Víctor Gómez Pin
El profesor Thom se hallaba en la tesitura de ilustrar ante un auditorio la tesis de que la inteligibilidad de los fenómenos naturales (objetivo esencial de la ciencia) poco tiene que ver con el dominio práctico de la naturaleza. Tras una pausa a ojos cerrados, nos sorprendió con una reflexión que sintetizo de memoria: hay una situación de emergencia; la inundación alcanza mi casa y yo subo a la terraza, desde la que contemplo como las aguas alcanzan ya el piso superior. Tengo ajustada percepción del fenómeno, cabe incluso suponer que he alcanzado a saber la razón de la emergencia; mi lucidez es, pues, total, pero… no puedo hacer absolutamente nada.
Tras este preámbulo citaré un texto clásico aquí ya varias veces evocado:
«Unos se apiadaban de sí mismos, otros de la suerte de sus próximos. Algunos imploraban la muerte por temor a la misma muerte. Muchos elevaban los brazos rogando a los dioses; los más sentían que no había ya dioses en parte alguna, que esta noche era eterna y la última».
Así describe el hombre de leyes y escritor romano Cayo Plinio Cecilio Segundo, conocido como Plinio el Joven, el terror de la población ante la amenaza que se cierne sobre la bahía de Nápoles por causa de la erupción de la montaña. Ignorando que el Vesubio era un volcán, aquellos sorprendentes fenómenos sólo podían ser interpretados como una suerte de castigo. El narrador nos dice que, en el desconcierto, los fugitivos se empujaban sin pudor, preocupados tan sólo por escapar de la nube inquietante.
Hay sin embargo un comportamiento que hace excepción, el del mismo tío del narrador, Plinio el Viejo quien, lejos de huir, parece atraído por el fenómeno, como si fuera menos una amenaza que un reto, y mira de frente la nube grisácea, pronto claramente negra, que se extiende por la bahía y que no parece ser una mera acumulación de partículas, consecuencia por ejemplo del incendio de un bosque.
Los primeros naturalistas de Jonia (aquellos que Aristóteles designaba como «los físicos -hoi physikoi») percibieron que la naturaleza se deja desvelar (se hace transparente a nuestras facultades cognoscitivas) pero no se deja violentar ni dominar, siquiera por los dioses, es decir, no permite que voluntad alguna doblegue su necesidad; como máximo, la técnica puede explotar posibilidades que la propia naturaleza ofrece. Pero en ocasiones la naturaleza además de inviolable se muestra violenta, produciendo esa devastación de cuyo arranque en la bahía de Nápoles es testigo Plinio el Joven, quien nos dice que cayó una noche no como las ausentes de luna, sino igual a la que se produciría en un sitio cerrado carente de toda luz. Ya he señalado que en el momento de la erupción se ignoraba que el Vesubio era un volcán. Mas entonces ¿qué era aquello que empapaba la bahía? La densidad de ceniza impedía considerar que se trataba de una mera «calima», ni tampoco esa forma de la misma que denominamos «niebla».
Si hubiera que hacer una trasposición en nuestra lengua de la percepción psicológica del fenómeno que debieron tener aquella población infortunada cabría servirse del término «tiniebla» o «tinieblas», que tiene tanto una connotación de amenaza física como de caída moral como se recoge en la expresión «príncipe de la tinieblas». Aquella tormenta de ceniza y piedra no podía sino ser interpretada como una suerte de castigo. De ahí la reacción de pánico, que tiene como antes decía excepción en Plinio El Viejo.
Desvelar la naturaleza en los momentos en los que esta provocaba estupor fue siempre el objetivo de Plinio. Por ello, a diferencia de aquellos en los que el miedo incrementaba al miedo, Plinio no escapó ante la calima, sino que quiso ver qué había detrás. Quiero creer que consiguió su objetivo, ciertamente a un alto precio, que estaba dispuesto a asumir. Plinio el joven escribe:
«Cuando de nuevo se hizo de día (tercero desde el que había visto por última vez) encontraron su cuerpo intacto, sin heridas y cubierto con los mismos vestidos. Su aspecto era más bien el de un ser dormido que el de un muerto».
Plinio el joven ve en su tío alguien a quien el amor a la verdad llevó tanto a «hacer cosas dignas de ser escritas» como a «escribir cosas dignas de ser leídas». Por ello en un párrafo antes citado agradece a Tácito que contribuya a hacer eterna su memoria. ¿Eterna? En unos tremendos versos de Emilie Dickinson, los caídos por las causas respectivas de la belleza y la verdad se reconocen y entablan diálogo…hasta que, implacable, la naturaleza cubre sus labios con musgo y apaga sus nombres:
«I died for Beauty-but was scarce/Adjusted in the Tomb/When One Who died for Truth, was lain/In an adjointing Room/He questioned softly ‘Why I failed’? / ‘For Beauty I replied’, /And I For Truth, Themselves are one/ ‘We Brethren are’ he Said/And so as Kinsmen, met a Night /We talked between the rooms/Until the Moss has reached our Lips/And covered up our names» («Morí por la belleza. Pero apenas/ me amoldaba a la tumba/cuando uno que murió por la verdad/ fue puesto al lado mío /Preguntó con voz suave por qué había yo muerto/ ‘Por la belleza’, respondí/.‘Y yo por la verdad. Las dos son una sola./ Somos hermanos, dijo./ Y así -como parientes que en la noche se encuentran -/de habitación a habitación hablamos./ Hasta que a nuestros labios llegó el musgo/ y cubrió nuestros nombres». Traducción de José Manuel Arango, Colombia, Universidad de Antioquia, 2006, p.167).