Yoani Sánchez
Las viejas herramientas para alimentar a la familia logran convertirse ?llegado el caso? en la boleta que no podemos dejar en la urna y en esa mano que no nos atrevimos a levantar en la asamblea. Cualquier objeto sirve, si de exigir espacios se trata: una tela que se saca al balcón, un periódico que se blande en público o una cazuela que repiquetea junto a otras. El gran coro metálico que forman las cucharas y las sartenes, pudiera ser ?este primero de mayo a las 20:30 horas? nuestra voz, decir aquello que tenemos trabado en mitad de la garganta.
Las restricciones para entrar y salir de Cuba han durado demasiado tiempo. De manera que haré sonar mi olla por mis padres, que nunca han podido cruzar el mar que nos separa del mundo. La sinfonía de las cacerolas la entonaré también por mí misma, obligada a viajar sólo virtualmente en los últimos dos años. Apretaré el ritmo de la cuchará cuando piense en Teo, condenado a la salida definitiva si se le ocurriera subir a un avión antes de los dieciocho años. La haré repiquetear por Edgar, que está en huelga de hambre después de siete negativas a su solicitud de permiso de salida. Al final del concierto de metales le dedicaré un par de notas a Marta, que no obtuvo la tarjeta blanca para conocer a su nieta que nació en La Florida.
Después de tanto darle al fondo de la cazuela, probablemente ésta no me sirva para freír ni un huevo. Por el necesario ?alimento? de viajar, moverse libremente, salir de casa sin pedir permiso, bien vale la pena romper todos los implementos de mi cocina.