Nada hay más divertido para un niño que reinventar el mundo a la medida de sus ocurrencias. Poco importa si luego de conseguirlo no siente ya deseos de habitarlo, pues al fin se trataba nada más de creérserlo. Se siente uno orgulloso de sus métodos, les pone nombre, implementa palabras novedosas a la medida de cada invención. Cree, y no se equivoca, que jugar con las palabras es dar vuelo a los dichos más allá de los hechos, y en tanto retorcer unos y otros. Jugar a perpetrar realidades alternas supone a largo plazo la tentación triunfante de verse dentro de ellas y hacer del horizonte una elección. Estar en todas partes menos donde se debe (o como se decía entre las abuelas, menos en misa) implica contraer deudas distintas y tornar impagables las precedentes.
Ahora mismo debería estar encerrado en la habitación contigua, en cuyo piso yacen aproximadamente ciento veinte metros de líneas horizontales en tiras de diez páginas engomadas. Algo remotamente similar al tórax y las piernas de una novela. Pero si cada engrane de ficción es una fechoría funcional, hay que ver el festín de trastadas secretas que se van revelando no bien se miran juntas en un solo cuerpo. Hasta antes de imprimir el primer borrador -incompleto, tullido, cuchipando y no obstante de pie- el libro era una idea celosamente oculta; desde hace una semana, me asomo a la recámara y creo incluso que lo oigo respirar. Es, no me cabe duda, un animal. Si cuando niño no logré sonsacar a nadie para que jugara al circo de papel conmigo -los niños me miraban con extrañeza, nunca supe explicar cómo lo haríamos-, ahora la fiera acepta sola el reto. Quiere jugar conmigo, me conoce de cerca y en detalle; no en balde lleva su existencia entera parasitando mis obsesiones mayores. Me gustaría decir que me prefiere, pero si eso parece es sólo porque a nadie más puede morder.
Decir que soy su amo sería tanto como encarnar en pato y querer apuntarle a la escopeta. Desde que duerme en tiras de papel de dos y medio metros cada una -me he pasado diez horas pegándolas-, esperando a que llegue con las tijeras a practicarle la primera de sabrá el diablo cuántas cirugías mayores, me escurro ante su puerta prometiéndome que lo haré mañana, aunque no cualquier día esté uno listo para meter las garras en las entrañas del animal. Lo cierto es que no sé cuándo lo haré, ni cómo. Es posible que esté escribiendo estas líneas sólo para perderle el respeto al animal.
Pergeñar criaturas ficticias de papel buscando que después vayan y vengan solas y muerdan por su cuenta es un oficio apenas compatible con la salud mental, repleto de obsesiones enfermizas que no explican del todo la necesidad de dar vida al ficticio adefesio. Pienso en aquella escena de Posesión, donde Isabelle Adjani es mancillada vísceras adentro, en un andén del metro, por el embrión maligno que la habita. No puede uno enseñar al monstruo como está, hace falta peinarlo, equiparlo con ojos, boca y nariz, ponerle los bracitos, afilarle los dientes. Construirlo con el celo del vecino callado que inventa una granada de fragmentación.
Llega la hora de entrar, al mando de plumiles y tijeras. En lenguaje infantil, es algo así como animarse a armar una Scalextric de quinientos tramos, alimentando la fantasía extrema de que un corto circuito incendie la casa y rostice completo al animal. Puedo oírlo roncar, huelo su aliento a azufre desde acá. En resumidas cuentas, nada me tranquiliza más en este mundo que tenerle este miedo a mi engendro y esperar que una noche me coma vivo. Todo es cuestión de hacerle una buena dentadura.
