Víctor Gómez Pin
Para hacer perceptible lo reciente de la aparición del hombre, los físicos en ocasiones recurren a una trasposición de las etapas de la evolución del universo y el transcurso de una película de tres horas. Recordemos algunos datos aproximados:
El Universo “surgió” hace 13.500 millones de años, esa estrella que es el sol data de 5.000 millones de años, la Tierra se formó hace 4.500 millones de años. ¿Y la vida? Hace 3.500 millones de años aparecen los primeros organismos unicelulares. Los primeros mamíferos aparecieron hace 300 millones de años. Los homínidos datan aproximadamente de seis millones de años y los humanos habitamos la tierra hace quizás 4 millones de años, aunque el llamado “homo habilis”, aparece hace sólo 2500 millones de años.
Vayamos ahora a la transposición a escala en la película de tres horas. La vida aparecería treinta minutos antes del final, los animales únicamente cinco minutos. ¿Y los humanos? Sólo serían introducidos una fracción de segundo, tan ínfima que el espectador no se apercibiría de ello. Supongamos ahora que una catástrofe nos hiciera desaparecer, por ejemplo en el año tres mil. Nuestra presencia total no habría superado esa mínima fracción de segundo. ¿Fracción insignificante? Poco a poco.
Piénsese que en ella habría tenido cabida desde el transcurrir de la técnica, la ciencia, el arte la filosofía y… el cúmulo de interrogaciones y respuestas sobre lo que tiene significativo peso y lo que es in-significante. Por ejemplo, la pregunta misma sobre si lo inconmensurable del transcurso temporal desde la existencia del hombre en relación al conjunto de la historia evolutiva tiene correspondencia en el peso a otorgar a ese momento final en relación al conjunto.
Pues sólo en esa ínfima fracción de segundo entra en escena un hacedor de signos, un ser que otorga significado, o más bien significados múltiples bajo un mismo signo, y sin cuya acción obviamente todo carecería de significación. En esta fracción de segundo aparece el ser que “da cuenta” remitiendo a principios asumidos como evidencias (base de la ciencia), mas también el ser que simplemente “cuenta”, en todo caso el ser que dirime, acota, muestra la no confusión y así, entre otras cosas, marca la diferencia entre lo enorme y lo diminuto, entre lo que tiende a infinito y lo que se aproxima a lo infinitesimal.
No hay forma de escapar a esta paradoja: el proceso que constituye el universo (es decir, la historia de la transformación de la energía) sólo aparece muy dilatado en razón de que un ser efímero, “desde su enfermedad, desde su nada”, estupefacto ante su entorno, se esfuerza por ordenarlo y contarlo a la vez que persiste en conferirle un sentido, un ser que como el Spinoza de Borges “desde su enfermedad, desde su nada/ sigue erigiendo a Dios con la palabra”.