Vicente Molina Foix
A los dos meses de su estreno en España, se sigue discutiendo en las veladas de amigos ‘Si la cosa funciona’. En la última cena a la que asistí -y también yo discutí- se me ocurrió comparar a Woody Allen con Lope de Vega. Ninguno entre los cineastas que conozco es similar al norteamericano, aunque los hay más prolíficos, más neuróticos y más independientes. En Hollywood (y aún más en Bollywood) hay directores que han hecho más películas que él, y bastantes de ellos eran capaces de rodar dos o tres films en un año; lo hace ahora el gran portugués centenario Manoel de Oliveira y lo hizo en sus días dorados el inmarcesible Jesús Franco, alias Jess Franck, con quien tuve el honor de iniciarme en el cine práctico siendo yo un adolescente.
Lo de Woody Allen es distinto. Ha hecho una abundantísima carrera de director sin ser un mero artesano y sin estar sujeto a la mecánica de un gran estudio, girando además su obra en gran medida en torno a sí mismo, sus neuras, sus fobias, sus mujeres, su comicidad, mezcla de humor judío y vodevil europeo. Hace, para entendernos, cine de autor (él se inspira y a veces aspira a ser como Bergman, como Rohmer) dentro del molde de la comedia, que parece reñido con el de la trascendencia. Su obra está llena de títulos memorables, de frases o chistes que uno aún recuerda, veinte años después de oírlos, y la fidelidad que los públicos de Europa le mantienen al cabo de cuarenta años no tienen parangón, dado el volumen de su producción.
Y ahora expongo mi caso tal y como lo expuse a los postres de la citada cena amistosa. Pertenezco a todas esas categorías antes expuestas (no me he perdido una sola de sus películas), pero no soy miembro de la iglesia de Allen, lo que equivale a decir que llevo unos cuantos años saliendo de ver sus obras fílmicas (en las que nunca faltan brotes de gracia) entristecido profundamente por una idea: he aquí a uno de los más grandes artistas de la historia del cine devaluado por la manía de la proliferación. Así me imagino yo a algunos contemporáneos de Lope saliendo de las corralas madrileñas tras ver la comedia centésimo quinta del Fénix de los Ingenios.
‘Si la cosa funciona’ (título nada feliz para traducir el original ‘Whatever Works’, que no se presta a una fácil traducción y tampoco es en inglés, todo hay que decirlo, un prodigio de sonoridad) es el refrito de un gran cocinero de la comedia sarcásticamente autocompasiva, pequeño género en el que Allen es maestro indiscutible. El manjar tarda mucho en llegar al espectador, y produce a menudo la sensación de lo recalentado, aunque la aparición de la madre de la muchacha sureña, la grandísima actriz Patricia Clarkson (ya brillante en ‘Vicky Cristina Barcelona’), abre el apetito de la risa inteligente, no siempre satisfecho. Lo irritante, al menos para mí, es que las frases, los gestos y los modos del personaje protagonista, ese cascarrabias de Boris Yellnikoff, piden a gritos al propio Woody Allen, por mucho que el actor Larry David cumpla con su cometido. El efecto final de ‘Si la cosa funciona’ es semejante al de ir a comer a un restaurante de gran renombre y encontrarse con que ese día, por ausencia del chef, cocina un pinche.
Pero no se trata, creo, de un caso de envejecimiento o agotamiento artístico; reciente es, por ejemplo, su primera película rodada en Europa, ‘Match Point’, y se trata de una de las mejores. Allen es un filmador compulsivo, un genial ‘workaholic’ del cine, así que no tendremos más remedio que seguir atentos a su filmografía, que de vez en cuando ofrecerá el brillo cómico, la trama ingeniosa y la hermosa palabra que Lope de Vega, en medio de una acumulación de piezas trilladas, nunca dejó de regalar.