Francisco Ferrer Lerín
En mayo de 2018 trasladé mi residencia al hotel Muerte y Occipucio. Se trata de un establecimiento familiar, situado en la falda del monte Caspolino, en el que dispongo de una amplia suite, casi un apartamento. Durante los veranos, siempre incómodos, el hotel sufre una drástica transformación al dividirse en dos secciones, una, llamada Supremacistas, destinada a vascos y catalanes, y otra, llamada Maquetos y Charnegos, destinada a habitantes de las otras regiones españolas. En ese periodo, desayuno, como y ceno en mi suite, y las salidas al exterior las realizo a través de un pasillo, un pasadizo de cuando el hotel era una casa palacio fortificada, y que lleva directamente al garaje. Es Tilde, la gobernanta, quien, en exclusiva, se encarga de mis cuidados; limpia, hace la cama y sirve la mesa, situada junto al gran ventanal que da al norte, a las Praderías de Juan el Guarnicionero, en las que abundan las aves córvidas y algún busardo euroasiático. Ella, Tilde, siguiendo mis indicaciones, recoge de la cocina diversos restos cárnicos que disemina por las praderías para el consumo de urracas (Pica pica), cornejas (Corvus corone), cuervos (Corvus corax), milanos reales (Milvus milvus) y buitres leonados (Gyps fulvus), y hacer así más interesantes mis observaciones ornitológicas desde la terraza. Ayer descubrí, que en un descuido del cocinero, se echaron, mezclados con restos de pollo al ajillo, unos macarrones hervidos, y cuál sería mi sorpresa al ver que eran devorados con fruición por una familia de cornejas compuesta por dos adultos y dos jóvenes del año. Desgraciadamente, el mecánico que pone a punto el motor de mi silla de ruedas ha anunciado su visita a la misma hora en que echarán de nuevo macarrones, lo que no me permitirá, hoy, comprobar si ese hábito trófico se ha consolidado.