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Contactless

 

El déficit de luz y abrazos nos decolora como si nos hubiéramos echado un líquido para apagar el bronce de la piel. "Falta de vitamina D" reflejan masivamente las analíticas, a pesar de que el sol de invierno sea capaz de doparnos los huesos. Pero los paisajes fantasma no calientan el corazón, al contrario, por huidizos y mudos, huérfanos del eco de los pasos sobre el empedrado. La idea de multitud sigue en cuarentena y nos sentimos desprogramados, parece que aquella densificación nos amparara en lugar de magullarnos. El apelotonamiento humano en los centros de las ciudades o las mesas pegadas en los restaurantes, donde la conversación vecina se nos metía dentro del plato, han caducado igual que los aforos a rebosar, o los turnos sin intervalo que dejaban las sillas calientes.

Otra noción de la distancia social nos hace más vulnerables y pobres en oxitocina. Sí, la hormona de la felicidad que segregamos al tocarnos, besar mejillas y enroscar lenguas nos ha sido arrebatada con la muerte del tacto social. Y de la sensorialidad. "El contacto lento, parecido a una caricia, no solo es importante para nuestra supervivencia, sino también para nuestro desarrollo cognitivo y social: por ejemplo, puede influir en la forma en que aprendemos a identificar y reconocer a otras personas desde una edad temprana", explica Laura Crucianelli, investigadora Marie Skłodowska-Curie en el Instituto Karolinska y el University College de Londres. Según sus conclusiones, sentir la piel del otro puede reducir la frecuencia cardiaca, la presión arterial y los niveles de cortisol, es decir, rebajar el estrés. Crucianelli recuerda que, cuando abrazamos a un amigo, nuestro cuerpo libera oxitocina reforzando nuestra motivación para mantener el contacto con los demás.

El coronavirus ha declarado la guerra a los sentidos. Una de sus flechas directas asaeta el olfato y el gusto: no oler ni saborear, menudo castigo. Pero sobre todo proscribe el tacto, de forma que los adultos hacemos regresión y recordamos aquella reprimenda infantil que se convirtió en cantinela: "¡No toques eso!". Hoy, vista y oído deben jugar en solitario la partida sensorial, no exentas de limitaciones. Gafas empañadas a causa de la mascarilla, y oídos a menudo blindados a los ruidos exteriores por los auriculares que informan de las últimas cifras de infectados y las nuevas medidas implementadas. El neuromarketing de los noventa quiso combatir la emoción cada vez más plana que proporcionaba lo material dotándola de atributos más elevados. Se extendió el término japonés kansei , que puede traducirse por "sensibilidad y sensitividad" y se relaciona estrechamente con el sentido del tacto en el ámbito del "diseño emocional", demostrando, como afirmaba Margaret Atwood, que "el tacto es el primer idioma y el último, y siempre dice la verdad".

La nueva urbanidad, además del miedo, nos ha hecho dimitir de nuestros hábitos tocones pese a que parecía imposible para nuestra expansiva cultura latina. Hemos renunciado a la fisicidad sin apenas rechistar. Ni una palmada en la espalda, por si acaso. Mejor reunirse a través de la pantalla, comer y beber en solitario, bailar en modo aerobic... Ahora nos palpamos el corazón igual que si fuéramos fríos nórdicos, aunque hay perspectivas interesantes que tener en cuenta dentro de esa virtualización. Por un lado, se ha extendido la soledad como enfermedad silenciosa y global. Vivir solo y sentirse solo no siempre están vinculados. Sin embargo, cuando acontece, la tristeza se expande igual que una mancha de aceite y robotiza los gestos humanos. No es una sensación exclusiva de las personas mayores: los millennials son la generación que más sola se siente. Así mismo, es propio de esta promoción un menor interés por el sexo: descienden los encuentros sexuales y aumenta el onanismo. Dado que los españoles dedicamos de media cinco horas y 18 minutos diarios a internet, y una hora y 39 minutos a las redes sociales (en las que algunos tienen hasta ocho perfiles diferentes), es evidente que el muro que no nos deja olernos ni manosearnos está hecho de pantallas. Nos entregamos a ellas sin reservas. Aplaudimos la sofisticada tecnología que iba sustituyendo la mano humana por la inteligencia artificial, la moneda por el bitcoin, e imponiendo la huella digital para acceder a la información que antes guardábamos en un archivador. Fuimos reemplazando las charlas telefónicas por los mensajes cortos y absurdos -¿cuántas veces escribimos gratuitamente OK tan solo para constatar que estamos al otro lado de la red?-. Abandonamos el papel que crujía al pasar la página por la luz lechosa del iPad. Vimos que la distancia no era impedimento para obtener placer, y aceptamos que el sexo virtual también era sexo.

Y ahora, doblemente huérfanos de tacto, imploramos un abrazo y un beso, tan proscritos como la peste. Ayer, con una PCR negativa en la mano, le estampé un beso a una amiga de mi hija y sentí una vieja emoción: cómo no absorber su energía capturando esa mezcla de olor a pizza y a perfume de fresa. Fue un efímero, aunque embriagador, retorno sensorial a la vida.

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12 de noviembre de 2020
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En la catástrofe (II): en el papel del Technites

Marcando el sendero que seguirá Darwin, Charles Lyell sustituye un relato mítico por hipótesis científicas. Nosotros somos hijos de Lyell y Darwin, pero también somos hijos del mito bíblico, en la medida misma en que lo tomamos como tal, no como un competidor de la explicación científica, ni como un refugio para paliar sus corolarios, concretamente por lo que se refiere a la finitud del hombre.

En 1831 la competición del relato bíblico con la ciencia era aun posible, precisamente porque la teoría de la evolución de las especies naturales no estaba conceptualmente asentada y, en ausencia de concepto, una metáfora, o la concatenación de expedientes literarios que traban un mito, ya es mucho, incluso como elemento de explicación.

Mostraba en la columna anterior que el tema de las catástrofes cíclicas ha sido en ocasiones reivindicado desde posiciones cercanas a la sensibilidad científica. Pero ateniéndose a los relatos de carácter indiscutiblemente mítico, y cuya fuerza radica fundamentalmente en el vigor literario, no todos presentan la catástrofe como cíclica, y cuando así es, no siempre le atribuyen las consecuencias devastadoras para el orden natural que hemos visto en el texto de Platón.

Pues aun en el mayor de los diluvios, cubriendo el agua incluso las más elevadas cumbres y arrasando toda vida que quede a la intemperie, la conservación de las especies amenazadas es posible, a condición de que entre ellas se encuentre esa especie singular que, por su capacidad de efectuar razonamientos, es susceptible de baremar los efectos de la catástrofe (además de intuir su inminencia, como lo hacen los representantes de otras especies) y, por su capacidad de forjar cosas que la naturaleza no depara por sí misma, es susceptible de paliar la intensidad de tales efectos, o al menos hacer reversibles sus consecuencias. Recordemos: "Aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas del cielo fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches".

El diluvio, que abolía la diferencia entre el desierto y sus oasis, habría hecho desaparecer toda vida reconocible si Noé, inspirado por su dios pero considerado loco por los hombres, no hubiera construido pacientemente, a lo largo de 120 años, su arca en el desierto y dado cobijo en ella a representantes de especies animales. Vale la pena detenerse con cierto detalle en este aspecto, no sin antes una precisión que evitará equívocos.

Cierto es que la narración bíblica sigue aun funcionando como expediente para no asumir la finitud, en ocasiones de forma casi vergonzante, usando un barniz de cientificidad (la teoría del llamado "designio inteligente" es uno de los disfraces), que traiciona de hecho el auténtico valor, el que le confiere simplemente su dignidad literaria, gracias a la cual lo que fue designado como "El libro" permite buscar otra cosa que explicación o consuelo.

En el mito del diluvio buscamos concretamente que, a través de los recursos narrativos, se ejemplarice algo esencial, a saber, el enorme peso de esa unidad inextricable de técnica y arte, designada por el término griego "téchne", por la que el hombre se singulariza entre las especies animales. Buscamos en Noé un símbolo del hombre como paciente y laborioso technites, condición que, pese a la intensidad de la catástrofe, hará posible la persistencia de una naturaleza vivificada por especies animales.

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10 de noviembre de 2020
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Música y vida

Cuando tomó el mando del Teatro Real era este un rincón aldeano. Marañón lo convirtió en centro ineludible de la ópera internacional
 

Dijo Tolstói famosamente que sólo son interesantes las familias infelices porque las felices son todas iguales. Es una gran mentira del señor conde. Todos y cada uno constatamos el interés grande de la felicidad y el tedio de la desdicha. Así, buen ejemplo, en sus Memorias de luz y niebla (Galaxia Gutenberg), Gregorio Marañón ha descrito la extensa vida de un hombre feliz. No es que no haya tenido sus dramas y problemas, pero de ello no se habla. He aquí la trayectoria de un ciudadano destinado, desde su nacimiento, a formar parte de esa élite que toma las decisiones financieras, políticas, sociales o culturales en el corazón de un país y rehúye el espectáculo público.

Hay en el libro una gran cantidad de nombres propios (el índice onomástico tiene 27 páginas), figuran entidades bancarias, centros de decisión ineludibles, todos los presidentes de la democracia y muchos altos cargos, así como las instituciones culturales más notables de España. Si en su vida ha ido recorriendo Marañón todos los laberintos del poder económico y político, es en el terreno cultural en donde, a mi entender, se ha sentido más a gusto.

Por ejemplo. Cuando tomó el mando del Teatro Real era este un rincón aldeano. Marañón lo convirtió en centro ineludible de la ópera internacional. Su lucha contra las muchas fuerzas que se oponían a la renovación del ente es, para mí, lo más vivo del libro. Nunca he entendido por qué un ministro o un alto cargo querría imponer a sus protegidos en un lugar tan especial, pero todos toparon con la rectitud de Marañón y fue él quien eligió los equipos desde el comienzo. Acostumbrado a tratar con tiburones de Wall Street miraba con sonrisa benévola al funcionario que exigía un papel para su sobrinita. Suenan aplausos.

 

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10 de noviembre de 2020
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Personajes fuera de los libros

En un reciente taller de creación literaria, uno de mis alumnos planteaba la pregunta siempre constante de la importancia, o necesidad, de la escritura y de los escritores, en un mundo en crisis, como si la magnitud de esa crisis volviera banal el acto de escribir.

Mi repuesta a este joven aspirante a escritor, que cuestiona la utilidad de su propio oficio, comienza por afirmar que, precisamente, los fenómenos sociales son el caldo de cultivo de la literatura, pestes, guerras, enfrentamientos, en la medida en que afectan a los seres humanos porque provocan muerte y desgracias, ausencias, encuentros fortuitos, y son capaces de crear pathos, drama. Cuando dejamos de mirar el todo, y entramos en las vidas de los individuos, es que surge la literatura.

Por tanto, la literatura no es prescindible, como algo que se puede abandonar porque la colocamos en un platillo de la balanza, y en el otro ponemos todo el peso desalentador de las crisis sociales. La literatura está para para convertir esos hechos en historias donde encarnen personajes capaces de salirse de las páginas de los libros. 

Y es hacia donde se dirigió la discusión entonces en el taller, hacia los arquetipos literarios, que llegan a tener su propia andadura ya no como personajes de ficción, lejos de lo ficticio, sino como sujetos reales en el mundo real.
Pasan a ser un punto de referencia común porque representan nuestras propias percepciones del mundo, y se vuelven una síntesis de lo que en determinado momento no podemos expresar de otra manera. Son en sí mismos una idea, una imagen. Y se convierten en arquetipos aún para quienes nunca han leído los libros de donde salieron. 
 

El proceso de creación literaria lleva a convertir a las personas en personajes, que es cuando adquieren ese relieve singular que los aparta del común. Pero cuando el personaje se sale del libro vuelve a convertirse en persona, y goza entonces de esa naturalidad que le da la vida real, viviendo entre los demás. 

Ulises es un nombre común aún para los que nunca han leído La Odisea, y cuando queremos significar todo lo que es difícil, o azaroso, decimos simplemente que es una odisea. ¿Y la guerra de Troya? Los grandes fracasos, las grandes derrotas son siempre Troya incendiada y desolada. Aquí fue Troya.
 
Homero, a través de milenios, es el gran dispensador de arquetipos, y aún de nombres de pila. En mi infancia, su elenco completo andaba por las calles de Masatepe, panaderos, agricultores o albañiles, jugadores empedernidos de gallos, bordadoras y costureras, y maestras de escuela: Héctor, Ulises, Telémaco, Aquiles, Ifigenia, Casandra, y una Helena que de verdad era bella. Era un pueblo homérico. 
 
Pero esta es una expresión que va más allá. Homérico es lo portentoso, lo extraordinario. Como América Latina misma, que es homérica porque su historia ha representado tantas veces la epopeya, que tiene siempre mucho de heroísmo pero también de injusticia y de crueldad. Homérica Latina, como llamó la escritora argentina Marta Traba a un libro de crónicas suyo. 
 

El personaje que ha sabido ganar más realidad fuera de la página escrita, es, por supuesto, don Quijote. Si una agencia de viajes anunciara en un tour guiado por La Mancha una visita a su tumba, donde descansa al lado de Sancho, ningún turista lo creería una tomadura de pelo.

Y tampoco es necesario haber leído a ser Cervantes para creer en la existencia real de estos dos personajes que han llegado a representar, más allá de cualquier intención de quien los creó, los dos polos entre los cuales siempre creemos movernos, idealismo y materialismo, la elevación de miras y la bajeza, o, si se quiere, locura frente a cordura; y es por eso que ambos son tan populares, porque se les suele contraponer en la vida común, y es de allí que resulta lo quijotesco.

Quijote se vuelve quien quiera alcanzar lo que está demasiado distante, o no es posible, y lejos de tener un sentido real de la vida, que quiere decir tener un sentido práctico, termina convirtiéndose en un bueno para nada. Un quijote al que se termina viendo con ojos de desdén, o de misericordia.

Mefistófeles no sería tan popular sino hubiera pasado por las páginas del doctor Fausto. El diablo que nos tienta con librarnos de la pobreza y de la vejez, es mucho más conocido entre quienes nunca han leído a Goethe que el propio sabio alquimista dispuesto a entregar su alma. No todo el mundo dice faustiano, como dice homérico, o dice quijotesco. O dice donjuanesco.

Don Juan, el mujeriego dueño de todos los excesos y de todas las alcobas, que desafía altanero a la muerte y a los muertos, es más popular que el autor, o los autores que lo inventaron, porque ha sido inventado en el alma de cada quien. Y popular, sin duda, la Celestina, en la vida y en la lengua de todos los días.

Pero a cuántos que ni siquiera saben de la existencia de Kafka, ni menos lo han leído, he oído decir kafkiano cuando se ven atrapados en situaciones que no comprenden, o cuando son víctimas de lo absurdo a que el destino los somete. O de la burocracia, o del poder, que son formas del destino.

 

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9 de noviembre de 2020
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Papa y papás

 

El mismo día en que Pablo Casado hizo de delantero centro en las Cortes hubo otra recolocación centrista en más altas esferas, donde se aplaudió menos. Gracias a una crónica de Daniel Verdú desde Roma supimos de un documental ruso en el que el papa Francisco prosigue su resbaladizo toma y daca en el tema de la homosexualidad; lo inició a bordo de un avión en 2013, recién elegido ("¿quién soy yo para juzgar a los gays?"), lo atenuó poco tiempo después al recomendar el psicólogo a los niños con "síntomas raros", aunque el mes pasado su encíclica Hermanos todos (Fratelli tutti) nos pareció el non plus ultra del igualitarismo. Pero ahora resulta que los homosexuales siguen pecando si además de creyentes son practicantes: la noticia es que el papado acepta el amor platónico y la unión civil (faltaría más). Bergoglio, vigilado de cerca por la curia vaticana, reparte el sufrimiento: a los hijos que muestren la tendencia no hay que echarlos de casa, pero tampoco es de recibo que un crío afeminado o una cría machorra "generen dolor" a sus progenitores.

Quise mucho a mis padres, que me quisieron a mí muchísimo, sin saber en toda su verdad mis sentimientos amorosos. No me hicieron sufrir ni yo a ellos, creo. El lema del ejército norteamericano ("don´t ask", "don´t tell", no pregunte, no diga) fue durante siglos un pacto sobrentendido de silencio, llevadero mejor en grandes superficies y familias de manga ancha. Hoy es distinto. La homosexualidad quiere hablar, esté donde esté, y no solo ser compadecida. Cuando las sectas dogmáticas proliferan y las religiones de Libro manifiestan intransigencia respecto al descarriado, la más extrema de todas se lanza a la calle a sacrificar ovejas negras del rebaño de enfrente. Decepciona en un momento así que la iglesia de Jesucristo no sea, por un asunto de cama, aquella vanguardia caritativa y humanista en la que muchos creímos antes de perder la fe que nos castigaba.

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6 de noviembre de 2020
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Más visibles, ahora o nunca

Cuando las mujeres de mi generación teníamos veinte años, nos producía auténtico pavor el concepto de invisibilidad aplicado a nuestro futuro. Nuestras colegas nos alertaban: "A partir de los cincuenta años desapareces del espacio público, y los hombres dejan de mirarte". Bueno -nos decíamos a modo de consolación aunque sintiendo el ardor del escándalo-, todavía nos faltan treinta años para alcanzar esa tremenda inmaterialidad, la sensación de habitar un desguace. ¿Cómo era posible que nuestras pocas referentes, las sabias, las activistas, las artistas que admirábamos, perdieran su encanto al llegar la edad de la menopausia, mientras que para los hombres marcaba la nueva edad del pavo, la del segundo matrimonio y la del coche ­fantástico?

La sentencia de invisibilidad se sostenía desde la tradición y desde la androcéntrica mirada de la seducción, la que dicta que cuando dejas de ser fértil ya no interesas. Ahí estaba aquella inolvidable estadística recogida por Susan Faludi en Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna : a los cuarenta años una tenía más ­probabilidades de sufrir un atentado terrorista que de casarse. Aquel mismo 1993, una eminente cardióloga, Bernadine Healy, fue nombrada por George H.W. Bush directora de los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de EE.UU. y estableció una novedosa norma: únicamente financiarían aquellos ensayos clínicos que incluyeran tanto a hombres como a mujeres. Porque no solo las pioneras de la historia y todas aquellas que cumplían los 50 eran invisibles, sino que las mujeres habían sido borradas de las investigaciones bajo el acientífico supuesto de que los resultados masculinos podían aplicarse automáticamente a ellas con efectividad. 

La doctora Carme Valls Llobet, en su interesantísimo libro recién reeditado por Capitán Swing, , profundiza en la masculini­zación de los protocolos médicos, un reduccionismo que no siempre ha tenido en cuenta las particularidades biológicas, psicológicas y sociales de las pacientes. El sesgo de género nos ha penalizado y ha acortado nuestras vidas. Curiosamente, estos mismos días puede visitarse en el Museo del Prado una exposición que lleva casi el mismo título - Invisibles - y exhibe obras de aquellas artistas que permanecían arrumbadas en el almacén del olvido. Y el Museu de l'Empordà, en Palafrugell, recupera la obra de 31 autoras que nunca fueron expuestas. Pero la cultura -en el ámbito de las letras somos mayoría tanto de licenciadas como de lectoras y consumidoras- no es el último bastión del poder masculino. En la medicina, más de un 77% de las profesionales sanitarias son mujeres, y hay más del doble de mujeres que de hombres matriculadas en las carreras de Ciencias de la Salud, aunque en la sanidad pública cobren y manden menos. "Desde hace más de diez años, con un 75% de mujeres estudiando en las facultades de Medicina, y con más de un 65% de médicas en atención primaria, no hay -al menos desde el año pasado- ninguna catedrática de Ginecología ni de Pediatría", afirma Valls, y añade: "Un ejemplo de lo que no es de recibo: el Comité de Emergencias de la OMS tiene un 80% de expertos y un 20% de expertas".

Elena Martín, 55 años, jefa de cirugía del hospital La Princesa, especializada en cirugía hepatobiliopancreática, nunca se ha quejado. Se ha dedicado a trabajar sin tregua. Su reputación es intachable, su currículum sólido y prolijo. Formada en la clínica Mayo, en la Cleveland Clinic y en el Hôpital Paul-Brousse de París, acaba de presentar su candidatura para presidir la Asociación de Cirujanos Españoles (AEC), entidad de cuya junta ha formado parte desde el 2003, con diferentes directivas. Elena no ha sido madre -"no he tenido tiempo"-, el suyo ha resultado un viaje al revés que el de nuestras pioneras, a las que su condición de progenitoras y cuidadoras acabó por expulsar de su sueño profesional (como prueba concluyente de que las mujeres siempre tienen que renunciar a algo).

Por mucho que los sobrinos de la doctora Martín se disfracen con batas blancas y estetoscopio, no quieren ser cirujanos. Su tía trabaja demasiado. "Las cirugías del páncreas son largas: una media de ocho horas. Hay que sacar el órgano, sustituir las venas, hacer injertos...". Le pregunto cómo es un tumor: "Es una masa pétrea, dura, que cuesta despegar". Elena ha salvado muchas vidas, al filo. Durante el primer pico de la pandemia de la Covid-19 fue una de las cabezas visibles de la AEC como interlocutora con el ministerio. Y no quiere argumentar su candidatura desde su condición sexual, sino desde la excelencia de su programa.

No hace falta decir que la AEC, fundada en 1934, nunca ha estado presidida por una mujer. Cierto es que ellas, pragmáticas y poco conspiradoras, renuncian a los cargos directivos para poder conciliar sus vidas. Pero también lo es que, hasta que no se supere esta anomalía, su visibilidad no logrará ser iluminada por los focos de una realidad que sigue apegada a las sombras de la desigualdad.

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5 de noviembre de 2020
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Los avatares del héroe

He aquí un libro totalmente necesario para todo aquel que se adentre en los misterios de la fabulación, sea de carácter épico o no.

De forma muy detallada y precisa, Campbell ilumina el nexo entre los mitos y los ritos vinculados al vasto universo de la iniciación. Cuando se habla de Bildungsroman, se olvida a menudo que la novela de aprendizaje existió ya en Grecia y que todas las novelas de caballería lo son, como lo fueron más tarde las novelas picarescas. Pensemos en El Lazarillo, cuyas andanzas le conducen al ejercicio del cinismo, como ocurre también en La vida de Estebanillo González contado por sí mismo, seguramente la mejor novela del Siglo de Oro después de El Quijote, como muy bien supo ver Juan Goytisolo. Que en el Bildungsroman del barroco el héroe apueste por el cinismo solo indica una cosa: el barroco inauguró en nosotros la Edad del Cinismo, y no es extraño que Gracián, filósofo por el que siento un gran aprecio, instaure una gramática del comportamiento, o una moral, tan pragmática como cínica, al menos en ciertos momentos.

En El héroe de las mil caras, Campbell nos va informando, paso a paso, de todas las fases por las que pasa el héroe clásico, desde el instante en el que siente en el cuerpo y en el alma la llamada de la aventura, hasta la última fase, cuando el héroe ha cumplido su misión (como la cumplieron Hércules y Ulises) y puede entregarse al placer de vivir, tras haber alcanzado una seguridad ontológica que encajaría bien en la dialéctica hegeliana. Al final, el héroe ha resuelto todas las contradicciones consigo mismo y con el mundo, y se abren para él las puertas de una más que merecida felicidad.

Antes de ese final feliz, el héroe habrá pasado por la duda existencial, el encuentro con algún maestro, el cruce del primer umbral de la noche, el peligro mortal antes monstruos descomunales, a veces de naturaleza invisible, el encuentro con aliados divinos y humanos, la inmersión en la oscuridad, la prueba de la muerte, la batalla definitiva, los peligros del regreso al hogar, la reconciliación consigo mismo y la promesa de la paz.

En los avatares indicados, no he mencionado el que me parece más importante, y que Campbell trata en el capítulo titulado La reconciliación con el padre. Me refiero al primer avatar que caracteriza la vida de muchos héroes clásicos: la enemistad con el padre, a menudo originada por una profecía nefasta. En esos casos el héroe-niño suele ser abandonado. Sus padres lo rechazan o mueren, pero alguien salva al niño-héroe de forma a veces milagrosa, a veces casual: es el caso de Edipo, Moisés, Amadís de Gaula, Tarzán y tantos otros.

El héroe clásico es expelido por su clan y salvado por los demás. No es bueno ignorar que se trata de una gramática que deja a menudo en muy mal lugar la figura del patriarca. Pensemos en Ivanhoe, que los adolescentes de mi generación y de las anteriores todavía leían, como confesaba Bob Dylan en su texto cuando le dieron el Nobel. Ivanhoe está profundamente enemistado con su progenitor. Las mitologías del mundo son pródigas en padres asesinos. Y juraría que no se equivocan. Como demostraron los antropólogos de la Edad de Oro de la antropología, la figura paterna se presenta como repulsiva en una ingente cantidad de mitos. Esas repulsiones suelen estar muy justificadas. Son radiografías de lo real.

Siempre le he dado mucha importancia a este avatar que materializa la idea de que el héroe suele tener una infancia difícil en la que tenía que haber muerto, pero el Mundo o la Providencia decidieron que no.

El lector habrá observado que estoy hablando de fases que no solo aparecen en las historias épicas, y que pueden observarse en toda clase de novelas, sean del género que sean.

Recomiendo vivamente su lectura a novelistas y guionistas, así como a los lectores interesados en los elementos fundamentales que van hilvanado todos los mitos heroicos y sostienen todas estructuras vinculadas al universo de la épica. Según mi entender, la traducción de Carlos Jiménez Arribas, publicada con gran esmero por Atalanta, es la mejor y más moderna de cuantas se han hecho en español.

Todos los guionistas de Hollywood lo tienen como libro de cabecera. Posdata: Lamento el proceso de corrupción que ha sufrido el bellísimo concepto avatar, que modernamente significa el doble digital, provocando la desintegración de su significado real, a saber: cada fase por la que pasa la vida de un individuo, un héroe o un dios.

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2 de noviembre de 2020
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La Unidad Popular, de Alfredo Sepúlveda

50 años después, una crónica revive el trágico gobierno de Salvador Allende.

Como si estuviera contándolo en el diario del día siguiente, con el ojo para los detalles de un periodista parlamentario, Alfredo Sepúlveda escribe que ese 24 de octubre de 1970 “un diputado socialista, Mario Palestro, de estilo directo, campechano y gruesos bigotes de charro mexicano, no se contuvo una vez terminó el recuento de los votos: ‘¡Viva Chile, mierda!’, gritó.”

En su libro La Unidad Popular: Los mil días de Salvador Allende y la vía chilena al socialismo (Sudamericana, primera edición en julio de 2020), Sepúlveda construye con detalles como este y con la mirada doble de la inmersión y la distancia un relato trepidante de los tres agitadísimos años del imposible gobierno de revolucionarios y reformistas.

Fueron mil días de infarto que transcurrieron desde que el pueblo, con un margen estrechísimo, eligió al viejo caudillo Allende, un rocoso parlamentario que se presentaba a la presidencia por cuarta vez. El relato sigue con sus políticas agrarias, sanitarias, industriales, culturales, pasando por 12 intentos fracasados de golpe de estado, y terminando con el décimo tercer golpe, el 11 de septiembre de 1873, que acabó con la democracia chilena y del cual Allende salió muerto, mártir, mito trágico y discutido hasta el día de hoy.

 Sepúlveda, un periodista formado en la Universidad de Columbia y hoy responsable de posgrados en la Universidad Diego Portales de Santiago, se ha especializado en contar el pasado como si estuviera pasando hoy, y en este libro lleva su método hasta hacer comprender al público actual lo que se jugaba en cada momento y cómo lo que sucedió de una manera pudo haber pasado de muchas otras formas. Ya lo probó con el padre de su patria, en una biografía de Bernardo O’Higgins (2007), y con Una breve historia de Chile: de la última glaciación hasta la última revolución (2018).

Este libro ayuda a entender al personaje de Allende, mucho más complejo y multifacético que en los manifiestos que lo canonizan o demonizan: fue un típico operador político parlamentario, como el Frank Underwood de la primera temporada de House of Cards, convertido en sorprendente émulo del Che Guevara como trágico mártir de la revolución. También permite comprender la trayectoria del oscuro burócrata militar Augusto Pinochet, a quién Allende eligió como su último comandante en jefe, y en cuya lealtad creyó hasta el mismo 11 de septiembre: un general ladino y pusilánime que sólo se plegó al golpe a último momento, y probablemente (nunca lo sabremos) porque al estar todos los demás generales ya jugados, corría más peligro fuera que dentro de la asonada.

Pero La Unidad Popular no es, como el clásico La conjura, de la periodista de investigación Mónica González, o el reciente Entre la araña y la flecha, del historiador español Mario Amorós, un relato del gobierno de Allende como antecedente del Golpe. El Golpe está, pero el breve sueño allendista fue mucho más que lo que vino antes de la dictadura de 17 que cambió Chile.  

Se tenía que contar como una historia completa y autosuficiente el experimento único, fascinante que durante mil días juntó a la izquierda respetuosa de las leyes, que desde los años cuarenta representaba Allende, con los jóvenes guevaristas y fidelistas que tomaron la voz y las armas a finales de los sesenta. En vez de argumentar si Salvador Allende estaba llevando a Chile hacia el comunismo de Cuba, hacia otro Vietnam o hacia un socialismo democrático como el modelo escandinavo, Sepúlveda cuenta el paso a paso de ese gobierno y sus personajes, para que se noten sus costuras, sus contradicciones, su brillante incoherencia.

Como los gobernantes de hoy, Allende tuvo poco tiempo para cimentar su legado, para planear futuros de sol y alegría: desde antes de comenzar tuvo que transitar el pedregoso día a día y enfrentar las constantes amenazas. Por eso el libro no termina con el Golpe. Esa escena final está en el penúltimo capítulo, con el ataque a La Moneda y el testimonio de los últimos que lo vieron con vida, empuñando el fusil que le regaló Fidel Castro para inmolarse por la democracia.

La última escena es, en cambio, el tremendo discurso radial, la despedida de un político hábil convertido conscientemente en héroe de una tragedia griega en esa alocución que todavía pone la piel de gallina.

Cuando ya todo estaba perdido, finalmente Allende se permite dejar la batalla del presente y mirar al futuro. “Sigan ustedes sabiendo que más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.  

 

Entrevista con Alfredo Sepúlveda

“Los éxitos de Allende, no sus fracasos, fueron la causa del Golpe”

¿Por qué te propusiste escribir La Unidad Popular?

Pensé que sería útil y necesario tener esta historia ordenada y completa; así no la encontré salvo en tradiciones orales, y quise hacerlo en forma narrativa. Estaba desperdigado en ensayos, memorias, la construcción está en memorias y sobre todo audiovisuales. Quise hacer un texto neutro para que fuera la narración lo que se impusiera sobre el punto de vista, como si no fuera chileno. Relato descomprometido de las dos grandes narraciones: el mito totalitario y el socialdemócrata. El de los militares para buscar su legitimidad, que pintaban el gobierno de la UP como un camino a Camboya o Cuba, y el socialdemócrata, que lo mostraba como los sistemas nórdicos. Había que contarla como si estuviera viviendo en ese tiempo, con esas circunstancias y no las actuales, porque por las circunstancias del momento eligieron sus caminos. Busqué que el lector también sintiera que eso está pasando mientras lo están leyendo.  

Buscaste romper mitos…

Cuando te metes en la historia ves que los períodos son más complejos que los mitos. La UP fue un intento de transformación radical hacia el socialismo marxista, pero no quiere decir que iba a ser Cuba ni tampoco Suecia. Aquí se pretendía el traspaso de riqueza una clase social a otra. Es marxismo clásico. Pero se termina siempre hablando de qué hubiera sido… y no lo sabemos. Iba a haber una transformación del sistema político, que el congreso bicameral iba a dar paso a una Asamblea Nacional, que la justicia iba a dar lugar a otra cosa. Allende quería intervenir en los tres poderes, pero más allá de eso es difícil establecer qué iba camino a ser. Porque nunca se pudo establecer y pensarse más allá del día a día.

¿Qué dificultades tuviste?

La dispersión de la información. Tuve que construir la cronología y me demoré 4 o 5 meses. Por ejemplo, hubo muchos intentos de golpes de antes del 11 de septiembre. La del 11 de septiembre del 73 esa fue la última conspiración de muchas. Fueron 13 conspiraciones, en mayor o menor grado. La primera fue de la CIA que termina con el asesinato del general Schneider, que intenta que el congreso no elija a Allende, y fracasa. Eso muestra que los intentos empezaron antes de que empiece el gobierno de la UP.

¿Cómo cuenta esto un periodista distinto de un historiador?

Primero, un gran cuidado por la estructura narrativa. Intento deseducarme, porque se corre el riesgo de empezar a construir mitos. Me limito a presentar los hechos y relacionarlos con la evidencia. Como periodista, no tengo que contestar los porqués pero sí armar el rompecabezas para que los lectores vean el paisaje. Yo soy muy adicto a los historiadores ingleses, que relacionan narración con historia. Lo que se parece más a lo que yo hago, la divulgación histórica, son las historias generales. Y eso se puede hacer ahora, pienso. Es hora de ver el período sin ser esclavos de lo que pasó después. Puedo ser crítico con la UP porque no estoy ahora legitimando la dictadura. Cualquier crítica era en esa época hacerle el juego al enemigo. 

¿Cuál es el legado del gobierno de Allende hoy?

Fue muy rápido y bastante exitoso en lo que buscaba, pero parte de esos éxitos, no sus fracasos, fueron la causa del golpe. Por ejemplo, desapareció el gran latifundio y fue el origen de la estructura ya no semifeudal, sino empresarial, que dura hasta hoy, lo que permitió un capitalismo liberal. Allende trajo la modernidad. Sin la desaparición del latifundio no hubiera sido posible la agricultura moderna en Chile. Pero la reforma agraria tan atropellada, hizo que la derecha chilena fuera golpista. Su otro gran legado es la nacionalización del cobre, que permite que el fisco tenga recursos seguros para llevar adelante las políticas sociales. Es la base de políticas sociales de la Concertación, financiadas por la bonanza del cobre que se genera con Allende.

¿Y cómo ves al personaje de Allende? ¿Piensas que todavía su muerte determina todo lo que sentimos y pensamos de su vida?

Con Allende pasa que tiene una estructura mítica, un santo laico para toda la izquierda, y un mártir para la democracia chilena. Históricamente le asignamos más competencia que la que tuvo. La UP fue un gobierno de partidos, el presidente estaba limitado: los partidos eran más fuertes que él. Eso es parte de la tragedia: Allende nunca pensó en dirigir él. A mí su figura se me sube, porque cuando hago el análisis de su último discurso, al final él elije al sistema democrático por sobre la UP, es más institucional que socialista. En ese discurso no hay referencia al marxismo sino a la democracia, los trabajadores y los pobres. No quiere que se lo recuerde como un revolucionario sino como un representante de la constitución y las leyes. Es discutible, pero él creyó eso hasta el final. Y se quedó solo. El resto de los partidos no lo acompañaron.

¿Por qué decidiste terminar con el famoso último discurso de Allende?

Me di muchas vueltas, en un momento pensé que era muy obvio, pero es tan trascendente para la historia del país que por eso lo puse al final. Quise contar la historia de un experimento llamado Unidad Popular, cuyo líder estuvo dispuesto a terminar con la UP para salvar la democracia y salvar a Chile del baño de sangre. Y fracasa y esa es la tragedia.

Este texto es parte de un artículo publicado en la Revista Eñe el 30 de octubre de 2020

 

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30 de octubre de 2020
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La vía chilena al derecho pleno

El domingo 25 de octubre, 50 años y un día después de que Congreso de Chile eligiera a Salvador Allende, como presidente de la República, la sociedad chilena finalmente empezó a desmontar el sistema dictatorial que acabó con el sueño de la Unidad Popular.

Allende había gobernado siguiendo rigurosamente los principios de la constitución de 1925: ésta le permitió nacionalizar el cobre, realizar una profunda reforma agraria, garantizar educación, salud y medio litro de leche al día a todos los niños. Pero el sistema parlamentario le impidió avanzar más: era limitado el poder presidencial y sus aliados le dificultaron el camino y terminaron dándole la espalda.

Cuando el 11 de septiembre de 1973 los aviones de la Fuerza Aérea bombardearon La Moneda y destruyeron la frágil democracia que Allende defendió hasta el final, se propusieron montar un sistema con más poder presidencial, control de las Fuerzas Armadas y permitir la privatización de las tierras y los recursos naturales, incluso el agua.

Así el cerebro jurídico de Augusto Pinochet, el abogado Jaime Guzmán, forjó con un grupo de colaboradores una nueva constitución en 1980, que fue ratificada en un espurio plebiscito sin listas electorales ese año, mientras imperaba el terror. Los militares tardaron una década en entregar el poder y que su constitución empezara a regir. Con parches y enmiendas, es la constitución que hoy impera en Chile.

Algunos incisos tremendos, como los puestos de “senadores vitalicios” para, entre otros, los ex comandantes en jefe de las FFAA (por lo cual la transición pactada comenzó con el mismo Pinochet sentado en el senado), fueron luego derogados. Otros, como las exorbitantes mayorías necesarias para hacer cambios, continúan en pie.

Por eso, en cuanto se desató el estallido social en octubre del año pasado, una de las demandas más repetidas fue cambiar finalmente la constitución de la dictadura. A tres semanas de la revuelta que trajo de vuelta el toque de queda y el estado de alarma, el gobierno y la oposición pactaron un referéndum para proponer una nueva constitución.

Se llevó a cabo este 25 de octubre, un día después del 50 aniversario de la ratificación de Allende por el Congreso. Y ganó el sí por casi el 80 por ciento de los votos. Las calles se convirtieron en una fiesta constante desde dos horas antes de terminar el horario de votación.

En el lugar emblemático de todas las marchas desde el estallido hace un año, alguien trajo una enorme bandera negra. En su centro, un retrato de Salvador Allende, el Compañero Presidente.

 

Este texto es parte de un artículo publicado en la Revista Eñe el 30 de octubre de 2020

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30 de octubre de 2020
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En la catástrofe (I): del «Timeo» a Charles Lyell

A fin de asegurar el tipo de equilibrio en el entorno natural que conviene a nuestra especie, la ciencia se esfuerza en llegar a dominar la energía de fusión, o sea análoga a la proveniente del sol, con lo cual de alguna manera, se responde al viejo precepto de la "téchne" como imitación ("mímesis") de la naturaleza. Recordaré que la fisión (rotura de un núcleo grande en dos más pequeños) produce residuos radioactivos, mientras que la fusión (dos núcleos pequeños se juntan para formar uno mayor) no genera tales residuos.
 

Mi amigo el físico Javier Tejada reitera una y otra vez la importancia de la siguiente pregunta: ¿cuánto tiempo necesitamos para esta transición energética? Y la verosimilitud de que quizás haya que esperar más de medio siglo, abre una perspectiva inquietante: antes de controlar la fusión nuclear y tener operativos reactores, es posible que hayamos consumido todas las otras fuentes de energía y contaminado, posiblemente de forma irreversible, nuestro planeta.

Si tal fuera el caso, la humanidad podría retroceder a estados de civilización primitivos y tener que esperar millones de años para volver a disponer de suficientes combustibles fósiles que permitieran por así decirlo empezar a evolucionar desde cero.

Este asunto de la posibilidad de una catástrofe que obligue al hombre a volver a un arcaico punto de arranque, es algo más que una mera conjetura y de hecho atraviesa tanto la literatura científica como la filosófica, a veces en forma de mito:
Cuenta Platón en el diálogo "Timeo" que llegado Solón, "el más sabio de entre los siete sabios", a la ciudad egipcia de Sais, un sacerdote ya anciano le explica las razones por las cuales Egipto tiene supremacía sobre Grecia, pese a estar amenazados ambos países por inevitables catástrofes cíclicas que anulan la vida civilizada. Pues hay una diferencia en la modalidad que adopta la catástrofe en uno y otro lugar, y esta diferencia tiene enormes consecuencias:
La catástrofe no tiene el mismo peso cuando la provoca el fuego o cuando la provoca el agua, pues solo en el caso del fuego la destrucción es total. Pero aun tratándose de la calamidad causada por las aguas, la gravedad depende de si estas descienden torrencialmente o, como en Egipto, se trata del desbordar de un gran río, pues en este caso, en la llanura misma, aunque desaparecen las plantas, los animales y el hombre, se salvan los templos y las inscripciones que en ellos conservan la memoria colectiva. Y así, en Egipto, cuando las aguas descienden y los supervivientes en las cimas montañosas bajan a la llanura, restauran con ayuda de esa memoria escrita los cimientos de su civilización, lo cual hubiera sido mucho más difícil en base al contingente recuerdo subjetivo.

Así pues, mientras la catástrofe relativamente menor que supone el desbordar del Nilo preserva en Egipto lo esencial, en Grecia la cíclica lluvia torrencial destruye todo haciendo que sus habitantes estén a intervalos condenados a empezar a cero: "Solón, Solón, eternos niños sois los griegos... Ninguna arcaica tradición oral ha podido inculcar en vuestras almas opinión fundada ni ciencia emblanquecida por el tiempo", son las palabras que dirige a Solón el sacerdote.

Y ahora algo más cerca de nosotros:
Cuando en 1831 Darwin se embarca en misión de naturalista para el viaje alrededor del mundo que le conduciría al descubrimiento de fósiles de especies desconocidas, la teoría oficial seguía siendo todavía que las especies, una vez surgidas (en un acto que sólo podía ser considerado como creación), permanecían sin cambios. Obviamente, más de un observador de la naturaleza era secretamente escéptico, pero téngase en cuenta que el propio Darwin (ya inevitablemente presa de interrogantes, en razón de haber observado la selección artificial en la cría de animales) aceptaba sin excesivos remilgos la ortodoxia. Sin embargo los naturalistas sabían y sostenían públicamente que ciertas especies habían desaparecido. ¿Cómo hacer compatibles ambas cosas? La hipótesis de las catástrofes, defendida concretamente por el naturalista francés Georges Cuvier, era uno de los recursos:
A intervalos un cierto número de especies eran aniquiladas como resultado de un violento cataclismo, pero la diversidad de la vida se mantenía en razón de que, como resultado de un nuevo acto de creación (sitúese la referencia creacionista en el contexto de la época) otras especies las sustituían. Así mediante la tesis de las creaciones sucesivas se intentaba conciliar el creacionismo y la evidencia de la extinción y aparición de nuevas especies.

Los "catastrofistas" se dividían entre los que como Louis Agassiz, aceptaban una cierta evolución hacia niveles superiores de organización, los que afirmaban que en cada creación Dios daba entrada a especies totalmente diferentes y los que como tendían a pensar que las nuevas especies eran reproducción de las anteriores, así Charles Lyell que tiene importancia también por otro aspecto. 

Uno de los pocos libros que Charles Darwin lleva consigo en el Beagle es el entonces recientemente publicado primer volumen de los "Principios de Geología" de Charles Lyell, mentor de Darwin en Cambridge y quien en 1844, trece años después del viaje del Beagle, es quien animaría a Darwin a dar a sus notas de viaje la forma de ese libro abismal que es "El origen de las especies". El tratado de Lyell tenía para muchos un carácter subversivo, en razón sobre todo de que desafiaba una convicción anclada:

Habiendo indicios de acontecimientos geológicos ocurridos centenares de millones de años atrás, la Tierra no podía haber sido creada por Dios hace seis mil años, como algunos sostenían interpretando la Biblia (así el obispo de Armagh, James Ussher en 1654). Por otro lado, el dogma establecía que la configuración actual de la Tierra era fiel, en grandes rasgos, a lo contemplado por Noé tras la retirada de las aguas. Ahora bien: a lo largo de estos siglos la lluvia, el viento, erupciones volcánicas, temblores de tierra, etcétera habían determinado la actual repartición entre mares y continentes, la forma de las cadenas montañosas, el trazado de los grandes ríos o la ubicación de sus fuentes, de tal modo que el gran diluvio no podía ser la causa de la configuración hoy visible. 

¿Cómo llegó a ser consciente la humanidad del tiempo de aparición de la Tierra y ello aceptando las ideas de Darwin? Datar un objeto significa saber el tiempo en que apareció dicho objeto. La Tierra tiene su historia gracias a la Geología. Fue entre 1750 y 1850 cuando apareció una nueva escala de tiempo fundamentada en los estratos rocosos y los fósiles de la corteza terrestre, y se rompió con la cronología bíblica. Años más tarde con el descubrimiento de la radiactividad por Becquerel, a principios del siglo XX, se pudo datar la Tierra con un método científico y matemáticamente exacto que acabó de dar la razón a los geólogos. A partir de entonces las ideas de Darwin respiran tranquilas pues se demostró que hubo suficiente tiempo para explicar la evolución de las especies.

En cualquier caso Lyell no negaba el relato del diluvio que inscribía en el ciclo de las catástrofes cósmicas. Esta creencia parece de hecho ser una suerte de constante antropológica que reviste los más variados aspectos: en algún caso, como hemos visto, recurriendo al mito; en otros casos desde la sensibilidad científica.

 

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30 de octubre de 2020
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