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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fusiones, copulaciones

Las grandes fusiones de grandes corporaciones será una de las consecuencias gigantescas de esta Gran Crisis. De hecho, está sucediendo ya en la industria del automóvil, entre los bancos, las aseguradoras o las compañías informáticas, por citar unas cuantas acciones de envergadura mundial. También las empresas multimedias estudian alianzas en las que se confunden inclinaciones ideológica opuestas, se funden antagonismos para salvarse juntos en una perversa copulación contra la depresión.

Entre los consumidores y ciudadanos, mientras tanto, no hay indicio ninguno de asociaciones que puedan contrabalancear este poder del que vendrán a dotarse los oligopolios o monopolios que superen la adversidad. Hay, no obstante, si no a la manera tradicional, muchedumbres como países que se comunican ahora en la web, cientos de millones de guerrilleros en potencia que han actuado en estos tiempos como denunciantes, actores políticos y boicoteadores de marcas apoyadas en crímenes contra el medio ambiente o contra la humanidad.

Que el panorama inmediatamente después de la actual turbulencia muestre un equilibrio o desequilibrio social, moral y económico inéditos no hay la menor duda. Pero ¿será entonces la viva estampa del pronóstico marxista que auguraba en la extrema concentración del capital su muerte o las empresas, profusamente aleccionadas por la nueva condición de un público, instruido en la escasez, la crítica y el escrutinio, más adiestrados frente a cualquier marketing, más feroz contra la estafa, contribuyan a fundar un nuevo orden más allá del capitalismo conspicuo y con ello un mundo necesariamente más benévolo y colaborador?



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21 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El que escribía desde las fronteras

Llegué a los cuentos y novelas de James Graham Ballard porque en mi adolescencia leía todo lo que publicaba la editorial Minotauro. La idea general era que Minotauro era un sello de ciencia ficción, pero más allá de los volúmenes que justificaban la etiqueta (las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, sin ir más lejos), lo más seductor eran los libros que se apartaban de la norma: desde El señor de los anillos a El hombre en el castillo de Philip K. Dick, desde Lovecraft a las extrañísimas novelas de J. G. Ballard –The Drowned World, The Drought, Concrete Island, High Rise.

         Incluso en los cuentos que se mantenían próximos a las coordenadas del género, las preocupaciones de Ballard iban siempre más allá de sus convenciones. Todavía recuerdo un cuento (no me pregunten cómo se llamaba, en esta noche de tormenta neoyorquina sin conexión de internet) en donde unos científicos lograban liberar a sus cobayos humanos de la necesidad de dormir. Lo que en principio parecía un triunfo del positivismo capitalista (¡el hombre podría trabajar jornadas más largas!), se convertía en una pesadilla. Desprovistos de la posibilidad de soñar, los hombres del experimento empezaban a enloquecer lentamente. ¿De qué sirve bregar de sol a sol, si en la ausencia de sueños nos desconectamos de nuestros deseos más profundos?

         Su idea de que había llegado el momento de explorar ya no el espacio exterior, sino el interior –los paisajes mentales, para los que aun no existen más que mapas primitivos- sigue siendo válida.

         Admito que su ficción más experimental (Crash, The Atrocity Exhibition) me dejó frío. Pero Empire of the Sun me pareció un libro bello. Inspirado en su experiencia como prisionero de guerra de los japoneses durante la Segunda Guerra (Ballard nació en Shanghai, y era un niño cuando estalló el enfrentamiento entre China y los nipones), funcionaba y funciona aún como un román a clef que, a pesar de su tratamiento hiperrealista, explica buena parte de sus obsesiones: la soledad en medio de un mundo deshumanizado, la tecnología disimulando vacíos espirituales, la sensación de profundo abandono y desconexión de sus congéneres.

         Escribía como los dioses. Sin embargo se negó a hacer lo que le hubiese convenido para ser reconocido por la Academia de los que determinan qué es literatura y qué no. Por su fidelidad a los géneros ‘menores’ y su determinación de reinventarlos desde adentro (lo que Michael Chabon llama ‘escribir desde las fronteras’), Ballard seguirá siendo siempre un maestro para mí.

         Se lo va a extrañar.



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21 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Camisola

Cuando hoy salí del hospital, fresco como una rosa, traía comigo dos satisfacciones. Una, la de haberme visto libre, finalmente, de una impertinente bronquitis que desde hace meses, con altos y bajos, parecía no querer abandonarme, aunque esta vez ha tenido que resignarse e ir en búsqueda de otro hospedero. Ojalá no lo encuentre. La segunda satisfacción era de diferente naturaleza. Sucede que en este pequeño hospital de Lanzarote, ciertamente con sorpresa de quien me lea, trabajan nada más y nada menos que 17 o 18 enfermeros procedentes de Portugal, de la zona del Miño la mayor parte. Sucede también que, antes de salir, tuve que hacer una radiografía de tórax para que quedase debidamente documentado que el paciente, como suele decirse, está bien y se recomienda. Yo llevaba puesto lo que hoy llamamos un ?jersey?, luego fue un ?jersey? lo que me quité y dejé sobre una silla. El enfermero, portugués de Felgueiras, debía comprobar si las placas habían resultado técnicamente satisfactorias y, para eso, tuve que pasar a un compartimento de al lado. Dijo: ?Son solo dos minutos, después le doy la camisola?. Creo que me estremecí. No había oído la palabra desde hace unos treinta años, tal vez más, y aquí, en Lanzarote, a dos mil kilómetros de la patria, un joven enfermero de Felgueiras, sin imaginarlo, va y me dice que la lengua portuguesa todavía existe. Bendita bronquitis.



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21 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo que estoy haciendo

Hoy me acomodaré a la ideología twitter y facebook: no voy a contar lo que está sucediendo sino lo que estoy haciendo (¿qué estás haciendo?, es la pregunta que hacen estas redes sociales, más preocupadas por la vida privada y las relaciones personales que por el mundo exterior). Lo que está sucediendo merece toda la atención, pero no siempre cuenta uno con todos los medios necesarios para ensayar una reflexión provechosa. Podría escribir sobre las revelaciones desveladas por la Administración Obama respecto a las torturas de la CIA (podría hacerlo y deberé hacerlo en un momento u otro; pronto en todo caso: hay motivos suficientes para analizar la política de balance y ajuste de cuentas del nuevo presidente). Podría escribir sobre Durban II, esta cumbre contra el racismo convocada en Ginebra, donde el presidente iraní ha podido hacer toda una demostración práctica de antisemitismo (anoto en mi agenda mi deber de escritura respecto a este tema, sobre el que sospecho que todos los demagogos y todos los racistas están de acuerdo y la única cuestión relevante es conseguir que estos personajes no nos roben la agenda y las primeras páginas de los periódicos: es el paso previo para que nos quiten del todo, Dios, Jahvé o Alá no lo quiera, la dirección de los asuntos mundiales). Pero no voy a escribir sobre todo esto, sino sobre mi almuerzo de ayer con un amigo italiano y mi lectura del domingo de Repubblica, ambos, el diario y mi amigo, excelentes representantes de esa Italia que amamos y que nada tiene que ver con la zafiedad y la corrupción de la Italia oficial que hoy domina y escandaliza a Europa y al mundo.

No voy a dar el nombre. Tan lejos no puedo llegar. Ni siquiera si consigo imbuirme del efecto twitter, y hoy tengo motivos para hacerlo. Me entero de que Ben Okri, el poeta nigeriano, publica cada día un verso, no más de 140 espacios, en este fantástico site que está revolucionando el paisaje de los medios. Al fin alguien justifica su existencia por lo que dice y no por los instrumentos que utiliza al decirlo. Pues bien, me cuenta este amigo su historia familiar, digna de una novela río: su padre demócrata cristiano; las amistades familiares de los años sesenta durante el Concilio, cuando lo mejor de la teología católica cenaba en la casa; los siete hijos, formados todos en la piedad y en la cultura formidables del catolicismo italiano. Y luego el fenómeno, ese gran fenómeno para muchos incomprensible, pero revelador de toda una cultura política y quizás de una civilización: todos y cada uno de los siete hijos, chicos y chicas, fueron abandonando el catolicismo e incorporándose a las filas del Partido Comunista Italiano, una de las grandes instituciones del siglo XX europeo; hasta el mismo padre, ya muy anciano, que vota comunista cuando no quedan ni las raspas de aquella democracia cristiana de Moro y de Fanfani y de aquella iglesia de Montini y de Pacelli. No habría reseñado esta pequeña historia sin la lectura de Repubblica del domingo y su obligado artículo del maestro Eugenio Scalfari, que no ha sido nunca comunista: ?El PCI ha cometido ciertamente muchos errores, ha participado de una ideología equivocada, ha cubierto incluso algunos crímenes, pero no es una realidad que hay descendido sobre Italia como un meteorito. La pregunta que hay que plantearse es ésta: ¿Cómo es que la sociedad italiana ha hecho posible el nacimiento de un partido como el PCI, en el que se han inscrito o al que han votado obreros y burgueses, artesanos y campesinos, marxistas y liberales, ateos y creyentes? Hasta el punto de que en su culminación ha juntado sus votos con los de la democracia cristiana. Y que el gobierno de Aldo Moro llegó a asociar en los años de plomo al Gobierno del país. ?Esta pregunta merecería un análisis serio. Al menos lo sería tanto como la pregunta especular: ¿por qué la sociedad italiana actual ha hecho posible el nacimiento del berlusconismo y le ha dado un poder excesivo que le asemeja cada vez más a un régimen? ?Con una diferencia entre las dos preguntas: razonar sobre el Partido Comunista se está convirtiendo con el paso de los años en material para los historiadores; razonar sobre el berlusconismo es una cuestión desgraciadamente actual y afecta a la política y no todavía a la historia?. ?Quien canta fuera del coro es comunista? se titula el artículo, en el que denuncia el punto al que está llegando el poder mediático y político inmensos del impresentable Berlusconi y la marginación a la que se ven sometidos todos los que no entran en la vereda de la obediencia a este soberano tan especial que le ha surgido a Italia. Scalfari señala como especialmente significativos en este juego a unos muy especiales detectores del virus comunista, surgidos de las filas de la extrema izquierda que llegó incluso a flirtear o participar con el terrorismo. Su odio hacia el PCI, y quizás hacia el catocomunismo que tan bien sintetizaba el proyecto nunca culminado de 'compromesso storico' (una mayoría de gobierno cristianodemócrata y comunista que nunca llegó a fraguar, pero que tuvo una última reencarnación en el Olivo y en los gobiernos de Romano Prodi) es la parte inmutable de la ideología de estos berlusconianos de hoy, izquierdistas anticomunistas hace 30 años y anticomunistas de la derecha extrema y populista de hoy. (Último apunte desde el pensamiento twitter: escribo este post en el avión que me lleva a París, donde debo hablar sobre el impacto de la recesión económica en los medios de comunicación. Prometo recoger en un momento u otro algunas de las reflexiones que he tenido que hacer para preparar la charla).



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20 de abril de 2009
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Full de fulleros y fools

Hay vicios que uno nunca termina de entender. Hará ya un par de años que mi amigo y secuaz Felipe Viterbo, entre otras cosas editor de la revista Chilango, me pidió que escribiera una crónica sobre apuestas en la ciudad de México. La idea me gustó, pero algo no encajaba. Estuve un par de veces en sendas cuevas de disipación electrónica donde la gente va a arruinarse sola frente a una pantallita insulsa, sin siquiera el estímulo de escuchar las cascadas de monedas fluyendo de otras máquinas más generosas -consuela y empecina saber que otros sí ganan-. Miraba a los clientes, cada uno con los ojos fijos en la pantalla, y no podía evitar la sensación de vértigo propia de quien se asoma a un abismo en espiral. En ambas ocasiones me escurrí de la escena sin mayor dilación, presa de una congoja no del todo explicable. Se entienden menos aquellos vicios a los que sin saberlo es uno más propenso.

Si he de elegir entre dos compañías forzosas, me temo que prefiero un yonqui acalambrado a un tahúr solitario. ¿Será tan fascinante el vicio del naipe que me protejo de él menospreciándolo, como esas putas wannabe que se santiguan frente a sus antojos? Es fácil admirar, desde el lado seguro de la barrera, la leyenda según la cual Sid Vicious llegó a Texas con síndrome de abstinencia y subió al escenario de sus Sex Pistols ostentando en el torso la frase I need a fix. Al final del concierto, ya los selectos yonquis presentes se peleaban la honra de auspiciarle el piquete. ¿Qué se escribe un tahúr en el pecho desnudo, cuando no queda nada por apostar? I need a coin? Nadie quiere pasar de tahúr a pordiosero, antes que eso más vale eliminarse solo. Ir espiral abajo, a contraflujo de juicio e instinto. Caer hacia el vacío con la cabeza llena de cifras sin sentido que uno de cualquier forma entrelaza, con la facilidad del charlatán intrépido y la esperanza turbia del dueño del cilicio.

Luego de resistir los performances de dos amabilísimos amigos a los que una baraja o unos dados podían transformar en sendos energúmenos, entendí que la sana diversión del apostador es inversamente proporcional a la cantidad en juego. Quienes menos invierten, más se divierten. Aunque algunos invierten la autoestima, órgano comparable a una vejiga que se infla o se desinfla según el empecinamiento y los complejos del usuario. ¿Qué se hace para enfriar los ímpetus de un sobreautoestimado decidido a vencer a una todavía más terca salazón? ¿Amarrarlo, encerrarlo, enterrarlo?

Miedo de narrador, puede que sea. Huyo de las apuestas en metálico igual que me le escondo a la pasión hipodérmica, pues temo que de allí no haya regreso y sorry, pero el narrador ha de sobrevivir. Es preciso volver entero de la batalla, si no quién va a contar lo que pasó; tal es a un tiempo deber y coartada. Más acá de esa orilla donde incluso la ruina y la desgracia se hacen ver cachondas, desafiar a la suerte parece una delicia irrenunciable. Un deber tentador para quien narra, y por tanto no teme sino a la imprecisión.

Vuelvo a la imagen de esos tahúres solitarios que salen del trabajo, donde seguramente se han pasado el día frente a un monitor, prestos a refugiarse en otro monitor que les permita el lujo de perseguir a solas su propia bancarrota, y acaso entonces justificarlo todo, lo previo y lo futuro, a partir de su mala suerte vitalicia. Están salados, esa sería la explicación. ¿Cómo hacer una crónica periodística de un horror subjetivo que de entrada invita a hacer novela? Ya desde entonces enredado en el tejido de una distinta colcha, temí que aquella idea que se anunciaba como un raudo black jack apenas tardaría en volverse una lerda sangrienta -esa variante asesina del poker que obliga al perdedor a poner otro tanto de lo apostado sobre la mesa-. Y ahí está la cuestión, sólo de hablar del tema dan ganas de arruinarse. ¿Seguir a un perdedor pendiente abajo, a lo largo de una novela nihilista y acaso bernhardiana donde el narrador se haría uno con el personaje para irse juntos e infelices a lo hondo de la mierda? Ahí les dejo las cartas. Paso sin ver.

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20 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Gustavo Guerrero: Historia de un encargo

Hace muchos años que conozco a Gustavo Guerrero. Lo conocí primero como editor de Gallimard, a fines de los noventa, en los congresos sobre literatura latinoamericana que organizaba la Casa de América en Madrid. Luego lo descubrí como ensayista, en un curso de verano en El Escorial. Aquella vez, la lectura de su trabajo sobre Darío y la recepción de su obra en Francia me pareció iluminadora; me permitió ver que aquello que algunos escritores de mi generación consideraban una novedad --la forma distorsionada en que se lee la literatura latinoamericana en Europa y Estados Unidos, la búsqueda forzada de ciertos exotismos-- no era tal. Era, más bien, una condición del lugar periférico de la literatura latinoameericana en la república mundial de las letras. 

Con Historia de un encargo, el intelectual y editor venezolano ganó el año pasado el prestigioso Premio Anagrama de Ensayo. Este libro riguroso, complejo y necesario cuenta una historia tragicómica: la de cuando, a mediados de los cincuenta, un dictador venezolano contrató a Camilo José Cela para que éste escribiera libros que ayudaran a difundir una imagen positiva de Venezuela. El resultado fue La catira, una novela con un “exotismo primitivista” patético, que demuestra que no es suficiente escribir con localismos para construir un texto venezolano. Guerrero es un arqueólogo paciente a la hora de reconstruir la genealogía del texto y estudiar sus diferentes versiones; es también un lúcido analista, pues esta anécdota colorida le sirve para reflexionar sobre la politica cultural del franquismo –nada tímida en su hispanismo paternalista--, y sobre la necesidad de “la revisión crítica del pasado común” de España y América Latina, “y de nuestros vínculos culturales”. 



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20 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otras islas

Si alguna ventaja le veo a la fastidiosa obligación de cumplir años es que, a partir de un momento determinado, el naufragio es tan escandaloso que uno tiene la certeza de haberlo perdido todo. Y cuando digo todo incluyo los respetos humanos.

                Para el oficio de escribir, ese presunto naufragio se trasluce en que, por fin, uno escribe lo que quiere, cuando quiere y como le da gana, porque ya no se estila fingir ni aparentar, ni tiene sentido pretender que eres lo que no eres. Te conoces de sobra, al menos tanto como te conocen los demás, y por lo tanto todos sabemos lo que hay. En cuyo caso, por qué no dejarte de historias y dedicarte  a hacer lo que de verdad te gusta y sabes hacer, es decir, contar historias. Así de fácil.

                Al menos esa es la sensación deja la lectura de Otras islas. Manuel de Lope lleva publicando libros desde la década de 1970 y Carlos Barral, que era un buen editor porque tenía un instinto especial para saber lo que tenía en las manos con sólo hojear un manuscrito, lo dijo desde aquél entonces: "Este tío parece que se camufle para escribir, pero es un gran escritor". En Otras islas no hay equidistancia entres las cuatro secciones que estructuran la narración,  los personajes no están equilibrados, tampoco existe una trama al viejo uso, ni mucho menos hay una preocupación prepotente (u ostentosa) por el estilo. Pero es que, justamente, a estas alturas Manuel de Lope dispone de recursos literarios suficientes para ventilarse una historia sin necesidad de recurrir a los trucos del oficio, ni mucho menos tiener necesidad de hacer ostentación de ese lenguaje impostado que pretende pasar por grand style. Lejos de ello, se ha limitado a situar a una serie de personajes en un entorno mitad real y en gran parte inventado (o sea, muy verosímil) y a seguir sus respectivas peripecias como si le intrigase averiguar a dónde van a ir a parar: un ingeniero que no acaba de saber muy bien qué hacer con su vida aparte de fastidiarla, un chico que se ha salvado de milagro en un accidente de coche en el que murieron sus amigos y que tampoco acaba se saber bien qué hacer consigo mismo, una mujer que parece vivir más a gusto en el reino de las sombras que en este, los dueños del hotel, el amigo triunfador del ingeniero, la putilla que ambos frecuentan con sumo gusto y algunos actores secundarios más. Todos ellos viven inmersos en una curiosa atmósfera a mitad de camino entre lo trágico y lo grotesco, en el sentido de que de inmediato se adivina que aquello no puede terminar bien (es imposible hacer las cosas tan mal y esperar salvarse) pero sin que sea posible adivinar por dónde les atacará el Malo porque en cualquier momento la acción puede virar hacia lo grotesco y abrir una vía de investigación inesperada. Y de pronto puede aparecer una escena del colegio o un drama espeluznante de la Guerra Civil, o puede intervenir el Psicólogo para poner los puntos sobre las íes o la ex esposa con sus rencores y cuitas por el fracaso amoroso. Salvo que dichas intervenciones no tienen nada que ver con aquellos flash backs en los que a veces incluso se cambiaba la tipografía para que el lector pudiera distinguir en todo momento el presente del pasado. Aquí la narración es un todo y el flujo de los acontecimientos un continuo que va aportando la información necesaria para que  no haya posibilidad de perderse o no saber quién es quién y qué le pasa a cada cual.

                Confío en que, a tenor de lo dicho,  no sea necesario precisar que no se trata de una novela facilona o escrita a la buena de Dios. De entrada, posee esa cualidad tan rara de ver pero que distingue de inmediato a la buena prosa castellana.  Y por descontado que si en esa prosa se cuida el matiz, o se busca el término adecuado a cada ocasión, el resultado es un ritmo pausado y una exigencia continua de atención. Y nada de todo ello tiene que ver con la narrativa al uso. Pero un lector mínimamente avezado (por no decir adulto) sabrá sacar todo el partido que ofrece esta novela.

 

Otras islas

Manuel de Lope

RBA

 

 

 



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20 de abril de 2009
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III. Incansable energía de atleta

Entre los panegíricos con que se despide a Corín Tellado leo que a lo largo de su vida escribió no menos de 5.000 novelas con brazo incansable, y que no hay otro escritor en lengua castellana más leído, salvo Cervantes. Y sospecho que cuando se dice Cervantes la referencia es nada más a El Quijote, porque ninguna de sus Novelas Ejemplares debe ser más popular que cualquiera de las de ella.

Novelas como conejos. 5.000 títulos, 400 millones de ejemplares vendidos, con lo que esta dama de las letras entra por esa angosta puerta de la gloria que se llama los Guinness Record, junto a la pizza y la paella más grandes del mundo, y los seres más altos del planeta, y los más pequeños. ¿Quién que escribe puede dejar de envidiar a esta colega que prosiguió sin desmayo con su oficio hasta el mismo día de su muerte? Tan pródiga en su producción como para que alguien pudiera imaginar que se trataba de una fábrica que vendía sus productos bajo una marca comercial registrada.

Se quejó en alguna entrevista, con amargura, que nadie creyó nunca que sus novelas tuvieran que ver con la literatura. Hija adoptiva e hija predilecta de muchos sitios, según pergaminos municipales, pero nunca hija de la literatura. Se fue creyendo, por tanto, que los reconocimientos que recibió en vida tenían que ver más con el asombro ante su incansable energía de atleta, que no doblegó la edad. Pero tuvo millones de lectores, y eso no puede dejar de ser causa de celos para quien los busca siempre por todos los caminos, tantas veces de manera fallida.

 

 

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20 de abril de 2009
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El niño

Cuando un niño  empieza a relacionarse con los demás a través de palabras, cuando itera compulsivamente vocablos, triviales para los demás, pero que son para él auténticos signos de entrada en un nuevo mundo, tan mágico como poderoso, cuando, en suma, un niño arranca a hablar...su entorno espera con ansiedad que pase a la nueva etapa, que empiece a vincular ordenadamente esos vocablos, que la sintaxis desarrolle exponencialmente la potencia de la incipiente semántica y, en suma, que de su boca salgan frases y no sólo términos. Frases ciertamente que merezcan el calificativo de tales, es decir: conjuntos no meramente archivados  por el mismo mecanismo por el que archiva palabras, sino enunciados por el niño en un acto que cabe calificar de creación porque -aunque pueda objetivamente coincidir con una frase convencional para las personas de su entorno- resulta en él de un auténtico ensanchamiento de su espíritu, y supone un paso de gigante en la actualización o realización de las posibilidades de su naturaleza...En suma, de un niño que arranca a hablar los adultos esperan con ansiedad  que hable cabalmente, que la sintaxis merezca tal nombre, que no itere frases -cosa que puede hacer una bien elemental máquina- sino que las forje a partir de palabras.

Y en la medida en que quede en nosotros un rescoldo inconsciente de cuando el protagonista de ese momento lo fuimos nosotros mismos, en la medida en que perdura una huella de cuando la condición de creador fue la nuestra (pues sin ese  acto de mediatizar el mundo por complejos de vocablos que nadie nos ha enseñado, simplemente no nos hubiéramos humanizado), viviremos como alborozo propio el hablar de cada niño, como vivimos como alborozo propio el decir de narradores y poetas, decir- por definición- que (a la vez que explora las posibilidades del deslizamiento semántico) repudia el hablar con frases, apuntando a actualizar la infinita potencialidad  de la sintaxis.

 

 

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20 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Kafka en Nueva York, Orson Welles en Praga

Rafael Argullol: Si nosotros pensamos en Apocalypse Now- comentada alguna vez aquí en el blog- es muy difícil imaginar visualmente a Kurtz, ya que es un personaje de mil rostros. Sin embargo, lo difícil ahora es imaginárselo sin el rostro de Marlon Brando. 

Delfín Agudelo: Hay un elemento que resulta siendo muy interesante en términos de influencias o recursos del lenguaje visual, que es precisamente la injerencia de una estética cinematográfica sobre la literaria. Si bien en un principio se hicieron películas que eran traslaciones de obras literarias, luego se escribieron textos que resultaron siendo productos directos de un lenguaje determinado.

R.A.: A partir de los años 50 del siglo pasado empieza un proceso a la inversa: empieza a influir mucho la estética cinematográfica en la forma de narrar: empieza todo lo que hemos llamado el neorrealismo o el realismo sucio en Estados Unidos, en el cual los escritores se inspiran en los prototipos heroicos que han visto en el cine. La propia aceleración y desaceleración, los flash backs como recursos narrativos en la segunda mitad del siglo XX proceden del cine. Ahí también es muy interesante ver el tipo de cineasta que se planteó no hacer una pura traslación de la literatura sino recrear paralelamente la obra. El caso que me parece mejor es el de Orson Welles: si analizamos la película El proceso, y a su personaje Josef K., evidentemente ahí está Kafka, pero recreado de una manera completamente distinta. Es un Kafka orsonwellesiano, sí vemos al protagonista que es Antony Perkins en estos archivos que son universos burocráticos propios de la novelística de Kafka, pero ahí vemos que por ejemplo Kafka se ha trasladado desde Praga a Nueva York. Yo creo que Orson Welles lo que hace es trasladar Kafka a Nueva York y en ese sentido reescribe a Kafka, lo reelabora, y aquello que estaba insinuado que no deja de ser una mirada sobre el imperio austrohúngaro, acaba en Orson Welles en una mirada sobre el ultracapitalismo moderno. Entonces sí que hay una relación con Kafka, pero casi podríamos decir que hubiera sido muy interesante que un Kafka de finales del siglo XX o comienzo del XXI hubiera recogido la materia prima de Orson Welles: que hubiéramos pasado de Praga a Nueva York y ahora volviéramos a recoger esto kafkianamente pero con toda la experiencia del siglo XX.



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20 de abril de 2009
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El Boomeran(g)
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