y pico fantasiosas cartas. Mi pregunta vía Dickinson se hace más pertinente cuando lo publicado póstumamente pertenece al campo de la intimidad, que es el caso del volumen de cartas de Jaime Salinas, su "correspondencia privada", como la llama Enric Bou, que las ha seleccionado y editado en Tusquets.
 

La carta, tal como se entendió y practicó en otro tiempo, es el alma escondida de la literatura, pues revela voces que desconocemos, por mucho que hayamos leído la obra de creación de sus autores; voces escritas para un lector con apellido, historia y capacidad de respuesta. El editor Salinas dirigió estas a su pareja de más de cinco décadas Gudbergur Bergsson, novelista islandés y traductor a su lengua de diversos clásicos hispanos. El libro ha de interesar por el panorama que ofrece del mundo cultural, en el que Salinas fue descollante, y los apuntes de muchas figuras y algún que otro figurón son vivaces y a menudo implacables en su amarga impaciencia; al hijo de Pedro Salinas más que dolerle le irritaba la España de la que salió en exilio, y a la que volvió como misionero de un credo laico y un tanto licencioso.

Pero nadie -ni siquiera los damnificados por su retrato quemante- podrá hablar de ilegitimidad, de violación de secretos. Quien escribe estas cartas, fallecido en 2011, y quien las recibe y contesta, decidieron poner su propio corazón al desnudo, relatando (páginas 239-250) una traición amorosa, la del tercer hombre, al que dan vida sin darle la palabra. La emoción de este libro no la depara el chisme, sino la verdad, compañera infiel de la ficción, y aquí protagonista.

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13 de marzo de 2020
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La causa de la naturaleza y la causa del animal de razón (II): la naturaleza se deja desvelar pero no violar

La secuencia misma de las civilizaciones es signo de haber alcanzado ese singular y difícil equilibrio al que me refería en la columna anterior: mantener un ámbito privilegiado para el hombre, sin herir el entorno natural que sirve de soporte. Toda civilización es la expresión emblemática de esa capacidad humana de conocer lo que la naturaleza permite, y transformarla en consecuencia. Pues si se intenta ir más allá, la naturaleza pone al osado en su sitio. De sentirse violentada, o simplemente ignorada, la naturaleza se rebela, haciendo inviable la persistencia misma del ser que la agrede.
Nuestra relación con la naturaleza tiene necesariamente un aspecto conflictivo, del que solo con inteligencia podemos salir bien parados. La naturaleza responde a una necesidad implacable que no permite milagros: se deja desvelar, por la ciencia, pero nunca someter ni violar, pues lo único que la técnica del hombre puede hacer es explotar sus posibilidades internas de transformación.

La inteligencia en su relación con la naturaleza compensa en el ser humano lo frágil de su animalidad. Por ello, que el hombre haya cruzado la frontera de lo que la naturaleza está dispuesta a tolerar, es la prueba mayor de una suerte de común ceguera. Prudente era al respecto la advertencia de Horacio a todos aquellos que quisieran ignorar su propio fondo: "Expulsa la naturaleza con una furca, retornará siempre".

Este retorno no deseado adoptará formas catastróficas que harán inviable lo que ha de ser objetivo final de nuestra acción: la causa del ser humano. Por ello indicaba que la idea misma de civilización supone un equilibrio respecto a la naturaleza.

Pues bien:
Cabe decir que hay abuso del entorno natural cuando su explotación es estéril (o hasta perjudicial) para la causa final del hombre, que pasa por la forja de un entorno que garantice no ya su subsistencia sino su dignidad y la fertilidad de sus facultades como animal racional. Extraer de la naturaleza lo más beneficioso para el género humano sin agredirla, y ni siquiera forzarla. Actualizar simplemente aquellas de sus potencialidades que nos convienen, intentando paliar los efectos de aquellas otras que nos son perjudiciales.

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13 de marzo de 2020
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El Boomeran(g)
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