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Verdad de otro orden

Esa cosa tremenda e inasible a la que alude el enamorado cuando (tras escuchar la frase que, por un momento, convierte en menudencias las demás preocupaciones de la vida) añade trémulo: ¿de verdad? Esa certeza que experimentamos de que aquel que está dando su saliva como bálsamo para el muñón infectado del primer desconocido, aunque no tenga segundas intenciones conscientes,  no está de verdad dando muestra de amor por los hombres. El sentimiento de que algo chirría cuando en la escucha  de un poemario que nos era hasta entonces perfectamente desconocido, el involuntario deslizamiento de un significante o la simple necesidad de paliar un olvido convierte en Qu'il disperse le son dans une terre aride (que disperse el sonido en una tierra árida) en lo que después se supo ser Qu'il disperse le son dans une pluie aride (que disperse el sonido en una lluvia árida)...

La verdad  a la que se refiere la  frase del enamorado, como la verdad  que subyace a los evocados sentimientos de falacia o chirrido, tiene en común con la verdad de lógicos y científicos el carácter de constituir un criterio, criterio en el segundo caso para nuestra ansia de conocimiento -a poder ser apodíctico-, pero criterio en el primer caso en nuestra exigencia de veracidad. Seguiré ahondando en esta distinción.

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3 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Del poder de los libros

Hubo un tiempo en que los libros eran un artículo suntuario, la clase de objetos a que sólo accedían los ricos o los expertos -subvencionados, en categoría de tales, por los poderes terrenales o por la Santa Iglesia. Después se extendió -por fortuna- la idea de que los libros, como vehículo privilegiado de la educación, debían llegar a todos. Y así, por consejo de algunos iluminados, por la labor de muchos maestros y por la prepotencia de la producción en masa, sobrevino una época en que los libros se volvieron moneda corriente -y el común de la gente se volvió (¡literalmente!) letrada. ¿Será demasiada presunción atribuir la era de la modernidad, que más allá de las guerras supuso un salto hacia delante en materia de conquistas sociales, a la iluminación que generaron tantos libros en tantas manos?

Hoy en día el libro ha vuelto a ser un artículo suntuario. La producción en masa sigue abaratando sus costos -comparativamente hablando, una novela de Sidney Sheldon debe costarle a su comprador menos de lo que costaba un códice en la Edad Media-, pero en relación a lo que es esencial de manera inevitable (la comida, el techo, la salud), los libros son hoy más caros de lo que eran, por ejemplo, en la década del 60. ¿Será demasiada presunción atribuir esta era de oscuridad, que a caballo de las guerras interminables y del cuento de la inseguridad privilegia las armas a las letras, a la inanición de las almas que deriva de la escasez de libros?

         Esto viene a cuento de algo muy bonito que me refirió Julia Saltzmann. Pero eso se los digo mañana.

 

(Continuará.)      



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3 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Davos

He leído qua la reunión de Davos este año no ha sido precisamente un éxito. Ha faltado mucha gente, la sombra de la crisis heló sin piedad las sonrisas, los debates no tuvieron interés real, tal vez porque nadie sabía bien qué decir, temiendo que los hechos concretos del día siguiente pusieran en ridículo los análisis y las propuestas con tanto esfuerzo engendradas para corresponder, aunque fuera por mera casualidad, las más que modestas expectativas creadas. Sobre todo se habla mucho de una inquietante falta de ideas, hasta el punto de que se ha llegado a admitir que el ?espíritu de Davos? ha muerto. Personalmente nunca vi que sobrevolara por allí un ?espíritu?, o algo más o menos merecedor de esa designación. En cuanto a la alegada falta de ideas, me sorprende que sólo ahora se haya hecho esa referencia, puesto que ideas, lo que, con todo el respeto, llamamos ideas, nunca salió de allí ni una que sirviera de muestra. Davos ha sido durante treinta años la academia neocon por excelencia y, por lo que puedo recordar, no se ha oído ni una sola voz en el paradisíaco hotel suizo que apunte los caminos peligrosos que el sistema financiero y la economía habían adoptado. Cuando ya se estaban sembrando vientos nadie quiso ver que se acercaba las tempestades. Y agora nos dicen que no hay ideas. Vamos a ver si surgen ahora, cuando el pensamiento único ya no tiene más mentiras que ofrecernos.       



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3 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Galería de espectros: "Melancolía hermética"

de chiricoRafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el de la melancolía otoñal.
Delfín Agudelo: Te refieres a "Melancolía hermética", cuadro de de Chirico.
R.A.: Sí, me gusta mucho este cuadro porque pienso que es uno de los cuadros en los que se define mejor el lenguaje del primer de Chirico, que fue uno de los pintores verdaderamente rupturistas hacia el surrealismo. Uno de los pioneros, si no el pionero quizás más destacado en el inicio del surrealismo. Plantea ese escenario urbano desnudo, ese escenario que él llamaba pintura metafísica y que en todos los casos se remitía a los escenarios urbanos del quattrocento, pero despojado de todo elemento humano y que da esa sensación de incomunicación y de ausencia del factor humano que tanto fascinaba, por ejemplo, a Michel Ángelo o Antonioni. Por un lado es un de Chirico muy maduro y por otro lado sin embargo viene a recoger una de las tradiciones iconográficas más ilustres de todo el arte occidental, que es la tradición de la melancolía. De Chirico nos presenta esa estatua dentro de su cuadro, otorgando un efecto muy de chiriciano: él pinta esculturas, y esas esculturas pintadas por de Chirico en realidad tiene todos los rasgos de lo que ha sido la melancolía a través de la historia, esa dejadez, ese abandono, ese estado intermedio de lo que podríamos llamar la nostalgia de un mundo perdido y un estar en suspensión con respecto al presente. Por tanto, en suma, sería un cuadro en el que de Chirico nos mostraría de manera muy brillante que la auténtica vanguardia estaba basada en un estudio muy profundo y al mismo tiempo muy subversivo de la propia tradición.


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2 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El regreso desde las cumbres

Davos ha terminado ya. Hoy todavía, esta mañana, quedan algunos actos conclusivos, de los que desertan buena parte de los asistentes, unos porque ya se van y otros porque aprovechan el último día para esquiar o para dormir después de la noche del sábado. La clausura estuvo a cargo de Marruecos que tiró la casa por la ventana como hacen todos los países y empresas que patrocinan este tipo de fiestas. Este es todo un capítulo aparte sobre el que poco puedo decir: sólo me asomé al principio de la cena marroquí para añadirme en seguida a la despedida de los periodistas de a pie, los dos centenares de corresponsales que han cubierto la cumbre sin acceso privilegiado. Durante la última jornada útil, el sábado, todavía tuve ocasión de obtener impresiones e informaciones interesantes. Ahí van algunas. 

A primera hora de la mañana, un panel sobre 'Nuevas fronteras de los conflictos', que me va a servir para contar dos cosas realmente notables de este Foro. En primer lugar, el método: hay un presentador, Audrey Kurth Cronin este caso, profesor del Colegio de Guerra de Estados Unidos, un especialista de tanta calidad como los otros invitados, que hace una presentación muy rápida del tema y luego pregunta directamente a cada uno de los participantes. Los participantes responden en un minuto si es posible, y mejor todavía en medio, para dejar a continuación que el propio público les pregunte. En total una hora, en la que han aparecido y han sido objeto de disección las ideas más importantes sobre el tema. En segundo lugar, el contenido, que tiene que ver con el espíritu de Davos, del que se habla mucho cuando se pierde (véase el encontronazo entre Shimon Peres y Erdogan) pero poco cuando funciona: los especialistas convocados cubren un abanico que permite juntar a controladores y controlados, artistas y críticos, y si se me apura incluso a combatientes de dos bandos. En este panel estaban desde el secretario general de Interpol, Ronald Noble, hasta el director de Human Rights Watch. Los contenidos, lógicamente, las armas biológicas, los ciberataques, la lucha antiterrorista, la droga, las mafias y, sobre todo, la protección de la población civil mezclada en los conflictos.

Segundo apunte: presentación del Global Economic Outlook, sobre el que no me voy a extender porque los lectores podrán leerlo en la prensa de hoy y especialmente en la magnífica crónica de Claudi Pérez. Entre las notas que tomé escribí: "la magnitud del desconcierto", que luego mandé como título de mi columna de hoy. Puse también otro título alternativo que por su longitud no entraba, pero que sintetiza una de las impresiones que se puede sacar de la cumbre: "el capitalismo reformado será verde y tecnológico". La presentación fue de lujo, moderada por Martin Wolf del Financial Times y con la ministra francesa de Economía Christine Lagarde, el vicepresidente del Plan Económico de India Montek Ahluwalia, el número dos del FMI John Lipsky, el gobernador del banco central canadiense Mark Carney  y el banquero de Standard Chartered Peter Sand. Lo menos que puede decirse es que tiraron de todas las señales de alarma, la señora Lagarde notablemente advirtiendo sobre el peligro de una fuerte agitación social.

Tercer y último capítulo: nuevo encuentro con el más genuino y creativo espíritu de Davos. Jeff Jervis, bloguero y además gurú de digital, dirigió un encuentro sobre innovación de masas. Si hasta ahora habíamos llegado al suministro de contenidos por parte del público, el famoso out-sourcing, o el llamado web 2.0, ahora de lo que se trata es de que el talento del público sea el que funcione como motor de la innovación y del cambio de las empresas. Jeff Jervis prometió escribir sobre el tema y contarlo en su blog esta próxima semana (buzzmachine.com), pero a mí me servirá para redondear la imagen de este espíritu montañero que inspira el encuentro. Los participantes  se agruparon en varias mesas, cada una encabezada por un panelista destacado, altrededor de un tema sobre el que imaginar cómo se podría aprovechar las ideas, experiencias y talento de la gente. La mesa donde yo me senté, dedicada a los bancos, imaginó un banco abierto en el que no sería posible la contaminación de las hipotecas subprime ni la expansión de la infección Madoff como le ha sucedido al Santander. Tenía al lado a uno de los vicepresidentes de Google que me mostró irónico su teléfono móvil donde se podía leer Open Bank debajo del logo del Santander. Cuando terminamos la discusión, Jarvis dirigió la revisión de todas las ideas que fueron surgiendo y al final hubo incluso bromas sobre la aplicación inmediata de la mejor de todas, que resultó precisamente la de este sistema bancario. En este panel, divertido y efervescente, había militantes del software abierto y gente de inconfundible aroma ácrata. Una gozada, la verdad.

Y se acabó la jornada en lo que se refiere a la actividad de la esponja, que es lo más interesante de Davos. Luego hay que contarlo, en el periódico y en blog, como lo hago ahora. Muchas gracias por leerme y por participar. Debo decir que estoy muy satisfecho del seguimiento del blog estos días y no tanto de algunos comentarios. Todos, y sus autores especialmente, saben por qué.



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2 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La magnitud del desconcierto

En Davos se ha visto este año la magnitud del desconcierto. Estamos ante una crisis que alcanza a todo el planeta, encoge la economía global y presiona hacia el proteccionismo y la desglobalización. Pero ha costado mucho llegar a reconocerla. La Agenda Global para 2009, preparada por más de un millar de expertos, ha recurrido a la imagen de los pájaros utilizados por los mineros antes de entrar en el pozo para describir lo que ha sucedido en 2008, el año de los tres canarios, que son el precio de los alimentos, el incremento y volatilidad del precio del petróleo y la crisis financiera. Hace un año, en esta misma reunión, todavía no había salido de la mina el cuerpecillo de ninguno de los pajarillos y eran muy pocos los economistas capaces de preverlo.

Ahora lo que preocupa es conocer cómo encontrar la salida, prever la fecha y localizar los escollos que puedan retrasarla. Y lo más interesante es observar cómo empiezan a imaginar unos y otros el paisaje que aparecerá cuando salgamos del túnel, aquel capitalismo reformado que demandaba con impaciencia el presidente francés, Nicolas Sarkozy. Los conceptos de crisis y de recesión son pobres para describir lo que en realidad enfrentamos, según se desprende de la opinión de los expertos: estamos ante un momento de cambio de modelo económico y social, e incluso de mutación de valores. Los más osados sueñan en una nueva era, de la que saldremos todos, países, Gobiernos y ciudadanos, profundamente transformados.

Necesitamos instituciones globales, mejores que las actuales, que sirvan para prever las crisis y no para acudir a la cabecera del enfermo cuando se halla en muy mal estado. Con un reparto de las responsabilidades más adecuado a la realidad del mundo: el dominio occidental del planeta se ha terminado. La reunión del G-20 el 2 de abril en Londres debe emitir un mensaje muy contundente respecto a la voluntad política de los Gobiernos para poner en marcha esta nueva gobernanza económica global.

El capitalismo reformado debe ser verde y tecnológico. Hay que poner en marcha un mercado internacional de emisiones de CO2, algo que sólo se conseguirá si se implican los grandes contaminadores (China, India, Estados Unidos) y se fijan unos objetivos claros y verificables en cuanto a reducciones, cuestión que tendrá un momento especialmente decisivo el próximo diciembre, en la Cumbre del Clima en Copenhague. Las inversiones en tecnología serán cruciales para poner en marcha esta novísima economía ecológica. No hay que posponer este cambio hasta que haya pasado lo peor, porque entonces lo peor estará todavía por llegar.

Debemos conseguir que el mundo esté gobernado, con economías y monedas coordinadas, sin perder los beneficios de la globalización ni dejarlo varado en el nacionalismo económico y el proteccionismo. Hay que regresar a un juego con reglas, donde no sea posible cambiar de reglamento a mitad de la partida como han venido haciendo los más arriesgados y a veces inmorales. También a la jerarquía de valores más clásica: las finanzas son para financiar, no para convertirse en un fin en sí mismo. Los desequilibrios de riqueza, en constante aumento hasta esta crisis, además de injustos son peligrosos.

Merkel habla de una vía intermedia entre el capitalismo desregulado y los experimentos de socialismo de Estado. Es la vía alemana del canciller Ludwig Erhard, la economía social de mercado, en la que "el Estado es quien vigila el orden económico y social". Lo mismo ha dicho el presidente de la Comisión, José Manuel Durão Barroso, que ha ofrecido a Estados Unidos el modelo europeo: "Nosotros tenemos un servicio de salud universal, un sistema de jubilaciones más generoso, un principio de gratuidad de la universidad y queremos conservarlo".

Son viejas ideas en odres nuevos, dirán algunos, pero no caen en saco vacío. La tradicional cena de los congresistas norteamericanos que acuden a Davos, celebrada este año en la euforia de la elección presidencial, ha sido todo un homenaje al Estado protector, el multilateralismo, el desarme, el sistema sanitario europeo, los impuestos sobre la gasolina y la ayuda al desarrollo. Todos reconocen que hay que someter a revisión el modelo americano de consumo desenfrenado, sobre todo en el capítulo energético.

El quiebro ideológico respecto a 2008 se ha percibido incluso en los temas de moda. La tecnología y la innovación han sido siempre la crema más exquisita de Davos, y la codicia del capitalismo financiero, más o menos confesada, el principal combustible. En esta edición la tecnología ha seguido teniendo una gran consideración, sobre todo con relación al medio ambiente, pero ya no se la concibe como la varita mágica salvadora, como había sucedido anteriormente. Y sin voluntad política ni valores no habrá buenas soluciones. Estos últimos han ocupado incluso debates enteros -uno de ellos presidido por Tony Blair- en los que no han faltado los líderes religiosos. Un teólogo norteamericano recordó el viernes los siete pecados sociales denunciados por Gandhi, que son anillo en el dedo de la actual recesión: política sin principios, comercio sin moral, riqueza sin trabajo, educación sin carácter, ciencia sin humanidad, placer sin consciencia, religión sin sacrificio. Y que, por supuesto, también impugnan la exhibición de riqueza y de poder que se puede ver en Davos.



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2 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El hijo del hijo pródigo

Soma Morgenstern

Funambulista

El hijo del hijo pródigo (1935) es la primera parte de la trilogía Destellos en el abismo, integrada también por Idilio en el exilio (1945) y El testamento del hijo pródigo (1951).

 

A quienes hayan leído las dos obras que hasta ahora eran las más asequibles de Salomo Morgenstern, Huida y fin de Joseph Roth y Alban Berg y sus ídolos, es muy probable que todavía les quede una cierta sensación de desconcierto. Ambos libros son espléndidos y al terminar su lectura tienes la certeza de que tu visión de Roth y de Berg ha cambiado para siempre, por no hablar del retrato estremecedor que surge de la Europa de entreguerras, justo en vísperas de la hecatombe. Pero en ambos casos el biógrafo se esconde de tal manera detrás de sus personajes que alcanza a parecer insignificante, un mero instrumento técnico puesto ahí para dar réplicas que ennoblezcan y magnifiquen la figura de los biografiados. Y ello es así hasta el punto de que llegas a preguntarte por qué Joseph Roth y Alban Berg, pero también personajes como Hermann Broch, Elias Canetti, Robert Musil, Anton Webern o Walter Benjamin, entre muchos otros, no sólo le honraban con su amistad incondicional sino que hablaban maravillas de ese (en apariencia) insignificante periodista judío al que ni siquiera le gustaba el fútbol (y esta era una carencia que a Alban Berg le costaba perdonar, y más si se y trataba de un amigo). Y sin embargo, insisto, todos coincidían en tratarle con una extraña deferencia y admiración. De los más grandes, decían. Inconmensurable. Un genio. Cosas así.

Ocurre sin embargo que hasta hace muy poco sus novelas resultaban casi imposibles de encontrar. Huyendo del terror nazi, Morgenstern acabó malviviendo en Nueva York y totalmente olvidado, pues una vez muertos sus más acendrados valedores nadie volvió a hablar nunca más de él, ni para bien ni para mal. Y ocurre asimismo que el tema de sus novelas tampoco es como para provocar avalanchas de compradores capaces de arrasar las librerías en busca de algún ejemplar. Salomo Morgenstern, Soma para los amigos, nació en 1890 en la Galitzia oriental, entonces un ignoto rincón del Imperio austro-húngaro. Desde entonces, y aparte de haber sufrido de lleno la política anexionista, racista y brutal de los nazis, la antigua Galitzia perteneció a cinco estados diferentes ante de quedar definitivamente repartida entre la actuales Polonia y Ukrania . Es por tanto comprensible la conciencia de pérdida irreparable del origen, y sobre todo en el libro sobre su paisano Joseph Roth, el tema del paraíso perdido es omnipresente, además de doloroso y obsesivo. El otro motivo omnipresente en Morgenstern es el de sus profundas raíces judías, realzadas quizás por el hecho de que tras unos años de ateísmo regresó al judaísmo con ese entusiasmo un tanto excesivo y reivindicativo de los conversos. Gracias a todo ello, la idea que se tiene de él es que se trata del oscuro cantor de un mundo desaparecido y evocado a través de las vidas insignificantes de ese pueblo judío que, y esto lo dice el propio Morgenstern, es "pobre, triste y desgraciado, pero no del todo dejado de la mano de Dios". O sea, nada como para tirar cohetes, ni suscitar entusiasmos multitudinsrios.

Y en efecto. El hijo del hijo pródigo es el relato de un congreso de judíos ortodoxos llegados a Viena en 1928. No se trata de los más doctos y respetados rabinos venidos de los cuatro rincones del mundo y que, al poner en común sus reflexiones y una sabiduría recibida de una tradición que cuenta con el respaldo de miles de años de experiencia, se junten en Viena para encontrar (por ejemplo) una fórmula capaz de atenuar, aunque sólo sea en parte, la hecatombe que ya se perfilaba en el horizonte del pueblo judío. Qué va. A esas buenas gentes venidas de pueblos remotos lo único que le interesa es buscar el modo de revitalizar la fe y la práctica de la religión judías. Y de eso van las más de quinientas páginas de esta fascinante novela. Da lo mismo que se trate de cómo enganchar adecuadamente un tiro de caballos a una calesa, de la siembra y recolección del trébol blanco, de la descripción de una serenata en el patio del palacio del príncipe arzobispo vienés, de la cita en uno de los míticos cafés del Ring o de la ceremonia en honor de los muertos que abre el congreso (por cierto que estremecedora). Conocedor de que su pluma es una herramienta preciosa, y porque se sabe uno de los últimos testigos de un mundo que en el momento de describirlo ya estaba condenado a desaparecer por la boca de un horno crematorio, Soma Morgenstern va reproduciendo campos, pueblos, paisajes, personas, vestimentas, costumbres, relaciones sociales y de parentesco, o simples circunstancias cotidianas, con una precisión tan prodigiosa que casi produce dolor. Son campesinos y rabinos de pueblo, pero también judíos que han renegado para abrirse paso en la Viena cristiana, nobles damas de almas atormentadas por su traición, o jóvenes herederos de nada salvo de la culpa que ha hecho recaer sobre él la apostasía paterna. Todo ello contra un telón de fondo que lo pone el lector, perfectamente consciente de lo que se estaba perpetrando y del destino que les aguardaba a quienes tanto les preocupaba conservar la fe de sus mayores. O el decoro en el vestir.

Pero no es un libro de lectura universal. Es un ejemplo deslumbrante de la gran prosa centroeuropea de entreguerras, y quien haya leído a Robert Musil y Germann Broch, y más cerca aún, al Joseph Roth de la Marcha Radetzky ya sabe lo que le cabe esperar de esta novela lenta, minuciosa, evocadora y subyugante. Y lo mejor es que la editorial Funambulista promete poner en la calle los otros dos tomos que faltan para completar la trilogía. Pero ya lo decían sus amigos: Inconmensurable. Un genio. Cosas así.



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2 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Humor desde el abismo

La serie Weeds es como un caramelo de jengibre: tiene todas las características de una golosina, pero su sabor es insólito. Creada por el guionista y productor Jenji Kohan, cuenta la historia de Nancy Botwin (Mary-Louise Parker), habitante del acomodado vecindario de Agrestic, que de un día para el otro se queda viuda y sin recursos y toma una decisión inusual para mantener su estilo de vida: convertirse en dealer de marihuana.

Por supuesto, en torno de Nancy existe todo un grupo humano que de un modo u otro se ve afectado por su decisión. Empezando por sus hijos: Silas (Hunter Parish), un adolescente que al descubrir la actividad non sancta de su madre le pide integrarse al negocio; y Shane (Alexander Gould), que a los 11 años es sin duda alguna el mejor personaje infantil de la TV -por ocurrente y por exótico. (La idea de ‘jugar' que tiene Shane pasa, por ejemplo, por grabar un vídeo imitando los que suelen hacer los terroristas islámicos antes de degollar a sus secuestrados.) También está Andy (Justin Kirk), el cuñado de Nancy, cuyo comportamiento es tan conscientemente infantil que al principio uno lo quiere matar y después empieza a sospechar que quizás haya tropezado con una verdad que al resto se nos escapa. Y su vecina Celia (Elizabeth Perkins), que lidia con un cáncer y con un marido infiel y con una hija menor a la que tortura sistemáticamente, por gorda y por lesbiana. La relación Nancy-Celia es el retrato más agudo que vi nunca en TV del vínculo entre dos mujeres -en las antípodas de Sex and the City, por lo pronto: Nancy y Celia se frecuentan aun cuando parecen no desearlo, se estudian y comparan y despellejan todo el tiempo, se toleran y se odian a la vez.

Weeds es muy divertida. Se puede ver como una serie sobre una familia disfuncional, adición preciosa al canon de la narrativa de los Estados Unidos que tanto abunda en este subgénero -lo que va de Faulkner a American Beauty. Pero en estos días de crisis internacional, imagino que no hay mirada más rica que la que se clava en aquello que estamos dispuestos a hacer con tal de no ser desplazados socialmente. Muy distinta es la situación del protagonista de Breaking Bad, otra serie en la que un hombre común y corriente se convierte primero en fabricante y luego en distribuidor de droga: Walter White está enfermo de cáncer terminal, tiene un hijo discapacitado y una mujer encinta. Su cambio de profesión es a la vez un intento desesperado por no dejar indefensa a su familia y una venganza contra el sistema. La decisión de Nancy Botwin, en cambio, es una fuga hacia delante. Se trata de agarrar hoy el dinero que está disponible sin preguntarse qué puede ocurrir mañana. En este sentido, la opción de Nancy por el dinero dulce -dulce a la manera del jengibre, en todo caso- prefigura la conducta de tantos inversores y bancos que entregaron millones al increíble Bernard L. Madoff optando por no preguntarse qué hacía este hombre para obtener las ganancias prometidas. Una parábola más sobre un sistema que gira sobre un centro -el sueño del beneficio personal ilimitado- que, en palabras del poeta Yeats, ya no puede sostener nada.



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2 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La pizarra

Pizarras digitales

En El País aparece hoy una información sobre la PDI o pizarra digital interactiva que poseen actualmente menos de una décima parte de las aulas españolas pero un 80% de las británicas. Esta pizarra se comporta como la pantalla de un ordenador táctil y coopera -no resuelve todo pero coopera mucho- a que el profesor y el alumno puedan alcanzar una comunicación más acorde con los sistemas de conocimiento y entretenimiento en los que se recrea y se ha instruido el alumno. Y, supuestamente, cada vez más, el mismo profesor joven.  Aprender en vertical, desde la autoridad docente a la subordinación discente, desde una supuesta fuente elevada del saber cuya agua  derramada abrevan los pupilos pertenece al paradigma de otro tiempo. El adolescente -o  todos los menores de 22 años, nacidos en el mundo digital, el videojuego, la interacción sin fin determinado- son reacios a las órdenes absolutas y son, en cambio, muy propicios a las indicaciones. Las indicaciones que, desde luego, internet representa con sus incesantes links o las indicaciones personales que conforman la estructura de la amistad con sus mímesis y recomendaciones boca a boca. De esta naturaleza horizontal e interactiva del saber forma parte escolar la pizarra digital que viene a ser, cuando ingresa en el aula como si una nueva era se hubiera hospedado en ese espacio histórico. De la PDI deriva un nuevo modo de aprendizaje y simultáneamente una inédita relación profesor/alumno. A primera vista, la PDI parecería sólo un instrumento material pero es, en realidad, toda una orquesta de la mente.  

 



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2 de febrero de 2009
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¿De qué verdad se trata?

Supongamos que nos proponemos efectuar una reflexión sobre la esencia de la escultura. Sería perfectamente legítimo hacerlo de manera puramente conceptual o a priori. Pensamos en la condición indisociablemente biológica y espiritual del hombre, en la necesidad de confrontarse a la naturaleza y a domarla, mas también en las interrogaciones que al hombre han acompañado desde Herto, interrogaciones relativas a su destino  y no ya a las condiciones materiales de su subsistencia. Pensamos en el papel de las manos, esas "manos que piensan", según la expresión de Jose Saramago, inclinadas no sólo a coger materiales e instrumentalizarlos, sino también a moldearlos, apurar sus posibilidades inmediatas y eventualmente hacerles responder a exigencias no previstas... Ello nos conduciría sin duda a avanzar alguna conjetura, más o menos aguda, sobre el porqué de lo que damos en llamar escultura y concretamente sobre su universalidad, sobre el hecho de que no se de sociedad alguna en la que no forme parte de la actividad y -sobre todo- que ni siquiera sea concebible una comunidad humana con tal carencia.

Existe sin embargo un segundo método de abordaje. En lugar de empezar por una reflexión antropológica, nos dirigimos al taller de un escultor que merece nuestra admiración y nos confrontamos a una obra en concreto. El escultor nos ofrece la posibilidad, no ya de observar  la pieza desde todos los ángulos posibles, sino de tocarla, reconocer la textura superficial de sus materiales, recorrer sus ángulos y pliegues, quizás incluso- si el mismo material aun virgen se haya presente- observar la interna estructura de aquello de que está forjada, la resistencia, las vetas que el escultor ha debido forzosamente respetar a la hora de la talla (análogo en todo punto, a lo que ha de respetar un buen carnicero) a fin precisamente de que pueda llegar a actualizarse la entera potencialidad... Tras todo ello, retornando a la contemplación admirativa de la obra, emergerá de nuevo la pregunta fundamental, la pregunta antropológica: ¿por qué? ¿Cuál es la razón, la causa subjetivamente eficiente y objetivamente final de este gigantesco esfuerzo?

La literatura tiene la ventaja de permitirnos siempre operar según el  segundo método. Interrogándome sobre la razón del trabajo literario, barruntando que solo por el enorme peso de tal razón en la vida de los hombres, se explica la admirable ascesis de algunos escritores, la entereza con la que subordinan  todo aquello que -por formar parte de nuestros intereses y deseos más anclados- los demás solemos erigir en fin en si.

Los  lúcidos párrafos sobre la lectura en el Prefacio al texto de Ruskin (que en otro lado vinculo a aquellos de  la Recherche en que se hace la crítica de la figura del erudito, presentado como una suerte de esterilizador de su propia vida espiritual) remiten a la cuestión elemental: ¿de que verdad se trata? La palabra verdad es mil veces reiterada por el Narrador  de la Recherche pero, como vemos, también por Marcel Proust en otros textos. Esta verdad no es ciertamente la verdad de los empiristas, verdad como adecuación a una realidad objetiva o material, mas tampoco la verdad de los lógicos, verdad puramente formal, en la que ciertas  proposiciones  son consistentes con premisas que pueden eventualmente ser perfectamente falsas. Se trata ciertamente de una verdad de otro orden, solo legítimamente calificable de tal en razón de que el término verdad es en realidad muy amplio. Los hombres lo utilizan en relación a aspectos de su existencia que trascienden con mucho las preocupaciones de científicos, lógicos o gramáticos, pero que no son desde luego menos cruciales.

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2 de febrero de 2009
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El Boomeran(g)
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