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El zorro de Teumeso

Cuenta Roberto Calasso, en El Cazador Celeste, que los tebanos sufrían el acoso continuado de un zorro que moraba en las espesuras del lugar de Teumeso. Parece que el enflaquecido cánido, poseído por un estado de hambre permanente, acechaba con saña y mataba a quien con él se cruzara. Quizá para atemperar su furor recurrieron al sacrificio; cada mes, de anochecida, abandonaban a un niño en las puertas de la ciudad para que la bestia colmara su tenaz apetito, y digo quizá, porque el sacrificio ceremonial, el rito periódico para aplacar toda clase de desórdenes insuperables, formaba, ya entonces, parte principal del catálogo de ocupaciones placenteras del ser humano.

El relato es débil, la figura del raposo, aunque algunas fuentes lo tildan de gigantesco, no es suficiente para encarnar la fiera que, según se dice, amenaza con devastar un cuerpo extenso, el planeta entero, empeño por el cual el lector reclama, de modo urgente, la figura del lobo. Sin embargo, un intento, puede que triunfal, encaminado a solucionar este problema, se sustancia al considerar al zorro de Teumeso como gran foco del mal, como origen único del mal que no puede mitigarse, del mal que reside en el destino inexorable del zorro, en su condición de predador que nunca será predado.

Hoy, he visto al zorro del lugar de Teumeso. Amanecía, humeaba la escarcha, y un nervioso, rápido, críptico animal, ha cruzado al trote, descendiendo de los bosques de la umbría de Monte Pano, el campo abandonado que hoy ya nadie recuerda que se llama Ibor. El zorro se ha detenido, unos segundos, me ha lanzado su mirada, y el brillo de sus ojos ha revelado que portaba el mal, que una ofrenda de cuerpos humanos, sin duda cuerpos de ancianos, más accesibles que cuerpos infantiles, podría calmar su inclinación al flagelo cósmico, evitar que siguiera ejerciendo su oficio, tan antiguo, eficaz e inmisericorde.

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25 de diciembre de 2020

La última foto con vida de Facundo Astudillo Castro

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Los muertos hablan: cuerpos y cosas de los que faltan

No hay ningún comienzo más potente en la literatura argentina que el del Facundo de Domingo Faustino Sarmiento:

¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo”.

Lo que Sarmiento le pide a las cenizas y la sangre convertida en polvo del caudillo riojano es que le explique lo indescifrable de un pueblo que elige la barbarie criolla en vez de la civilización europea, las luchas fratricidas en lugar de la paz fecunda de las aulas y los arados. En vida, Facundo Quiroga supo entender y liderar los anhelos y las luchas de su revoltosa montonera. Como Homero le pedía ayuda a los dioses del Olimpo y el Dante procuraba el auxilio del poeta Virgilio en la difícil empresa de contar una historia enrevesada, el gran Sarmiento pide ayuda a su personaje principal, a su enemigo admirado.

Pero no a él ni a su recuerdo: a sus huesos y su ensangrentado polvo. En su pedido está reviviendo al muerto. La invocación es un encantamiento, un acto de magia, la forma en que vuelven a la vida los desaparecidos en la literatura de lo real.

Como Sarmiento a Quiroga, podemos volver a la vida a las personas que nos enamoraron, nos atormentaron, nos siguen doliendo y a los que extrañamos con desmesura. Transformar los restos de los muertos en un Golem hecho de las palabras justas para insuflarles el soplo de la verdad sobre la página escrita.

Es, entonces, una de las formas en que nos hablan las reliquias de los muertos: para ayudarnos a entender algo que llevamos dentro. Pero las cosas que dejan los muertos también son capaces de revelar secretos de un manera menos filosófica y más detectivesca.

La historia de la literatura policial, de enigma, está poblada de relatos en los que un policía, un detective privado, un fiscal, el familiar o amigo del muerto o un periodista de investigación logran desentrañar las circunstancias de un crimen y revelar el nombre del asesino operando como un arqueólogo: haciendo hablar al cadáver, sus pertenencias o los objetos encontrados en el lugar del crimen.

El 5 de agosto de 2020, a 97 días de la desaparición de otro Facundo, el joven Facundo Astudillo Castro, quien fue visto por última vez en manos de la policía de la Provincia de Buenos Aires que lo había arrestado por no respetar la cuarentena del coronavirus, la investigadora de la Universidad de Buenos Aires Cora Gamarnik, especialista en el mensaje que transmiten las fotos y los objetos, posteó en Facebook este mensaje, que tituló “Lo que va de un objeto a una vida”.

En medio de un basural, adentro de una comisaría. Un basural que al lado tenía colchones porque también funcionaba de calabozo. Ahí se encontró un objeto pequeñito. El regalo de la abuela. Una sandía con una vaquita de San Antonio adentro. Un objeto de la suerte tal vez o el recuerdo del cariño de ese nieto. Facundo se fue con pocas cosas y entre ellas se llevó la vaquita adentro de la sandía. Tan pequeño era que se les escapó, que lo tiraron a la basura, que no lo registraron.

Un objeto que muestra la persistencia de una vida que se niega a desaparecer. Un objeto que demuestra que a Facundo se lo llevaron a la comisaría, que lo tuvieron ahí, que le quitaron su recuerdo.
¿Dónde está Facundo? ¿Qué hicieron con él?

La foto muestra un minúsculo objeto que perteneció a Facundo, el chico de 22 años que salió en plena cuarentena el 30 de abril en la localidad de Pedro Luro, en el Gran Buenos Aires, y no fue visto nunca más. Unos días antes de su texto sobre el objeto, Gamarnik había compartido en la misma red social la última foto de Facundo: de pie al lado de un coche policial, cabizbajo y con las manos unidas al frente, en actitud de sumisión o de súplica, mientras un policía uniformado lo vigila.

El hallazgo del regalo que le había hecho su abuela dentro de la comisaría da pistas de quiénes pudieran ser responsables de su desaparición. Las cosas nos hablan, nos cuentan sobre sus dueños, gritan y susurran, denuncian y delatan.

Las cosas que rodean a los muertos son material incandescente para muchas ciencias, artes y acercamientos. Desde que las dictaduras latinoamericanas comenzaron a cambiar la práctica de dejar los muertos expuestos en descampados y cunetas y empezar el ejercicio mucho más atroz y dañino de “desaparecer” los cuerpos, los familiares, las organizaciones de derechos humanos y los valientes científicos como el Equipo Argentino de Antropología Forense comenzaron a hacerle preguntas a los vestigios de los muertos.

No eran reliquias de civilizaciones desaparecidas hace siglos, como los que estudian tradicionalmente los arqueólogos. El terrorismo de estado hizo necesario aplicar estas técnicas de preguntarle a las cosas y a los huesos de muertos mucho más recientes. Las crónicas de Leila Guerriero El rastro de los huesos (2010) y La otra guerra de las Malvinas (2020), ambas publicadas en la revista dominical de El País, dan cuenta de forma magistral de esta búsqueda de hacer hablar a los restos humanos.

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23 de diciembre de 2020
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La vida nuda

Durante buena parte de nuestra vida activa tendemos a confundir lo que hacemos con lo que somos. Permanecemos imantados a nuestras actividades como el cordón umbilical que nos ata a la flecha del tiempo. Acabamos por creer que han delegado en nosotros un poder y una responsabilidad que, por pequeños que sean, debemos tomarnos absolutamente en serio. O-, ¿no recuerdan cuando nos llevábamos trabajo a casa, no solo carpetas sino problemas, complejos, impotencias y relaciones envenenadas? Este año la casa ha acogido el despacho, y apenas hemos tenido roce con los otros. El simbolismo de las oficinas concebidas como colmenas humanas –donde aparentemente reinaba una eficiencia colaborativa– ha sido reemplazado por la pantalla inodora, ante la cual podemos transgredir el protocolo social fusionando vida pública con vida privada. ¿Cuántos teletrabajadores se habrán conectado con sus jefes en pantalón de pijama y calcetines? Y si este detalle bien podía producirnos cierto placer (igual que el de no trasladarnos hasta la periferia para ocupar nuestra silla laboral), debemos admitir que, a la vez, implica una pérdida de nuestro yo social y político.

Justo al inicio de la pandemia cayó en mis manos un interesante ensayo que analiza el pensamiento de Giorgio Agamben, Política sin obra , escrito por el joven filósofo Juan Evaristo Valls Boix, que forma parte de la corriente de pensamiento de política posfundacional plasmada en una colección que edita Gedisa. La filosofía de Agamben desarrolla una crítica a la maquinaria política occidental que ha separado la vida en dos: la legítima, productiva y gobernable, y la desnuda e inoperante, señala el autor. ¿Por qué no dejar de someterse a los principios de la realización y del éxito, los mismos que nos han atenazado como individuos? ¿Por qué la búsqueda del valor de nuestros actos nos ha desprovisto de gestos soberanos? “El hombre moderno es aquel que ha perdido la relación con él mismo y solo puede pensarse a través del consumo de nuestra identidad”, resuelve Juan Evaristo Valls.

Subrayé medio libro, desde el mismísimo prólogo, firmado por la profesora Laura Llevadot, en el que ilustra acerca de la inoperancia que encarna Bartleby y su “preferiría no hacerlo”, que, según el filósofo italiano, representa una forma de resistencia pasiva para no seguir engordando un sistema que “exige un hacer continuo y nos separa de la vida hasta agotarla”. Y volví a pensar en las vidas nudas, las que carecen de suplemento de politicidad. Las mismas que nos han asistido durante la pandemia. Y siguen haciéndolo. Las de los mensajeros y repartidores de paquetería, muchos de ellos sin un DNI español, precarizados y en los bordes del sistema, pero cuyo servicio –al igual que cajeras, repartidores o camioneros– ha constituido el pilar sobre el que se ha asentado una sociedad confinada.

Llegan las Navidades, pautadas, abortadas y replanteadas una y otra vez en una especie de coitus interruptus . Asistimos a una ruidosa delibe­ración de medidas que ha agotado nuestra escasa ración de deseo. Durante meses hemos blandido el carnet de buenos ciudadanos, entregando nuestras libertades a cambio de la promesa de seguridad, muertos de miedo por la acuciante sombra de la tragedia, y bien parece que sigamos dentro de un mal sueño parecido al que nos revelaba Roger Caillois, en el cual había desaparecido la casa que habitábamos; sí, se esfumaba de repente. Simplemente dejaba de existir.

¿Acaso nuestro presente y futuro no están más desnudos que antes del virus? Desprovistos del hervor de la ambición, ya no podemos admitir que la vida por sí sola no vale nada, sino reivindicar esa pura inmanencia del vivir aconteciendo, que describe Agamben. “Situar el vivir en el centro de la vida”, resume con clarividente sencillez. Qué difícil es entender a aquel cuyo vivir no se ha medido en función de sus fines y de sus obras, sino en la búsqueda del perdido jardín del Edén; “la beatitud de esta vida”, en palabras de Dante que recoge el autor.

Ya hemos hecho nuestra la soledad del animal herido, el desamparo del perro de Goya apuntando su hocico al abismo. Las ciudades paralizadas, la cancelación de los rituales sociales, las familias separadas que no se juntarán este año en la ritualización de Navidad y Fin de Año, esos escenarios familiares por antonomasia. Todo ello nos afecta, sí, pero permite también que nos escrutemos, asomados a la intemperie universal con un espíritu de superviviente. Y nos brinda la oportunidad de liberarnos de unas cuantas máscaras que, como el mentiroso que acaba por creer sus propios engaños, pensábamos que eran consustanciales a nuestra personalidad.

El otro día le oí decir al papa Francisco en La 2 que “los artistas son apóstoles de la belleza que ayudan a vivir a los demás”. Hizo un alegato a favor de la expresión artística y confesó que reza a santo Tomás Moro para que le guarde el sentido del humor. Qué sencillo parece, pensé: arte, risas y el paraíso terrenal. Algún día la vida pudo ser eso.

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23 de diciembre de 2020
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Laberintos Borgianos (II): de Spinoza a Georg Cantor

Sintetizo lo relativo a Spinoza en el texto de Borges citado en la última  columna: cuando la tarde que muere es miedo y frío”,  el filósofo Spinoza está “soñando un claro laberinto” esforzándose en labrar el “arduo cristal” del infinito.

Lo que en el poema sobre Descartes era noche  es ahora “tarde que muere”,  frío y miedo no son sólo “un poco” y la interrogación, luego la duda, se concentra en “el infinito”, evocado también   en el otro soneto de Borges dedicado a Spinoza:

“Bruma de oro el occidente alumbra/ la ventana. El asiduo manuscrito/ aguarda, ya cargado de infinito/Alguien construye a Dios en la penumbra. /Un hombre engendra a Dios. Es un judío/de tristes ojos y de piel cetrina;/lo lleva el tiempo como lleva el río/una hoja en el agua que declina./No importa, el hechicero insiste y labra/a Dios con geometría delicada;/desde su enfermedad, desde su nada,/Sigue erigiendo a Dios con la palabra./El más pródigo amor le fue otorgado,/el amor que no espera ser amado”.

Spinoza muere el 6 de febrero de 1677.  Hay divergencias sobre cómo habrían transcurrido  sus últimas horas, y algunas versiones han sido consideradas  totalmente  fantasiosas. Mayor consenso hay respecto de la escasez de bienes que legó. Jean Colerus, uno de sus biógrafos, indica que la hermana del filósofo, residente en Amsterdam se postuló como heredera. El propietario de la pensión que alojaba a Spinoza, Van der Spyck, le exigió satisfacer algunos  gastos que habían sido avanzados por los amigos. Apercibiéndose de que con tal reducción nada quedaría, la hermana renunció a la herencia. Colerus habla de las causas de la muerte con el nombre genérico de tisis.  En todo caso se trata de una afección pulmonar, secuela  de la inhalación de polvo de vidrio durante años de trabajo con este material.  Tallador  del cristal… y forjador conceptual del infinito. Aspecto del filósofo al que Borges se refiere también en el texto de La cifra que lleva el enigmático título de Nihon:

 “He divisado, desde las definiciones, axiomas, proposiciones y corolarios, la infinita sustancia de Spinoza, que consta de infinitos atributos, entre los cuales están el espacio y el tiempo, de suerte que si pronunciamos o pensamos una palabra, ocurren paralelamente infinitos hechos en infinitos orbes inconcebibles. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar(…)”.

Pero  en Nihon el poeta indica que  también  constituyeron para él un laberinto otras teorías del infinito, así el infinito matemático de Georg Cantor:

“He divisado, desde las páginas de Russell, la doctrina de los conjuntos, la  Mengenlehre, que postula y explora los vastos números que no alcanzaría un hombre inmortal aunque agotara sus eternidades contando, y cuyas dinastías imaginarias tienen como cifras las letras del alfabeto hebreo, En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar”.

En el laberinto de los números transfinitos de Cantor sí se esforzó en penetrar el filósofo y matemático francés Jean Cavaillès, poniendo el acento sobre el peso filosófico de los mismos y de las paradojas que encierran desde la perspectiva del sentido común, no de la consistencia matemática.  Durante  un tiempo, a la vez que colaboraba con la resistencia  daba clases en una gran institución parisina. Tras pasar totalmente a la clandestinidad es detenido y condenado a muerte. Cavaillès fue fusilado el 17de enero de 1944 en la ciudad de Arras. El físico Etienne Klein escribe sobre Cavaillès lo siguiente: “Es en su condición de filósofo y lógico que se comprometió en la resistencia: era la única actitud lógica y necesaria para quien tomaba en serio la búsqueda de la verdad”.

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23 de diciembre de 2020
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Progresamos

En un año de Gobierno ya empiezan a verse las líneas maestras del proyecto y a presentirse cuál será el futuro de este país

Se va adivinando, avanza muy despacio para no asustar, pero en un año de Gobierno ya empiezan a verse las líneas maestras del proyecto y a presentirse cuál será el futuro de este país si continúa el programa de cimentación de una nueva sociedad española.

En primer lugar, está ya claro que no hay empatía por ninguna de las democracias europeas. Es algo que sospechábamos desde el comienzo. El modelo que persigue el Gobierno no es el de los países del contorno. Se parece más al de algunas repúblicas de América del Sur como Argentina, Venezuela o Bolivia. El favorito es Argentina porque una parte del Gobierno es peronista, aunque el fragmento chavista tiene mayor influencia. En ambos casos, sin embargo, al modelo le falta un pedestal. El culto al jefe patriarcal, como lo fueron Perón o Chávez, no puede ser sustituido por torpes imitaciones como Maduro o Kirchner. Una república populista requiere un caudillo.

¿El caudillo podría ser Pablo Iglesias? Sin duda Sánchez carece de carácter para ese cometido como se ha visto en un año de Gobierno en el que todos sus socios, separatistas catalanes y vascos, posetarras, comunistas, peronistas y chavistas de Podemos, le han robado el escenario y lo han sometido en todos y cada uno de los órdenes del Estado. El último ha sido el ataque directo a la cabeza misma. Con razón: el rey Felipe es el jefe de las Fuerzas Armadas y hay que descabezarlas. El penúltimo es someter al poder judicial para acabar con el arcaísmo de la división de poderes. ¿Alguien imagina a un peronista, a un chavista, a un comunista, obedeciendo al poder judicial? Ya hay una parte de España que no acata las sentencias jurídicas y no pasa nada. Ahora falta el resto del país que, menos Madrid, es fácil de someter.

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22 de diciembre de 2020
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Me enamoré de mi uróloga

Ha vuelto a suceder. Me he vuelto a enamorar. De mi uróloga. Hubo un bache. Un malentendido quizá. O su empecinamiento en querer practicarme una biopsia prostática. Y mi empecinamiento en no quererlo. Recurrí a la autoridad profesional de sus mentores. ¿Indebidamente? Pero tuvieron razón. Y hubiera sido innecesario perpetrar tamaña escabechina. Despejado ahora el panorama. Sentada la evidencia de que por el momento no me devora el cáncer. Olvidadas las escaramuzas. Volvemos a sonreír. Cruzamos las miradas encendidas. En cuanto lo permite la postura. Tras el tacto rectal consuetudinario. Ante el estupor de la enfermera vasca de pesadas carnes.

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22 de diciembre de 2020
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Mujer sola con perro

Hay en la historia del teatro al menos cuatro obras muy significativas en las que una mujer sola habla con el fantasma de un hombre; tres están mudos en escena, y un cuarto no se muestra de ningún modo. Dos de esos monólogos, La Voix humaine y Le Bel Indifferent, son de Jean Cocteau, Happy Days (1961) está entre las obras maestras de Samuel Beckett, y en el cuarto y más contemporáneo, Diatriba de amor contra un hombre sentado, Gabriel García Márquez, en una insólita incursión teatral, tuvo sin duda dentro de su cabeza tan ilustres y conocidos precedentes. El primero en ser escrito y estrenado, en 1930, fue La voz humana; Jean Cocteau, un prolífico artista en diversos registros, tenía ya más de cuarenta años y varias recreaciones clásicas en su haber, pero su espíritu a la vez profano y zangolotino convivía, como lo haría siempre, con la tragedia mitológica, el drama histórico de libre interpretación y el modelo grecolatino, realzado con sus preciosos y a menudo procaces grafitti. Satisfecho del éxito internacional y duradero de esa corta pieza de media hora (llevada al cine como veremos y convertida en ópera por Francis Poulenc), Cocteau siguió cultivando el monólogo toda su vida, haciendo en 1940 para Edith Piaf, que lo estrenó, El bello indiferente, una variante o pendant del monodrama de 1930, en este segundo caso semi-telefónico, pues la mujer postergada también le habla a la cara al proxeneta desconsiderado.

La voz humana tiene un fundamento preciso contado por Cocteau en el prólogo a la edición del texto, publicado igualmente en 1930, donde el autor habla de “el recuerdo de una conversación sorprendida al teléfono, la singularidad grave de los timbres [de voz], la eternidad de los silencios”. Pedro Almodóvar, que no sigue en The Human Voice las minuciosas precisiones del decorado que Cocteau escribió en su día, se toma libertades muy fieles, teniendo el acierto de no abordar y ni siquiera sugerir la leyenda que acompaña al monólogo, según la cual la escena de ruptura, planto y agria recriminación refleja en realidad la de una pareja de hombres. Aunque esta atribución sotto voce la he visto comentada seriamente, por ejemplo en la monumental edición del teatro completo de Cocteau en la Biblioteca de la Pléiade, la base tiene un origen chismoso: la noche del “ensayo general íntimo” en el gran teatro, lleno a rebosar, de la Comédie-Française donde se estrenó dos días después, el poeta Paul Eluard, que asistía como acompañante invitado por el cineasta ruso Eisenstein, dejó oír su voz en medio de la función, gritando Eluard (quien como otros surrealistas detestaba la frívola libertad de un exhibicionista de gran talento como Cocteau) que la obra era obscena, pues lo que la actriz dice en el escenario “¡se lo dices tú a Jean Desbordes!”, amante por aquel entonces del escritor. Aquel 15 de febrero de 1930 había más de mil espectadores en la sala, y el zafarrancho fue fenomenal, teniendo Paul Eluard que refugiarse en las oficinas del administrador del teatro. “Jean [Cocteau] está encantado. Ha tenido su escándalo”, escribiría más tarde un amigo suyo.

Juzguemos nosotros esa miniatura escénica tal cual es, dejando para la maledicencia o el vaticinio lo que pudiera ser una transposición, a la manera en que ciertas figuras y trasfondos femeninos del teatro de García Lorca y Tennesee Williams tendrían antes encarnadura o moldes masculinos. Y juzguémosla ahora en esta reencarnación en inglés que ha llevado a cabo Almodóvar con Tilda Swinton. El cineasta presenta a su protagonista en un no-lugar industrial en el que los vestidos que la actriz lleva resaltan: una mujer exquisitamente arreglada divaga por un decorado, antes quizá, o en el descanso de un rodaje. Así empieza esta Voz Humana en inglés, pero no sería Pedro nuestro admirado Almodóvar si en el contexto de una obra sublime dejara de introducir la paradoja, o incluso la caricatura. Swinton abandona el taller, estudio de grabación o sala de ensayo teatral para ir de compras; una ferretería bien surtida aunque no sofisticada, en la que el consuetudinario episodio fraternal se consolida ante el mostrador, atendido por Agustín Almodóvar, que ha ido creciendo con sus cameos y ahora dispone de dos hijos adultos presentes en la figuración de esta escena que algunos espectadores consideran un pegote o una humorada fácil. A mí la escena, en un segundo visionado, me pareció un adecuadísimo contrapunto hortera (y no olvidemos que la palabra hortera se aplicaba originalmente sin menosprecio, al menos en la España central, al dependiente de un comercio); la crasa realidad que va pegada al espíritu de la ficción.

Esa ficción empieza a continuación con la voz hipnótica y los modos extraterrestres que confiere a su andar la gran actriz británica, que se interpreta, al menos en la superficie, a sí misma: una actriz entrada en años a la que aún llaman los productores avispados que gustan de su palidez espectral y de su estilo interpretativo “mezcla de locura y melancolía”. Pero en el decorado suntuoso donde sucede la acción representada hay un tercer invitado, que se configura como co-protagonista: el perro Dash, una presencia que en el texto de Cocteau es poco perceptible y apenas se deja ver en Una voce umana, la cinta de Rossellini a la que volveremos. Almodóvar, aparte de elegir a un animal muy sustantivo y hermoso, le da voz o palabra canina, y más que eso: le da sentido. Sabemos por el texto que el perro pertenece al amante invisible e inaudible de la mujer, y como tal se comporta el animal en la extraordinaria secuencia del traje masculino sobre la cama y los hachazos que dieron pie al costumbrismo ferretero. La nostalgia del amo ausente que siente el perro no le impide el mostrar interés en lo que sucede delante de él: a Dash le han dirigido como actor, fuese el propio Pedro o un  entrenador de animales quien lo hiciera, y como actor se comporta. De ahí que el final del mediometraje, que no conviene contar en sus importantes detalles, sea no solo una añadidura enormemente enriquecedora del guionista-cineasta, sino una vindicación de los damnificados: la mujer, que ha perdido a su amor de mala manera, y el perro, que la sigue y seguramente la comprenda gracias a lo que a ambos les une. El dolor sentido.

No he visto nunca la adaptación televisiva (con Ingrid Bergman) de La voz humana, pero me he dado el gusto, además de releer el monólogo y escuchar la grabación por Julia Migenes de la ópera de Poulenc, de revisar L'amore, ese atractivo y raro díptico de Rossellini concebido en 1948 a mayor gloria de Anna Magnani, que interpreta a la mujer amargada de Cocteau y a la pastorcilla simplona pero visionaria del segundo segmento, Il miracolo, una portentosa adaptación por Federico Fellini (que interpreta un papel central) de la novela corta de Valle-Inclán Flor de santidad. Del talento de la Magnani no hace falta glosa. El morbo lo da la comparación de dos adaptaciones y dos intérpretes tan eximias y tan distintas. La habitación de Un cuore umano está entre el neorrealismo y el interiorismo del cine de teléfonos blancos, en esta ocasión negros. La casa de la mujer sola de The Human Voice es un olimpo decorativo donde reina una diosa destronada. El italiano jugoso y chillón de la Magnani nos sabe a melodrama operístico. Tilda Swinton hiela con su tajante dicción inglesa, que esconde sin embargo las mismas pasiones de una mujer al borde de una crisis mortal. Las dos suplican y las dos toman píldoras, pero ninguna perece. La de Rossellini hunde en el plano final su cabeza de espeso pelo negro sobre la cama. La de Almodóvar también se desploma pero se levanta y anda. Lo que hace a continuación quizá ya no sea amor. Tampoco es condescendencia.

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21 de diciembre de 2020
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Aquí no ha pasado nada

Una de las grandes virtudes que tiene Cien años de soledad, novela de todos los tiempos de América Latina, es la de servir como arquetipo de situaciones históricas que se repiten porque los mecanismos y las trampas del poder siguen siendo las mismas. Derecha o izquierda. Da lo mismo.

Después que se produce la masacre de los trabajadores bananeros en huelga, congregados en la plaza de la estación del ferrocarril, que deja tres mil muertos, los cadáveres son acarreados en doscientos vagones de carga y echados al mar como banano de rechazo.  Pero “la versión oficial mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias”.

Y mientras tanto, bajo el toque de queda impuesto por la ley marcial, los soldados “derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos”. Y para quienes preguntaban por sus familiares desaparecidos, la respuesta era: "en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz".

A partir del mes de abril de 2018 se dieron en Nicaragua protestas de jóvenes desarmados que fueron reprimidas a balazos en las calles, con un saldo de más de 300 muertos y decenas de heridos. Una masacre ejecutada a lo largo de varias semanas, ampliamente documentada por los organismos internacionales de derechos humanos, expulsados luego del país, de la que existen innumerables testimonios recogidos en videos y fotografías, y de la cual dieron cuenta los medios de prensa en el mundo. Centenares acabaron en las cárceles, y más de cien mil salieron huyendo del país, según datos oficiales de ACNUR.

Apenas han pasado dos años. Pero este mes de diciembre, durante un acto de presentación de credenciales de doce nuevos embajadores, el presidente Daniel Ortega ha negado que semejante masacre haya ocurrido. En Nicaragua no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.

Peor que eso, ocurrió lo contrario. Malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos salieron a las calles para derrocar al gobierno democrático. Igual que en Macondo. “Aquí vino la protesta armada, armada de fusiles, de escopetas, de ataques las instituciones del Estado, de destrucción a los hospitales y quema de los hospitales, destrucción de las escuelas y quema de las escuelas, destrucción de las alcaldías y quema de las alcaldías, todo lo que se había logrado construir en beneficio de los pobres, en beneficio del pueblo”.

¿Y los informes de las comisiones de derechos humanos? “tanto los de Naciones Unidas como los de la OEA, lo que se dedicaron fue a hacer entrevistas, donde sin ninguna fundamentación acusaban a la policía, al Frente de haber matado a ciudadanos que habían fallecido en los hospitales por otras razones”.

¿Y las listas de muertos? Son inventadas. ¿Y los centenares de heridos? Nunca existieron. ¿Y los presos? Son reos comunes, delincuentes, traficantes de drogas. ¿Y los cien mil exiliados? Se han ido del país por su gusto.

Como en Macondo aquel lejano 6 de diciembre de 1928. La paz reina en todo el territorio nacional. Quienes fueron asesinados en las calles por tiros de metralla y fuego de francotiradores con fusiles Catatumbo de fabricación venezolana, murieron de muerte natural, en sus casas o en los hospitales, o no se murieron nunca y se han escondido de la vista pública sólo para desprestigiar a la autoridad constituida.

Lo que estos revoltosos hacían era enlistar a los muertos como víctimas propias: “ellos mismos filmaban el momento de la captura, filmaban el momento que los estaban rociando de combustible, filmaban el momento que le daban fuego y estaban ardiendo y lo pasaban por las redes”.

“Malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos”, señala la autoridades militar que impone el orden en Macondo tras la masacre que nunca existió. Y la Primera Dama de Nicaragua declara: “desgraciadamente cuando decimos que la historia se repite, tenemos que reconocer que los traidores son plaga, son comejenes, hongos bacterias que se reproducen”. Y también son vampiros chupasangre, tóxicos, rastreros, satánicos.

La falsificación de la realidad, es de vieja data. No hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera las realidades alternativas. El poder absoluto, que busca ser un poder para siempre, establece sus propias falsedades como verdad, y aplica una gruesa capa de alquitrán para borrar los hechos, escribiendo encima un nuevo relato con la ambición de que llegará a ser creído como único verdadero. Y el lenguaje erizado de epítetos que descalifican, niegan, rebajan, tampoco es ninguna novedad.

Lo recordaba al leer hace poco un escrito del juez Baltasar Garzón, cuando habla del fascismo de derecha en España. Porque también hay un fascismo de izquierda, y los lenguajes son similares. Dice Garzón que se divide “a la población entre buenos y malos, entre patriotas y traidores, convirtiendo al adversario político en enemigo. Una vez que está claro quién es quién, viene el proceso de deshumanización del contrincante, tildándolo de rata, escoria, garrapata, piojo o peste”. O cucarachas, dice el juez Garzón. Humanoides.

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21 de diciembre de 2020

"T". Acrílico de Irene Gracia

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El terror

El terror es un concepto latino que incidiría en la forma más extrema del miedo. El término proviene del verbo terrero que significa temblar. A su vez la forma más extrema del temblor sería el tremor, que aparece en algunas traducciones del salmo 155, y que supondría un terror más agudo que el mismo terror, susceptible de provocar un temblor muy acusado: el crujir de dientes evangélico. En la Biblia el terror emerge casi siempre vinculado al caos del fin de los tiempos.

En nuestra época se ha abusado considerablemente del concepto terror, desgastándolo y convirtiéndolo en simple sinónimo del miedo. Se habla de películas y novelas de terror de forma exagerada, refiriéndose a artefactos literarios que como mucho producen asco.

El miedo es una emoción muy intensa, que puede provocar cambios de ánimo de naturaleza desestabilizadora. Todos los poderes de mayor o menor calado han utilizado y utilizan el recurso del miedo para hacer más efectivo el control social. Canetti vincula las órdenes con el miedo, analizando de forma bastante aguda el contenido mismo de la orden y concluyendo que en el fondo de toda orden persiste de forma emboscada la amenaza de muerte: o haces esto o te mato.

Pero el miedo no es en sí mismo paralizador. El miedo puede incitar muy a menudo a la acción, el terror no. Lo que buscamos al producir terror es el silencio y la inmovilidad. Lo que buscamos con el terror es la suspensión del pensamiento y la supresión del lenguaje, por eso el terror es tan negativo. Dicho de otra manera: el terror es en sí mismo la negación de la acción, la negación de la palabra, la negación de toda mediación vinculada a la cultura y a todas sus estructuras dinámicas. El terror es la negación de los flujos emocionales de la existencia que hacen más o menos grata la vida en sociedad, por eso es un mecanismo tan destructivo e inmovilizador.

Con sus acciones el terrorista desea situar a los demás en los momentos anteriores al lenguaje y a la expresión. Se trata de una operación tan regresiva y tan involutiva que nos retrotrae a los momentos más remotos de la infancia, cuando aún no hemos accedido al lenguaje y las emociones son pulsiones puras e inmediatas que no tiene otra modalidad de expresión que no sea el llanto, la convulsión o la parálisis. Lo hemos visto en nuestros tiempos con relativa frecuencia. Cuando los terroristas entraron en la sala Bataclan de Paris y comenzaron a disparar la gente se paralizó: la gente murió antes de morir, la gente volvió al terror primordial, la gente regresó a la noche de los tiempos, al reino de la oscuridad, al reino del silencio.

El terrorismo moderno utiliza el terror como un rito sangriento y también como un mito. Todo acto terrorista de cierta envergadura se expande inmediatamente, gracias a los medios de comunicación, en forma de relato elíptico y simplificado, es decir: en forma de mito.

Podría decirse que el terrorismo moderno no busca la simple propagación del miedo: quiere ir más lejos y  en realidad busca la paralización de las conciencias, el detenimiento del tiempo discursivo, la inmovilidad súbita de la vida, para a partir de ese punto cero iniciar un nuevo ciclo que hallaría su fundamento, su sustancia y su estructura oscilante y oscura en el terror primordial, en el terror arcaico que vinculamos al origen del tiempo, a la oscuridad original con la que se inician tantos tejidos míticos, empezando por la Biblia y sus primeras frases referidas a las tinieblas que gravitan sobre abismo.

Lo peor de terror y el terrorismo es esa regresión al origen del origen, es esa negación radical de todos los elementos de la cultura y de todas las estructuras sociales, es esa negación de todos los principios de convivencialidad, es esa negación del concepto mismo de humanidad. Todo lo cual nos conduce a pensar que el terror es la única gramática capaz de pulverizar todas las gramáticas y proyectarnos en la negrura anterior a toda forma de expresión verbal.

Conclusión: la inmersión en el terror es un regreso a las tinieblas de naturaleza abominable. “En el principio todo era oscuridad”, rezan muchos mitos de la tierra para explicar el origen del mundo, la carne y el verbo.

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21 de diciembre de 2020
Blogs de autor

El otro mundo

Sentado en el beato sillón que da título a su famoso poema, Jorge Guillén era optimista: “El mundo está bien hecho”. Esa declaración en verso, que después de la Guerra Civil tuvo un eco político en dos poetas de opuesta ideología, José García Nieto y Victoriano Crémer, responde a un tiempo y a un carácter; al cabo de pocos años de escribir Beato sillón el gran autor de Cántico salía con su familia al exilio, donde pasó más de tres décadas.

Se acaba el peor año de nuestras vidas, y las fechas favorecen las remembranzas, los recuentos, los recelos y, con prudencia, las esperanzas. Trump ha perdido, la lucha climática gana defensores, las vacunas se inyectan, el Brexit quizá le cueste a Boris Johnson más de lo que pensaba, Hungría y Polonia tendrán que repetir curso en la escuela de la democracia, y Francia pone coto a un separatismo fanático que también conocemos en España. Siempre he creído que Francia es el laboratorio social de nuestro futuro, aunque no todo lo bueno se cuece allí, ni el Oriente produce únicamente amenazas. Es casi seguro que el mundo está peor hecho de lo que Guillén sostenía, pero tiene remedio. Y ahora que se habla tanto de reyes, me acordé de un pesimista de buen humor, el autor de El rey Lear, que pone en boca de uno de los perjudicados de esa tragedia, el joven conde Edgar, hijo y heredero repudiado, estas palabras: “El cambio deplorable es desde lo mejor; / desde lo peor se pasa al júbilo”.

El mismo día en que hubo noticias de Abu Dabi leí en estas páginas a Najat el Hachmi, una mujer norteafricana de origen que escribe, estupendamente, en catalán y español. Su valiente artículo desafiaba el socorrido argumento de que el color o la exclusión exculpan la violencia. Hay males en el mundo, en lo alto y abajo, que hieren a la humanidad.

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17 de diciembre de 2020
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El Boomeran(g)
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