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Eterna sed de amar

Por 18 de enero de 2021 Sin comentarios

Marta Rebón

 

A finales del año en el que redescubrimos nuestra condición de Homo nostalgicus, volvió a las salas de cine, remasterizado en 4K, el universo de Wong Kar-wai, y seguirá acompañándonos en el inicio del nuevo. La sensación de déjà vu renueva el encanto de películas como In the Mood for Love en su vigésimo aniversario. Un plano memorable es como el amor, dice el director, pues requiere el momento preciso en el lugar idóneo, con la luz adecuada y el movimiento exacto. Así construye sus narraciones fílmicas, a medida que la cámara graba múltiples variantes, de las que solo una ínfima cantidad acaba en el montaje final. A menudo sus películas son resultado de un rodaje tan largo como extenuante y conflictivo, que arranca apenas sin guion. Sobre Happy Together declaró que había ido a parar a Argentina con dos personajes en mente, una ciudad y nada más. In the Mood for Love la ultimó un 20 de mayo de 2000, in extremis para Cannes, pero el rodaje habría podido eternizarse. Tenía tanto metraje que solo utilizó una trigésima parte. Apuró lo indecible cuando optó por un final crepuscular en las ruinas del templo camboyano de Angkor Wat. En busca de localizaciones en Tailandia, visitó el barrio chino de Bangkok. Las calles, las oficinas y los comercios tenían una textura más parecida a la de su niñez en el antiguo Hong Kong, desaparecido bajo los rascacielos de la ciudad globalizada. Allí, entre el colectivo de emigrantes de Shanghái, con sus propias costumbres y lengua, recalaron sus padres, y él creció rodeado de puestos de comida callejera y viviendas comunitarias, atestadas de aromas y convenciones sociales. Como si en Bangkok hubiera mordido la magdalena de Proust, decidió rodar escenas allí para dar con la tonalidad que se le había resistido. Sumaba ya quince meses de producción, y pidió al Festival de Cannes que la suya fuera la última película en proyectarse. Los subtítulos se acabaron de ajustar justo antes del estreno, pero el sonido no se oyó en estéreo ni se mostró la versión final. Aun así, cautivó con su viaje en el tiempo al Hong Kong de inicios de la década de 1960 —el de su infancia— a través de la historia, en apariencia nimia, de dos individuos solitarios que se cruzan al alquilar sendas habitaciones vecinas y a quienes no solo se les mezclan los muebles en la mudanza, sino también sus respectivos cónyuges. De la herida surge el acercamiento para explorar juntos cómo empezó el romance entre sus parejas y así quedan atrapados en una historia de bolero. Y entonces se obra el milagro del cine: toda la sala vibra en una imborrable coreografía de cuerpos, colores y música. De aquí para allá, termos con fideos, miradas esquivas o directas, los ceñidos quipaos con cuello alto de ella y los trajes occidentales de él que se rozan en escaleras y pasillos…

En 2000, terminado un siglo cruento y con un futuro de libre mercado, digitalización y crecimiento por delante, se estrenó la obra maestra de Wong Kar-wai sobre oportunidades malogradas y sentimientos silenciados. En la antesala de las redes sociales, su película, anclada en la especificidad de Hong Kong (de identidad híbrida, transitoria y convulsa), caló en buena parte del público internacional porque el sentimiento de pérdida y la necesidad de consuelo son universales. Vista hoy, su apuesta narrativa vuelve con la transgresión redoblada de premiar la imaginación del público —a sus parejas no se les ve la cara y a los protagonistas los observamos a través de obstáculos: paredes, cortinas, espejos, relojes, cristales polvorientos, igual que se mira el pasado—, cuando hoy priman la sobreexposición, la transparencia y la hipervigilancia. 1966, cuando acaba la relación entre el señor Chow y la señora Chan, supuso el fin de una época con la llegada de la Revolución cultural. Este 2020, que nos hizo sentir atrapados en el tiempo, también lo percibimos como el desenlace de algo.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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