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Eder. Óleo de Irene Gracia

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James Frey en España

James Frey con Ophra cuando no estaba "censurado". Fuente: ephemeristOcho millones de ejemplares de su autobiografía En mil pedazos no han sido suficientes para el norteamericano James Frey, quien tiene un objetivo claro: Convertirse en el más influyente y controvertido de su época, con libros "que no lean treinta personas, sino que cambien el mundo y la manera de pensar de la gente". Cassius Clay era igual de bocón y al final también se lo tumbaron. Frey, quien asegura ser censurado por NYT y por Ophra (¿?) está en Madrid presentando su nueva novela Una mañana radiante (Mondadori). Dice la nota en ABC: Cinco años después de la polémica suscitada por «En mil pedazos», su turbulenta autobiografía, en la que se destapó que no todo lo contado era verdad, el escritor norteamericano James Frey publica en España «Una mañana radiante», homenaje a las miles de personas que no logran su sueño americano. «El sueño americano es algo hermoso, una de las ideas más grandes de la historia y sobre la que han crecido los Estados Unidos, pero la realidad y las repercusiones de este sueño es que la mayoría de los que lo intentan no logran el éxito», explica en una entrevista a Efe James Frey, de visita en Madrid para presentar «Una mañana radiante», publicada por Mondadori. Para destapar la cruda y salvaje realidad James Frey (Cleveland, Ohio, EEUU, 1969) retrata Los Ángeles, una ciudad «basada en mitos», que representa a todo un país y sobre la que millones de personas de todo el mundo proyectan sus aspiraciones. Personas que encuentran en sus calles bulliciosas, sus rincones de las estrellas y sus callejones de miseria deseos truncados, historias tristes, también algunas alegres, y muchas esperanzas perdidas. Cuatro narrativas principales sostienen «Una mañana radiante»: una pareja joven del medio oeste que llega a la ciudad huyendo de la estrechez de miras de sus familias; una asistenta de origen mexicano que lucha por encontrar la autoestima; un borracho que trata de salvar del mismo destino a una adolescente, y una superestrella de cine que esconde a los flashes su homosexualidad. Frey combina estas cuatro historias con datos históricos y estadísticos (juega de nuevo con la invención en muchos de ellos), con listados y fragmentos de diferente extensión para formar una novela coral que refleja «el mundo en que vivimos». «Se nos bombardea con todo tipo de información a tal velocidad, que no da tiempo de discernir si lo que leemos o vemos es real o invención», dice James Frey, que rompe las reglas gramaticales y olvida deliberadamente comas y puntos. «Mi objetivo es crear algo que no se parezca a nada anterior», sentencia.



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13 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Kafka en Sevilla?

 

Estoy en Sevilla. ¿Podría vivir aquí? Tengo mis dudas. Es una de las ciudades más interesantes del mundo. En estos días, por ejemplo, se está viendo el mejor cine europeo. Hay un teatro de la ópera notable. La mejor plaza de toros- después de la de Madrid-, algunos de los bares, de las barras, más tentadoras para uno que sabe bastante de barras. La ciudad con sus fiestas, sus santos en procesión, sus risas, sus llantos de diseño, sus calles enrevesadas, sus parques es una joya. Ciudad monumental, divertida, buena para el paseo, está cerca de Cádiz...y sin embargo no me veo viviendo en Sevilla.

Mi amigo el escritor, Juan Antonio Maesso, imaginó una  Sevilla con vampiros Y el genial Kiko Veneno, canta eso de "cuando nieva en Sevilla me gusta verte". Y Silvio, ese genio que se mató a chupitos de coñac, cantaba a sus vírgenes. Pues ni así me imagino viviendo en Sevilla. Es demasiado fácil vivir sin hacer nada, contemplando, tomando una tapitas, dándole a la manzanilla y dejando que la vida transcurra sin trabajar. "Menos mal que aquí en Sevilla la vida tengo ganada pues con tanto calor sudo aunque nada haga". Es eso, tal como lo cantaba Silvio. En Sevilla atacan unas enormes ganas de no hacer nada. Nada que tenga que ver con el trabajo. Preferiría no hacerlo podría ser el mejor eslogan de Sevilla. Aunque creo que ya nada es cómo antes. Ahora la gente que trabaja, madruga, se altera y ganan el pan con el sudor de su frente.

La Sevilla que me gusta es esa que enganchó a alguien tan vital vividor y tan poco trabajador como Pepín Bello. Pues bien, yo que siempre he pensado que quería ser eso,  un maestro de la contemplación y el "dolce far niente" me encuentro agotado después de tres días de practicar la buena vida. Tengo que huir. Volver al tedio del trabajo y las obligaciones.

Esa tentación de no hacer nada debe ser un mal que afecta a los visitantes de la ciudad. Que no se enfaden los trabajadores que viven en su ciudad, ellos se salvan de esa peculiar enfermedad del espíritu. Es una enfermedad poco contagiosa pero yo la pillé. Así que no me puedo quedar en Sevilla porque sería demasiado fácil buscar excusas para no hacer nada.

 

¿Hubiera sido posible ser Kafka  y sevillano?



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13 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Morirse uno mismo

En 1923, cuando Van Gogh tenía 20 años, se enamoró perdidamente de una joven llamada Úrsula, hija de los Loyer donde se hospedaba en Londres. Tras idas y venidas, insinuaciones y cortejos, la declaración de Van Gogh se saldó con una negativa rotunda. En lo sucesivo, Van Gogh fue encadenando fracaso tras fracaso, no muy sonoros porque su vida no rebasaba en mucho la miseria pero sí profundos para su personalidad y su desequilibrio.. Entonces, sin embargo, al ser despechado por su enamorada, creyó encontrar una solución para su porvenir y se la procuró  una lectura de Renan, posiblemente su Jesús, donde incitaba a "morirse uno mismo".

"Morirse uno mismo" o sea, no esperar a que lo matara el hambre, el tifus o un disparo. Tampoco un suicidio que contravendría su fe religiosa sino algo parecido a dejarse morir que fue, en rigor, lo que Cristo realizó con su existencia.

 Efectivamente Van Gogh acabó descreído y se pegó un tiro pero la idea de "morirse uno mismo" le mantuvo vivo más tiempo del que las circunstancias habrían decidido. La fórmula llevaba en sí la clave para soportar la adversidad y el dolor. Uno mismo, muerto para sí mismo, no sería el objeto de un desdén, una humillación o cualquier otra tremenda amenaza de acabamiento. El fin estaba en sus manos. El fin del yo que le debía mantener a salvo de todos los miedos.



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13 de noviembre de 2009
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Woody y el fénix

A los dos meses de su estreno en España, se sigue discutiendo en las veladas de amigos ‘Si la cosa funciona'. En la última cena a la que asistí -y también yo discutí- se me ocurrió comparar a Woody Allen con Lope de Vega. Ninguno entre los cineastas que conozco es similar al norteamericano, aunque los hay más prolíficos, más neuróticos y más independientes. En Hollywood (y aún más en Bollywood) hay directores que han hecho más películas que él, y bastantes de ellos eran capaces de rodar dos o tres films en un año; lo hace ahora el gran portugués centenario Manoel de Oliveira y lo hizo en sus días dorados el inmarcesible Jesús Franco, alias Jess Franck, con quien tuve el honor de iniciarme en el cine práctico siendo yo un adolescente.

   Lo de Woody Allen es distinto. Ha hecho una abundantísima carrera de director sin ser un mero artesano y sin estar sujeto a la mecánica de un gran estudio, girando además su obra en gran medida en torno a sí mismo, sus neuras, sus fobias, sus mujeres, su comicidad, mezcla de humor judío y vodevil europeo. Hace, para entendernos, cine de autor (él se inspira y a veces aspira a ser como Bergman, como Rohmer) dentro del molde de la comedia, que parece reñido con el de la trascendencia. Su obra está llena de títulos memorables, de frases o chistes que uno aún recuerda, veinte años después de oírlos, y la fidelidad que los públicos de Europa le mantienen al cabo de cuarenta años no tienen parangón, dado el volumen de su producción.

  Y ahora expongo mi caso tal y como lo expuse a los postres de la citada cena amistosa. Pertenezco a todas esas categorías antes expuestas (no me he perdido una sola de sus películas), pero no soy miembro de la iglesia de Allen, lo que equivale a decir que llevo unos cuantos años saliendo de ver sus obras fílmicas (en las que nunca faltan brotes de gracia) entristecido profundamente por una idea: he aquí a uno de los más grandes artistas de la historia del cine devaluado por la manía de la proliferación. Así me imagino yo a algunos contemporáneos de Lope saliendo de las corralas madrileñas tras ver la comedia centésimo quinta del Fénix de los Ingenios.

   ‘Si la cosa funciona' (título nada feliz para traducir el original ‘Whatever Works', que no se presta a una fácil traducción y tampoco es en inglés, todo hay que decirlo, un prodigio de sonoridad) es el refrito de un gran cocinero de la comedia sarcásticamente autocompasiva, pequeño género en el que Allen es maestro indiscutible. El manjar tarda mucho en llegar al espectador, y produce a menudo la sensación de lo recalentado, aunque la aparición de la madre de la muchacha sureña, la grandísima actriz Patricia Clarkson (ya brillante en ‘Vicky Cristina Barcelona'), abre el apetito de la risa inteligente, no siempre satisfecho. Lo irritante, al menos para mí, es que las frases, los gestos y los modos del personaje protagonista, ese cascarrabias de Boris Yellnikoff, piden a gritos al propio Woody Allen, por mucho que el actor Larry David cumpla con su cometido. El efecto final de ‘Si la cosa funciona' es semejante al de ir a comer a un restaurante de gran renombre y encontrarse con que ese día, por ausencia del chef, cocina un pinche.

     Pero no se trata, creo, de un caso de envejecimiento o agotamiento artístico; reciente es, por ejemplo, su primera película rodada en Europa, ‘Match Point', y se trata de una de las mejores. Allen es un filmador compulsivo, un genial ‘workaholic' del cine, así que no tendremos más remedio que seguir atentos a su filmografía, que de vez en cuando ofrecerá el brillo cómico, la trama ingeniosa y la hermosa palabra que Lope de Vega, en medio de una acumulación de piezas trilladas, nunca dejó de regalar.

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13 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tal vez la lluvia

A veces las cosas llegan demasiado lejos: la desesperación por emigrar y conseguir un estatus de legalidad en Europa puede hacer que un viejo amigo le pida a otro: cásate conmigo. Cásate conmigo para que pueda ir y quedarme legalmente en España. Así empieza la última novela de Juan Carlos Méndez Guédez, un escritor venezolano aficando en España hace ya muchos años.

«Tal vez la lluvia» es una novela corta, llena de agudeza y con un fondo melancólico que impregna sus páginas de principio a fin. La leí de un tirón recientemente, en Cantabria, a donde fui a dar un taller de fin de semana en una casa rural. En aquella comarca verde, azotada por una lluvia persistente que le daba al paisaje un aire de desvarío y furia, y que nos mantuvo encerrados allí a los participantes, empecé a leer esta novela que ha ganando la más reciente edición del Premio Ciudad de Barbastro de Novela Corta: De tal forma que afuera la lluvia, que dejaba en las ventanas un vaho intenso como el aliento de un hada, y en las páginas de la novela, la melancolía de la lluvia, su radiografía. Méndez Guédez es un narrador que reúne dos habilidades comunes en muchos escritores, pero poco frecuentes juntas: cuenta historias y además lo hace con una preocupación por el estilo y la forma que parece provenir de otro tiempo. No hay impaciencia en sus páginas, ni deseos de epatar: simplemente la labor de un artesano que conoce su oficio y las dificultades que este plantea cuando se quiere realizar con rigor. Hacía poco había terminado de leer su libro «La bicicleta de Bruno y otros cuentos» y advertía que, como en sus primeras novelas y en sus siguientes trabajos, Méndez Guédez saber contar las cosas con un humor tan fino y sutil, tan lejano del facilismo o el trazo grueso, que por fuerza cae en una especie de melancolía perpetua y así sus personajes siempre son seres vulnerables, un poco solitarios, un poco añorantes de una vida liviana y juvenil, donde el recuerdo de las novias y la camaradería de los amigos son aspectos lamentablemente perdidos. Por eso resulta siempre fácil identificarse con sus historias y con sus personajes, pues en ellos late un fondo de limpieza e ingenuidad que todos conservamos o creemos conservar. Así ocurre en «Tal vez la lluvia», aunque aquí planea la sombra del gobierno lunático que oprime a los venezolanos, del esperpento, la pobreza, la delincuencia y sobre todo la desesperanza que experimentan todos. Las peripecias que vive el protagonista cuando regresa por un tiempo a su ciudad, a su barrio, a su familia, nos van dejando entrever poco a poco la maraña de íntimas conexiones que hicieron que este se fuera a España, casi huyendo de su vida, pero también de un país que poco a poco va quitándole toda posiblidad de existir a quienes conservan la decencia. Porque en los cuentos y en las novelas de Méndez Guédez siempre hay un insobornable fondo de eso que en otros tiempos se llamó «compromiso» y que en este caso no le resta puntos a lo literario. Al contrario: en ese material que es la derrota y con la que el novelista venezolano construye sus historias, siempre hay unas mínimas vetas de victoria.

Ahora mismo, mientras escribo esto en la biblioteca municipal de Ginebra, con el recuerdo fresco de la novela, persiste la lluvia detrás de los ventanales, y es como si la historia se negara a abandonarme. Pero no es por la lluvia, claro está.



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13 de noviembre de 2009
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III. La barba en remojo

¿Lunares apenas en el rostro limpio de la democracia los golpes de Cédras  y de Chávez? Ahora tenemos otro, el primero del siglo veintiuno, el del general Romeo Vásquez, Jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas de Honduras, en contra del presidente Manuel Zelaya Rosales, casi al final de su mandato, un golpe contra el que ha protestado de manera vehemente el propio Chávez. El general Vásquez no se quedó en la silla presidencial, pero sin duda es el árbitro del poder. Y ese papel de árbitros del poder es el que, según la fábula, los militares habían perdido para siempre, de regreso en la neutralidad apolítica de sus cuarteles.

            El golpe contra Zelaya siguió las reglas clásicas, ya se sabe que fue sacado de su cama y enviado al exilio en pijamas, según el general Vásquez por razones de seguridad nacional, pues si los militares lo dejaban preso en Honduras, amenazaba la violencia. Cuando al general Vásquez, que es devoto de Jesús de la Buena Esperanza y lee libros de autoayuda,  le preguntan si aspira en el futuro a ocupar la presidencia, se ríe, y dice que en esta vida todo es posible.

            El asunto está en que el golpe de Honduras sigue abriendo las costuras de una herida que ya creíamos cerrada, y otra vez en este siglo, como en el pasado, los militares vuelven a arrogarse la potestad de decidir cuándo la democracia ha fallado,  o cuando se vuelve peligrosa, y amerita así su intervención bienhechora.

Es un funesto precedente frente hay que poner la barba en remojo. ¿Qué garantías tenemos ahora de que los militares de verdad se convirtieron al credo democrático, y no oiremos sonar el próximo pistoletazo, porque no les gusta lo que está haciendo el gobierno civil electo por los ciudadanos, sea de izquierda, o de derecha?

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13 de noviembre de 2009
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Un puerto de mar

Por una amable invitación de  Euskal idazleen Elkartea ( Sociedad de escritores vascos), tuve recientemente ocasión de permanecer un mes  en el puerto guipuzcoano de Pasaia, dónde mi amigo el poeta y filósofo Juan Ramón Makuso se esforzaba en traducir al Euskera una Analectas ("cosas recogidas") de Marcel Proust,  parte de la cual ha ido apareciendo aquí mismo. Siguiendo los pasos del escritor Manuel Rivas cuyo poemario A desaparición da neve acaba de ser publicado por Alfaguara en Gallego, Catalán, Euskera y Castellano, intentaré que lo mismo ocurra con esta Analectas proustiana. En cualquier caso el inicio del proyecto me ha permitido familiarizarme con un admirable ámbito portuario que pese a la proximidad a San Sebastián (ciudad a la que he estado muchos años vinculado) sólo conocía superficialmente.

Pasaia tiene una entrada de mar angosta, respondiendo así a la característica de un puerto natural, que supone para los barcos refugio, pero también amenaza puesto que hay evidente riesgo de embarrancar, ya que el calado no es profundo y en los márgenes hay numerosas rocas. De ahí que tanto a la salida como a la entrada a la imagen de los grandes cargos acompañe siempre la del  llamado "práctico", una pequeña embarcación que les guía y que en ocasiones acude en su búsqueda hasta varias millas de la costa. Las primeras poblaciones que la tripulación de un barco contempla al adentrarse en el puerto son  San Juan a la izquierda, y San Pedro a la derecha pero al final de estas la bahía se ensancha y tras San Pedro se despliegan por la derecha, Trincherpe, Pasajes Ancho, Rentería (en la que desemboca el río Oyarzun), cerrándose la bahía en Lezo, población desde la que se retorna a San Juan a lo largo de un embarcadero dónde se encuentran  un gran muelle para la carga de vehículos de exportación, seguido de otros dónde se embarca chatarra y se descarga carbón para la central hidroeléctrica; vienen después los astilleros, operativos pese a la crisis del sector y finalmente- ya de nuevo en San Juan- un paisaje  de pequeñas embarcaciones pesqueras, chipironeras muchas de ellas-

Los pueblos que rodean la bahía son muy diferentes entre sí. San Juan y San Pedro se remontan al siglo XVIII, mientras que Trincherpe surge como resultado de la inmigración marinera- principalmente gallega- a mediados del presente siglo; Rentería es una población esencialmente industrial duramente afectada por las sucesivas crisis y Lezo, a pesar de su origen también marinero, es hoy un núcleo de pequeña industria y agricultura. Lógicamente esta diversidad sociológica tiene traducción en el plano cultural y en particular lingüístico: mientras que en San Juan o Lezo se habla predominantemente Euskera, en Rentería se oye con mayor frecuencia el castellano y en Trincherpe no es difícil escuchar a personas que se expresan en lengua gallega.

Esta diversidad no impide que el marino o viajero que recae en cualquiera de las poblaciones mencionadas tenga una sensación  de que cada una no es sino la concreción particular de un único lugar,  común denominador que viene dado por la existencia misma del puerto.  Compartir la rivera de una bahía que constituye todavía un puerto  vivo supone indudablemente un rasgo de identidad importantísimo, el cual obviamente se diluiría, no ya si el puerto desapareciera, sino si fuera adulterado en su función, si-por ejemplo- los grandes cargos  fueran reemplazados por cruceros, los pesqueros medianos por yates, las chipironeras  por veleros de recreo,  y los muelles dónde se despliegan las montañas de chatarra y de carbón por asépticos lugares de anclaje para embarcaciones de ocio. La trasformación espiritual de Pasaia sería ya total si- como desgraciadamente ha ocurrido en tantos y tantos lugares- la economía de la orilla centrada  en el puerto pasará a ser una economía de servicios, con sectores enteros de la población viviendo del turismo. Este destino fue proyectado al parecer por más de un responsable político y económico, tomando incluso como pretexto necesidades imperiosas de renovación.  La regeneración de la bahía sólo es tal si tiene como  finalidad  precisamente de prolongar la actividad tradicional del puerto, protegiendo la salud de la costa y con ello la persistencia de los bancos de pesca, garantizando- eventualmente  con inversiones públicas- la actividad de los astilleros, y la competitividad de la actividad de carga. No hay regeneración si la reforma se hace al precio de sustituir la modalidad de actividad imperante por una economía volcada en la explotación del ocio.

En ciertos lugares, esta sustitución se ha realizado ya exhaustivamente. Paradigmático es el caso de Barcelona, dónde la actividad portuaria más tradicional ha sido desterrada a parajes de El Prat de LLobregat, mientras que  el antiguo puerto sólo está prácticamente abierto a embarcaciones de recreo. Los cargos atracan en un paisaje sin moradores y los habitantes- en ese apagamiento del alma que es el entorno del llamado Maremagnum- sólo ven llegar por el mar seres ociosos. Esperemos que Pasaia escape a ese destino.

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13 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Elecciones soviéticas

Llevan razón esos europeos de los estados bálticos, de Polonia o de Chequia, que califican de soviética la elección de los altos cargos de la Unión Europea. La cumbre de los jefes de Estado y de Gobierno de la UE, que se celebrará dentro de una semana para elegir al presidente y al alto representante de la Política exterior, será una ceremonia que tiene muchas similitudes con los procedimientos que se utilizan en Moscú, en las profundidades del Kremlin, o en Pekín, en los pavellones y jardines cerrados de Zhongnanhai, y poco o nada que ver con la democracia.

De los cuatro grandes imperios que hay actualmente en el mundo, sólo uno elige a su presidente por un procedimiento abierto, transparente y democrático. Se trata de los Estados Unidos de América, donde cada cuatro años una auténtica ristra de pretendientes compite en dos rondas electorales, la primera para despejar el candidato de cada uno de los dos grandes partidos y luego para elegir al presidente. Otra de las superpotencias, la Federación Rusa, efectúa un remedo de elección teóricamente democrática y abierta, con candidatos, partidos y campaña electoral; pero en la práctica todo pasteleado desde el centro mismo del poder, que es donde se cocina la sucesión en conciliábulos oscuros e inextricables de reproducción de la elite gobernante. La tercera superpotencia, China, cuenta con un sistema todavía más opaco y oscurantista, en el que se obvian por inútiles las formalidades teatrales que tanto gustan a los ex soviéticos cuando quieren declararse émulos de los norteamericanos. Los candidatos y los cargos electos surgen por lenta y misteriosa destilación dentro de los silenciosos órganos del partido y se despliegan con toda su aura de triunfo impostado y de futuros luminosos con precisión matemática de congreso en congreso y de sucesión en sucesión. Si los dos primeros convocan a los ciudadanos a las urnas e incluso dan explicaciones, los chinos no se toman esta molestia tan engorrosa. Pero el resultado final merece algunas matizaciones: sabemos todo de las elecciones norteamericanas, cada uno de sus entresijos, el coste de las campañas, las rivalidades dentro de cada equipo; sabemos muy poco de las rusas, aunque no falta la verborrea y siempre se cuelan buenos análisis de los especialistas; y es prácticamente imposible saber nada de las chinas, donde hay que interpretar cada uno de los gestos, fotos, decorados y palabras para conseguir hacerse una idea elemental de lo que está pasando. El caso europeo es especial. La democracia queda para cada uno de los países socios. Pero el sistema común es propiamente feudal: se trata del colegio electoral más pequeño del mundo para los personajes proporcionalmente más poderosos. Son 27 los electores, no se sabe quiénes son los candidatos y apenas quiénes pueden serlo, no hay ni puede haber campaña ni debate alguno, y todo se resolverá en una zaragata de reunión a puerta cerrada de la que con suerte se filtrarán algunos detalles a la prensa. Y por cierto, tampoco se sabe exactamente cuáles son las competencias de los puestos que hay que ocupar. El caso europeo es el de un misterioso mecanismo en el que los representantes de las naciones probablemente más libres y justas del planeta consiguen tomar las decisiones más arbitrarias y secretas. ¿Alguien puede dudar a estas alturas de que en los cuatro puntos cardinales del planeta las únicas elecciones presidenciales que entusiasmen y susciten simpatía sean las norteamericanas?



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13 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Kakutani sobre Laura

Fuente: ericchangdesign Michiko Kakutani comenta The Original of Laura, la novela póstuma de Vladímir Nabokov que su hijo Dmitrii -contrariando la última voluntad de su padre y las posteriores negativas de la madre- decidió publicar porque el "zumbido" de Laura seguía en su cabeza. ¿Valió la pena publicar este libro?, se pregunta Kakutani. Nos preguntamos todos. Ella responde así:Was Dmitri right to publish ?The Original of Laura: (Dying Is Fun)?? Do the index cards (reproduced with meticulous care by the publisher, Alfred A. Knopf, in an ingenious punch-out format) represent, as Dmitri has said, ?the most concentrated distillation? of his father?s creativity? Does this fragmentary manuscript constitute the makings of ?a brilliant, original and potentially radical book?? Or does the unfinished manuscript ? like works left behind by Ernest Hemingway and published after his death by his estate ? simply feel like an embarrassing and unfortunate coda to the master magician?s oeuvre? In many respects, the release of a rudimentary version of his last novel does a disservice to a writer who deeply cherished precision and was practiced in the art of revision. Just as ?The Enchanter,? a precursor to ?Lolita? that was written in 1939 and published after his death, reads like a crude, often flat-footed version of its famous descendant, so these fragments of ?Laura? ? so cryptic and sketchy ? represent an incomplete, fetal rendering of whatever it was that Nabokov held within his imagination. Yet, at the same time, these bits and pieces of ?Laura? will beckon and beguile Nabokov fans, who will find many of the author?s perennial themes and obsessions percolating through the story of Philip, an ?enormously fat creature? with ?ridiculously small feet, ? and his wildly promiscuous wife, Flora, who seems to have been the inspiration for a fictional character named Laura. (...) The final irony concerning ?The Original of Laura,? of course, is the fact that its very form ? an incomplete manuscript ? recalls a favorite Nabokovian device: the notion of a set of ?strange pages? or imperfect scribblings found, edited or annotated by another character. This device ? H. H.?s memoir edited and published after his death (?Lolita?), say, or John Shade?s poem, introduced and commented upon by a scholar named Charles Kinbote (?Pale Fire?) ? was not only a clever, postmodernist frame deployed by Nabokov in his endlessly inventive pursuit of complication, but it was also a sort of metaphysical statement on Art and the Artist, a rumination upon the inscrutable mysteries of creation.En fin, no sé uds. pero a mí Kakutani me ha convencido. El libro, tal como ha sido editado, respetando las tarjetas, no será una novela pero es un Nabokov legítimo. Y eso es más que suficiente para mí.



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12 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pamuk, ingenuo y sentimental

Orhan Pamuk. Fuente: otras tardes Orhan Pamuk está viviendo por cuatro meses en la Universidad de Harvard para las Conferencias de Poesía Charles E. Norton ("El escritor ingenuo y sentimental" es el título de sus ponencias). Y desde ahí, mientras ofrece un té a los periodistas que han ido a entrevistarlo y un ticket gratuito para ingresar al peculiar museo que ha inventado Kemal, su protagonista, habla sobre El museo de la inocencia, su nueva novela. Dice la nota en Ñ:En El Museo de la Inocencia, la nueva novela de Orhan Pamuk, un personaje colecciona 4.213 colillas fumadas por la mujer que ama. En la entrada del Museo de la Inocencia, el museo real que Pamuk inaugurará el año que viene en Estambul, habrá una caja de vidrio de cinco metros por tres metros con 4.213 puchos verdaderos dentro. En la novela, Pamuk cuenta la historia de Kemal, que vive durante dos meses y recuerda durante treinta años el romance de primavera que le cambió la vida. En una esquina del barrio de Çukurkuma, en la mitad europea de Estambul, Pamuk ha construido un museo y lo ha llenado con los objetos, las fotos y los sonidos con los que Kemal homenajea a Füsun, la prima lejana y pobre que en 1975 interrumpió la placidez de su vida burguesa. "Esto", dice Pamuk, sin aclarar si se refiere a la novela o el museo, "no es un monumento a la vida de Kemal, sino un monumento a su amor por Füsun". Sentado en el living de la casa que la Universidad de Harvard le alquiló para vivir este cuatrimestre, Pamuk, Nobel de Literatura en 2006, enumera entusiasmado los contenidos del monumento: "La cosas que ella toca, las cosas que él le va robando a lo largo de los años... Habrá fotos y sonidos de los barrios que visitan, y una sala especial para el salón del hotel Hilton donde Kemal hizo su fiesta de compromiso". De pronto, una mueca extraña se congela en la cara, y su obsesión se confunde con la de su personaje: "En cualquier caso, el museo no va a estar terminado hasta que yo me muera. Quiero decir: llevo diez años coleccionando objetos para este museo y creo que lo seguiré haciendo mucho tiempo más". (...) Hace un año, cuando se publicó la versión original de El Museo de la Inocencia, los periodistas turcos sólo querían saber una cosa: ¿es cierto que Orhan Pamuk, el Premio Nobel, dejó a su prometida por el amor de una prima adolescente? Los periodistas probablemente sabían que entre Kemal y Pamuk hay muchas diferencias, pero las coincidencias los ponían como locos: ambos habían crecido en la burguesía turca de la posguerra ?modernizante pero elitista, secular pero encapsulada?, habían sido alumnos del bilingüe Robert College y ambos, después de disfrutar con culpa los beneficios de la clase alta, habían decidido, como el Zavalita de Conversación en la Catedral, abandonarla. Pamuk, paternal, reconoce el interés ?"está en la naturaleza de la novela que el lector crea que tú eres el héroe", dice? y niega los rumores, pero admite su cariño por Kemal: "Es un tipo normal, inteligente, burgués. Yo era así", recuerda Pamuk, otra vez sentado en su sillón. "Pero algo pasó, me caí de esa clase. Primero fui izquierdista, después elegí el camino de la cultura. Pero sobre todo elegí ser un individuo, diciendo mis cosas, haciendo mis cosas. En eso me identifico con Kemal, porque él también hizo lo que quiso. Prefirió ser un individuo antes que seguir las reglas y los privilegios de una clase social". En la página 629 del libro hay un dibujo de un rectángulo donde dice, arriba, "Museo de la inocencia", y, abajo, "Válido para una sola visita". A partir de julio de 2010, quienes compraron el libro podrán ingresar al museo usando su ejemplar como entrada. Pamuk, que finalmente se ha reconciliado con la idea de hablar del museo, se divierte abriendo un ejemplar: "¡Esta es la entrada!", dice, riéndose, golpeando la página con un ruido sordo. "¡Los que compraron el libro, los que van a entender los objetos que estarán ahí adentro, tienen entrada gratis!". El entusiasmo de Pamuk es conmovedor: el novelista, ese imitador del mundo, por fin ha cruzado el umbral.



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12 de noviembre de 2009
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El Boomeran(g)
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