Víctor Gómez Pin
En 1760 Voltaire se establece en Fernex (hoy Ferney, en razón de que el filósofo así lo escribió) a ocho kilómetros de Ginebra y entonces territorio libre, por lo que se siente protegido de las autoridades francesas. Allí tuvo anclaje durante sus últimos 20 años. En Ferney, hizo suyas las preocupaciones de la comunidad local, desarrollando proyectos agrícolas, artesanales o comerciales y contribuyendo a que la localidad pasara de tener 150 habitantes a su llegada a superar el millar a su muerte. Obviamente esta preocupación por lo inmediato no le impedía participar de la denuncia política y jurídica, convirtiéndose en la bestia negra de intolerantes y fanáticos.
A la par en su castillo se daban suntuosas fiestas, intercaladas con reuniones literarias a las que acudían las mentes más brillantes de Europa. Afirmativa disposición que (pese a su denuncia del sin sentido del dolor humano) se traduce en su filosofía. Retrocedamos cinco años:
En 1755, Voltaire se hallaba a la vez perseguido por la policía de Prusia y mal visto en Francia. Buscando un sitio seguro, acaba recayendo en Ginebra. En su primer año de estancia recibe la noticia del terremoto que el 1 de diciembre devastó Lisboa. Imaginemos por un momento que Voltaire hubiera tenido en Lisboa las responsabilidades de gestión que de manera indirecta tuvo en Fernex. Muy probablemente hubiera analizado fríamente la situación, establecido un catálogo de las cuestiones a resolver y una jerarquía de urgencias. Ello no le hubiera impedido buscar tiempo para esta doble meditación que constituye su Candide y el poema sobre la desolación en tierras lusitanas. En ambos casos meditación literario-filosófica, con trasfondo anti-leibniziano.
El terremoto de Lisboa es un acontecimiento al que hay que dar respuesta de emergencia y a la vez ver como ocasión de proyección. "De ordinario invisible, para hacerse visible busca cuerpos, y cuando los encuentra proyecta sobre ellos su linterna", dice Marcel Proust del tiempo. El acontecimiento trágico o celebrativo es también una ocasión de proyección, una manera de hacerse presente lo que marca a los hombres, no por tal o tal circunstancia, sino por el hecho de ser hombre.
Voltaire inscribe la interrogación sobre Lisboa en su posición adversa a la ontología leibniziana. ¿Ante tal devastación cabe hablar de un mundo que por así decirlo merezca el SÍ del hombre? Lo filosófico no es obviamente la devastación ni la manera de responder a la misma, sino la pregunta, iterada por unas u otras razones desde que la necesidad natural fue contemplada como marcando inevitablemente el ser del hombre, la corporeidad del animal que habla, la limitación de quien podría sentir que trasciende la finitud.
Muchas son las interrogaciones concomitantes: el escándalo que Voltaire denuncia, ¿reside en que la carne llegó a ser verbo (aquello que pondría más adelante de relieve la teoría evolucionista), o más bien en lo que la metáfora bíblica expresa como hacerse carne del verbo? ¿Cómo conciliar la tendencia de las palabras a recrearse, y la certeza de que esa recreación no puede perdurar en uno, que necesariamente ha de haber un relevo para que siga habiendo palabras?
¿Qué añade la filosofía? Es una pregunta que lanzan a menudo los científicos que exploran la naturaleza (no sólo los físicos sino también los biólogos, pasmados ante el fenómeno de la vida). Pues bien, la filosofía añade un punto de vista…inevitable. Añade la visión desde ese lugar en el que toda interrogación relativa a lo que acontece se vincula a la cuestión de lo que se da sea cual sea el acontecimiento: "Una disciplina que se ocupa de lo que es en cuanto es (to on he on) y de aquello que el hecho mismo de ser lleva acarrea", en versión libre de las palabras de Aristóteles.