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Cincuentena

Una palmada en las nalgas cambió en 1913 el destino literario de E.M. Forster fallecido el 7 de junio de 1970. En 1913 ya había publicado, apenas cumplidos los 30, la mayor parte de sus novelas, incluida su obra capital Una habitación con vistas y su gran éxito Howards End, que le produjo sin embargo un estado de abatimiento; se lo curó la visita al gran patriarca socialista Edward Carpenter, que vivía en pareja uranista con el responsable de la palmada, George Merrill. Esa misma noche, galvanizado por el toqueteo, Forster se puso a escribir Maurice, una novela de personajes homosexuales que no se podría publicar, dijo él mismo, "hasta mi muerte y la de Inglaterra". Así sucedió. Estuvo en un cajón desde 1914, la revisó más de una vez y esperó esas muertes; antes que la propia y la del país intolerante llegó la de su madre, que estaba al tanto de la relación amorosa de su hijo con un robusto policeman.

Maurice salió en 1971 y es un libro magnífico aunque incurra en romanticismos apologéticos: "un final feliz era imperativo".

Al releer a Forster he pensado en el gran escritor que fue autolimitándose, y en el que podría haber sido tratando en sus novelas lo por él suprimido a lo largo de tantas décadas de madurez. Este Forster alternativo dio muestras de maestría en el segundo volumen póstumo, La vida futura, que contiene cinco extraordinarios cuentos de trasfondo gay desarrollados con el "agudo sentido de la comedia" que Virginia Woolf destacaba en su contemporáneo. De hecho, pese a ser él y Oscar Wilde figuras contrapuestas de carácter y aspecto, compartían un picante ingenio en el uso del sobreentendido y la malicia que, lejos de abaratar, enriquece la prosa de uno y el teatro del otro. Distintos fueron sus finales. Wilde nunca se cohibió pero lo pagó caro, con el destierro y la mala muerte aún joven. Forster llegó a gloria de la nación aunque rechazó ser Sir en su apacible retiro de Cambridge. Los dos sufrieron cárcel, dentro o fuera de ella.

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13 de junio de 2020
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Amores a flote

Hemos tocado fondo", se han dicho algunas parejas tras setenta días de convivencia ininterrumpida, en los que la pasión no estuvo invitada a cenar, ni tan siquiera hueco en el sofá le hacían. Acaso, en la cama, juntaban los pies fríos durante las noches de abril. El trabajo entraba en las casas sin límites a medida que el amor iba saliendo a deshoras. Nunca hubo tantos hombres encargados de la compra, colgadas del hombro unas bolsas ostensibles como prueba de que no iban solo a por tabaco. El piso de 75 m2 se fue achicando: una celda doméstica en la que día a día se iban perdiendo calcetines, y eso no ayudaba. Cualquier pequeña catástrofe doméstica podía acabar convertida en tragedia griega, desencadenando un historial de antiguos reproches que, aunque indoloros, demostraban no haber perdido su valor contable.
 

Deseo, respeto, admiración y algo de misterio, esos cuatro pilares del amor, empezaron a perder agua. Porque el desastre suele iniciarse con una pequeña fuga de gotas perladas, tan indefensas como inocuas, que al poco van transformándose en un chorro que se torna en cascada y acaba en una ola gigante, monstruosa, capaz de barrer un mapa sentimental en el que se volcaron esfuerzos e ilusiones. Con la gallardía propia de los enamorados levantaron una casa para el amor romántico aun sabiendo que es huidizo: ¿cómo pensar en el final cuando se empieza algo? Hoy, se considera a los nuevos divorciados víctimas colaterales de la Covid. Pero ¿y los que continúan juntos? ¿No son acaso más noticiables? Tolstói fue un gran pensador del amor y lo consideraba el vínculo imprescindible con el mundo. "El amor es una actividad que habita exclusivamente en el presente. El hombre que no manifiesta amor en el presente no tiene amor que dar", afirmaba. Los protagonistas de su libro La felicidad conyugal , Masha y Serguéi, van experimentando sus variadas metamorfosis, comprobando cómo las mariposas en el estómago son reemplazadas por ataques de acidez. Entre líneas se describe la melancolía de las burbujas disipadas: de la fase cero, en la que se aprenden las geometrías del otro cuerpo, a una fase cuatro donde las manchas de aceite acaban por pringar aquel ideal platónico. Una serie de parejas contaban en un blog cómo intentaron superar el reto: haciéndose reír hasta las lágrimas unos, planeando próximos viajes otros, y poco más. Cuando asisto a debates sobre si el Gobierno sale desgastado de la crisis, o todo lo contrario, fortalecido, pienso en los no divorciados del confinamiento y en sus noches juntando los pies fríos.

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11 de junio de 2020
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Pellejo


Por prudencia digamos que esta novela tiene sólo un personaje, pero no es un humano, sólo es la parte más humana del humano: su piel
 

He leído cientos de novelas y aunque cada día me cuesta más pasar de la página 30, desmiento por completo a Josep Pla cuando decía que a partir de los 40 años es imposible leer novelas o que es una pérdida de tiempo o algo por el estilo. Lo que en realidad quería decir es que sólo los tontos leemos novelas después de los 40. Y le doy toda la razón.

La novela lo permite todo, es el ámbito más libre de la literatura. He leído magníficas novelas sin personajes, como La ciénaga definitiva, de Giorgio Manganelli. Otras en las que no hay ni tiempo ni espacio, como América, de Kafka. En una novela de Faulkner (no recuerdo cuál era) el narrador es el desvencijado portón de unas caballerizas. En fin, es un terreno que lo devora todo. Ahora bien, nunca me había topado con una novela cuyo protagonista fuera la psoriasis. Alguien puede negar que eso sea una novela, pero ya verán en qué sección la colocan los libreros. Su autor, Sergio del Molino, es bien conocido de los lectores porque antes ya escribió sobre el vacío. Estamos hablando de un hombre grande modelo oso pardo, padre de familia, barbudo, inteligente y con un remarcable sentido del humor. Y es todo eso lo que hace posible la novela sobre la psoriasis titulada, como es obligado, La piel (Alfaguara). Y es una novela porque las historias que se cuentan nos permiten vivir los dramas de estos enfermos de la piel y su relación con lo que hacen: Stalin, Nabokov, John Updike, el negro de Banyoles, Cara Delevingne, Pablo Escobar son actores que protagonizan algunos de los relatos. También hay otros que se suponen del propio Sergio, pero nunca se sabe.

Así que por prudencia digamos que esta novela tiene sólo un personaje, pero no es un humano, sólo es la parte más humana del humano: su piel.

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9 de junio de 2020
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Una historia de platillos voladores

Me fascinan las viejas historias que comienzan como novelas: "en 1975, Marshall Applewhite, un profesor de música, y su pareja Bonnie Nettles, enfermera de profesión, decidieron contactar a los extraterrestres y buscaron seguidores que pensaran como ellos. Publicaron avisos en busca de reclutar discípulos, a los que llamaban tripulantes". Lograron reunir inicialmente treinta, que abandonaron sus hogares y sus trabajos para seguirlos; pero luego este número continuó creciendo, y llegaron a conquistar a centenares.
 

Esta pareja de iluminados creía ciegamente que seres de una estrella lejana habían arribado a la tierra en un pasado remoto, dejando a algunos de ellos como colonos. De aquellos viajeros llegados en platillos voladores proviene la humanidad, y nuestros ancestros regresarían un día a recoger a sus descendientes para llevárselos con ellos.

Marshall y Bonnie educaron a sus discípulos en ciencias ocultas, astrología, misticismo y teosofía, tiñendo siempre su discurso de citas bíblicas, y les dieron a leer libro tras libro de literatura esotérica y de ciencia ficción, llegándolos a convencer de que su vida futura verdadera se hallaba en el firmamento, adonde volarían algún día. Y era obligatorio ver los capítulos de la serie Star Trek, porque en los diálogos de los personajes había mensajes ocultos que enviaban los alienígenas, dirigidos a los miembros de la secta.

Ambos se consideraban la reencarnación de los Dos Testigos del Apocalipsis de San Juan, elegidos para subir al cielo en una nube. Cuando Bonnie, la sacerdotisa, murió en 1985, víctima de cáncer, Marshall, el supremo sacerdote, convenció a sus discípulos de que una nave espacial había venido a buscarla.

Para 1996, la secta había adoptado el nombre de "La puerta del cielo". Tomaron alquilada una mansión rural al norte de San Diego, en California, y como para entonces se acercaba a la tierra el cometa Hale-Bopp, el gran sacerdote decidió que era la hora de partir en la estela del cometa. Eran 39. Se tomaron una dosis generosa de fenobarbital mezclado con vodka y jugo de manzana, y para que no quedaran dudas de que su viaje no tenía regreso, se colocaron bolsas de plástico en la cabeza.

Applewhite fue uno de los últimos en subir a la escotilla de la nave espacial. Su cuerpo fue encontrado por la policía, recostado en la cama del dormitorio principal. No hubo un solo sobreviviente. Todos habían pasado a otro plano de vida.

Mi fascinación frente a esta historia tiene mucho que ver con los dos extremos de que está compuesta: la seducción fanática que una pareja de simples mortales puede llegar a ejercer sobre un grupo de personas, capaces de persuadirlas de que unas creencias, por extravagantes que parezcan, son más importantes que la vida misma; y la disposición del rebaño, así adoctrinado, a dar más peso a un conjunto de ideas estrafalarias, al fin y al cabo, una ideología, que al temor natural ante la propia muerte.

Y más fascinado aún al encontrar que los platillos voladores han aterrizado en Nicaragua. Una secta política ha sido convencida aquí, de que la pandemia fatal que anda suelta sin control por las calles, sembrando la muerte porque el gobierno se niega a ponerle freno, no existe del todo, y es sólo un ardid político del enemigo.

Los fanáticos de esta secta letal comenzaron por rechazar la existencia del virus, y repitieron la propaganda oficial de que quien usara mascarillas era un agente subversivo, promoviendo la consigna de que los médicos y enfermeras no tenían por qué usar medios de protección en los hospitales, y hubo casos en que la policía despojó de los tapabocas a los transeúntes.

El sectario sigue sin vacilaciones la consigna de que los muertos por causa del virus tenían otras enfermedades previas, y estará dispuesto a alterar o falsificar las estadísticas, para negar la pandemia. O no vacilará en seguir alentando, aún en la fase de descontrol que vivimos, las campañas destinadas a atraer gente hacia los mataderos en que se convierten las celebraciones callejeras, las fiestas folclóricas, las concentraciones políticas.

Todas son formas de suicidio colectivo. Todas son formas de subirse al platillo volador. Diputados, ministros, alcaldes, ediles, jefes de policía, activistas de barrio, militantes de base del FSLN, que se burlaban de quienes prevenían contra los riesgos mortales de exponerse a la pandemia, o promovían, despreocupados, el contagio, aún a través de políticas represivas, hoy están muertos, o sufren su agonía, intubados en los hospitales que ya no disponen de plazas para los enfermos contaminados.
Pero nada de eso es lo peor. Lo peor es que viendo caer al que está lado, ni siquiera el miedo hace cambiar de actitud ni de discurso al tripulante, mientras desde arriba le sigan pasando la consigna de la negación.

Una perversión que, desgraciadamente, se extiende con su aliento pestífero hacia miles de inocentes, que, sin ser parte de la secta de los dichosos elegidos, resultan sacrificados por el fanatismo, desprotegidos de toda política de contención del virus y de distanciamiento social, y más bien inducidos a contaminarse; empezando por el personal médico, entre el que hay ya numerosas víctimas.

Todos los ciudadanos indefensos, convertidos en tripulantes obligados de la nave espacial que vuela hacia la muerte.

 

 

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8 de junio de 2020
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Fallecimiento de heroínas

Con diferencia de pocos meses fallecen dos de las heroínas de mis libros. La primera, sofisticada, de ojos azules y cabellos claros, musa conyugal, loada en maravillosos versos y canciones de cuna. La segunda, espontánea, oscura de piel, enriscado carácter, poderosa silueta y sexuada conducta. La primera heroína, una de las niñas de 30 niñas, ese celebrado ramillete de cuentos breves. La segunda heroína, la mulata del brutal episodio explosivo de la novela Familias como la mía, la mujer de carnes abundantes y almizcladas que seduce y adormece al protagonista mediante sudorosas y lascivas contorsiones y embrujos. Pero no se trata aquí de desvelar los argumentos, se trata de evaluar el efecto que produce quedarse sin las personas en que apoyar los personajes, darse cuenta de la dificultad que surge al no contar con un modelo real, que la ficción nunca es ficción, que me he quedado desarmado aun pudiendo fabular sobre ellas imaginando que siguen vivas... pero ya no es lo mismo.

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6 de junio de 2020
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«Maratonear» series: ¿Diversión, necesidad o huida?

 

FUNDEU Argentina me invita al ciclo: "Pandemia: las palabras y los signos de estos tiempos”. Elijo la palabra “maratonear”.

Sí, ya sé, esto de maratonear ante la pantalla, despatarrados en el sofá o en la cama revuelta, ya existía antes del coronavirus. Lo trajo Netflix. La pandemia simplemente nos dio la excusa, lo convirtió en algo divertido. Y después se volvió algo heroico. Pero ya no, ahora es algo terrible.

“Es perfecto”, pensamos cuando empezó la cuarentena. “Nadie te dice: levantate, salí a hacer ejercicio, andá a visitar a tus viejos, hace algo productivo”. Hundidos en nuestra serie favorita, estábamos incluso haciendo un favor a la humanidad, cumpliendo estrictamente con las normas sanitarias. Ya no éramos unos vagos perdidos sino paladines del civismo, héroes de la sociedad.

Nos reíamos. Era irónico que este acto tan estático llamado maratonear viniera de la más dura prueba atlética, esa carrera de 42.195 metros, la carrera más extenuante de todas.  

¿Maratón de series? ¿De verdad? ¿A quién se le pudo ocurrir comparar una carrera de horas por el cemento calcinante o con las zapatillas pegando en la escarcha, que desafía la mente hasta el desvarío y exprime las últimas fibras del cuerpo, con abrazarse a la almohada para que Netfilix te plante un episodio tras otro sin necesidad de poner ni play?

Y después, en plena cuarentena, con un mes de angustia encima, en medio de las noticias de contagiados sin compañía, muertos sin despedida, despedidos de empleos sin futuro, y hambre sin alivio, empezamos a sentir que maratonear ya no era una diversión, sino una necesidad.

El concentrarnos en las vidas y peripecias de personajes felizmente de ficción empezamos a verlo como una maratón de verdad, como las de los fibrosos kenianos. Como correr para alejarnos de las noticias, olvidar por unas horas la fragilidad de nuestros viejos, la soledad de algunos amigos, el horror de los hospitales. El escape como logro. Sin movernos del sofá, al sumergirnos en las series corríamos escapando del abismo.

Pero ahora hasta eso cambió. A más de dos meses del comienzo de esta pesadilla, siento que maratonear ya no es ni divertido ni heroico.

Ahora, con todo el futuro en vilo, sin saber cómo saldremos de esta y cuántos habrán perdido la vida, la tranquilidad y la seguridad, siento que el escape de un capítulo tras otro es una droga peligrosa, es cobardía, es culpa, es irresponsabilidad. Ya no me gusta. Me cuesta respirar, como un maratonista ante la meta, y todavía falta tanto para llegar a comprobar que el éxito es una derrota.

Por eso, ya no me recomienden más de esas series adictivas. Basta de maratonear para mí.

Publicado en la web de Fundéu:

http://www.fundeu.fiile.org.ar/page/noticias/id/158/title/Roberto-Herrscher%3A-Maratonear%2C-%C2%BFdiversi%C3%B3n%2C-necesidad-o-huida---

 

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4 de junio de 2020
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En la catástrofe ¿qué añade la filosofía?

Es bien sabido que Voltaire, amante de la ciencia de su tiempo, encarnada ya entonces por Newton, y de las artes lo fue también de la mesa, la conversación y la belleza. Pero fue también un admirador de la buena gestión y partícipe en la misma. Recordatorio al respecto:
En 1760 Voltaire se establece en Fernex (hoy Ferney, en razón de que el filósofo así lo escribió) a ocho kilómetros de Ginebra y entonces territorio libre, por lo que se siente protegido de las autoridades francesas. Allí tuvo anclaje durante sus últimos 20 años. En Ferney, hizo suyas las preocupaciones de la comunidad local, desarrollando proyectos agrícolas, artesanales o comerciales y contribuyendo a que la localidad pasara de tener 150 habitantes a su llegada a superar el millar a su muerte. Obviamente esta preocupación por lo inmediato no le impedía participar de la denuncia política y jurídica, convirtiéndose en la bestia negra de intolerantes y fanáticos.
 

A la par en su castillo se daban suntuosas fiestas, intercaladas con reuniones literarias a las que acudían las mentes más brillantes de Europa. Afirmativa disposición que (pese a su denuncia del sin sentido del dolor humano) se traduce en su filosofía. Retrocedamos cinco años:
En 1755, Voltaire se hallaba a la vez perseguido por la policía de Prusia y mal visto en Francia. Buscando un sitio seguro, acaba recayendo en Ginebra. En su primer año de estancia recibe la noticia del terremoto que el 1 de diciembre devastó Lisboa. Imaginemos por un momento que Voltaire hubiera tenido en Lisboa las responsabilidades de gestión que de manera indirecta tuvo en Fernex. Muy probablemente hubiera analizado fríamente la situación, establecido un catálogo de las cuestiones a resolver y una jerarquía de urgencias. Ello no le hubiera impedido buscar tiempo para esta doble meditación que constituye su Candide y el poema sobre la desolación en tierras lusitanas. En ambos casos meditación literario-filosófica, con trasfondo anti-leibniziano.

El terremoto de Lisboa es un acontecimiento al que hay que dar respuesta de emergencia y a la vez ver como ocasión de proyección. "De ordinario invisible, para hacerse visible busca cuerpos, y cuando los encuentra proyecta sobre ellos su linterna", dice Marcel Proust del tiempo. El acontecimiento trágico o celebrativo es también una ocasión de proyección, una manera de hacerse presente lo que marca a los hombres, no por tal o tal circunstancia, sino por el hecho de ser hombre.

Voltaire inscribe la interrogación sobre Lisboa en su posición adversa a la ontología leibniziana. ¿Ante tal devastación cabe hablar de un mundo que por así decirlo merezca el SÍ del hombre? Lo filosófico no es obviamente la devastación ni la manera de responder a la misma, sino la pregunta, iterada por unas u otras razones desde que la necesidad natural fue contemplada como marcando inevitablemente el ser del hombre, la corporeidad del animal que habla, la limitación de quien podría sentir que trasciende la finitud.

Muchas son las interrogaciones concomitantes: el escándalo que Voltaire denuncia, ¿reside en que la carne llegó a ser verbo (aquello que pondría más adelante de relieve la teoría evolucionista), o más bien en lo que la metáfora bíblica expresa como hacerse carne del verbo? ¿Cómo conciliar la tendencia de las palabras a recrearse, y la certeza de que esa recreación no puede perdurar en uno, que necesariamente ha de haber un relevo para que siga habiendo palabras?

¿Qué añade la filosofía? Es una pregunta que lanzan a menudo los científicos que exploran la naturaleza (no sólo los físicos sino también los biólogos, pasmados ante el fenómeno de la vida). Pues bien, la filosofía añade un punto de vista...inevitable. Añade la visión desde ese lugar en el que toda interrogación relativa a lo que acontece se vincula a la cuestión de lo que se da sea cual sea el acontecimiento: "Una disciplina que se ocupa de lo que es en cuanto es (to on he on) y de aquello que el hecho mismo de ser lleva acarrea", en versión libre de las palabras de Aristóteles.

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4 de junio de 2020
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Bob Wilson

 

Desde Berlín, donde el repliegue universal le sorprendió en mitad de un montaje, Bob Wilson, desgajado del público como tanta otra gente del teatro, da señales de vida. Su regalo se puede recoger a domicilio en cualquier lugar, sin horario ni pago estipulado, a través de robertwilson.com, y ofrece en momentos de zozobra la parodia elegante, la estilizada tragedia, el mundo ingenuo y tétrico de las fábulas, todo en pequeñas dosis y con grandes figuras.

De esta colección de cuadros vivos destacan sus Video Retratos: los 4 minutos de parpadeo ambiguo y monólogo interrupto de Johnny Depp, los 90 segundos de Isabella Rosellini haciendo el ganso con la más gamberra banda sonora y vestida de Alicia, Brad Pitt bajo la lluvia y lloviendo él leche o esperma con una pistolita de juguete, y mi favorito, Marfil, la Pantera Negra, que pese al título de tebeo clásico de tema africano es un remedo de Hamlet en dos minutos. Luego entramos en la Sala de Proyección (Viewing Room; los comentarios tienen por cierto traducción española adjunta).

Palabras mayores que reflejan instalaciones permanentes de Wilson -"ventanas a otro mundo" las llama él- en la Villa Panza de Varese. Ahí nos recibe un vestíbulo de remakes al minuto de cuadros de maestros antiguos personificados y gritados por Lady Gaga, y en otro rincón Una fábula de invierno, bellísimo homenaje a Italo Calvino con la escenificación simultánea de las perplejidades y apetitos de una zorra, un lobo y un corderito, apólogo napolitano que el novelista recopiló y reescribió en su deliciosa antología de Cuentos populares italianos, llamándolo Comadre zorra y compadre lobo.

La ofrenda de más longitud, en típica cadencia wilsoniana de suntuosidad ceremonial y guiño cómico, es la condensación en 15 minutos del Días felices de Samuel Beckett encarnado por Winona Ryder, que emerge de la oscuridad montañosa de la basura con sus tres limpios símbolos: revólver, cepillo de dientes, bolso de mano, antes de volver impávida al pozo negro del subterráneo.

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4 de junio de 2020
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Oficinas vacías

Qué bienestar me produjo probar la silla de la primera oficina que ocupé y colocar mis cosas en aquellos cajones que olían a nuevos. Se parecía al inicio del curso escolar, cuando nos proyectábamos en las flamantes carpetas, gomas y lápices como garantía de futuro. También recuerdo el sudor frío que me humedecía las manos cada vez que traspasaba el corredor que unía la construcción moderna con el Palauet Casades, sede del Col·legi d'Advocats de Barcelona. En menos de tres minutos, te transportabas al siglo XIX. El despacho del decano era una isla forrada de boisseries y tapices con regias butacas negras. La importancia del cargo se medía por los kilos de caoba, los retratos enmarcados en pan de oro y la cantidad de papeles que cubrían la mesa. Con los años fui entrando y saliendo de los más diversos y anodinos espacios de trabajo: de los cubículos con mampara se pasó a las islas de mesas, salas abiertas con teléfonos fijos tan anacrónicos como las secretarias que aún mandaban las corbatas de su superior al tinte.
 

Ir a la oficina fue siempre una locución de cuello blanco, pronunciada con un aparente fastidio que en realidad no era sino alivio. El ritual de levantarse cada día y apelotonarse en el metro o el autobús para acudir a un lugar cuya existencia no ha sido cuestionada durante más de un siglo ha perdido hoy su centralidad vital. En los últimos años, con el desarrollo de las llamadas tecnologías de la información y comunicación (TIC), el trabajo se ha convertido en un ente portátil. Los hogares acogen tareas de oficinista mientras un estilo de organización más horizontal y participativa ha favorecido un diseño más relajado de las sedes empresariales. En Silicon Valley animaron incluso a que los empleados llevaran la mascota a la ofi y les proporcionaron un nuevo mobiliario diáfano y sin esquinas donde podrían tumbarse, dueños y perros, en unos balancines para pensar.

La crisis sanitaria ha sustituido las cuatro paredes por el marco de una pantalla y una estantería de fondo -según atestiguan Skype y Zoom, exaltando el poder decorativo de los libros con mayor o menor convicción-. Muchas compañías han comprobado con estupor que la cadena de producción no se ha interrumpido y Twitter ya ha anunciado a sus empleados que pueden seguir teletrabajando "para siempre". En la era de la virtualidad, el modelo colmena, que por un lado implicaba control y por otro conexión, competitividad, reuniones, brainstormings, fiambreras y rencillas, ha demostrado que también puede ser prescindible, como la propia presencia.

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3 de junio de 2020
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Diario del confinamiento (11) El síndrome de Antígona

Antígona es un mito que oculta en su textura una mordiente ironía. Morir por salvar una vida tiene su lógica, pero no parece tenerla morir por enterrar a alguien, y sin embargo la tiene, pues el entierro y el duelo son, además de ceremonias, procedimientos psicológicos necesarios. Entre los antiguos griegos el duelo solía durar tres días regidos por el silencio, que ayudaba a internalizar la figura del muerto. Tras el duelo se celebraba un banquete, que tendía a ser muy alegre.

El proceso por el que pasa Antígona ilustra perfectamente tanto las vicisitudes de un duelo como las perturbaciones por no llevarlo a cabo. A Antígona le obsesiona el hecho de que su hermano Polinices permanezca insepulto en el lugar donde fue abatido, a merced de las aves carroñeras. Lo imagina suplicando un poco de piedad desde las dimensiones de la muerte. Los griegos participaban de la creencia, muy común en la antigüedad, de que los muertos que no habían sido enterrados se convertían en almas errantes. Ha pasado el tiempo, pero en muchos aspectos seguimos fieles a esa creencia, y por eso es fácil entender el sufrimiento de los que no encuentran los cadáveres de sus muertos: la tragedia de la familia de Marta del Castillo. ¿Dónde está Marta? Hasta que no encuentren su cadáver será un alma errante y sin cobijo. Los responsables de provocar y mantener ese sufrimiento desmedido merecen lo peor y tienen el alma mucho más negra que la desesperación de los que anhelan su descanso en una tumba con nombre y con fechas.

En la Antología Palatina, que además de ser un poemario es una colección de epitafios, encontramos poemas muy significativos. Siempre me acuerdo de los versos que nombran a un joven marino llamado Tarsis, que se sumergió para soltar un ancla que se había quedado enganchada en una roca, y que tuvo un destino muy singular, pues fue enterrado tanto en la tierra como en el mar, al ser en su mitad devorado por un cetáceo, de forma que una parte de su cuerpo se quedó bajo el agua y otra parte descansó bajo la tierra. Los caminantes que leían el epitafio de Tarsis se veían enfrentados a una paradoja trágica. ¿El cuerpo entero de Tarsis había conquistado el descanso eterno o solo su mitad? Las creencias religiosas pueden ser muy irracionales, pero las suele guiar una lógica de la contradicción que hiela el corazón.

Volvamos a Antígona. En parte porque se trata de una obra en la que Sófocles desplegó toda su sensibilidad lírica y trágica, creando un tejido dramático muy consistente, con personajes bien trazados y líneas de fuerza llenas de electricidad y de sentimiento, ha llegado hasta nosotros intacta y resplandeciente, y suele estar muy en boga en épocas bélicas y en períodos castigados por alguna epidemia. No es de extrañar que en plena Guerra Civil, Salvador Espriu concibiese una sublime versión de Antígona. Cuando se aborda la problemática de Antígona es fácil recurrir a los lugares comunes sobre la ley humana y la ley natural, dos entelequias que pueden propiciar mucha retórica vana. Resulta más esclarecedor atender a la urdimbre psicológica de la obra y sumergirse en las pesadillas que devastan la conciencia de Antígona. No es que la princesa tebana decida seguir la ley del corazón incumpliendo las órdenes del tirano Creonte, que es además su tío. Lo que le ocurre a Antígona es inseparable de nuestras relaciones con la muerte. Todo difunto tiene un doble entierro: el que se lleva a cabo cuando lo colocamos bajo tierra, y el que se va desarrollando en nuestra cabeza, y es bueno que ambos entierros coincidan en el tiempo. Cuando el primero no se da, el segundo tampoco, y el muerto se convierte en un fantasma peligroso, que vendrá a visitarnos en la duermevela.

En los últimos tiempos, regidos por leyes despiadadamente económicas, se ha tendido a descuidar el duelo y a no darle importancia. Tal proceder se debe, entre otras cosas, al rechazo cada vez más patológico que nos provoca la muerte, normalmente ausente de todos los discursos de ahora, y uno se pregunta si negar la muerte no implica también negar la vida. Pasar por alto el duelo solo provoca trastornos psicológicos, de muy hondo calado, pues no acabamos de enterrar al muerto nunca, y caemos de verdad en el síndrome de Antígona, como han debido de caer los familiares de las víctimas de la epidemia.

Los que no pudieron acompañar a sus muertos en su última hora habrán experimentado el mismo dolor que Antígona, cuando desde el corazón del sueño el fantasma de su hermano acudía a ella y le decía que no quería convertirse en un alma errante y que solo ella podía propiciarle el descanso eterno con sus manos, sus lágrimas y su afecto. Es una forma de verlo, la otra, más definitiva, sería pensar que es ella la que no puede descansar, y ella la que ni está viva ni está muerta hasta que no entierre de verdad a su hermano. En tiempos como los que corren, entendemos su situación y su postura mejor que nunca.

 

-Publicado en El País, 29/5/20-

 

 

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2 de junio de 2020
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