Francisco Ferrer Lerín
He tomado una decisión; voy a dejar de ser una persona educada. Ayer, un fontanero argentino que a veces viene a arreglar los lavabos, me tuvo más de media hora, en la esquina de la calle Comercio con el paseo de las Autonomías, contándome con pelos y señales la operación de vesícula a la que su novio fue sometido en la clínica de la MAZ en Zaragoza. Es esa una esquina ventilada y el fontanero argentino llevaba buena mascarilla pero ya no es por el coronavirus es que tuve la sensación de que me fallaban las piernas al escuchar la parrafada. Ahora, en este instante, termino una conversación telefónica que ha tenido poco de conversación ya que durante cuarenta minutos mi amigo del alma Cosme Barrutia Perdiguero ha disertado sobre las ventajas de los coches diésel respecto a los de gasolina, asunto que yo desconocía y que sin duda es de gran importancia, pero que ha agotado la batería de mi móvil y, por primera vez, ha agotado mi secular paciencia. De golpe, me he hecho el propósito de no permitir más asaltos, de armarme de valor cortando con decisión el discurso de mis interlocutores. Sin excusas les espetaré: no me interesa en absoluto lo que me cuentas, me despido, ve con el rollo a otra parte. Es que además estoy empezando a sospechar que la abultada cartera de amigos y conocidos, patrimonio elogiado y envidiado por algunos, es fruto de mi aguante, que nadie más resiste estas palizas, que ya vale; mejor solo que mal acompañado.