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2020. Diario del confinamiento (9) Abismales

                                                                                        

(A Juan Gorostidi que vio antes que yo la conexión de Las Abismales con la actualidad).

 

Empieza la ceremonia del aire sofocante... Tiemblan los cuerpos y las conciencias y la noche invade las dimensiones del día... El miedo se desliza de casa en casa, de lecho en lecho, y es difícil pactar con el sueño...

 

Al caos social se unió el problema del abastecimiento. La gente se negaban a venir a Madrid.

 

El Gobierno decretó que nadie podía salir de Madrid, pues todo el mundo temía que los madrileños estuviesen contaminados y se instauró la cuarentena para los habitantes de la capital.

 

El ejército bloqueó todas las salidas y se inutilizó el aeropuerto de Barajas.

 

Estos cuatro fragmentos están entresacados de la novela Las Abismales, aparecida el año pasado. En esta novela “donde los acontecimientos ya no hacen huelga”, como diría Baudrillard, asistimos al despliegue de una pandemia en Madrid.

 

Los jabalíes y las aves de rapiña pueblan la Casa de Campo, y un caballo recorre de parte a parte Madrid. La naturaleza impregna más la ciudad y se alteran mucho las relaciones familiares.

 

La plaga genera numerosos conflictos que se agudizan en verano, y el protagonista vive confinado en una cabaña de Somosaguas. En el corazón del relato hay una clave de naturaleza involuntariamente premonitoria: la pagina 179 está escrita en caracteres chinos:

 

道可道非常道。名可名非常名。

 

恆無,欲也,以觀其妙;

 

恆有,欲也,以觀其徼。

 

此兩者同出而異名同謂之玄。

 

玄之又玄,衆妙之門。

 

Se trata del primer poema del Tao, que habla de un fluido que no se puede apresar ni definir, cuya esencia se nos escapa, y que surge de la oscuridad, un poco como el Covid-19. Nunca antes, en ninguna de mis novelas, había sacado una página escrita en chino. El narrador invoca el poema mientras aguarda a la puerta de un hospital de Madrid. Cito textualmente:

 

En el hospital se percibía un movimiento constante. Las camillas se deslizaban una tras otra por los senderos que iba abriendo la gente que llenaba los pasillos... Los enfermos se hacinaban en las penumbras, de las que surgía un rumor doliente y desalentador...

 

...Basándose en el Tao, David podía pensar que todos los hechos de Madrid surgían de un fondo único, y que ese fondo único se llamaba oscuridad. ¿Había que oscurecer todavía más la oscuridad para llegar a una cierta clarividencia que hiciese explicable lo que estaba ocurriendo? Mientras contemplaba el discurrir de hombres, mujeres y niños entrando y saliendo del hospital, sentía que bajo ese fluir aparente se deslizaba otra fuerza que ni se podía nombrar ni se podía apresar en su continuo transcurrir. ¿Qué nombre darle a ese flujo permanente? ¿Cómo captar su esencia? David tenía claro que seguíamos en el universo de la mitología, y que algo se resistía siempre a la comprensión, de modo que toda explicación de ciertos fenómenos acababa siendo mitológica, cuando no enteramente simbólica, y así nunca se llegaba a la verdad.

 

Lamentaba estar sumergido en un mundo de emociones tan intensas que le impedían razonar. El grado cero del pensamiento se estaba finalmente convirtiendo en una realidad y el mundo había adquirido la apariencia de un mito infernal. (Páginas 180-181).

 

Aquí acaba la cita y añado: en contra de Aristóteles, Oscar Wilde pensaba que la Naturaleza imita al Arte. Parece una boutade, pero como ocurre muy a menudo con Wilde, el escritor se limita a formular una verdad tan paradójica como fulminante.

 

Fue también Oscar Wilde el que dijo con una sonrisa en los labios: “No copio a la Naturaleza, es más bien la Naturaleza la que me copia a mí, pero nunca voy a acusarla de plagio.”

 

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6 de mayo de 2020
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Contacto sin tacto

Con toda sinceridad, el beso ­social de algunos desconocidos -e incluso conocidos- siempre nos asqueó. Tomábamos la iniciativa de estrechar la mano, a fin de evitar el roce de nuestros labios con una cara sudada o una barba tan frondosa como ajena a nuestro cariño. Y nos desa­gradaba sentir nuestra mejilla húmeda hasta el extremo de pasarnos disimuladamente el dorso de la mano, igual que hacen los niños a esa edad en que no les gusta besar ni ser be­sados. Pocas veces salíamos airosos de la tentativa, pues mientras estrujaban tu mano te estampaban los dos besos de rigor en­tendidos como puerta de acceso al otro. La gente bian aprendió enseguida a esquivar alientos, y más si el besador había ingerido un par de canapés de salmón maridados con champán -que deberían limitarse en los cócteles-. Besos al aire, falsos, aprensivos, frente a los besos de puchero, con lágrimas de alegría o de dolor.
 

Con el nuevo siglo llegó la hermandad de la sudadera y el abrazo de oso. Los torsos empezaron a juntarse, palmoteando la espalda en señal de afecto y ánimo. Se trataba de una fraternidad nacida de las culturas suburbanas que consideran al otro un hermano del barrio, expresando una intención menos social y más auténtica aunque acabe convertida en pose. En cambio, los gais fueron más traviesos, saludándose con un beso seco en los labios, todo un redoble de confianza.

La Covid-19 anuncia un tiempo en el que no sólo mediremos las distancias, sino que evitaremos tocarnos. O lo haremos con preservativo. Ya no podremos sopesar el grado de compromiso por la vehemencia del apretón de manos, ni el cariño por la intensidad del achuchón. Hacer chocar los pies o los codos se me antojan fórmulas mucho más vulgares que la leve inclinación de cabeza de nuestros antepasados, o que la mano izquierda posada sobre el corazón. La nueva sociabilidad nos causará estrés. Por un lado, se legitimarán conductas que otrora resultaban incívicas, como el negar la mano -Trump con Nancy Pelosi- o ese girar la cara mientras alguien habla -Suárez Illana con Mertxe Aizpurua-. Y, por otro, ganaremos en espacio íntimo, el que a veces nos era burlado con incomodidad: el pie del pasajero de la fila de atrás en nuestro antebrazo o el sobaco del camarero en nuestra nariz. Ariscas burbujas nos aislarán de los demás, des­plazando aquella bella idea del poeta John Donne: "Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo". Porque el dichoso virus es también una enfermedad social dispuesta, si lo permitimos, a aniquilar la baba del cariño.

 @bonetjoana  

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5 de mayo de 2020
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Virulencia

La libertad no se regala, la debe conquistar cada uno

 

Episodios como el que ahora sufrimos suelen influir en el giro de las ideas. No sabemos cómo será la comunidad que emerja de la peste, pero algo habrá cambiado en el registro de valores de los ciudadanos, aunque no podemos adivinar hacia dónde se orientarán. La experiencia lúcida, la que es imposible de negar, es haber vivido nuestra sustancia civil como cosas, como mercancías, como ganado estabulado. No hemos sido humanos durante meses, una vida.

No es una situación desconocida, es la que vivieron de un modo infinitamente trágico los judíos o los súbditos del comunismo durante el siglo XX. Así pues, es algo sabido, pero nosotros lo conocemos ahora bajo el poder de las máquinas. Primer susto, el Gobierno puede acarrearnos con extrema facilidad hacia nuestra salvación o nuestra ruina sin que sepamos defendernos. Segundo, la formación intelectual queda reducida a las pantallas. Tercero, el Gobierno se puede permitir la más perfecta nulidad e incompetencia porque lo único que ofrece como justicia mental y moral son números y oponerse a los números es caer en su poder. Los medios de información abren todos los días con unos cálculos que nos indican cuál irá siendo nuestro destino técnico.

Se confirma, por tanto, lo que descubrió la filosofía del último siglo, puro Heidegger: los humanos somos mercancías y la política es un ejercicio técnico al servicio de los demagogos. Estos, a su vez, no saben a dónde van ni les importa, pero se agarran al poder cuanto pueden porque así creen escapar al mercado por arte de brujería. De ahí que no existan jefes o presidentes: las decisiones las toman unos asesores venales que manipulan los números y manejan técnicamente a las masas.

La libertad no se regala, la debe conquistar cada uno.

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5 de mayo de 2020
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Baby boom en ciernes

A los natalistas recalcitrantes les alegrará saber que, en nueve meses, llegará un nuevo baby boom, fruto de ese antiguo método para conjurar el aburrimiento. Y aquí surgen dos temas a explorar, el aburrimiento como el mayor de los problemas de la raza humana, y el resabio neandertal del temor a que la tribu mengüe. Son situaciones simples, el hombre y la mujer, juntos, sólo saben hacer una cosa, quedando todo lo demás, conversación, complicidad, adjudicado al gratificante trato con el mismo sexo (véase la expresión desespereda de los veraneantes, contando los días que les faltan para reintegrarse a sus quehaceres cotidianos de trabajo, fútbol y chismorreo); y, por otra parte, la babosa pasión por los bebés, el nervioso alarido que sitúa a las mujeres y los niños primero, el disgusto ante el fallecimiento de seres queridos o simplemente seres humanos, constituyen un llamativo cuadro de señales que podemos relacionar, sin correr excesivo riesgo, con una equivocada estrategia, la que ignora, o quiere ignorar, que a la humanidad le sobran piezas, que la necesidad imperiosa de aumentar el número correspondía a cuando éramos pocos y la clave del éxito se cifraba en la cantidad para así domeñar a la naturaleza, entonces nuestro enemigo.   

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1 de mayo de 2020
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La cólera de los hombres

Hace unas semanas, sin duda velando por la salud general, la presidenta de la Comunidad Europea sugirió que, dadas las circunstancias actuales de efectiva pandemia, los que presenten síntomas o tengan alguna enfermedad susceptible de ser agravada por la infección se mantuvieran confinados hasta nueva orden. Pero añadía que para aquellos que hayan alcanzado cierta edad fatídica (administrativamente fijada), el confinamiento debía realizarse con toda independencia de sintomatología y estado general de salud. Daba para ellos como fecha indicativa de levantamiento el año próximo.
 

Como de costumbre sus palabras fueron ulteriormente matizadas (se habían interpretado fuera de contexto etcétera), pero dejaron huella. En España "nuestros mayores" podrán salir de casa, pero a unas horas especiales. Habrá pues momentos en los que las calles estarán pobladas de niños y "adultos", y otras en las que se cruzarán ancianos, es decir personas para las que se ha cortado el lazo que vincula al ciclo de las generaciones y que a menudo son aparcados en uno de esos subterráneos del alma que son las llamadas residencias de la tercera edad.

Sea o no persona de edad avanzada, el que tenga casa pero experimente desarraigo en medio de su propia comunidad urbana, vecinal o familiar, es decir, si no ve posibilidad de volcar su afecto sobre personas, debe buscar sustituto en un animal de compañía que, en caso de retorno de la pandemia, le otorgará el derecho a pasear, siempre que evite cuidadosamente dirigir la palabra a otra persona, e incluso acercarte en exceso a la misma.

En su pequeño paseo el "adulto" percibirá quizás personas sin animal de compañía, niño, disposición deportiva o paquete de la compra, pero se trata de sombras aisladas, humanos que buscan asilo en algún recoveco, furtivos que, carentes de casa, no han querido siquiera aspirar a encontrar refugio en un albergue saturado e insalubre. El que camina legalmente ha de evitar escrupulosamente la proximidad de estos seres, aunque raramente será necesario, pues ellos mismos (en general atemorizados y sabiéndose provocadores de fobia) se apartarán del trayecto.

¿Y cuando el paseante regresa al interior? No ha de olvidar que los suyos también contaminan y pueden ser contaminados. Así que, aunque se hallen en la habitación contigua, conviene comunicar con ellos a través de móvil u ordenador. Se ha de intentar asimismo no compartir la hora de comida. Y en materia de sexualidad, el lazo telemático es de rigor, pues el virus que nos afecta, por ahora no se despliega en el mundo de los dígitos. Así que cada uno en su virtual cueva y los "Señores del aire" (según la expresión de Javier Echeverría), en la de todos.

¿Y si todo esto pareciera contrario a la aspiración de la vida humana a algún tipo de celebración? ¿Si, entre otras cosas, el "aire" de estos dueños de la atmósfera telemática nos pareciera insano y lo que nos espera en el exterior atentatorio para nuestra dignidad? Pues recordar que en su encíclica llamada Evangelium vitae (aún bien presente en las almas de nuestros gestores, profesen o no alguna fe) el papa Juan Pablo II lanzaba ya anatema contra nuestra incapacidad para enfrentarse al dolor asignándole un sentido positivo. Así que ha dar prueba de entereza, por la cual de ser anciano o niño (propuesta del presidente de Aragón el sábado 18 de marzo) te darán un "diploma de confinamiento".

¿Y en qué consiste tal entereza? Pues fundamentalmente en una disposición psicológica de comprensión ante algunos mandamientos (más o menos explícitos) que rigen en nuestras sociedades. Ilustro la cosa:
El hecho de tener un trabajo, por puramente mecánico y hasta embrutecedor que pueda ser, ha de ser considerado un privilegio (disposición de ánimo que implícita o explícitamente son invitados a adoptar todos los concernidos). Y al que le toque se mantendrá en él hasta que las fuerzas flaqueen. La única excepción la constituirán los casos en los que la tarea sea "excepcionalmente penosa, peligrosa, tóxica, insalubre o con elevados índices de morbilidad". Pero los criterios para delimitar cuando se da tal caso son fluctuantes y dependen en realidad del número de personas dispuestas a asumir resignadamente esas tareas, o sea: los criterios dependen del mercado de potenciales esclavos.

Algunos (investigadores de institutos científicos oficiales, profesores universitarios, etc.) habrán tenido la fortuna de que el trabajo haya sido para ellos algo más que un "ganapán", pero tendrán castigo compensatorio mediante el siguiente procedimiento: se les mirará el diente, no para consignar la salud, sino la edad, y si esta es la administrativamente fatídica serán considerados inválidos para proseguir su tarea, siendo indiferente que hasta la víspera la hubieran realizado con plena eficacia, sintiendo que cuerpo y mente respondían, y evitando precisamente con ello que dejaran de hacerlo. Y mientras sus facultades se van progresivamente bloqueando serán (como los demás considerados ya inutilizables) desplazados a los arcenes de la sociedad. 

Tener casa por mísera que sea y disponer realmente de la misma será considerado por cada uno también un privilegio, pues de lo contrario, cuando llegue el turno de ser declarado inútil, se le someterá al ya evocado castigo: corte horizontal que escinde de las nuevas generaciones y confinamiento geriátrico. En caso de calamidad mayor el destino de tales personas está a la orden del día: ante la impotencia de cuidadores, familiares recluidos en sus casas, y de los propios responsables de los centros, los retóricamente llamados "nuestros mayores", aislados incluso de los que comparten centro, supondrán una cantidad de víctimas sin proporción a su peso en la población.

No se trata de dirimir qué supone para una civilización una situación que acabo de describir. Se trata más bien de contemplar todas las implicaciones de la misma y resistir en la medida de las propias fuerzas a todo lo que no es de recibo. Pues la tragedia (correlativa de nuestra frágil condición natural) no debe ser confundida con la miseria (de orden social y tantas veces evitable). Cabe pedir a los hombres que muestren entereza ante la primera, no es justo que se les exija ser pacientes ante la segunda.

Pues en este Horizonte de aislamiento mucho más que físico, en el que cada individuo viene a ser una caricatura de mónada leibniziana, no sólo está excluido todo duelo efectivo (cuya función es evitar que el dolor se congele) sino asimismo toda "celebratio", palabra latina que supone afluencia, abundancia, solemnidad y en definitiva fiesta. No hay por definición celebración yerma, celebración en solitario o en esa modalidad encubierta de soledad que supone que cada uno sólo vea la bondad de la vida en los suyos, eventualmente exclusivamente en sí mismo. Lo propio es a la riqueza como el onanismo a la sexualidad efectivamente celebrada. Pues siendo el hombre un animal intrínsecamente social no hay riqueza exclusivamente propia, no hay fertilidad real en un huerto aislado. Me permito citar el final de un artículo propio en el diario El País:
Además de la peste que transcurre en Orán, en su parábola de 1948 "El estado de sitio", Albert Camus evoca una segunda Peste, encarnada en un político a ella identificado, que asola la ciudad andaluza de Cádiz. Camus parecía señalar a Franco, pero muchos son los gestores del mundo que hoy podrían sentirse aludidos. Los ciudadanos de Cádiz se pliegan con resignación, excepto el protagonista Diego, que lanza a la tiranía: habéis olvidado la rosa salvaje, los signos del cielo, las rostros del verano, la gran voz del mar, los instantes de desgarro y ¡la cólera de los hombres!".

 

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1 de mayo de 2020
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Clases a distancia: el bendito virus de hablar, escuchar y aprender

Estoy, como tantos, encerrado en un departamento. Hace meses que no me encuentro con mis alumnos, que no piso un aula, que no viajo a dar charlas o talleres en universidades, festivales o ferias del libro.

Pero he encontrado la alegría de dar clases y compartir aulas virtuales en esta pandemia.

La semana pasada comencé a dar un Taller de Periodismo Narrativo en la Universidad Portátil, un invento lúdico pero muy serio del cronista e inventor de géneros Juan Pablo Meneses. Tengo alumnos de ocho países, y tenemos que hacerlo a las tres de la tarde porque están a nueve horas de diferencia unos de otros, desde Estados Unidos hasta España.

Muchos de los entusiastas y talentosos cronistas son de ciudades medianas o pequeñas, donde estos talleres no se suelen hacer de manera presencial. Y aquí estamos, los de San Luis en Argentina, o Querétaro en México, con otros de Lima, Brasilia, Madrid o Santiago de Chile. Nos juntamos los viernes y para mí es un pequeño y alborotado milagro el sentarnos cada uno en nuestra casa a charlar de literatura y periodismo y de formas de contar lo que nos pasa.

Pero también me han convocado e invitado a clases virtuales en universidades y talleres en Medellín, en Bariloche, en Bahía Blanca, en Rosario. Y el otro día nos conocimos vía digital con tres secciones de mi curso de Introducción al Periodismo en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, donde trabajo. Nos íbamos a conocer el día del inicio de clases, el 16 de marzo, pero la noche anterior se suspendieron todas las clases. Y nunca los llegué a ver en persona.

Con algunos de estos grupos me junto por Zoom. Con otros, por Jitsi, o por Microsoft Teams, Anteayer por Whereby, un elegante sistema gratuito del que no tenía ni idea hasta que el inspirador cronista de Bariloche Santiago Rey me invitó a su Taller de Periodismo Patagónico.

En estas sesiones hay lejanía, hay problemas de conexión y de concentración, hay verse pero no poder encontrarse, todo eso es cierto.

Pero hay también un hambre enorme de escuchar y ser escuchados, un gusto de sentirse cerca y romper las cuatro paredes del confinamiento y la rutina que hacen que afloren en todas estas clases y encuentros la risa, el jolgorio, la irrupción de algún pequeño desajuste o la divertida aparición de un perrito o una niña en el costado de alguna de las pantallas.

Es curioso comprobar cómo se viste la gente para aparecer en estos ciber-encuentros: algunos se acicalan como para ir a clase o a una charla pública, otros están algo o muy de entrecasa; incluso hay algunos que se niegan a prender la cámara o al verse reflejados en una de las ventanitas de caras, se arreglan apresuradamente el pelo o el cuello de la camisa.

Y está el descubrimiento de los elementos que se pueden ver en las mesas, en las paredes, alrededor y detrás de los profesores, alumnos y talleristas. Libreros, paredes en distintos niveles de descascaramiento, cuadros y pósters, placares y armarios y muebles de cocina, de dormitorio, de comedor, la combinatoria de nuestras estéticas domésticas en un multiforme y colorido patchwork juguetón.

Es ese fondo que todos estamos adivinando en las intimidades de los periodistas que se conectan y nos informan desde sus casas (a mí me gusta particularmente la fila de cajas de CDs de ópera en el escritorio de Iñaki Gabilondo en su videoblog de la Cadena Ser española). Y también esos fondos, entre simplones y estrafalarios, de los músicos que actúan en las galas de la cuarentena.

Me llamó mucho la atención, por ejemplo, la comparación entre los tremendos estudios de grabación en las mansiones de muchos artistas pop en el concierto organizado por Lady Gaga hace unos días, con los pianos verticales y los bustos de compositores en medio de las salas de clase media de los cantantes de ópera en la gala del Metropolitan de Nueva York.

Parecía como si los rincones y la ropa elegida por unos y otros fueran los dos extremos de cómo quieren presentarse los artistas: unos como lejanos, intocables, de otra especie, y otros como representantes y parecidos a su público fiel.

Estas ventanas a la intimidad de los demás, ya sea en conciertos o conexiones periodísticas o en clases y seminarios, nos ayudan enormemente a salir del encierro por la ventanita del computador y a ejercer el arte que, en mucho o poco, a todos nos fascina: pispear en la vida de los demás.

Pero lo que he visto y sentido en estas clases y talleres a distancia es el gusto enorme de sentirnos conectados, unidos, en lo mismo.

No recuerdo ninguna otra instancia, no he leído de otro momento histórico, en que tantos estuvieran pasando por lo mismo en todo el mundo. En las guerras mundiales había oasis sin guerra, en América Latina o en el centro de Europa, en la neutral Suiza.

Hoy esto nos toca a todos, y la tecnología nos permite sentir en carne propia el latido de un mundo en cuarentena.    

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1 de mayo de 2020
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Uniformados

 

Cuando lo crucial es el babero que el enfermo lleve mientras respira en la UCI, o las batas del personal sanitario, otra ropa ha cobrado importancia entre los que dicen actuar según altos principios cuando solo miran por sus propios fines. Primero fue Pablo Iglesias, un republicano legítimo e inteligente que hace tontadas frívolas: meterse, por ejemplo, con el traje de gala militar de Felipe VI, que también representa al pueblo así vestido, como los reyes y reinas de otros estados democráticos del norte de Europa, nunca subordinados a sus ejércitos, que, ahora se ha visto claro, son más asistenciales que beligerantes, y mueren víctimas. 

En tanto que izquierdista chapado a la antigua, yo detestaba el correaje y la gorra de plato que me tocó llevar casi 15 meses en el Ministerio del Aire, un paraíso de dandies comparado, decían rencorosos los de Tierra, con el chusquerismo de sus mandos y el marronazo de su uniforme. Acabada la mili, en el verano de 1975 viajé de turista a Portugal con una pareja de amigos, y en Elvas, nada más cruzar la frontera, encontramos albergue ya entrada la noche en una pousada histórica; el recepcionista era un joven suboficial armado. El muchacho se hizo un lío con las llaves y no se daba maña con la factura al irle a pagar, pero sacó el clavel del fusil en la despedida para regalárselo a la chica rubia que nos conducía a su novio y a mí. ¿Franquistas nosotros? ¿Representante de la bota marcial aquel sargento que un año antes había hecho la revolución sin pegar un tiro?

Después de la simpleza de Pablo Iglesias, lo de los generales. Es bueno que no vuelvan al podio de las inacabables ruedas de prensa. Iban también ellos como jefes de un estamento de servicio a la comunidad al que llegaron por su saber estratégico o sus dotes de mando. No por su bien hablar. La elocuencia a un militar no hay porqué suponérsela. Picos de oro electos oímos muy embaucadores. Menos mal que a nosotros nos queda la última palabra, cuando toque darla.

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30 de abril de 2020
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También me acuerdo

Me acuerdo de Mar, la señora de la limpieza que se parece a Annie Lennox y que cada atardecer nos vaciaba las papeleras con sus manos de pianista. 

Me acuerdo del rumor de patio de colegio que entraba por la ventana deshaciendo la mañana con carreras risueñas y chillidos de empellones. De los niños que se sientan en un banco con las manos bajo los muslos y los pies colgando.

Me acuerdo de aquella maleta gris, resumen de una vida portátil, y de la alegría al verla rodar encima de la cinta esperando mi abrazo.

Me acuerdo del arroz de los domingos, de pelearnos por los bordes socarrados, y de la palabra paloma , que es como mi madre llama al azafrán.

Me acuerdo de la prisa. De la miserable, estresante, imprescindible sensación de ir siempre corriendo. De la lucha contra el tiempo, desactivada desde que pararon todos los relojes a 65 pulsaciones por minuto.

Me acuerdo de la taquillera del teatro que sabe más que yo; del crujido de las sillas y su terciopelo rojo, de los actores saludando al final, temblando porque aún llevan el personaje dentro y parecen sonámbulos entre aplausos.

Me acuerdo de los retratos de hombres relevantes que cuelgan en todos los edificios nobles: los colegios de abogados, las bodegas de Jerez, las salas de los consejos de administración, el Ateneo... mirándonos como si fuéramos bobas mientras se acicalan el bigote.

Me acuerdo del pueblo, de la primavera húmeda, del romero y los caracoles. De las ollas de caldo a fuego lento cuyo olor unta la raíz del pelo.

Me acuerdo de las peluquerías, templos egipcios donde unas diosas te masajean el cuero cabelludo y te piden con sus labios de nata que descruces piernas y brazos.

Me acuerdo de la noche extranjera, de agitar un cóctel con cinco países sumergidos en alcohol.

Me acuerdo del vendedor que dice: "Tómate tu tiempo" y canturrea Agua de beber doblando prendas con una destreza que te devuelve la fe en el orden del mundo.

Me acuerdo de cuando presumíamos: "En esta ciudad hay cinco actos por noche". Y no íbamos a ninguno.

Me acuerdo de aquel andaluz tan listo que saludaba a las estrellas en veinte idiomas, tres más que Borges.

Me acuerdo de vuestras manos, la una grande y morena, la otra pequeña y blanca, cuyas uñas no veo crecer desde hace más de cuarenta días.

Y también me acuerdo de la última vez que no sabíamos por qué brindábamos.

@bonetjoana 

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28 de abril de 2020
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La flauta

Eligió un día festivo, cuando todos estaban celebrando oficios eclesiales, para volver con su flauta solo que esta vez a quien se llevó fue a los niños.
 

En una populosa ciudad del sur se produjo, para espanto de la población, una invasión de ratas. Estaban por todas partes y mordían. Los poderes públicos se agitaron para encontrar al célebre flautista ratero, un músico que con su instrumento las hechizaba y se iban tras él. Lo encontraron y contrataron, pero el flautista dijo que solo aceptaría si prometían, una vez resuelta la epidemia, formar un Gobierno justo y benéfico. Así lo prometieron.

El flautista comenzó a tocar su instrumento y las ratas salieron de todos sus escondrijos y comenzaron a seguirle encantadas. El flautista las llevó hasta un precipicio por el que cayeron todas y murieron. Volvió entonces el músico al pueblo y exigió que cumplieran su palabra las autoridades, pero estas le dieron una botella de vino, le invitaron al fútbol, le presentaron a una corista de la tele, pero el músico insistía en su exigencia. Al final lo sacaron a patadas de la ciudad.

El flautista eligió un día festivo, cuando todos estaban celebrando oficios eclesiales, para volver con su flauta, solo que esta vez a quien se llevó fue a los niños, que le siguieron cantando y riendo. Caminaron hasta la montaña y allí los guardó en una cueva secreta. Cuando los gobernantes se percataron de lo que había sucedido fueron a buscar de nuevo al músico y con llantos y plegarias le rogaron que devolviera a los niños. También le entregaron una nueva Constitución democrática y benéfica. El flautista accedió y los condujo hasta la cueva. Sonó de nuevo la flauta, pero ante el pasmo de los gobernantes comenzaron a salir de la cueva innúmeros ancianos cantando La Marsellesa.

Este sábado los niños podrán sacar a pasear a sus abuelos, los padres ganarán intimidad y los gobernantes se palparán el billetero.

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28 de abril de 2020
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Una extraña cuarentena

Hay una escena de El aviador, la película de Martin Scorsese, donde Leonardo de Carpio se lava maniáticamente las manos hasta sacarse sangre. En estos tiempos de pandemia esa imagen resulta memorable, porque seguir al pie de la letra las indicaciones de un buen y eficaz lavado de manos después que hemos tocado algo que puede contaminarnos, el dinero, la tarjeta de crédito, el periódico, ya no se diga las manos de otro, puede pasar por algo comparable a una obsesión. 

No tocarse tampoco la cara, la boca, los ojos; llevar una mascarilla, usar guantes para tocar los artículos expuestos en el supermercado, desinfectar bolsas y empaques cuando regresamos a casa, y desinfectar, además, la superficie donde los colocamos para desinfectarlos. Cambiarnos de zapatos cuando trasponemos el umbral, usar platos y cubierto separados, limpiar las manijas de las puertas. El horror de la cercanía.

Las asépticas reglas de vida de Howard Robard Hughes, el excéntrico y misterioso multimillonario, el personaje a quien Scorsese busca retratar en El aviador, no eran muy diferentes, sólo que él padecía de un trastorno obsesivo compulsivo llamado microfobia, la aversión patológica a todo lo que nos amenaza, pero no podemos ver, bacilos, gérmenes microbios, virus: la parentela infinita del Covid 19 que en tan pocos meses ha trastocado de manera tan radical nuestras existencias.

Hughes, piloto, diseñador y constructor de aviones, productor de cine, dueño de compañías aéreas y de casinos en Las Vegas, especulador financiero, y evasor fiscal perseguido por la justicia de Estados Unidos, según sus biógrafos heredó esta enfermedad mental de su madre, que no sólo se protegía ella de todo lo que pudiera contaminarla, sino que obligaba al hijo a seguir las mismas reglas para enfrentar la legión de enemigos invisibles que la acechaba día y noche en el aire, en la saliva, en los estornudos, en el sudor, en la piel de los otros.

Otros biógrafos dicen que su demencia no era hereditaria, sino que provenía de la sífilis. De todos modos, iba más allá del horror de contaminarse, pues, sentado a la mesa, clasificaba los guisantes por tamaño antes de comerlos. 

Acosado por el gobierno de Bahamas donde había buscado refugio, y bajo la mira de los inspectores fiscales de su país, frente a los que el presidente Nixon no podía influir como quería para que dejaran en paz a su amigo, Hughes se vio obligado a buscar la protección del dictador Anastasio Somoza, y así aterrizó en Managua en febrero de 1972, adonde se quedaría, encerrado por el resto del año en el último piso del hotel Intercontinental.

Somoza pensó que había hallado en Hughes un excelente socio para instalar una cadena casinos en la costa del Caribe, multiplicar la flota de su línea aérea, que sólo tenía un avión, y seducirlo para que financiara la construcción de un oleoducto, y, por supuesto, el canal interoceánico, que, como se sabe, es una manía recurrente de los dictadores de Nicaragua.

Sólo se entrevistaron una vez, a medianoche, a bordo del jet Gulf Stream de Hughes en la pista del aeropuerto de Managua. Testigo único de ese encuentro sin frutos fue el embajador de Nixon, Turner B. Shelton, antiguo empleado de Hughes en Las Vegas.

La única deferencia de Hughes para con su anfitrión fue hacer que le recortaran las uñas, que se dejaba crecer como garfios, y la barba y el pelo, que formaban una hirsuta maraña. ¿Le habrá extendido la mano calzada en un guante de látex a Somoza, o se habrá abstenido del saludo?

Nadie pudo verlo nunca mientras vivió en la reclusión del hotel, una pirámide trunca levantada al lado del bunker de Somoza en la loma de Tiscapa, rodeado por su guardia mormona, todos abstemios por regla, y todos fieles de la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que se encargaban de asearlo, y lo cargaban en brazos cuando había que transportarlo. Y se encargaban también de la contabilidad de las empresas conglomeradas bajo el paraguas de Hughes Tool Company.

Sólo se alimentaba de latas de sopas Campbell, y de barras de chocolate Hershey. Hizo instalar en las habitaciones un sistema de purificación del aire, y el personal de la limpieza recogía cada día decenas de mascarillas y guantes desechados, mientras las mucamas debían dejar las sábanas y las toallas en la puerta de la suite. Pero alguna de ellas logró vislumbrar en la penumbra una cama de hospital, y a una enfermera moviéndose alrededor de la cama.

La medianoche del 22 de diciembre se encontraba viendo la película Goldfinger, la tercera de la serie de James Bond, cuando el edificio empezó a cimbrarse violentamente. Era el primer anuncio del terremoto que arrasaría la ciudad en pocos segundos. Los guardias mormones lo bajaron a toda prisa en una angarilla, utilizando las escaleras de servicio, y fue llevado a la residencia de Somoza, pero se negó a bajar del vehículo. Y como las luces de la pista del aeropuerto se hallaban inutilizadas, esperó hasta el amanecer para abordar el Gulf Stream que se lo llevó para siempre de Nicaragua, mientras abajo se alzaba la humareda de los incendios.

 

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27 de abril de 2020
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El Boomeran(g)
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