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El polvo

De una forma natural, las casas producen, reciben o enferman para cubrirse más o menos tenuemente, más o menos tardíamente, de polvo. No se trata de cargar con el peso de un detritus propiamente dicho, asqueroso o infame o signo de menesterosidad.  Incluso las familias mejor establecidas, más acaudaladas y famosas sufren también está especie de superficial eccema propio del habitat en cuanto tal, en cuanto por sí mismo, al estar, el  habitar atrajera una segura y variable cantidad de polvo.

 De hecho, sin hacer nada en su contra cualquier piso o residencia acabarían cubiertas de polvo y al transcurrir el tiempo, acaso secular, aparecerían enterradas por el polvo. Consecuentemente, la idea del polvo no puede despacharse remitiendo su circunstancia al expediente de la suciedad.  Más que a la suciedad propiamente dicha el polvo forma parte de la temporalidad.

El polvo se extiende como una lámina de fina temporalidad que navega  a lo largo y ancho del espacio. Su destino es seguir flotando sin final preciso pero, a la vez, posee en su seno una extremada ansiedad  por aparearse con  los objetos.  De una parte el polvo encarnaría la gigantesca soledad a granel y de otra los objetos, una  soledad al detalla de cuya semejanza conceptual se deriva que el polvo presente tan una fuerte y asidua querencia por envolver las cosas, sean grandes o pequeñas, objetos todas ellas de una vida doméstica en donde el polvo vive y, acaso crece, en combinación amorosa y sexual.

 Los objetos parecen estables mientras el polvo es nómada. Si embargo, es tan vasta la manada polvorosa, tan audaz y copiosa a la vez que el reposo del polvo se halla siempre incluido en el desarrollo  de sus itinerarios, en alguna etapa de sus infinitos viajes de un confín a otro del mundo y en virtud de una misión que no conoce destino fijo. De este modo el polvo mezclado al devenir de la especie humana, se manifiesta, a través de unos u otros objetos, como una masa sustantiva. En ella se hallarán huellas del pasado y del presente, pero incluso incipientes formaciones de polvo que por su querencia comportan algún atisbo, probablemente esotérico, del porvenir.

 Al polvo lo odiamos como a los seres extraños o denigrantes. Las amas de casa en cuanto símbolos vivientes de la limpieza sienten al polvo como un obstinado enemigo, un accidente mortal que es preciso combatir sin tregua, día tras día, para lograr un escenario puro, libre de una presencia cuyo contenido es tan multívoco como imposible de anticipar.

 El brillo se evoca como la prueba más fehaciente de falsación, popperiana sentencia de que el polvo no está. La violenta elocuencia del brillo desbanca la presencia del polvo o también sus armas letales convierten las superficies en espejos y logran, en su reluctancia,  que el polvo, huidizo en sí, haya salido huyendo.

El brillo cuando viene a ser la consecuencia de una extremada limpieza conlleva el exterminio del polvo y es indicador en adelante de las primeras huellas de una primera y tímida aproximación.  En las copas, la plata, los espejos, la mesa, las repisas barnizadas, el polvo está presente o no en función de la eficiente vigilancia que el quehacer doméstico empeña en el combate

De hecho ¿cómo ignorar tras la experiencia en este mundo que el polvo emigra, nos envuelve, nos adora, vuela incluso de uno a otro continente y lleva consigo de un extremo a otro las micropartículas del desierto o los intáctiles gránulos del hielo. Día tras día, minuto a minuto, el polvo expresa su necesidad de aterrizar sobre el objeto, sea por la larga fatiga que arrastra en su continua suspensión como, porque ya exhausto de sus incesantes desplazamientos, se deja caer. Polvos unos que todavía jóvenes, pueden seguir su prolongada nube en el cosmos y polvos moribundos que al precipitarse  sobre los objetos llegan a apegarse con tal desesperación a su materia que los objetos mismos mueren bajo su copulación.

 Sin polvo, puede creerse, viviríamos mucho mejor pero exactamente la idea de que "polvo somos y en polvo nos convertiremos" ata nuestro final  al suyo. Somos polvo y vamos pulverizándonos. Somos cuerpos de polvo compactado que va disgregándose. Somos nosotros cuando sacudimos el polvo o lo retira un año quienes nos vamos demediando.

El punto final tiene lugar cuando nuestras cenizas convertidas en polvo puro, sin paliativos, son lanzadas al aire y en ese espacio sin apoyo nos reunimos con las cenizas y polvos de los otros, personas y objetos, que realizan fatalmente el eterno viaje de las grandes polvaredas, entre su extravío y su extenuación.

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8 de enero de 2010
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¿Quieren dejarnos a oscuras?

Los conflictos sobre la libertad de expresión pueden enfrentarse de dos formas elementales. La de los regímenes autoritarios, que consiste en partir de la idea de que todo está prohibido a excepción de lo que está explícitamente autorizado. Y las de los partidarios de la libertad, que parten de que todo está autorizado aunque en circunstancias muy concretas y muy bien fundamentadas pueda llegar a producirse de forma muy excepcional alguna restricción ocasional. Simplificando, hay quienes eligen siempre la censura cuando se trata de escoger entre permitir la publicación de algo o restringirla; y quienes eligen siempre la libertad cuando se les plantea el dilema. Estados Unidos de América, con su magnífica Primera Enmienda, versus Europa y el resto del planeta, si se me permite hacer todavía más plástica la simplificación.

Desde las estructuras funcionariales de los Estados europeos se suele cultivar con mayor pasión la cultura de la censura que la de la libertad. También les sucede a gobiernos y parlamentos, a los irlandeses sin ir muy lejos, que han convertido la blasfemia en delito. A los británicos, con su jurisprudencia antilibelo, que puede permitir a delincuentes protegerse o indemnizarse a costa de los periódicos que hacen su trabajo. A los italianos, detrás de su último Duce, con su monopolio televisivo y su acoso a los escasos medios escritos que no controla. Les sucede también a veces a gente aparentemente liberal, como los que consideraron una pasada la publicación de las caricaturas de Mahoma o andan siempre con su vara de medir desde sus distintas correcciones políticas para exigir una prudencia y una contención que son autocensura e inhibición automática ante los peligros de la libertad. Y en general a quienes desconfían de todo lo que sean medios, y sobre todo Internet, y consideran que debe someterse a una regulación superior. Estar en contra de la censura, la restricción, el control y la regulación es una cuestión, ante todo, de filosofía política. Pero también lo es de actitud profesional: es difícil de concebir que periodistas, escritores y artistas estén a favor de que sus producciones sean sometidos a cualquier tipo de control o de sanción de una autoridad superior. Para mi gusto también es cuestión de ciudadanos libres, que desean tener acceso también libre a las informaciones relevantes. Y de confianza en el debate y la confrontación democráticas. Por eso es alarmante y extraña la reciente sentencia del juez de Madrid, Ricardo Rodríguez Fernández, que condena a un año y nueve meses de prisión, inhabilitación para ejercer el periodismo, multa de 18.000 euros e indemnización de 130.000 a los periodistas de la Cadena Ser, Daniel Anido y Rodolfo Irago, por un supuesto delito de revelación de secretos, consistente en haber dado a conocer a través de Internet una lista de los 78 militantes del PP de Villaviciosa de Odón irregularmente inscritos en este partido. La inversión de valores y la tergiversación de la justicia no puede ser más escandalosa en este caso, en el que la información era veraz, se hizo correctamente, era relevante y en cambio se ha buscado los más intrincados recovecos jurídicos para proteger el secreto de las listas de militantes de los partidos y poder así condenar a quienes habían hecho decentemente su trabajo y cumplido con su obligación profesional y ciudadana. No difiere mucho del juez la actitud de la fiscalía general del Estado, que para congraciarse con los periodistas ha pedido que se rebaje la condena a cinco meses de prisión; es decir, que considera probada la existencia de un delito, en vez de pedir la libre absolución de cualquier cargo. ¿Delito revelar la lista de los afiliados a un partido? Debiera ser una obligación de todos los partidos poner a disposición del público la lista de todos sus miembros y cargos. ¿Qué tendrá de malo pertenecer a un partido que pueda formar parte de los datos privados a los que no puede tener acceso el periodista? Lo que hubiera sido una falta profesional imperdonable hubiera sido no publicar la información teniéndola, o esconder la prueba definitiva de su veracidad, que era la lista, pudiendo ponerla a disposición de los lectores. La sentencia es de una extrema gravedad para la libertad de información. De prosperar esta extraña teoría que convierte la afiliación a un partido en un dato tan reservado como padecer una enfermedad nos encontraríamos con una nueva barrera que protegería unos datos perfectamente relevantes e interesantes para el conjunto de los ciudadanos. Y más, como era el caso, cuando la afiliación en cuestión fue irregular y estaba vinculada a un escándalo político como fue el llamado ?tamayazo?. Pero, además, si avanzara la distinción que propone el juez, que excluye a Internet de la plena protección constitucional que tienen los otros medios, nos encontraríamos con la aparición de una aberrante jurisprudencia que nos devolvería directamente a los tiempos de la censura. El derecho a expresarse se convertiría meramente en un eximente en el caso de que entrara en colisión con otro derecho que hasta ahora no era prevalerte, como es el de la intimidad o la propia imagen. La lucha contra el secreto, el derecho a la denigración e incluso a la blasfemia, el acceso a las informaciones relevantes para el público, la libertad de prensa o el simple derecho a disentir y discrepar forman parte del mejor legado cultural y jurídico de la Europa de las luces. Pero a la vista de determinadas sentencias y actitudes, se diría que empieza a ser preocupante la insistencia de algunos en ir apagándolas una detrás de otra. ¿Quieren dejarnos a oscuras? (Enlace con la información publicada en El País).

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8 de enero de 2010
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Isla con exceso de equipaje

Desprovistos de cualquier protección, entran los cubanos por la Aduana General de la República donde les hacen pagar el precio del retorno. Una marca de tiza en la maleta señala a quienes deben pasar por el patíbulo de la tasación y por el asalto institucional del impuesto sobre ciertas mercancías. Curiosamente, los empleados del aeropuerto tienen el olfato fino para detectar a los nacionales que regresan, pues saben que estos llegan cargados de objetos variados e increíbles. Afuera, en la sala de espera, las familias sueñan con abrazar a sus emigrados y fantasean con los posibles regalos, mientras al viajero le pesan su equipaje y le muestran una elevada factura que está obligado a liquidar. Se podría llegar a pensar que en un país donde faltan tantos productos y recursos, la flexibilidad para importarlos ?de manera personal? debe caracterizar al proceso aduanal; pero no es así. Más bien vivimos el otro extremo, con un estricto ?Listado de valoración interno? que obliga a repagar el contenido de las valijas, ya incluyan estas un jabón, una lata de sardinas o una laptop. Todo se complica cuando al ilusionado visitante se le ocurre traer un electrodoméstico o una cámara digital para sus parientes. Si quiere entrar estos implementos de la modernidad deberá sacar de su bolsillo una cantidad que va desde los 10 a los 80 pesos convertibles. Lo cual viene a ser como un rescate que se les da a los ?secuestradores? de lo ajeno, para que el equipo pueda llegar a manos de sus destinatarios. Como una industria del desvalijo, las aduanas cubanas engrosan cada día el número de lo confiscado, a la par que agregan a la caja contadora miles de dólares por concepto de impuestos. Sus grandes almacenes se han llenado de secadores de pelo, Play Station, hornillas eléctricas y computadoras que transportaban los viajeros. El destino de esas mercancías nunca se explica, pero todos sabemos que toman el camino verdeolivo de muchas tantas otras. La Isla parecería, si nos guiamos por las restricciones de entrada, a punto de hundirse por los kilogramos de la abundancia y la prosperidad. Pero todos sabemos que en realidad sus ciento once mil kilómetros cuadrados están a punto de irse a bolina, ante la levedad que le imponen la improductividad y las carencias.

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7 de enero de 2010
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Todo un premio

 

Rompo mi rutina semanal, en esta noche de agua nieve que deja su rastro tenue sobre la techumbre gris del Madrid de los Austrias, para escribir unas líneas sobre una escritora y vecina de blog, Clara Sánchez, que además de buena amiga es una estupenda novelista que acaba de ganar un premio prestigioso, el Nadal, ni más ni menos. Un premio honrado, un premio que se hace prestigioso con sus aciertos, como en este caso.

Lo último que he leído de ella, de Clara, fue "Presentimientos", novela hermosa y singular, de prosa limpia y sin excesos, que cuenta una historia anclada en los linderos de lo fantástico. ¿Qué ocurre con una persona cuando está en coma? Es un tema fascinante que Clara abordó con mucha originalidad y mucho, mucho oficio. Lástima, como se lo comenté en alguna ocasión, que durante la promoción de la novela no tuvieran cuidado de no descubrir el pequeño muelle que hace funcionar la historia, por otro lado, tan bien contada. Leí una novela suya, anterior, "Un millón de luces", y descubrí una escritora que sin alardes técnicos ni pases de magia para la galería, con el simple y primordial barro de las palabras, era capaz de hilvanar una trama que bajo su capa de cotidianidad mostraba la profunda complejidad de las relaciones humanas. Me gusta Clara como escritora, pero además, junto con Rosa Montero -tan amigas, las dos- es de esas personas sensatas y francas, amistosas y sin un ápice de soberbia o vanidad -pese a sus admirables trayectorias narrativas-, tan llenas de perspicacia y buena onda, que hacen  de su compañía un disfrute y un aprendizaje. Nos vemos poco, muy poco en realidad o como le he dicho alguna vez: "de trescientas páginas en trescientas páginas", pero siempre hay con ella esa sensación de retomar la conversación donde la habíamos dejado. Y de estar frente a alguien que ama el oficio. Por eso, que haya ganado este premio es una gran alegría.

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7 de enero de 2010
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Siglo nuevo, nueva década, alma nueva

Invento ejemplar, la medida de los siglos es digna de atención. Los cambios de centuria, por no hablar del cambio de milenio, como aquel que puso patas arriba a Europa en el año 1000, traen mucha agitación. El cerebro de quienes habitan el calendario cristiano gira dos grados y rehace sus ideas en cada inicio de centuria. Son cambios que tardan en llegar al espectáculo mediático siempre ocupado con menudencias frenéticas. Digámoslo claro: el cambio de siglo tarda una década en producirse. Obsérvense los dos últimos.

    En 1800 acaba el siglo XVIII y comienza el XIX, pero eso no es cierto hasta que en 1814 las potencias absolutistas derrotan a Napoleón y lo mandan a Elba. Sólo entonces podemos admitir que el siglo XVIII se ha agotado. Una vez descartado el tirano, Europa se rehízo de arriba abajo y decapitó lo que quedaba de nobleza. Comenzaba la democracia de masas.

    En 1900 acababa el siglo XIX, pero su final verdadero no llegó hasta 1914 cuando estalla la Primera Guerra Mundial, que no era sino la función de apertura del siglo XX cuyo signo heráldico es la hecatombe nuclear. Esa Primera guerra, mero prólogo de la Segunda, señala el punto de llegada del nuevo siglo a la conciencia universal. Luego, revolución en Rusia, disolución de los imperios centrales, cataclismos coloniales, fascismo nipón, revolución en China, barbarie nazi, en fin, las grandes matanzas que han dado al siglo XX su tétrico escudo de armas.

    También nosotros hemos estrenado milenio y vamos camino de celebrarlo. La mutación de las mentalidades es tan lenta como en anteriores ocasiones, pero eso que se denomina "crisis económica" no parece sino un aviso de que la inauguración oficial, con sus juegos de artificio y la pulverización de las momias, tendrá lugar en esta década que ahora comienza.

    Razón por la cual creo llegado el momento de ir tirando a la basura todo lo que ha sido popular, heroico, masivo, tópico o distinguido durante el infame siglo XX. Que nada quede entre nosotros de esos cien años que hieden a carne podrida. Año nuevo, cerebro limpio. 

Artículo publicado el sábado 2 de enero de 2009.

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7 de enero de 2010

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Premios, ciudades

 

 Uno de los libros más entretenidos, sinceros, irónicos, sin dejar de ser sutiles, del pasado año es "Mis premios" de Thomas Bernhard. Volviendo a bucear en un lugar dónde pocos se atreven. Entre la editorial Alianza- que rescata este inédito autobiográfico sobre lo que pensó y escribió sobre los premios literarios de su vida- y el rescate de Anagrama de algunas de sus esenciales, y también autobiográficas, novelas, nos permiten que uno de los grandes escritores europeos vuelva al visible lugar de las novedades. Y regrese a nosotros con su lúcida y sarcástica manera de mirar el mundo. No fue complaciente, pero podía ser muy divertido. Lo fue en muchas de sus sátiras.

 En "Mis premios" habla, por ejemplo, del desprecio que siente por algunas de esas ciudades europeas que por una inmensa mayoría son consideradas hermosas. Ciudades ideales, llenas de historia, magníficas en la conservación de su pasado y cómodas de tamaño. "Como aborrezco esas ciudades de tamaño medio con sus monumentos arquitectónicos famosos, por los que sus habitantes se dejan desfigurar durante toda la vida. Iglesias y calles estrechas en las que personas que cada vez se vuelven más apáticas vegetan hasta que se mueren. Salzburgo, Augsburgo, Ratisbona, Wurzsburgo, las aborrezco a todas, porque en ellas, durante siglos, se ha mantenido al fuego la apatía"

Cada uno que aporte sus "burgos", sus ciudades tan perfectas, tan controladas de barbaries constructoras, tan cómodas, burguesas, apacibles y vigilantes del que llega de fuera. Ciudades europeas, ciudades de provincias, que han forjado el bienestar y han escondido la barbarie. Ciudades modelo que han conservado los huevos de las serpientes. Ahora hemos oído hablar de los excesos que los daneses, que los habitantes de Copenhague, han permitido contra esos utópicos de distinto pelaje que creían que el mundo, su futuro y su clima se podían cambiar. Quizá, muchos de esos comprometidos luchadores, sean los que piensan en habitar ciudades más históricas y razonables que nuestras grandes urbes. A mi, con esa parte Taif que uno conserva, también me gustan las ciudades que desprecia Bernhard. Pero como vivo en una de las ciudades preferidas por el escritor, la ciudad dónde tantas veces se refugió en los últimos años de su vida, seré indeciso en qué Bernhard me apetece para cada ocasión. Hay que leerlo. Aunque seamos buenos pianistas.

Esto lo escribo el día después del Premio Nadal a Clara Sánchez. Pensando en  ella, en las ciudades de origen de los personajes de su novela ganadora, he recordado esas críticas miradas de Bernhard a esas ciudades, esos ciudadanos, capaces de convivir con el más hermoso de los estilos arquitectónicos y con la más odiosa ideología. Deseando leerte, Clara. Y brindar por escritores como Bernhard, ese descreído de todos los premios. Incluso de los bien dotados. Hasta de los prestigiosos.



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7 de enero de 2010
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Filosofar en el taxi

He pasado miles de horas metido en taxis, y lo que me queda, siendo yo un ciudadano desprovisto de coche (aunque con buenas piernas). En general los encuentro acogedores y desde luego muy útiles, siempre que no se haya de cruzar la ciudad de punta a punta en una hora ‘idem'. He de decir, sin embargo, que el hecho de ser un usuario fiel y constante de este servicio público en manos privadas no me hace un incondicional del mismo. No voy a incurrir aquí en el tópico de la higiene y la inclinación derechista, vía radial, de sus conductores; el olor a tigre humano sigue existiendo a veces en invierno, cuando las ventanillas están cerradas, y la COPE se oye con frecuencia en los trayectos, cosa que a mí, todo hay que decirlo, me produce un efecto agridulce: me horroriza lo que oigo en sus tertulias mientras voy recostado en el asiento de atrás, pero así me entero de que España, la otra España, sigue vociferante y tiene su público, no todo él pegado a un taxímetro.

      Pero el tópico se ha quedado rancio. Muchos taxistas oyen la SER, van perfectamente aseados o llevan artilugios odorizantes en su vehículo, con un efecto invernadero tropical bastante embriagador en estos días de frío polar. Y yo me he encontrado, más de una vez, taxistas, hombres y mujeres, con una cultura, literaria sobre todo, muy por encima de la media. Una vez tuve que señalarle al que me conducía a la Terminal 4 de Barajas que, por mucho que se supiera el camino, dejara de leer mientras llevaba el volante. El hombre se extrañó (me había reconocido como novelista al entrar), cerró el libro en el atril que se había instalado ‘ad hoc' y me hizo caso, confesándome a continuación que se había leído la obra completa de Dostoievski sólo haciendo el trayecto desde su parada habitual en la Puerta del Sol a la T-4.

    La disputada Ley Ómnibus que el ayuntamiento madrileño quiere aplicar al sector, siguiendo directrices europeas, es, como tantas leyes actuales en nuestro país, una mezcla de ordenancismo severo y liberalidad salvaje. Según su articulado, el ayuntamiento va a meterse en la camisa de once varas de cómo han de vestir los conductores de estos vehículos, prohibiendo que usen chanclas y pantalones cortos. No a todos los taxistas les sienta bien la ropa deportiva, estamos de acuerdo, pero ahora que hay muchos hijos (y nietos) puestos al volante por la necesidad, sería de hipócritas negar que un escote generoso o una corvas bien torneadas pueden alegrar la carrera al cliente.

       Más adecuada me parece la propuesta de que los taxis no bajen bandera hasta llegar al domicilio que ha solicitado su servicio, así como que acepten el pago con tarjeta de crédito: el taxi en Madrid se ha puesto muy caro, y no siempre uno lleva tanto dinero suelto en el bolsillo. Tampoco estaría mal, aunque esto no lo contemple la Ómnibus, que sus directivos mostrasen cierta misericordia con el usuario. A mí me han bajado los sueldos de ciertos trabajos regulares que constituyen mi ganapán habitual, y algunos propietarios de inmuebles han revisado a la baja los precios de los alquileres mientras dure este período de vacas locas enflaquecidas. Pero nuestros imprescindibles taxistas no quieren ni oír hablar de una reducción de tarifas, que han ido subiendo imparablemente cada año y acaban de subir de nuevo el 1 de enero.

     He leído unas declaraciones de Don José Luis Funes, presidente de la Gremial del Taxi, que me han llenado de estupor. Este señor, pese a su apellido, no debe de ser nada memorioso, pues cuando denuncia el descontrol que ve inminente si se aprueba la Ley Ómnibus olvida que no todos, desde luego, pero sí una parte apreciable de los asociados a su gremio estafan, en particular a los extranjeros, con falsos recargos, trayectos engañosos y taxímetros amañados. Si la ley sigue adelante, añadía Funes, "el transporte de vehículos ligeros va a ser como el africano", proliferando "los taxis ilegales, sin franja, sin capilla y sin seguridad ninguna".

   Aclaro primero que la capilla no es nada de rezar, sino el nombre que se da al luminoso que los taxis llevan encima del parabrisas. Y sigo. Soy también un gran usuario del taxi africano, que, en efecto, carece de capilla y de franja y de precio marcado, pero ofrece una flexibilidad horaria, de asiento, de compartimiento y de ruta tan estupenda que lo uno se compensa con lo otro. Hay, eso sí, que pactar el precio antes de salir, pero ¿acaso no estamos llegando al momento social en que el regateo y las componendas se imponen si uno quiere sobrevivir en la selva económica que crece y amenaza con estrangularnos?

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7 de enero de 2010

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La tos

En el interior de las casas,  aunque antes mucho más que ahora, ha sido  un sonido famoso la tos. Tos doméstica del padre fumador, tos en coro del grupo que realizaba esa tarde la visita familiar o cortés,  tos de los niños que contraían con enorme facilidad catarros, gripes, bronquitis, anginas y pulmonías, tos a menudo proveniente de la criada que llegaba a servir del pueblo tras  una infancia cargada de privaciones y gélidas corrientes de aire.

 Había, además, dentro del género una tos diurna que correspondía a diferentes personas punteando el estadio de la casa con sus respectivas series en forma de metralla o campana como una tos nocturna que procedía general y gloriosamente del padre. Se trataba en el caso de esta crónica y oscura de una señal que daba cuenta de la presencia física del progenitor. No asociable necesariamente entonces, entre la noche, con enfermedad alguna, sino con la sustancia de su misma personalidad que venía inseparablemente unida al tabaco. También de la nocturnidad emergían las voces de los hijos o la esposa, enfermos, pero no poseían estos tableteos molestos la categoría sagrada de la tos paternal. Ella era una tos suprema y puesto que nunca desaparecía de su ser no se consideraba una patología sino simplemente un factor de predominio. A su vez, en  el fondo de las mañanas o las noches se escuchaba traspasando el tabique la tos de los vecinos que, irremediablemente, repetían los usos y costumbres de la época. Se trataba, en suma, de gentes necesariamente cercanas y con las que compartíamos, con o sin desearlo, una existencia paralela, tan parecida a la nuestra que entre sus golpes de tos era fácil reconocer un surtido más o menos calcado del nuestro. Toses que tropezaban en imaginarios obstáculos de periodos cortos pero secos y otras toses desarrolladas en largas series que al enlazarse prolongadamente llevaban a pensar  que jamás aquella persona se libraría de una enfermedad incurable.

Aunque enfermedades incurables, representadas o no en la tos,  había por todas partes y la tos, a fin de cuentas, no era de lo peor a lo valdría referirse. En definitiva, la tos no era un ser exclusivo de los hospitales o las enfermerías, de los moribundos o los desahuciados sino que toses de peso se hallaban también  en los casinos, en los toros, en las gradas del fútbol, en las bodas o en los cafés, en las misas y en los bautizos, donde no tenían necesariamente una connotación negativa sino más bien animosa y propia del optimismo que se deduce de las celebraciones y el gentío.

De hecho, hace medio siglo se vivía pegado a la voz no como a una lacra sino como a una parte del ser que nos habitaba. El ser tosía y manifestaba en esa suerte de excrecencia sonora su existencia. Se vivía, puede decirse en permanente convivencia con la tos y, más concretamente, en pleno patriarcado, el  hecho de que un hombre no tuviera tos lo desdecía en cuanto hombre. Sin tos parecía el varón mucho menos masculino y si es verdad que en la mujer la tos podía afearla a los ojos de la sociedad o causaba un sentimiento apenado, el hombre sin tos debía acompañar esta carencia de alguna explicación que lo excusara. La amplia costumbre de usar las escupideras durante el día y los orinales en la noche para expeler los esputos tras una acometida en ristra se correspondían con la aceptación y servicio a unas necesidades eminentemente masculinas, fueran en salones públicos o en las habitaciones privadas.,

Un hombre que tosiera, a diferencia de una mujer, con el mismo sonsonete no significaba que fuera a morir pero su esposa, padeciendo iguales estruendos, parecía sentenciada por una tuberculosis y su muerte podría no hallarse tan lejana. Incluso ella, tosiendo menos, era más probable que   más pronto que tarde muriera. En consecuencia y por raro que parezca, mientras entre los hombres las toses se modulaban, adquirían prefabricados tonos, se personalizaban y hasta se administraban deliberadamente en la relación o en la negociación, en los ejercicios de autoridad o de oratoria, la mujer vivía privada de todo ello. Una mujer tosiendo era una mujer fuera de lugar, tísica o al borde de una dolencia que tanto la medicina como los mismas normas de urbanismo le aconsejarían recluirse en casa.

 Con todo, la tos, masculina y femenina, la de niños y niñas, criadas y visitantes, formaban parte  del sistema de la acústica doméstica. Incluso las diferentes generaciones que vivieran bajo el mismo techo  marcaban su personalidad y jerarquía con la característica de su tosidura.

Efectivamente la tos no era sino un síntoma que informaba sobre la salud del sistema respiratorio pero entenderlo sólo  de este modo impediría acercarse a su verdadera significación.

La tos del padre, para los niños que despertaban en la madrugada, representaba un entrañable acompañamiento. Indicaba que el padre se encontraba en casa, cerca y en una vigilia a la que se podía recurrir si se padecía una pesadilla, se necesitaba un vaso de agua o que le acompañaran al baño. Por lo común, el padre que había oído la necesidad del niño no actuaba directamente sino sacando a la madre de su sueño y enviándola en socorro del pequeño. La tos del padre procuraba el consuelo de un centinela pero quien solventaba la situación y depositaba la ternura, sin toses, era ella.

Pero en suma, lejos de inquietar de noche o de día, la tos del padre hacía, a menudo, las veces de una señal benéfica,  una seña que hacía saber de su presencia próxima, no siempre garantizada en los usos de aquel tiempo.  Un individuo sin tos podía  también encontrarse entre la masculinidad pero la ausencia de voz lo comprometía: o se trataba de alguien extranjero, extraño o afeminado, lechuguino o asexuado. Los atributos de la virilidad se hallaban sonorizados,  una y otra vez, un día tras otro, en los golpes de tos. Sólo desaparecerían del patriarca al morir e incluso en la agonía, en la misma inminencia de la muerte, el padre, el abuelo, el hermano bueno, tosían. Se despedían de este mundo tosiendo y en la casa se alzaba un insoportable vacío cuando en el lugar de su voz no había más molde que el silencio.



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7 de enero de 2010

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo que me trajeron los Reyes

Valeria leyendo Fragmentos de un discurso amoroso. Fuente: MoleskineEn el Perú, al menos en mi familia, nunca hemos celebrado el 6 de Enero, la Bajada de Reyes. En otros países, ese es el día de los regalos (Andreas no aguantaría tanto). A mí por primera vez, en Buenos Aires, me hicieron un regalo de Bajada de Reyes. Fue Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. No pudieron regalarme algo mejor para este viaje, para este momento de mi vida. Fue el regalo perfecto hecho por la chica perfecta, una amiga de mi amiga, alguien que no me conoce pero me intuye con enorme sensibilidad. Ayer me pasé toda la madrugada leyendo el libro de Barthes. Cada frase era perfecta. Quizá para eso vine a Buenos Aires, para leer este libro. Para que me lo regalen con tanto cariño. Para entender que no se puede entender lo que nadie, ni Barthes, puede entender. Aquí algo que subrayé a las 4 de la mañana (a pesar del dormonid):¿Cómo terminar un amor? - ¿Cómo, entonces, termina? En suma, nadie -salvo los otros- sabe nunca nada de eso; una especie de inocencia oculta el fin de esta cosa concebida, afirmada, vivida según la eternidad. Sea lo que fuere del objeto amado, que desaparezca o pase a la región de la Amistad, de todas maneras, no lo veo desvanecerse: el amor que ha terminado se aleja hacia otro mundo a la manera de un navío espacial que cesa de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor y helo aquí de golpe apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera) Este fenómeno resulta de una limitación del discurso amoroso: no puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin de mi historia de amor: no soy su poeta (el recitador) más que para el comienzo; el fin de esta historia, excatamente igual que mi propia muerte, pertenece a los otros: a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico.



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7 de enero de 2010

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Es la guerra de Obama

La peor de todas es la que se libra en nuestros cerebros. Puede darse por perdida en cuanto se aceptan sus términos. Y hay que escribirlo con todas las letras: en Europa se está perdiendo. Es la guerra cultural, en la que las acciones violentas tienen una doble función persuasiva: amedrentar al conjunto de la población y transferir la responsabilidad, la culpa, a quienes actúan en disconformidad con el Islam radical, convirtiéndose con ello en objetivos potenciales. El resultado es que conducen a la restricción de la libertad de expresión y a la censura. Esta guerra tiene muchos cómplices, porque no son sólo los musulmanes radicales quienes piden un estatuto especial para su religión. En Irlanda entró el primer día del año en vigor la ley antiblasfemia, que castiga con multa de hasta 25.000 euros a quienes las profieran en público. Un soldado de esta guerra es el somalí que el primer día del año intentó asesinar, hacha y cuchillo en mano, a Kurt Westergard, el dibujante que publicó una caricatura de Mahoma en el diario danés Jylland Posten en 2005, y que desde entonces se halla bajo protección policial. En las críticas a las caricaturas de Mahoma coincidieron el Papa, Tony Blair e incluso George Bush, a pesar de que en su país la libertad de expresión está mucho mejor protegida que en Europa.

No le anda a la zaga la siguiente guerra, que se libra a la vista de todos, en la calle y en las instituciones. Como la anterior, tiene la virtud de que se empieza a perder en cuanto se acepta que existe. El sueño de la invulnerabilidad puede conducir a las mayores aberraciones. Dura será la vida de quienes utilizan el transporte aéreo. Pero lo mismo puede suceder con trenes, autobuses, metros e incluso automóviles privados. Hay sin embargo una inversión de términos en este caso. En Europa, de momento más acostumbrada a la sociedad de riesgo, la reacción es moderada. En Estados Unidos, en cambio, donde ha prosperado la leyenda de un país invulnerable, ni siquiera Obama ha conseguido revertir los efectos de la guerra sobre el Estado de derecho y las libertades. El soldado de esta guerra es el nigeriano que intentó volar el avión de Northwest a su llegada a Detroit desde Ámsterdam el día de Navidad. Guantánamo seguirá abierto gracias a ella. Como seguirá habiendo presos sin juicio, órdenes de detención secretas, escuchas sin control judicial y todo lo que Bush hizo, eso sí al por mayor, ahora al detalle y con mayor cuidados y prevenciones.Pero donde más se nota que estamos perdiendo la segunda guerra, la de los valores, es en la tercera, que es donde de verdad hay combatientes, batallas y estados mayores enfrentados y es, en el fondo, la verdadera guerra de Obama. Es lamentable y repugnante como toda guerra, pero es la más cierta y eficaz. Se libra en secreto, sin bravuconerías, calladamente. Aunque sus efectos emergen de vez en cuando, con no poca alarma. Por ejemplo, en el ataque suicida a la base de la CIA en Afganistán, un revés histórico para Estados Unidos, que creía tener a Bin Laden al alcance de la mano a través de un agente doble y se ha encontrado con que ha perdido a seis agentes propios y a uno de un país aliado como Jordania. Esta acción de Al Qaeda es la respuesta a una guerra cibernética, a través de aviones teledirigidos, que mantiene la CIA en Afganistán y Pakistán, y que ha costado la vida al menos a una veintena de destacados dirigentes terroristas.Con Obama se ha intensificado este tipo de guerra, hasta el punto de que algunos expertos aseguran que sustituirá la actual presencia masiva de tropas en la zona de conflictos que se extiende desde Pakistán hasta Somalia. La CIA ha realizado 55 ataques, contando los dos de ayer, desde sus drones Predator (Depredador) y Reaper (Segador) durante el primer año de Obama en la Casa Blanca, una cifra que duplica la de 2008 con Bush y supera toda la actividad durante los ocho de la anterior presidencia. Formalmente se trata de un programa de asesinatos selectivos que Bush autorizó, después de que otro presidente republicano, Gerald Ford, lo prohibiera en 1976. El australiano Philip Alston, relator especial de Naciones Unidas sobre Ejecuciones Extrajudiciales y profesor de Derecho en la Universidad de Nueva York, considera que este tipo de acciones pueden ser legales en condiciones de guerra justa: cuando no hay otro medio para detener o impedir que el enemigo prosiga su actividad y cuando se toman todas las precauciones para evitar las víctimas civiles. Pero no parece ser el caso, porque ni siquiera hay información oficial ni posibilidad de control judicial o parlamentario sobre este tipo de acciones.Bush hacía un paquete con todas las guerras, al que denominaba Guerra Global contra el Terror, que algunos confundían con una guerra contra los árabes o contra el islam. Las facturas por aquellos errores, cada vez más elevadas, siguen llegando ahora. Obama matiza y distingue: pero esto no le hace inmune a las críticas, desde la derecha, por su excesiva moderación y, desde la izquierda, por su continuidad con la guerra ilegal de Bush. De su pericia para librarla sin mucho desgaste y para ganarla, es decir, terminar con el peligro cierto de Al Qaeda, no depende únicamente su presidencia, sino también la seguridad de todos.



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7 de enero de 2010
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El Boomeran(g)
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