

Hay escritores que, olvidándose de la extensión, se lanzan a registrar hechos ocurridos o imaginados con el afán de que no se les quede nada en el tintero. Otros aspiran a sintetizar lo más significativo, aquellos episodios que, aun siendo anecdóticos y fugaces, iluminan y dan sentido a su universo narrativo. Isaak Bábel fue un gran maestro de entre los segundos. De origen judío, nacido en la cosmopolita Odesa de finales del siglo XIX -la otra ventana a Europa del imperio ruso, con permiso de San Petersburgo-, este autor es para la literatura lo que Cartier-Bresson fue para la fotografía: ambos tenían la agudeza de reconocer ese "instante decisivo" capaz de desvelar un secreto latente. "Una historia bien inventada no tiene por qué parecerse a la vida real", leemos en uno de sus cuentos; "la vida siempre trata de parecerse a una historia bien inventada".
Fuera de las letras rusas, Bábel, como observó Borges, a veces ha sido calificado injustamente de "hombre de un solo libro" por su magistral La caballería roja, ejemplo de su prosa carnal y poética en absoluto ajena a la brutalidad propia de la condición humana, un título que lo encumbró como el primer gran escritor soviético. Por eso, esta recopilación de relatos autobiográficos que nos presenta Minúscula es una buena ocasión para reivindicar su originalidad y perpetuar el cumplimiento de la profecía formulada en uno de sus pasajes: "Mis historias estaban destinadas a sobrevivir al olvido".
De este ciclo de 11 cuentos -algunos de ellos publicados en vida- se tiene noticia como mínimo desde 1931, cuando el autor lo menciona en una carta a su madre, emigrada a Bélgica: "Los temas de los relatos están extraídos de mi niñez, pero, por supuesto, mucho ha sido inventado o modificado. Cuando esté terminado el libro, se hará evidente la razón por la cual tuve que hacerlo". El uso de la primera persona, tan habitual en su narrativa, y algunas coincidencias biográficas hicieron que, durante algún tiempo, se consideraran una suerte de memorias fidedignas. Dada su abrupta muerte tras un juicio sumario, se ignora la forma final que habría adoptado este proyecto literario -el más preciado para él- que comenzó en 1915.
Historia de mi palomar y otros relatos cubre un arco temporal creativo de dos décadas. En sus páginas encontramos a un Bábel más reposado y menos impresionista que en sus testimonios de la guerra en el frente polaco de 1919, de la destrucción de la cultura judía de la Zona de Asentamiento o del mundo de los bajos fondos de Cuentos de Odesa. Aun así, igualmente consigue movilizar los cinco sentidos de los lectores al echar la vista atrás, con nostalgia y compasión, a la patria de su infancia y adolescencia, de donde el protagonista judío, con una imaginación desbocada por un exceso de lectura, desea huir para ver mundo.
Cualquiera de los relatos aquí incluidos descubre lo que la exactitud y la concisión son capaces de obrar en una pieza literaria. Gracias en gran parte a su depurado estilo, aunque se refiera a un pasado lejano en el tiempo y el espacio, su voz aún nos habla desde un presente atemporal. Bábel era muy consciente de las trampas del lenguaje y, para desactivarlas, no conocía otro método que la revisión exhaustiva. A un colega le comentó: "Se necesita un ojo agudo, pues la lengua esconde con astucia su basura -repeticiones, sinónimos, tonterías-, como si todo el rato tratara de burlarse de nosotros". Según él, solo un genio podía permitirse añadir dos adjetivos a un nombre. Y una prueba de su constante ejercicio de síntesis la encontramos en ‘Informe', en el que convierte las doce páginas de ‘Mi primera paga' en un relato de seis, sin perder un ápice de su esencia: el primer sueldo ganado con su arte para fabular, que coincide con su iniciación sexual.
En este libro se reúnen en orden cronológico las epifanías que conforman el despertar a la vida de un niño que atesora la "chispa divina" del arte y a la conciencia de su identidad cultural, así como el conocimiento de las miserias de los adultos, de la violencia extrema y del antisemitismo, todo ello impregnado del amor a cuanto lo rodea y de su sentida belleza. Este meditado ejercicio sobre el gran poder de la imaginación para ensanchar la mirada se ejecuta con una concisión que nos recuerda que el grafito del lápiz, con la presión adecuada, se convierte en diamante.
Estábamos acostumbrados a utilizar el codo para hablar con metáforas. Empinar el codo, sí, al levantar el brazo una y otra vez apurando vasos y copas, aunque se trate del mismo gesto flexor que hacemos para peinarnos. O hablar por los codos, agitando manos y brazos como síntoma de una verborrea infinita. Luego está el codazo, quizás la expresión más gráfica de este vértice del cuerpo que se transforma en un arma puntiaguda. Los codazos pueden causar perplejidad y encender la rabia, que te expulsen de una oficina o de un partido. Pero los figurados suelen ser mucho más dañinos. La exclusión del otro. La tendencia boyante del linchamiento lo demuestra: en las redes se quiere anular la voz de quien difiere del pensamiento de un grupo, aunque el verdadero agravio se produce cuando los codazos proceden de la envidia y la inseguridad de los tuyos, la consabida penalización del talento.
Paradójicamente, los codazos que antes servían para hacernos sitio y despachar al que nos molestaba sustituyen hoy a apretones de manos y abrazos. Es un contacto ilusorio, muy escenográfico, que intenta expresar acercamiento: hacer chocar algo de nuestro cuerpo sin que se trate de una patada -también se propuso al principio, pero el tendón de Aquiles empezó a sufrir-. Somos bichos raros que abrazamos la costumbre como un narcótico proustiano, capaz de acomodarnos a lo que antes detestábamos. Nuestros agradecidos codos nunca habían estado tan exfoliados.
Allí donde ya nada se divisa, aparece el borde del precipicio. Si no hay esperanza, el pasado vuelve sobre nosotros como una maza y nos aplasta. Así sucede en lugares y regiones donde no es posible pensar en mañana ni en pasado mañana porque un muro de hormigón tapa las vistas. Ese muro de hormigón es el pasado que, como un gas venenoso, ocupa la totalidad del espacio. Y cuanto más desesperados están los lugareños, más remoto es el pasado.
Recuerdo perfectamente, durante mi bachillerato, que los mártires cristianos tenían una importancia muy superior a la Segunda Guerra Mundial. Eran los años cincuenta del siglo XX y lo actual, así como el pretérito más próximo, habían sido borrados por el régimen. No me parece que se nos ofreciera futuro alguno desde el poder para seguir adelante. En el mejor de los casos, el futuro era el mantenimiento forzoso de un presente gris, estúpido y represor que se vendía como un paraíso.
En nuestros días es evidente que para nuestro Gobierno es más importante la Guerra Civil de hace casi cien años que los tendidos ferroviarios o los avances en estudios e investigación. Un vicepresidente y su entorno nos venden el amor a Venezuela y Cuba, en tanto que el presidente quiso aproximar nuestra Justicia a la de Polonia y Hungría según algunos parlamentarios europeos. ¿Será, pues, ese nuestro futuro? ¿Esa es la esperanza que proponen a sus votantes? No es extraño que los jóvenes se precipiten en masa sobre el primer botellón que les anuncien. He aquí que el Gobierno progresista, según se denominan ellos mismos con su patética vanidad, avanza a toda velocidad hacia el siglo XIX. ¡Cómo aplasta el pasado a esta clase política incapaz de proponer ni un solo proyecto digno a su doblegada población!
En plena Guerra Civil española, la República encargó a los dos principales pintores de la época sendos murales para el pabellón español en la exposición universal de París. Pablo Picasso pintó el Gernika; Joan Miró, la imponente estampa de un orgulloso campesino catalán transformado en miliciano: El segador.
El Gernika fue transportado a Nueva York, y con la vuelta de la democracia a España se instaló con gran pompa en el Museo Reina Sofía de Madrid. Ahora es un símbolo de los horrores de la guerra en general y del fascismo en particular. Es parte de la memoria colectiva de occidente.
El segador, en cambio, desapareció sin dejar rastro. Cuando desmontaron el pabellón en París, el cuadro se esfumó. Quedan fotos de Miró subido a un andamio, manchado de pintura, trabajando en su gran lienzo.
¿Quién se acuerda hoy de que Miró, despreciado por muchos militantes del ‘arte comprometido’ como un pintor abstracto y metido en su colorido mundo interno, se jugó también por la República? Los tópicos son difíciles de borrar, y el mito del Miró ‘infantil’ ya casi se convirtió en un chiste: ¿quién no dijo, creyéndose ingenioso, que esos círculos de colores primarios los podría dibujar un niño de seis años?
La primera edición de este ensayo la escribí y publiqué en 2012, porque ese año, Londres, Barcelona y Washington se unieron para terminar con ese desprecio. Vuelvo ahora a estas ideas sobre el luchador tranquilo, el indignado discreto, porque siento que siguen diciendo algo que se me hace importante.
Yo había visitado varias veces antes el Museo Miró de Barcelona y conocía – o creía que conocía – su obra. Pero ese año, la exposición de la “vuelta a casa” de gran parte de la obra del genio a su ciudad, las charlas y conferencias y la exposición paralela de carteles me descubrieron al artista tímido que desde entonces, para mí fue el más valioso entre tantos egos sueltos.
Del Miró político, comprometido a su manera, resistente e indignado, trataba la macro-exposición que vi en marzo de ese 2012 el Museo Miró de Barcelona. Un Miró hasta entonces oculto tras la máscara del pintor poético, onírico, aniñado y atildado. Para Rosa María Malet, la directora del Museo Miró de Barcelona, el maestro catalán estuvo siempre atento a las injusticias de su tiempo, siempre comprometido con el presente y con su pueblo. Pero lo hacía de forma dignamente discreta, sin aspavientos.
“Picasso ayudaba a los exiliados en Francia y lo pregonaba a medio mundo; Miró también ayudaba, pero lo hacía de forma callada, modesta. Cumplía con su deber, no hacía un show de ello”, dijo Malet en una de las mesas redondas que me hicieron redescubrir al maestro.
Esa exposición reunió 176 obras de todos los períodos del prolífico y longevo artista (nació en Barcelona en 1893 y murió en su lugar de trabajo y refugio, Palma de Mallorca, en 1981).
Una tesis sobre el tercero en discordia
Desde el centenario del nacimiento del pintor, en 1993, no se hace una mega-exposición de Miró. Y entonces fue enciclopédica: buscaba mostrar todas las facetas del pintor.
En 2012, en cambio, el redescubrimiento se basó en que ahora se veía la obra de Miró en forma temática, de tesis: aspirando a demoler los falsos mitos sobre la progresiva elección del artista por la abstracción vista como falta de compromiso con los graves asuntos de su tiempo.
La tarea era difícil, porque parecía haber dos posibles caminos en la pintura del siglo XX: el de Picasso, por un lado, y por otro el del genial payaso de sí mismo Salvador Dalí.
En la Guerra Civil, en la Segunda Guerra Mundial, en la guerra fría en el mundo y la represión franquista en España, dos famosos pintores españoles tomaron bandos opuestos: Picasso se afilió al Partido Comunista, fue celebrado por los intelectuales de izquierda y mirado con perplejidad por quienes admiraban su fuerza de trabajo, su creatividad y su forma de demoler mundos; en el otro rincón, Dalí se vendió al marketing, pactó con el régimen de Franco, fue agasajado por los viejos mandamases y los nuevos ricos, se solazó en el uso del surrealismo para revolcarse en su estrafalario mundo interior y darle la espalda a los sufrientes del mundo. Su obra es genial, pero, como él mismo se definió en uno de sus cuadros más perfectos, es la obra de "un gran masturbador".
¿Y Miró? ¿Qué hacía Miró mientras Picasso se exhibía como revolucionario de brocha fina y Dalí se vendía al mejor postor? Miró inició una revuelta callada, discreta, que sólo años después de su muerte se comienza a entender.
Cuando Stalin ordenó someter el arte al realismo socialista, “André Bretón, como pope de los surrealistas, bajó la orden de que había que servir al Partido”, dice Joan Minguet, profesor de historia del arte contemporáneo en la Universidad Autónoma de Barcelona y autor de Miró y su entorno cultural. “Miró no comulga con el realismo; defiende su arte como una revolución, no como una herramienta al servicio de la revolución”.
Primero, se centró en su lugar en el mundo, el paisaje catalán y el mundo campesino. El segador de su cuadro para la exposición parisina no es un sufriente genérico, que representa a todos, como las figuras cubistas del Gernika: es un campesino catalán de un lugar y un momento determinado. No es declaradamente universal, pero logra mostrar el mundo pintando su aldea, como pedía Tolstoi.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Picasso prestó su fama y regaló su paloma de la paz a la Unión Soviética de Stalin; juró no volver a España mientras gobernara Franco, y no volvió. Dalí pactó con el régimen, fue homenajeado y hecho marqués, y vivió sus últimas décadas en dos palacios: en uno vivía él y en el otro, su extraña musa, Gala.
Miró no soportó vivir lejos, pero tampoco se plegó a los halagos del franquismo. Se recluyó en un pueblo de Mallorca, donde pintaba febrilmente. No aceptó honores ni exposiciones en su país: cada vez que se anunciaba una exposición de Miró en París o Nueva York, sus admiradores de Barcelona tenían un día para ver las pinturas, antes de ser subidas al barco. Esos días mágicos la ‘intelligentsia’ catalana se apresuraba a contemplar los nuevos trazos libres del rebelde oculto.
“La grandeza de Miró es que vivía en su tiempo, y cuando coincidió con momentos trágicos de España y el mundo, mantuvo firme su defensa de la democracia contra el fascismo y de Cataluña, su tierra, contra la desmemoria”, explica el profesor Minguet.
El cuadro más famoso del Miró joven, el que lo hizo saltar a la fama, se llama La masía, que es una casa de campo catalana. El gran ensayista Robert Hughes lo usa como eje para describir la identidad y el espíritu de Cataluña en su gran ensayo Barcelona. Es una detallada pintura de una casa de piedra campestre, un huerto, un corral con animales. Es detallista, muestra lo que él veía, pero sólo puede ser de Miró. Es una mirada única al mundo en el que esa mirada tiene sentido. No es realista, no es impresionista ni primitivista ni surrealista, pero abreva de todas esas fuentes. Muestra una mano segura y una idea clara de lo que quiere pintar y cómo lo quiere hacer.
La masía (que ‘vive’ en la National Gallery) es una de las decenas de pinturas de Miró que rara vez se pueden ver en ‘su’ museo de Barcelona, una construcción mediterránea, solar, planeada por el arquitecto Josep Sert en permanente consulta con Miró. Decenas de cuadros del maestro, como muchos de la serie de las Constelaciones, cielos de óleo cubiertos de extrañas criaturas de colores, a la vez alegres y desconcertantes, nunca antes habían estado juntas en una exposición.
Condenado a la esperanza
En una veintena de salas de los tres pisos del Museo Miró (todas menos tres, una para la colección permanente y dos para el inclaudicable compromiso con jóvenes creadores), se desplegó gran parte de la obra del escurridizo, poco comprendido Joan Miró, desde los paisajes catalanes de la primera época, pasando por los monstruos coloridos de su despliegue surrealista en el París de los años veinte, las deslumbrantes Constelaciones, las pinturas cada vez más despojadas, menos coloridas, de sus años de exilio interior en Mallorca, para terminar con su obra más furiosa: el tríptico ‘La esperanza del condenado a muerte’, telas de un blanco desafiante, desgarradas por una línea negra aparentemente casual y un punto de color, como un destello de luz en la noche.
El régimen de Franco estaba a punto de ahorcar con garrote vil a su última víctima, el anarquista Salvador Puig Antich. ¿Debió el maestro ser más explícito? Puede que una sola de estas telas deje al observador perplejo. Todas juntas dejan claro que el maestro tenía un mensaje. Y que quería transmitirlo sin comprometer un ápice su credo estético. Aunque lleve décadas que lo entiendan.
Como si se completara un puzle, siempre recordaré como, en esa exposición impresionante, ‘La esperanza del condenado a muerte’ de pronto adquirió un nuevo sentido al ser puesta junto con las Telas quemadas, lienzos pintados de los dos lados y rotos por el fuego, que no mitiga, sino que enfatiza el mensaje.
En todo este recorrido pude percibir con claridad que Miró, bajo sus dibujos aparentemente infantiles, de líneas sinuosas y claras y colores primarios, estaba expresando un mundo interior irreductible, y al mismo tiempo hablándole a su pueblo y a su tiempo.
Miró no se plegó al gusto popular ni a las órdenes de Moscú: tal vez por eso, los niños catalanes hacen hoy en sus escuelas alegres ‘mirós’, y en estos días de otoño soleado, hacen cuadras y cuadras de cola para entrar a la exposición que muestra la obra de un pintor insustituible y demuestra que hay un tercer camino entre la protesta ruidosa y el auto-marketing.
“Hace unas décadas no podíamos hablar de Miró”, le explica el decano de los críticos de arte catalanes, Daniel Giralt-Miracle, al público del panel que inauguró los actos que acompañaron la exposición. Durante mucho tiempo fue incómodo por su “compromiso moral con la libertad, porque era un hombre que buscaba siempre la libertad individual y la libertad colectiva. Pero no era panfletario: se indignaba con lo que no le gustaba”.
La mano del cartelista comprometido
Cualquier turista que se encuentre en una calle de Barcelona con una de las innumerables oficinas de la entidad financiera más poderosa de Cataluña, La Caixa, notará que su omnipresente logo – una estrella azul con las puntas redondeadas, un punto amarillo pequeño y un punto rojo más grande en alegre desparpajo, “parece un Miró”.
No lo parece: es un Miró. En los últimos años del franquismo y la inmediata posguerra, el veterano artista se implicó en llenar su ‘país’ catalán de símbolos y apoyos, siempre en su lenguaje visual inconfundible. Así, carteles de Miró protagonizaron la campaña para la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, el primer diario en catalán (el Avui), campañas del Fútbol Club Barcelona durante la transición. En los años setenta y ochenta, no hubo congreso o manifestación por la defensa de la autonomía, la lengua y la cultura catalana que no tuviera su cartel mironiano.
Los carteles de Miró, en los que se ve claramente que tuvo los mismos estándares de calidad que su obra ‘seria’, pertenecen a la parte más fresca y vitalista de su producción: son diseños simples, de una idea básica, con los contornos fuertes y colores primarios.
Coincidiendo con la exposición del Museo Miró, el Museo de Historia de Cataluña dedicó su principal sala temporal a los carteles del maestro. En esas semanas mágicas visité también esa exposición, que se llamó Joan Miró: Carteles de un tiempo, de un país.
En el galpón portuario que aloja el museo histórico informaban, convocaban y gritaban los carteles de Miró. Pero por la proliferación de estatuas, logos y símbolos que siguen decorando la ciudad desde su muerte en 1983 (en casi cada esquina hay una Caixa, en cada quiosco el diario Avui muestra la grafía de Miró) hacen que la exposición pudiera ser vista como la prolongación de la calle.
En el cartel a favor del Estatuto de 1979, Miró dibuja franjas rojas y amarillas – la bandera catalana – como las teclas de un piano, y la frase ‘Volem l’Estatut’ se escapa de la página, como un guiño al observador comprometido. Las dos últimas letras quedan colgando, a un costado, y lo que salta a la vista es un utópico ‘Volem l’Estat’ (Queremos el Estado), el oculto anhelo independentista del pintor.
Pero no todos los carteles mironianos tienen que ver con la ‘patria chica’ del pintor. Por su fama internacional, Miró también fue convocado a realizar el cartel que dio a conocer las campañas de derechos humanos de Amnistía Internacional y las de sitios patrimonio de la humanidad de la UNESCO. En el texto explicativo de la exposición de carteles, los directores del Museo de Historia y del Museo Miró alertan al visitante de un detalle revelador: en ambos carteles las figuras – parches de colores primitivistas – muestran la palma de una mano.
Es la mano del pintor, embadurnada de negro.
En la estética de cada uno de estos carteles, no puede dejar de notarse la mano pintada como un elemento expresivo, potente y personal. Es la marca secreta del artista comprometido.
El legado del maestro tímido
¿Está creciendo el interés por este artista que durante su vida fue difícil de encasillar? “Picasso fue el gran pintor del siglo XX”, dice Rosa María Malet. “Pero Miró será el gran pintor del siglo XXI”.
¿Será realmente así?
Según los críticos, es difícil encontrar en los pintores actuales huellas directas de los gigantescos, carismáticos rivales del tímido Miró. ¿Quién es el nuevo Picasso? ¿El nuevo Dalí?
Sin embargo, si cruzamos la ciudad y nos internamos en el Museo Tàpies, que muestra la obra del más importante pintor de la generación siguiente, o si se visitan las extensas muestras que salas como Caixafòrum o el Centro Santa Mónica dedican al más famoso de los pintores jóvenes, Miquel Barceló, se percibe fácilmente el influjo de Miró: la aparente simplicidad del dibujo, la abstracción que se vuelve forma, los colores terrosos extendidos por las telas, el enraizamiento en el terruño, el uso de símbolos históricos o religiosos como material plástico.
Detrás de un Tàpies o un Barceló está la sombra, callada y firme, de Joan Miró.
Tal vez El segador no se perdió, después de todo.
Una versión de este texto fue publicada en el suplemento de cultura del diario argentino Perfil en 2012.
Una de las paradójicas consecuencias de la derrota de los países del llamado socialismo real y consiguiente desprestigio (al menos durante unos años) del análisis social de inspiración marxista, fue que el fenómeno del nacional-socialismo dejó de ser contemplado en términos racionales, es decir: dejo de ser considerado como la manifestación en un país concreto (Alemania para el caso) de un recurso general del capitalismo cuando la democracia formal se volvía peligrosa, pasando a ser contemplado como un fenómeno... casi genuinamente alemán.
Restringido así esa calamidad a una de sus proyecciones y erigida en El mal haciendo abstracción de sus causas sociales, lógico es que la "compañía de Hitler" (expresión del poeta catalán Pere Quart en "Correndes d' exili") quedara de alguna manera relegada. Sin duda no es (¿aún?) compatible con las formas políticas estándar reivindicarse de Pétain, Salazar, Franco, Mussolini o el siniestro fascista belga Léon Degrelle. Pero se han hecho pinitos al respecto en todos y cada uno de los países respectivos de estos redentores de patrias, (mientras que la amenazante Alternative für Deutschland evita - al menos en las declaraciones formales y símbolos- la vinculación a la figura de Hitler).
Personajes todos ellos que, al igual que el Führer, tuvieron a un momento respaldo popular y apoyo parlamentario suficientes para alcanzar el poder. Excepción es sin duda el caso de Degrelle, quien sin embargo en las elecciones de 1937 obtuvo casi el 20 por ciento de los votos, unidos fascistas wallones y nacionalistas flamencos del racista Vlaamsch Nationaal Verbond (VNV) (¡curioso que el odio al débil hubiera logrado aunar a estas dos comunidades tan sobrecargadas de prejuicios mutuos que las separan!) . Fundador de un movimiento llamado Christus Rex, Degrelle llegó a ser miembro de la Waffen SS, dentro de una división valona. Cuando era inminente la derrota de Alemania, consiguió refugio en España dónde, (cobijado por el régimen, sordo a las órdenes de detención por crímenes contra la humanidad) obtuvo la nacionalidad española y acabó su vida en Málaga en 1994. Cierto es que no más lúcidos respecto a la diferencia entre nazis y otros supremacistas fueron los que vivieron en los países afectados, quizás ya no en los momentos álgidos de la ferocidad fascista, pero sí en los albores.
Me refería antes al impacto que "Il giardino dei Finzi- Contini" tuvo en jóvenes de mi generación que accedieron a la misma. Una de las razones era quizás que, crecidos en franquismo , como Micòl, Alberto y Giorgio lo fueron en el fascismo, la calima que envolvía la bella y serena Ferrara, la inserción de su cultura e historia en pomposas construcciones ideológicas, la canalización del sentimiento de identidad de sus habitantes por la erección grotesca de la latinidad en arianismo, constituían un espejo en el que reconocíamos la situación quizás de las propias ciudades españolas: ciudades también cargadas de historia y cargadas asimismo de distorsión de esta historia por la mentira cutre que llegaba a evocar montañas nevadas en tierras de secano.
Il Giardino dei finzi-Contini es sin lugar a dudas una gran novela política, lo cual no excluye que sea indisociablemente uno de los más punzantes relatos sobre la reducción de los seres a memoria, y sobre la imposible solución del nudo que agarrota en el vínculo afectivo. De ello me ocuparé en la próxima columna.
Yo acuso a los que nunca
han besado a una sombra.
Yo acuso a la luna
por ser tan silenciosa
y tan vil
aquel amanecer añil
en que mataron a las Trece Rosas.
Hay que ir a los cines para no perderse lo que pronto podría dejar de ser la última película de Woody Allen. El cineasta, a punto de cumplir los 85, no para, y cuando salimos cada año de sus estrenos, por lo general en otoño, ya un nuevo rodaje está en marcha, con su promesa de jovialidad contagiosa, un virus este que no nos importa inhalar al reír. En cuanto a Rifkin´s Festival, se trata de un vademécum donostiarra menos lucido que sus antepenúltimas obras maestras Irrational Man y Un día de lluvia en Nueva York, y a sus admiradores nos gustaría que en la siguiente o siguientes Allen se despidiera a lo grande de la historia del cine, en la que merece, más que un nicho (en el sentido real de la palabra y no en el del bobo anglicismo que se ha colado en nuestras lengua), el panteón glorioso de su monumental filmografía. Claro que esos finales no siempre son premeditados, excepto si el artista -Virginia Woolf, Pavese, Alfonsina Storni- pone fin a su obra a la vez que a su propia vida. De un longevo tenaz como Woody esperaremos la despedida serena y bienhumorada de los últimos autorretratos de Agnès Varda o el acento elegíaco sin patetismos del Dublineses de Huston.
Rifkin´s Festival cultiva el pastiche, un negociado de la sátira que gusta mucho a Allen. Aquí la caricatura de escenas de Fellini, Welles o Bergman está muy bien lograda, siendo deslumbrante el remedo cómico de la célebre partida de ajedrez del Caballero y la Muerte en El séptimo sello. El Bergman metafísico y atormentado se presta bien a la burla (corrosiva la que en 1979 hizo Fernando Colomo en su divertidísimo film corto Köñensonaten hablado en sueco macarrónico) pero también sabe ser adivino social y marital. Y como El séptimo sello trascurre en tiempos de peste y nosotros sufrimos una, consuela, a la salida del cine, que el Caballero de Allen burle a la Muerte a orillas del Cantábrico.
Me vine a vivir a Madrid hace ya 10 años. Había cursado allí estudios universitarios, pero la mutación en 30 años ha sido explosiva. En esta ciudad la luz es soberbia incluso con polución, la sequedad da un tono sobrio y adusto a los habitantes, el orden es de geometría variable en casi toda la urbe menos en su centro histórico. Podría ser una ciudad de la Europa central, racional, clara, elegante y moderna. Ser una ciudad moderna es justo lo contrario de ser "modernista", claro.
Estoy leyendo un libro muy bueno. Se titula Madrid y es de Andrés Trapiello. Acaba de editarlo Destino y me da la impresión de que será un perfecto regalo navideño porque es extenso, abundante e ilustrado como un senador del Ochocientos. No es una historia de Madrid, ni una guía para forasteros, sino una nueva confidencia de su autor, el mejor memorialista que tiene el país. Nos cuenta la historia de Madrid, sí, pero desde la suya, de modo que la ciudad va emergiendo en su evocación a la manera de Atenea, que salió de la cabeza de Zeus armada hasta los dientes. Al leer las páginas que cuentan cómo se vino a Madrid tras una trifulca familiar, he recordado también mi llegada a Madrid, como estudiante, tras la última bronca paterna. La vida de Trapiello ha sido mucho más poética que la mía, pero ambos nos vinimos aquí huyendo de la sumisión.
Dado que Madrid vuelve a ser una ciudad asediada, combatida y resistente es momento de verla crecer con la vida que le da Trapiello y pasearla según lo que nos cuenta en cada capítulo. Es muy española la antipatía que provoca la capital de España en aquellos que soportan mal la insumisión. Pero puede curarse mediante la lectura de esta sinfonía literaria llamada Madrid. Y lo aviso hoy, que es martes y 13, en pleno encierro.
La entrada anterior era una broma lírica que me permití, con el permiso de los lectores, escrita y publicada antes de la concesión del Nobel. Aclarado esto, felicito a la ganadora de este año, la poeta Louise Glück, injustamente juzgada por su sencillez minimalista (heredera de la sencillez de Emily Dickinson y de Williams Carlos Williams). De todos los poemas que he leído de ella, uno de los que más me gustan es, curiosamente, de inspiración homérica. Se trata de un poema donde la voz que habla se ve enfrantada al dilema que pudo tener Telémaco, hijo de Ulises y Penélope, a la hora de juzgar a su padre, un seductor profesional, y a su madre, la virtuosa tejedora.
El dilema de Telémaco
Nunca me decido
sobre qué poner
en la tumba de mis padres. Sé
lo que él quiere: él quiere
‘amado’, lo que ciertamente resulta
muy exacto, sobre todo
si contamos a todas esas
mujeres. Pero
eso dejaría a mi madre
en la intemperie. Ella me dice
que en realidad no le importa
lo más mínimo; ella prefiere
ser descrita
por sus logros. No tendría yo mucho
tacto si les recordara
que uno
no honra a sus muertos
perpetuando sus vanidades, sus
auto-proyecciones.
Mi propio criterio me recomienda
exactitud sin
palabrería; son
mis padres y, en consecuencia,
los visualizo juntos,
a veces me inclino por
'marido y mujer, a veces por
fuerzas contrarias'.