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De lo húngaro

Es impecable irse a pecar fuera cuando no se puede hacer en tu tierra: las españolas que abortaban en Londres, los que veíamos en Perpignan o más lejos películas prohibidas, los hispanos que daban vivas a la república en Portugal cuando aquí aún andaba Franco fusilando. Pecados de la carne o del alma, veniales todos. Pero la escapada ha tenido esta vez una moraleja cruel que nos alivia: József Szájer, eurodiputado húngaro extremo-derechista, ha terminado su carrera política, dicen que brillantísima, por un asunto de sado-maso gay que muchos adultos consintientes practican sin problema en sus recintos.

Szájer representa lo más vil de la política: la represiva mentira pública que tapa un complaciente vicio privado. Pero las fotos que se han podido ver del apartamento del sexo duro en Bruselas, así como el relato oral del master chef de la orgía, me han recordado, como paradoja, a uno de los grandes del periodo refundacional de los Nuevos Cines, el director Miklós Jancsó (1921-2014). Hoy está, me parece, un tanto olvidado, y quizá demodé, porque su extraordinaria concepción coreográfica de lo político no se lleva, y tal vez en su propio país los desnudos íntegros de sus actrices haciendo alegorías anti-fascistas podrían ser censurados.

Por mi gran apego al cine de Jancsó me aficioné a todo lo húngaro, inclinación que no he abandonado excepto en el fútbol, donde también hubo virtuosos como Puskas, aunque en ese terreno carezco de autoridad. Oigo con mucha frecuencia la música, digamos que clásica ya, de Bartók, el cine de Jancsó (y sus contemporáneos Gaál o Szabó) hoy lo sustituyo por el de otro radical de la vanguardia, Bela Tarr, y sigo descubriendo excelentes novelas de Tibor Déry, György Konrad, Dezsö Kosztolányi o Lászlo Krasznahorkai, a la espera de que Péter Nádas, autor de esa gran obra maestra que es Libro del recuerdo, publique más. Húngaros de mejor fuste.

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11 de diciembre de 2020
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La envidia (2)

La envida es una forma extraña del amor: amas lo que tiene el otro. Lo deseas, lo codicias. Vives sin vivir en ti. Vives prácticamente en el otro. Se trata de una morbosa y paradójica desposesión. A algunos les conduce a la locura.

Las empresas, las corporaciones, las sociedades, los pueblos, las naciones, son espesos tejidos de envidias entrelazadas con la misma densidad que los hilos en un tapiz. Aquí sabemos mucho de eso.

Desde niño he visto como se desplegaba por todo lugar, como un maravilloso río de lava, la humeante emanación de la envidia. En algunos lugares llega a dificultar la respiración.

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10 de diciembre de 2020
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Estado burbuja

Hay un placer sumiso en ­hacer estallar burbujas, porque son ilusiones que representan lo efímero. Glóbulos de aire que reventamos en los plásticos protectores, complacidos con su sonido similar al de despegar los labios. Otras se deshacen con la punta de la lengua cuando suben desde el fondo de la copa, bullendo. De jabón doméstico, higienizantes, o a lo Cleopatra, blancas como una fantasía nevada en agua caliente, evocan la alegría causada por una belleza fugaz. Las encontramos ya en la pintura flamenca del siglo XVII, y Chardin, Millais o Monet se entretuvieron dándoles forma en sus cuadros, al igual que Calderón y Machado en sus versos.

Burbujas que ya casi ni percibimos, pues la vista nublada por la Covid apenas permite espacio mental para lo minúsculo. ¿Se acuerdan de aquellas actrices y bailarinas caracterizadas de burbujitas doradas de cava? No ha habido mejor disfraz, tan festivo como ridículo, para sugerir un estado ingrávido. Hoy nos producirían pudor, y sería extraño que alguien se sintiera espumoso haciendo de burbuja. Porque en un arrojo de obediencia semántica, la sanidad pública nos ha cambiado el uso de la palabra.

Oigo decir a los invitados de una tertulia que pasarán sus Navidades en su burbuja social , tal como han recomendado las autoridades sanitarias. Burbujas de seis, que, si se aplica la norma, deben ser siempre los mismos. Sin cruces de saliva más allá del sexteto. Podemos transitar de dentro a fuera, pero imprimiendo soledad a nuestros hábitos. Nos vamos desmembrando de la multitud, ya no pertenecemos a ella, custodiados en nuestra burbuja profiláctica y reescribiendo los cálculos de la proxemia: el estudio entre la distancia íntima y la pública, que nunca había sido tan dilatada. La idea de cabaña se apropia con más fuerza que nunca de nuestro corazón abatido, tal vez porque trae ese aire de fantasía infantil, el goce seguro entre dentro y fuera.

Etéreas y delicadas, en su iridiscencia las burbujas tienen algo de hipnótico. Su simbolismo alude a lo pasajero que, al no tener consistencia sólida, puede estallar de forma imprevista en cualquier momento y desaparecer sin dejar rastro; pero también expresa la libertad total: ¿quién puede controlarlas? Sinónimo de solipsismo y frivolidad, ahora nos agarramos a su resignificación, conectada con la seguridad y la responsabilidad. Aunque lo esencial es que, a pesar de este gran cambio, el efecto Marangonisiga cumpliéndose y nuestras burbujas no se desvanezcan cuando por fin lleguemos a la superficie de una verdadera normalidad.

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9 de diciembre de 2020
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Firme propósito

He tomado una decisión; voy a dejar de ser una persona educada. Ayer, un fontanero argentino que a veces viene a arreglar los lavabos, me tuvo más de media hora, en la esquina de la calle Comercio con el paseo de las Autonomías, contándome con pelos y señales la operación de vesícula a la que su novio fue sometido en la clínica de la MAZ en Zaragoza. Es esa una esquina ventilada y el fontanero argentino llevaba buena mascarilla pero ya no es por el coronavirus es que tuve la sensación de que me fallaban las piernas al escuchar la parrafada. Ahora, en este instante, termino una conversación telefónica que ha tenido poco de conversación ya que durante cuarenta minutos mi amigo del alma Cosme Barrutia Perdiguero ha disertado sobre las ventajas de los coches diésel respecto a los de gasolina, asunto que yo desconocía y que sin duda es de gran importancia, pero que ha agotado la batería de mi móvil y, por primera vez, ha agotado mi secular paciencia. De golpe, me he hecho el propósito de no permitir más asaltos, de armarme de valor cortando con decisión el discurso de mis interlocutores. Sin excusas les espetaré: no me interesa en absoluto lo que me cuentas, me despido, ve con el rollo a otra parte. Es que además estoy empezando a sospechar que la abultada cartera de amigos y conocidos, patrimonio elogiado y envidiado por algunos, es fruto de mi aguante, que nadie más resiste estas palizas, que ya vale; mejor solo que mal acompañado.

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9 de diciembre de 2020
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El tirano que adoraba a la diosa Minerva

El señor presidente, la novela ya clásica de Miguel Ángel Asturias, premio Nobel de Literatura, ha sido recién publicada en la serie de ediciones conmemorativas de la Real Academia de la Lengua y la Asociación de Academias, una lista ilustre que encabeza El Quijote.

El dictador se convierte en la literatura hispanoamericana en una tradición que iniciaría en 1926 don Ramón del Valle Inclán con la publicación de Tirano Banderas. Pero, en realidad, la primera novela sobre este tema es El Señor presidente, que Asturias empezó a esbozar en Guatemala en 1922, cuando tenía 23 años, y terminó en París en 1932. No se publicaría sino en 1946 en México, en una tirada casi clandestina pagada por la madre del autor.

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los hechos nos desafían a relatarlos, se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela. De allí esa fascinación incesante por las dictaduras y los dictadores.

Si repasamos las dictaduras centroamericanas, nos encontramos con un verdadero bestiario político. El general Jorge Ubico, en la misma Guatemala, disfrazado de Napoleón; el general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador, teósofo que daba por la radio conferencias espiritistas, y ordenó en 1932 la masacre de 30 mil indígenas en Izalco; el general y doctor en leyes Tiburcio Carías Andino, de Honduras, cuya divisa era "destierro, o encierro, o entierro"; y el general Anastasio Somoza García, de Nicaragua, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial, donde los reos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

El dictador, y la manera cómo las vidas son alteradas y trastocadas bajo su peso sombrío, siguió pendiente en nuestra literatura como una obsesión que no había manera de saciar, en la medida en que estos personajes de folclore sanguinario, que de tan reales se vuelven irreales, no desaparecían del paisaje. Y esta ambición narrativa repasa la historia, de atrás hacia adelante. En Yo el Supremo, de 1974, Augusto Roa Bastos regresa al siglo diecinueve para retratar al doctor Francia, obcecado con la eternidad del poder mientras se lo va comiendo de puro viejo la polilla. Ese mismo año aparece El recurso del método de Alejo Carpentier, y al siguiente El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Un ciclo que llega hasta La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, de 2010. Como en un parque de atracciones, hay unos dictadores que resultan más atractivos que otros, y Estrada Cabrera se presenta como uno de los más singulares, porque se aparta del modelo de fantoches de casaca bordada y bicornio adornado con plumas de avestruz, como el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, de los sargentones de cuartel como Fulgencio Batista, o de los oportunistas que se inventan ellos mismos su grado de general de división, como Anastasio Somoza. Estrada Cabrera, litigante de juzgados, resulta más parecido en su atuendo de luto riguroso al psicópata François Duvalier, "Papa Doc", presidente vitalicio de Haití, que era médico, y brujo de los ritos vudú.

Nacido en Quezaltenango, sus origines son de folletín. Hijo de Pedro Estrada Monzón, un antiguo hermano franciscano, fue abandonado por su madre Joaquina Cabrera a las puertas de un convento, lo que obligó al padre a reconocerlo. La señora era una humilde vendedora de dulces y alimentos, que entraba a las casas pudientes a entregar sus viandas, y fue apresada una vez bajo la falsa acusación de robar unos cubiertos de plata en una de esas casas. Fue escalando puestos burocráticos, pasó de la provincia a la capital, y por fin llegó a formar parte del gabinete del general Reina Barrios; y sin ruido y sin alardes, se colocó en posición de sucederlo.

Estrada Cabrera es un verdadero arquetipo del dictador, tal como un novelista lo querría: su habilidad para tejer las artimañas del poder, sus crueldades y su obsesión por el escarmiento y la venganza; su complacencia con el servilismo, sus extravagancias, entre ellas el culto que rendía la diosa Minerva el último domingo de octubre de cada año, cuando organizaba las Fiestas Minervalias.

El dictador se momifica en la soledad del poder pensado para siempre, mítico porque nadie lo ve, como el señor presidente de Asturias. Su "domicilio se ignoraba porque habitaba en las afueras de la ciudad muchas casas a la vez", y se ignoraba también a qué hora dormía, "porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca". Estrada Cabrera es el tirano enlutado, el expósito resentido, el leguleyo de provincias que se vuelve todopoderoso despiadado, el que no tiene amigos sino cómplices, el que utiliza el miedo como principal instrumento de sometimiento.

Desde luego, toda obra literaria es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de ofrecer un mundo que siendo el mundo verdadero parezca otro y vuelva siempre a ser el mismo. Es lo que logra Asturias en El señor presidente. El portal del Señor poblado de mendigos que hablan delante de las sombras custodiadas por la policía secreta. Como los muertos de Juan Rulfo que hablan desde la oscuridad de sus tumbas.

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8 de diciembre de 2020
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¿Y después?

Muchos creemos que no hay nada después de la muerte, pero otros tantos creen que sí e imaginan, con espíritu lírico, vírgenes sin pecado y sociedades perfectas. ¡Bienaventurados!

 

Es imposible pensar en el más allá, en lo que viene luego, porque no hay modo de imaginarlo, de darle una imagen. No sólo es difícil para los incrédulos, los cuales suponen que después no hay nada. También para los creyentes la metafísica es de muy difícil alcance. En tiempos más poéticos el más allá se llenaba de figuras luminosas, fueran ángeles con arpa o círculos áureos de santos, mártires y divinidades. Aquel Paraíso (por no hablar de la dificultad de imaginar lo infernal) ya no se sostiene y en la actualidad los clérigos que aún conservan una grey pía han dejado de explicarlo.

Sin embargo, la necesidad de darse una imagen subsiste. Los mayores nos hemos resignado a la nada, pero los pequeños no. Tengo para mí que el éxito de la fiesta de Halloween y otras fantasías fúnebres como los zombis, responden a esa necesidad. Hay que darles una excusa a los niños para que cuando se pregunten: "Pero ¿cuánto va a durar la abuela?" tengan algo con lo que aliviarse. Simpáticos muertecitos, tiernos esqueletos casi siempre vestidos de mariachi, o muertos vivientes que dan mucho miedo, pero reconfortan porque alguno de ellos puede ser la abuela. Hay que llenar ese vacío que los mayores soportamos con cinismo y ceguera.

Reconforta, de todos modos, en tiempos tan crueles y destructivos, que aún haya quien crea en las leyendas. Hoy es la Inmaculada Concepción, uno de los mitos cristianos más modernos. Es hermoso creer que alguien se libró del pecado original, pero inimaginable. Sin embargo, ahí están los miles de creyentes que aceptan las leyendas. ¿Hay algo después de la muerte? Muchos creemos que no, pero otros tantos creen que sí e imaginan, con espíritu lírico, vírgenes sin pecado y sociedades perfectas. ¡Bienaventurados!

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8 de diciembre de 2020
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Pensar, mirar, buscar

En 1964 Jack Kerouac contestó a mano el cuestionario que un alumno de doce años para quien el novelista era su escritor favorito le había mandado desde Boston, como parte de un trabajo escolar obligatorio. A una de las preguntas del audaz niño, "¿Cuál cree que es el modo ideal de vida?", Kerouac le respondía: "Eremita en los bosques, cabaña de un único cuarto, estufa de leña, lámpara de petróleo, libros, alimentos, retrete, sin electricidad, solo agua de riachuelo o arroyo, dormir, ir a pie". El cineasta navarro Oskar Alegria, que probablemente no sea un beatnik, tuvo entre el invierno de 2017 y un prolongado verano de 2018 una aventura fluvial en la que el río Arga fue para él el agua primordial de una infancia trascurrida en sus orillas, desde las que entonces se divisaba una isla en el centro del río, un Zumiriki, título del largometraje ahora estrenado, ocho años después de su primera película La casa Emak Bakia. Las raras palabras bien provistas de "kas" muy sonoras anuncian ya desde su morfología una pertenencia y una raíz del cine de Alegria, que con esta segunda y fascinante obra se configura como uno de los nombres clave del actual cine-ensayo (mejor diríamos cinéma-essai, dada la filiación con Montaigne), al lado, dentro de nuestro país, de José Luis Guerín, Mercedes Álvarez, Oliver Laxe o Isaki Lacuesta.

Zumiriki tiene un arranque engañoso que parece encaminarse a una exaltación de lo regional y lo telúrico: una ermita campestre, una romería de la Virgen en la montaña, un padre labriego que hacía cine amateur con sus allegados. Todo muy previsible y muy rústico. Pero Alegria no sólo introduce desde el principio las secuencias caseras en Super8 de su padre; cita lo que este decía, "filmar sin pensar", y a eso se entrega el hijo en este film nunca ingenuo sino sofisticadamente cerebral, en el que todo está planeado a la vez que sujeto a la indeterminación de los elementos, al capricho animal y a los accidentes del hombre, entre ellos la muerte. Así que el aventurero, o el deambulador, o el evocador sentimental, decide ir a la margen del Arga y hacerse una cabaña unipersonal como las que, por mencionar solo algunos famosos reclusos voluntarios, ocuparon Heidegger en la Selva Negra, Wittgenstein junto a un lago noruego, Mahler en los Dolomitas, Strindberg en un pequeño archipiélago cerca de la capital sueca, Dylan Thomas y Bernard Shaw dentro de los jardines de sus respectivas casas de campo británicas. Entre ellos había, según sabemos, enemigos sin más del ruido ajeno, quienes al recluirse dejaban atrás un matrimonio nublado o un bloqueo creativo, y los que iban en pos de un uso egotista del tiempo y una inspiración fluida e ilimitada. En su propia confinación, Heidegger, quizá el más significado de todos, encontraba un "lugar de pensamiento" en el que, además de estar solo en su escarpada pradera, cultivaba la fidelidad a una "memoria campesina".

Aislado pero sin rechazar a los naturales del lugar, Alegria, después de levantar y adecentar su básico habitáculo sobre el solar de una antigua borda de su familia, sale a buscar el genio del lugar, sus figuras comunes y los excéntricos, y sobre todo no cesa de mirar ese paisaje idílico ahora anegado por las aguas de una presa construida en tiempos posteriores a su niñez. Su objetivo no es un veraneo fresco a la manera norteña, ni una tarea de mitificación infantil, aunque haya ciertos atavismos; evoca a su padre, a dos navegantes vascos que hicieron una larga travesía a vela en 1962 (cuyas imágenes de aficionado usa), y la figura evanescente de un hombre solitario que ocupó la orilla opuesta a la suya y al morir dejó cien vacas desvalidas. Noventa y nueve fueron al matadero y una, "joven y oscura", se escapó del rebaño, eludiendo el gancho de las carnicerías. "Esta película", dice el narrador en primera persona," pretende encontrarla". Los incidentes y hallazgos (por no decir peripecias y ocurrencias) de Zumiriki nunca cansan; la épica de la subsistencia a lo Robinson Crusoe mantiene su potencia narrativa probada a lo largo de siglos, y todo explorador que sepa contar su historia nos interesa, aunque conste -en el Oskar Alegria también protagonista del film- que su equipamiento, además de las dos gallinas ponedoras y las dos camisetas de cuerpo entero, la negra y la blanca, más propias del Oeste americano que de Navarra, incluía algún moderno utensilio para el bricolaje y cuatro cámaras de video de alta definición (las imágenes son con frecuencia de una gran belleza, tanto en el paisajismo como en el interiorismo.) Lo extraordinario de Zumiriki es que este intruso amigable divaga sin parar, y a menudo sin parar de andar; sus divagaciones son el reino de lo imprevisto, y los demás imprevistos que no emanan de él le dan a esta historia su argumento. Sin olvidar a la vaca oscura, personaje ausente cuya silueta está presente, y no estamos contando el final. El desenlace podría haber sido la garduña voraz instalada en el trono vacío del invasor humano ya desaparecido, pero al narrador Alegria le hacía falta un epílogo que quizá el espectador no necesita a estas alturas del largo metraje. El autor recompensa ese prolongamiento regalándole a su público un tour de force de imaginería nocturna y suspense acuático.

El indagador Oskar Alegria se había fogueado el año 2012 en una búsqueda distinta, de la mano o por inspiración de Man Ray. La casa Emak Bakia es otro lugar ameno al que nuestro cineasta llega por ser cinéfilo, tras conocer el mediometraje abstracto y para-dadaísta que Man Ray realizó en 1926 y llamó Emak Bakia. Tan misterioso pero vascuence título ("déjame en paz", sería su traducción) le conduce, a través de la erudición ligeramente llevada, de las coincidencias y los hallazgos fortuitos, a una casona en la costa vasco-francesa donde el artista de origen norteamericano residió y rodó. La digresión es el territorio donde Alegria se siente más seguro, y nosotros mejor acompañados. Su película contiene lo siguiente: una primera aparición del clown de Fellini Alfredo Colombaioni (que resurge en Zumiriki), un delicioso ballet con el flirt de una mano de plástico y una servilleta voladora, unas entrevistas explicativas a Bernardo Atxaga, Ruper Ordorika, un tendero de ropa vintage y dos expertos en Man Ray (quizá sobren todas), una visita a la tumba del polifacético artista en el cementerio de Montparnasse, una panorámica muy variada de las fachadas con nombres autóctonos de los chalets costeros del golfo de Vizcaya, una disertación en imágenes del modo de dormir de los cerdos, y como acicate, un alegato en pro de la ruptura de formas en el relato fílmico que el director pamplonica asume como una enseñanza del cine experimental de Man Ray, que hizo en total cuatro interesantes películas. Sin olvidar el lado, nada oscuro, del Alegria narrador, quien parece a lo largo de sus dos ensayos cinematográficos sentir nostalgia del cine de aventuras y piratas, del western, del thriller, y hasta de las sagas heroicas, que él reduce a la persistencia y la sagacidad del modesto héroe tenaz: la vaca fugitiva, el ordenado hombre de la cabaña, la novelesca princesa rumana (prima de Nabokov, ni más ni menos) cuyos antepasados construyeron la casa Emak Bakia, hoy residencia estival para trabajadores franceses jubilados.

En realidad, Alegria busca pasados sin futuro o auroras que no tengan fin. La expresión emak bakia ya no se usa en el euskera de hoy, y de los zumirikis solo asoma, cuando baja el nivel del río, la copa de algún árbol resistente a las avenidas. Entonces, además de observarlo y encontrarlo donde siempre estuvo, hay quien quiere también bañarse en sus aguas.

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7 de diciembre de 2020
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En la catástrofe (IV): razón sobre razón… miedo sobre miedo

El pensador francés René Thom (Medalla Fields de Matemáticas a la vez que admirable lector de Aristóteles) es autor (no exclusivo) de una abstracta teoría sobre las formas elementales que se despliegan por doquier en la naturaleza y en las obras de arte plástico, conocida como "Teoría de las catástrofes". Se trata de hecho de una reflexión sobre las singularidades topológicas susceptibles de emerger sobre fondo de continuidad, mas la metáfora utilizada para designarlas ("catástrofes") la convirtió por un tiempo en una teoría casi mundana. Como todo aquello que se populariza de forma caricaturesca, acabó por pasar de moda y hoy la admirable "Teoría de las catástrofes" cabe decir que se perdió en el olvido. Pues bien, recordaré una anécdota: El profesor Thom se hallaba en la tesitura de ilustrar ante un auditorio la tesis de que la inteligibilidad de los fenómenos naturales (objetivo esencial de la ciencia) poco tiene que ver con el dominio práctico de la naturaleza. Tras una pausa a ojos cerrados, nos sorprendió con una reflexión que sintetizo de memoria: hay una situación de emergencia; la inundación alcanza mi casa y yo subo a la terraza, desde la que contemplo como las aguas alcanzan ya el piso superior. Tengo ajustada percepción del fenómeno, cabe incluso suponer que he alcanzado a saber la razón de la emergencia; mi lucidez es, pues, total, pero... no puedo hacer absolutamente nada.

Tras este preámbulo citaré un texto clásico aquí ya varias veces evocado: "Unos se apiadaban de sí mismos, otros de la suerte de sus próximos. Algunos imploraban la muerte por temor a la misma muerte. Muchos elevaban los brazos rogando a los dioses; los más sentían que no había ya dioses en parte alguna, que esta noche era eterna y la última".

Así describe el hombre de leyes y escritor romano Cayo Plinio Cecilio Segundo, conocido como Plinio el Joven, el terror de la población ante la amenaza que se cierne sobre la bahía de Nápoles por causa de la erupción de la montaña. Ignorando que el Vesubio era un volcán, aquellos sorprendentes fenómenos sólo podían ser interpretados como una suerte de castigo. El narrador nos dice que, en el desconcierto, los fugitivos se empujaban sin pudor, preocupados tan sólo por escapar de la nube inquietante.

Hay sin embargo un comportamiento que hace excepción, el del mismo tío del narrador, Plinio el Viejo quien, lejos de huir, parece atraído por el fenómeno, como si fuera menos una amenaza que un reto, y mira de frente la nube grisácea, pronto claramente negra, que se extiende por la bahía y que no parece ser una mera acumulación de partículas, consecuencia por ejemplo del incendio de un bosque.

Los primeros naturalistas de Jonia (aquellos que Aristóteles designaba como "los físicos -hoi physikoi") percibieron que la naturaleza se deja desvelar (se hace transparente a nuestras facultades cognoscitivas) pero no se deja violentar ni dominar, siquiera por los dioses, es decir, no permite que voluntad alguna doblegue su necesidad; como máximo, la técnica puede explotar posibilidades que la propia naturaleza ofrece. Pero en ocasiones la naturaleza además de inviolable se muestra violenta, produciendo esa devastación de cuyo arranque en la bahía de Nápoles es testigo Plinio el Joven, quien nos dice que cayó una noche no como las ausentes de luna, sino igual a la que se produciría en un sitio cerrado carente de toda luz. Ya he señalado que en el momento de la erupción se ignoraba que el Vesubio era un volcán. Mas entonces ¿qué era aquello que empapaba la bahía? La densidad de ceniza impedía considerar que se trataba de una mera "calima", ni tampoco esa forma de la misma que denominamos "niebla".

Si hubiera que hacer una trasposición en nuestra lengua de la percepción psicológica del fenómeno que debieron tener aquella población infortunada cabría servirse del término "tiniebla" o "tinieblas", que tiene tanto una connotación de amenaza física como de caída moral como se recoge en la expresión "príncipe de la tinieblas". Aquella tormenta de ceniza y piedra no podía sino ser interpretada como una suerte de castigo. De ahí la reacción de pánico, que tiene como antes decía excepción en Plinio El Viejo.

Desvelar la naturaleza en los momentos en los que esta provocaba estupor fue siempre el objetivo de Plinio. Por ello, a diferencia de aquellos en los que el miedo incrementaba al miedo, Plinio no escapó ante la calima, sino que quiso ver qué había detrás. Quiero creer que consiguió su objetivo, ciertamente a un alto precio, que estaba dispuesto a asumir. Plinio el joven escribe: "Cuando de nuevo se hizo de día (tercero desde el que había visto por última vez) encontraron su cuerpo intacto, sin heridas y cubierto con los mismos vestidos. Su aspecto era más bien el de un ser dormido que el de un muerto".

Plinio el joven ve en su tío alguien a quien el amor a la verdad llevó tanto a "hacer cosas dignas de ser escritas" como a "escribir cosas dignas de ser leídas". Por ello en un párrafo antes citado agradece a Tácito que contribuya a hacer eterna su memoria. ¿Eterna? En unos tremendos versos de Emilie Dickinson, los caídos por las causas respectivas de la belleza y la verdad se reconocen y entablan diálogo...hasta que, implacable, la naturaleza cubre sus labios con musgo y apaga sus nombres: "I died for Beauty-but was scarce/Adjusted in the Tomb/When One Who died for Truth, was lain/In an adjointing Room/He questioned softly ‘Why I failed'? / ‘For Beauty I replied', /And I For Truth, Themselves are one/ ‘We Brethren are' he Said/And so as Kinsmen, met a Night /We talked between the rooms/Until the Moss has reached our Lips/And covered up our names" ("Morí por la belleza. Pero apenas/ me amoldaba a la tumba/cuando uno que murió por la verdad/ fue puesto al lado mío /Preguntó con voz suave por qué había yo muerto/ ‘Por la belleza', respondí/.‘Y yo por la verdad. Las dos son una sola./ Somos hermanos, dijo./ Y así -como parientes que en la noche se encuentran -/de habitación a habitación hablamos./ Hasta que a nuestros labios llegó el musgo/ y cubrió nuestros nombres". Traducción de José Manuel Arango, Colombia, Universidad de Antioquia, 2006, p.167).

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3 de diciembre de 2020
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Bajorreal

Esto no es una columna sobre la monarquía borbónica, sino sobre el fenómeno de dos de los más grandes escritores españoles del siglo XX que, en su fase larvaria pero ya haciendo esgrima, comparecen en el libro El amanecer podrido (Galaxia Gutenberg, 2020). Unidos desde su juventud por una a veces reñida amistad de iguales, Luis Martín-Santos, que murió en un accidente en 1964, y Juan Benet, llevado por el cáncer en 1993, planearon a fines de los años 1940, en una pensión madrileña, una travesura sublime: escribir al alimón casi 70 cuentos breves en los que su compilador minucioso, Mauricio Jalón, no siempre ve clara la autoría; es probable que fuese en algunos compartida, a modo de cadáver exquisito a 4 manos de quien ya era médico y quien aún estudiaba en la escuela de Caminos.

En 300 páginas asistimos al fascinante espectáculo de la inmadurez del genio afilando armas para el asalto al campo de la novela, más allá de sus (exigentes) ocupaciones en la psiquiatría y la ingeniería. El libro, completado con otros materiales de interés, lleva el título que le habían puesto al proyecto común nunca editado, y en el que, siguiendo el espíritu de su erudición impertinente, se rescata aquí el esbozo de una medio-jocosa corriente literaria que llamaron bajorrealismo.

Sabemos lo que ambos hicieron en la literatura de lengua castellana, en el caso de LMS con la trágica brevedad de su obra. Hay piezas memorables de Benet, como Mientras el Ebro sonríe, Vértigo de la ciudad en noviembre o El matrimonio, que ocupa dos líneas, y, siendo más numerosos, excelentes cuentos de LMS, Delicatessen, Amor, Nadia, donde brilla el buen lector de Kafka. El bajorrealismo del tándem no prosperó como tal: ambos tomaron caminos opuestos, Martín-Santos bajo la advocación de Joyce y Sartre, Benet escrutando a Faulkner y Proust. De los dos han quedado obras maestras. Estas piezas son su primer aliento.

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3 de diciembre de 2020
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Educación

 

La señora Celaá está logrando acabar con los suspensos, no fuera a ser que el Gobierno tuviera una tonelada de los mismos

Entiendo bien a la tal señora Lastra. Felipe González ha de callarse o quizás incluso mejor morirse. En la sociedad ideal que planean Iglesias y Sánchez un hombre de 78 años no tiene otro deber que morir. Alguien que ha cumplido una función histórica, que llegó al poder por aclamación, alguien con estudios y experiencia internacional, es el zumbido de un mosquito en la siesta de un Gobierno inerme, con escaso conocimiento del mundo, sin otra experiencia que husmear el rastro de los zapatos por las moquetas y sin interés por nada que no sea su beneficio inmediato.

El jefe de ventas de La Moncloa ha ordenado que a la gente de esa edad hay que aplaudirla, sí, aplaudirles mucho, pero solo cuando están agonizando en hospitales y residencias gracias a la pericia de un ministro de Sanidad que viene de la filosofía catalana. Casi con seguridad los agonizantes son gente que sabe cosas como la capital de Islandia, el autor de La montaña mágica o el cálculo integral. Son conocimientos que escandalizan al actual Gobierno y deben ser combatidos. La señora Celaá está logrando acabar con los suspensos, no fuera a ser que el Gobierno tuviera una tonelada de los mismos. Así que, con toda autoridad, puede presentar a la señora Lastra como un modelo para el futuro educativo de España: no tiene estudios y ha vivido en los pasillos del partido pasando curso sin necesidad de aprobar absolutamente nada. Abundemos, pues, con Lastra: cállense los viejos que no entienden el mundo actual. Paso a la juventud.

Me asalta una duda. En realidad, quien afea su edad a González, con ese delirio de Peter Pan que afecta al Gobierno, es una mujer talluda. ¿Debemos confiar más en una cuarentona indocta que en un sabio setentón? Y sobre todo ¿por qué?

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1 de diciembre de 2020
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El Boomeran(g)
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