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La vieja utopía en ruinas

Por 4 de agosto de 2020 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

La última vez fue estuve en Venezuela fue en 2007, tiempo ya lejano en que el chavismo buscaba consolidarse apretando todas las tuercas posibles de la maquinaria de poder, para convertir, tantos años después, la incierta utopía del socialismo del siglo veintiuno en la alucinante distopia que es ahora. Y me acompañaban entonces dos libros que me ayudaban a entender el paisaje viviente, la novela País Portátil, de Adriano González León, ganadora del premio Seix Barral en 1967; y Chávez sin uniforme, escrito a dos manos por Cristina Marcano y Alberto Barrera Tyszka, entonces recién aparecido.
 

Uno podía entonces imaginar aún a Venezuela de dos maneras: como en la historia del rey Midas, que todo lo que tocaba lo convertía en oro, aún los alimentos que se llevaba a la boca, de modo que por eso mismo se moría de hambre; o como el glorioso país de Jauja, donde llueven del cielo longanizas y jamones, y estando todo tan a mano, no se necesita ni arar ni aserrar.

Arturo Uslar Pietri llamó una vez a sus conciudadanos a dedicarse "a sembrar el petróleo", en lugar de gastarlo sin reflexión. Hoy en día, en el mundo distópico que es Venezuela, eso de sembrar el petróleo parece una imagen extravagante, cuando falta hasta la gasolina, si antes un litro de combustible fue más barato que un litro de refresco.

"Detrás de un Mitsubishi hay gente comprometida", rezaba el lema de un anuncio de página entera, cuándo aún había diarios impresos: un ejército de técnicos sonrientes, vistiendo sus uniformes de faena, custodiaba un deslumbrante modelo Lancer. La palabra compromiso, igual que la palabra revolución, pertenecían al léxico sagrado de Chávez, y el mercado, batiéndose ya en retirada, aún podía sacar partido a los eslóganes revolucionarios.

Para las compañías que vendían autos, era una fiesta. "Venezuela rueda, y rueda en carros y camiones hechos en Venezuela", dice el anuncio de la Chrysler citado como epígrafe en País portátil. Todavía en 2007 había colas de espera de hasta seis meses para recibir el modelo de coche reservado, Mercedes, Jaguar, Hummers. Y una fiesta para los cirujanos plásticos. Una muchacha solía recibir como regalo de sus padres, al cumplir los quince años, un lift de los senos, no en balde el país producía reinas de belleza en serie.

Pero Venezuela se había convertido también en los años setenta, gracias a la misma bendición inagotable del petróleo, tan mal repartida, en un foco cultural único: el premio de novela Rómulo Gallegos, que fue el más importante del continente; la Biblioteca Ayacucho, dirigida por Ángel Rama, que se propuso publicar todos los libros capitales de la cultura latinoamericana; y teatros, editoriales, revistas; periódicos innovadores como El diario de Caracas, que dirigió Tomás Eloy Martínez.

El personaje de País Portátil, un combatiente guerrillero, busca en la lucha clandestina lo que aún es posible para la utopía personal en los años sesenta, las claves perdidas del país desigual en que ha nacido. Hoy, las lecturas utópicas de la historia no son posibles, porque la utopía se ha degradado hasta la caricatura, convertida en un adefesio mentiroso, burocrático y letal. Por eso es que las novelas que escriben los jóvenes para contar el siglo veintiuno venezolano, son distópicas.

The Night, por ejemplo, de Rodrigo Blanco Calderón, ganadora de la Bienal de Novela Vargas Llosa: Caracas en la oscuridad de los apagones como un cementerio sin voces, siendo como fue la ciudad más ruidosa del mundo, el alucinante retrato en sombras de un inframundo donde los psicópatas andan sueltos como almas en pena. El poder de mandíbula insaciable que mastica seres humanos en la oscuridad.

Y La hija de la española, de Karina Sainz Borgo, premiada en España, Francia y Alemania, que recién he leído, y que ha provocado este artículo. Es un libro que se lee con creciente sensación de asfixia, el lector mismo acorralado en la trama donde la protagonista se pierde en un laberinto que parece no tener vía de escape.

Caracas ha dejado de ser la ciudad abierta, de agudos contrastes, donde la gente discutía a grito partido en los bares como si se estuviera matando, para estallar luego en ruidosas carcajadas, para convertirse en un escenario de agria confrontación sin escape posible; porque el poder de garras sucias que controla a la gente, invade viviendas, tirotea a los disidentes en las calles, llena las morgues de cadáveres sin nombre.

Entonces, Adriana Falcón, expulsada de su casa, busca refugio metiéndose dentro de la identidad de Aurora Peralta, su vecina, hija de una inmigrante española. El cambio de identidad es la única puerta para escapar del infierno que arde día y noche en las calles, partidas de motorizados, la policía coludida con los acólitos del poder de "los hijos de la revolución".

 Y la Mariscala, y sus secuaces, personajes de los bajos fondos que repiten los eslóganes encendidos que se cantan a ritmo de reguetón, mientras trafican con los alimentos de la cartilla de racionamiento, son la imagen última de la metamorfosis entre la vieja utopía en ruinas y la distopia que arde en las fogatas callejeras con llamas de azufre.

La redención prometida, ha terminado en una fantasmagoría de esperpentos.

 

 

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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