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La tos

Por 7 de enero de 2010 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Vicente Verdú

En el interior de las casas,  aunque antes mucho más que ahora, ha sido  un sonido famoso la tos. Tos doméstica del padre fumador, tos en coro del grupo que realizaba esa tarde la visita familiar o cortés,  tos de los niños que contraían con enorme facilidad catarros, gripes, bronquitis, anginas y pulmonías, tos a menudo proveniente de la criada que llegaba a servir del pueblo tras  una infancia cargada de privaciones y gélidas corrientes de aire.

 Había, además, dentro del género una tos diurna que correspondía a diferentes personas punteando el estadio de la casa con sus respectivas series en forma de metralla o campana como una tos nocturna que procedía general y gloriosamente del padre. Se trataba en el caso de esta crónica y oscura de una señal que daba cuenta de la presencia física del progenitor. No asociable necesariamente entonces, entre la noche, con enfermedad alguna, sino con la sustancia de su misma personalidad que venía inseparablemente unida al tabaco. También de la nocturnidad emergían las voces de los hijos o la esposa, enfermos, pero no poseían estos tableteos molestos la categoría sagrada de la tos paternal. Ella era una tos suprema y puesto que nunca desaparecía de su ser no se consideraba una patología sino simplemente un factor de predominio. A su vez, en  el fondo de las mañanas o las noches se escuchaba traspasando el tabique la tos de los vecinos que, irremediablemente, repetían los usos y costumbres de la época. Se trataba, en suma, de gentes necesariamente cercanas y con las que compartíamos, con o sin desearlo, una existencia paralela, tan parecida a la nuestra que entre sus golpes de tos era fácil reconocer un surtido más o menos calcado del nuestro. Toses que tropezaban en imaginarios obstáculos de periodos cortos pero secos y otras toses desarrolladas en largas series que al enlazarse prolongadamente llevaban a pensar  que jamás aquella persona se libraría de una enfermedad incurable.

Aunque enfermedades incurables, representadas o no en la tos,  había por todas partes y la tos, a fin de cuentas, no era de lo peor a lo valdría referirse. En definitiva, la tos no era un ser exclusivo de los hospitales o las enfermerías, de los moribundos o los desahuciados sino que toses de peso se hallaban también  en los casinos, en los toros, en las gradas del fútbol, en las bodas o en los cafés, en las misas y en los bautizos, donde no tenían necesariamente una connotación negativa sino más bien animosa y propia del optimismo que se deduce de las celebraciones y el gentío.

De hecho, hace medio siglo se vivía pegado a la voz no como a una lacra sino como a una parte del ser que nos habitaba. El ser tosía y manifestaba en esa suerte de excrecencia sonora su existencia. Se vivía, puede decirse en permanente convivencia con la tos y, más concretamente, en pleno patriarcado, el  hecho de que un hombre no tuviera tos lo desdecía en cuanto hombre. Sin tos parecía el varón mucho menos masculino y si es verdad que en la mujer la tos podía afearla a los ojos de la sociedad o causaba un sentimiento apenado, el hombre sin tos debía acompañar esta carencia de alguna explicación que lo excusara. La amplia costumbre de usar las escupideras durante el día y los orinales en la noche para expeler los esputos tras una acometida en ristra se correspondían con la aceptación y servicio a unas necesidades eminentemente masculinas, fueran en salones públicos o en las habitaciones privadas.,

Un hombre que tosiera, a diferencia de una mujer, con el mismo sonsonete no significaba que fuera a morir pero su esposa, padeciendo iguales estruendos, parecía sentenciada por una tuberculosis y su muerte podría no hallarse tan lejana. Incluso ella, tosiendo menos, era más probable que   más pronto que tarde muriera. En consecuencia y por raro que parezca, mientras entre los hombres las toses se modulaban, adquirían prefabricados tonos, se personalizaban y hasta se administraban deliberadamente en la relación o en la negociación, en los ejercicios de autoridad o de oratoria, la mujer vivía privada de todo ello. Una mujer tosiendo era una mujer fuera de lugar, tísica o al borde de una dolencia que tanto la medicina como los mismas normas de urbanismo le aconsejarían recluirse en casa.

 Con todo, la tos, masculina y femenina, la de niños y niñas, criadas y visitantes, formaban parte  del sistema de la acústica doméstica. Incluso las diferentes generaciones que vivieran bajo el mismo techo  marcaban su personalidad y jerarquía con la característica de su tosidura.

Efectivamente la tos no era sino un síntoma que informaba sobre la salud del sistema respiratorio pero entenderlo sólo  de este modo impediría acercarse a su verdadera significación.

La tos del padre, para los niños que despertaban en la madrugada, representaba un entrañable acompañamiento. Indicaba que el padre se encontraba en casa, cerca y en una vigilia a la que se podía recurrir si se padecía una pesadilla, se necesitaba un vaso de agua o que le acompañaran al baño. Por lo común, el padre que había oído la necesidad del niño no actuaba directamente sino sacando a la madre de su sueño y enviándola en socorro del pequeño. La tos del padre procuraba el consuelo de un centinela pero quien solventaba la situación y depositaba la ternura, sin toses, era ella.

Pero en suma, lejos de inquietar de noche o de día, la tos del padre hacía, a menudo, las veces de una señal benéfica,  una seña que hacía saber de su presencia próxima, no siempre garantizada en los usos de aquel tiempo.  Un individuo sin tos podía  también encontrarse entre la masculinidad pero la ausencia de voz lo comprometía: o se trataba de alguien extranjero, extraño o afeminado, lechuguino o asexuado. Los atributos de la virilidad se hallaban sonorizados,  una y otra vez, un día tras otro, en los golpes de tos. Sólo desaparecerían del patriarca al morir e incluso en la agonía, en la misma inminencia de la muerte, el padre, el abuelo, el hermano bueno, tosían. Se despedían de este mundo tosiendo y en la casa se alzaba un insoportable vacío cuando en el lugar de su voz no había más molde que el silencio.

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Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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