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Videojuegos: una historia personal

Joseph Andrés no ha cumplido tres años y ya sabe pronunciar palabras importantes. Apenas lo siento en su sillita en el auto, dice con cierta urgencia: “iphone, iphone”. Le paso mi celular, y él busca sus aplicaciones (“Itsy Bitsy”, “Lunchbox”…) y escoge rápidamente la que le interesa. En el piso del Nissan están tirados los libritos con los que solía entretenerse. Creo que es temprano para preocuparse de que el mundo haya perdido otro lector; lo que sí es seguro es que, gracias a las redes sociales y a los celulares, los videojuegos se han vuelto ubicuos y son, casi sin darnos cuenta, una parte cada vez más importante de nuestra vida cotidiana.

A los diez años visité la casa de un chico de mi barrio al que su padre le había traído un Atari de los Estados Unidos. Por entonces sólo se podía jugar Pong, pero era más que suficiente para que ese chico ganara puntos en la estima popular. Ahí estábamos todos, hipnotizados en el living mientras una pelota iba y venía de un lado a otro en la pantalla en blanco y negro. Tiempo después, en mi cumpleaños, me presté un Atari de un amigo para que mis invitados se divirtieran; ahora los juegos eran a colores y había más variedad. Igual, en esa época no eran lo suficientemente seductores para lograr que dejáramos el fútbol con tapitas de refrescos sobre una frazada.

Los videojuegos se borraron de mi imaginación hasta que apareció SimCity a fines de los ochenta. Me perdí el gran desarrollo de las consolas en la década del noventa, época en que las compañías dominantes apostaron por el videojuego como una experiencia absorbente más que un entretenimiento casual. Cuando me compré una PlayStation 2 a principios del 2000, descubrí que terminar un juego de plataforma podía tomarme entre treinta y cuarenta y cinco horas, y me quedé en los márgenes, disfrutando de vez en cuando de un partido de fútbol.

La década pasada, los videojuegos en celulares explotaron, sobre todo a partir de la aparición del iPhone. Al mismo tiempo, la consolidación de las redes sociales hizo que fuera normal, para alguien a quien le intimidaban juegos como Metroid Prime en las consolas, dedicar una hora al día a cultivar tomates y uvas en FarmVille. A mí esa adicción me duró un par de meses. Decía que lo hacía espoleado por Gabriel, mi hijo de nueve años, pero en el fondo era porque me gustaba ver cómo crecía mi granja, cómo cada nuevo nivel me permitía cultivar nuevas frutas y verduras. No es de las cosas de las que más me sienta orgulloso, pero al menos ya me libré (FarmVille cuenta hoy con setenta y cinco millones de usuarios activos que juegan y son también jugados por el juego: muchos de ellos prefieren comprar sus bienes virtuales y gracias a ello han convertido a Zynga  en la compañía más grande de juegos sociales en Facebook).

Compré una consola para tener algo con que Gabriel se divirtiera los fines de semana que le tocaba quedarse conmigo, pero ahora descubro que cada vez que viene a casa se encierra en los juegos y hablamos poco. Bajé algunas aplicaciones en el iPhone para que Joseph Andrés se entretuviera sin mi ayuda, pero ahora anda hipnotizado por mi celular. Cada vez que intento regular las horas de juego, termino quebrando mis propias reglas, porque, bueno, no es fácil ser padre en un pueblito en los Estados Unidos (el videojuego es una niñera más participativa que la televisión).  

Hubo alguna vez un debate acerca de si los videojuegos eran útiles para el desarrollo del adolescente –en la coordinación, en la velocidad de respuesta en emergencias--, si permitían la proliferación de impulsos agresivos o si producían chicos autistas. Yo diría que todo a la vez (aunque no creo que un videojuego violento te convierta en un asesino). La paradoja, sin embargo, es que ahora que todos los jugamos ya no hay debate. Quizás porque todos nos hemos vuelto autistas.

(La Tercera, 22 de enero 2010)

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23 de febrero de 2010
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La herida luminosa

He sabido por el periódico que vivo en un edificio sujeto a la ilegalidad. De momento no corremos peligro sus inquilinos de ser llevados ante la justicia, pero con el Consistorio uno nunca puede estar seguro. Por ejemplo: a mí no me ha pasado, pero he oído de casos desgarradores de amenaza y multa de personas por introducir un desecho orgánico en una cavidad indebida; la reservada exclusivamente para la basura del cristal. Alarmado por la noticia, me he asomado a la ventana de mi casa y he visto florecer, con la nueva información de que dispongo gracias al reportaje periodístico, una bonita cantidad de edificios cuyos moradores, si no son lectores de prensa o no siguen al día las ordenanzas municipales, tal vez ignoren su condición. En un primer vistazo en rededor he contado cuatro posibles sujetos ilegales: un concesionario de automóviles, una firma inmobiliaria, una producción cinematográfica y la mismísima UGT. Todos presuntamente fuera de la ley.

     Recapitulemos. La nueva Ordenanza de Publicidad Exterior. El nombre es sugestivo, hay que reconocerlo, sobre todo si se piensa en una alternativa de indudable enjundia; la Publicidad Interior, o, lo que es casi lo mismo, el alma de la publicidad (caso de tenerla). Estamos ahora en el cuerpo, en todo caso. El ayuntamiento de Madrid dictó o promulgó o implementó, que es lo que más se lleva ahora, esa Ordenanza hace un año, con el objetivo de acabar con placas, cartelones a fachada entera y demás artilugios de propaganda comercial, incluyendo, a escala humana, los hombres-sándwich, que tanta polémica despertaron hasta que, tras la oportuna queja de la mismísima Esperanza Aguirre (nadie le gana a ella en casticismo), se revocó el epígrafe que les prohibía pasearse, permitiéndoles ahora de nuevo circular por las calles anunciando un restaurante barato o un comprador de oro, del mismo modo que se dejan otros vestigios de la esencialidad madrileña: los majos y las majas, los isidros, las mascotas, cerditos y ‘hamsters' en la fiesta de San Antón.

      Para no incurrir en acusaciones de totalitarismo, la corporación que preside el alcalde Ruiz Gallardón dio un año de margen para examinar otros casos de anunciamiento ilegal no semoviente, y ahora parece estar llegando la hora de la verdad municipal. La concejalía de Medio Ambiente ha inventariado todos los soportes publicitarios de nuestra capital, para intentar poner orden en un paisaje tal vez ilegal en una cifra muy considerable. Pues bien, de ese indiscutible trabajo de campo en la ciudad, se ha deducido que 431 de los 1.503 rótulos existentes no cumplen con la susodicha ordenanza, habiendo procedido el ayuntamiento, por vía ya ejecutiva y no meramente reflexiva, a retirar 223, en un desglose que el reportero de nuestro periódico enumera con un detalle que es de agradecer: 59 vallas, 51 monopostes, 50 lonas, 39 paredes medianeras y 24 rótulos sobre edificios. Aquí entro yo.

    He descubierto en la lectura del reportaje la palabra monoposte, que no por comprensible me resulta menos exótica: como nombre de servidor de un maestro masónico en una ópera de Mozart. La ilegalidad en lo que yo y mis vecinos vivimos no es monoposte, sino de otro género, decididamente -dada la promiscuidad en ascensores y rellanos de los cientos de vecinos que aquí habitamos- poliposte. Pues de eso se trata: somos ilegales porque sostenemos en la cima de nuestro alto edificio un poste enorme, con un anuncio luminoso que se enciende en cinco fases anunciando una compañía aérea que, pese a ser de bandera, ¡de nuestra bandera además!, incurre en presunto delito. Sabemos que las farmacias seguirán infundiendo la esperanza de alivio con sus crucecitas verdes iluminadas, y que los cines y los hoteles también podrán lucir sus servicios, aunque en horario restringido y con baja intensidad, que es lo que ya tienen ahora en cuanto a frecuentación del personal. De los rótulos de alta intensidad que destacan en las calles de Madrid sólo cuatro han sido exonerados de la condena dictaminada por el ayuntamiento: el Schweppes del Capitol, en Gran Vía, el Tío Pepe en Sol, el BBVA en el hermoso edificio de Sáenz de Oiza en Castellana y uno de Firestone en O´Donnell poco recordable. El indulto es por su valor simbólico y sentimental, lo que significa un duro golpe para aquellos de nosotros que llevamos en algún caso más de 30 años bajo un cartel visible en toda la ciudad pero no por ello indultable.

    Vivir en Madrid, tan ruidosa, incómoda y de mobiliario urbano tan berroqueño,  ya era duro. Y ahora quieren quitar esa pequeña ascua de alegría que, al levantar los ojos del rudo suelo, nos dan las luces de la ciudad.

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22 de febrero de 2010
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A favor de la memoria histórica

Tener un amigo que, cuando lo necesitas, te presta mil euros para pagar el alquiler es una bendición, pero hay regalos más duraderos que el dinero, aunque no muchos. Uno de ellos es un libro porque sus efectos sobre nuestra vida pueden ser perdurables. Cuando Jorge Vigil me regaló hace una semana el libro de Tony Judt titulado "Sobre el olvidado siglo XX" no me libró de un casero ocasional, sino del deudor más peligroso: el desánimo.

    Llevaba yo una temporada abatido al constatar el escaso número de escritores, periodistas, profesores, en fin, gente responsable, que compartía conmigo una visión tan poco optimista de la España actual, de su vanidoso gobierno y de sus caprichosas autonomías, cuando de pronto me vi arropado por un profesional cuya opinión se respeta en el mundo civilizado. Un alivio. Tras leer a Judt me pareció entender que no éramos, mis colegas críticos o yo mismo, un cultivo cizañero al que divierte poner a parir el espectáculo gubernamental, un fruto de secano cubierto de espinas que sigue, como en tiempos de Franco, arrastrando su soledad a la manera de un estandarte. Si un producto de regadío tan bien nutrido como Judt decía exactamente lo mismo, aunque referido a objetos de mayor tamaño, cabía la posibilidad de que no estuviéramos del todo equivocados, los incorrectos de esta provincia.

    Aunque sea una colección de artículos, algunos ya con una década sobre el título, la poética del libro de Judt, su claro y distinto pensamiento, puede resumirse sucintamente. El "olvidado siglo XX" (así le llama) ha sido uno de los más atroces de la historia de la humanidad. Sus matanzas no pueden compararse, ni en cantidad ni en calidad, a las añejas barbaridades. La gigantesca nube de horror del Novecientos tiene, además, una característica peculiar. A diferencia de los tiempos antiguos, en el siglo XX se expande y domina una fuerza de choque ideológica que desde el caso Dreyfus se denomina "la intelectualidad", la cual se encarga de justificar todas las salvajadas pretendidamente izquierdistas. De ahí el "olvido" y la buena conciencia.

    A comienzos de siglo, tras la primera guerra mundial y la revolución rusa, la parte mayor y mejor de esa intelectualidad europea apoyó lo que se solían llamar "posiciones de izquierda". Y entonces lo eran. El drama es que a medida que el siglo avanzaba, las "posiciones de izquierda" iban dejando de ser de izquierda y se convertían en mero usufructo de intereses de partido, cuando no económicos y de privilegio. La derecha nunca ha tenido necesidad de justificar sus infamias, no trabaja sobre ideas sino sobre prácticas, pero se suponía que la izquierda era lo opuesto. En la nueva centuria ya no hay diferencia.

    Quienes nos hicimos adultos en la segunda mitad del siglo XX y nos creímos parte integrante de esa izquierda que, según nuestro interesado juicio, recogía lo mejor de cada país, no sólo estábamos siendo conservadores y acomodaticios al no movernos de ahí a lo largo de las décadas, sino que fuimos deshonestos. Eso no quiere decir que no hubiera en la izquierda gente honrada y dispuesta a sacrificarse, muchos hubo y algunos murieron en las cárceles de Franco, pero no eran escritores, ni periodistas, no eran, vaya, "intelectuales". Y lo que es más curioso, aquellos escritores que en verdad eran de izquierdas tuvieron que soportar los feroces ataques de los "intelectuales de izquierdas" oficiales que entonces, como ahora, apoltronados en sus privilegios, eran enemigos feroces de la verdad. Tal fue el caso de Camus, de Orwell, de Serge, de Koestler, de Kolakowski, que se atrevieron a ir en contra de las órdenes del Partido y de la corrección política. Las calumnias que sobre ellos volcó la izquierda aposentada, descritas por Judt, son nauseabundas.

    De ellos habla su libro, pero podría haber hablado de otros cien porque cualquiera que osara ir en contra de la confortable izquierda oficial para denunciar las carnicerías que se estaban produciendo en nombre de la izquierda, era inmediatamente masacrado por los tribunos de la plebe. Tachados de fascistas, de agentes de la CIA, de criptonazis o de delincuentes comunes, hubieron de soportar casi indefensos los embustes de los ganapanes. Luego los calumniadores se tomaban unas vacaciones en Rumania y regresaban entusiasmados con Ceacescu. En las hemerotecas constan nuestros turistas entusiastas. Lo mismo, en Cuba. Fueron muchos.

    La deshonestidad no afectó tan sólo a los crímenes estalinistas, maoístas o castristas. En un capítulo emocionante explica Judt las dificultades que tuvo Primo Levi para que la izquierda italiana tomara en consideración sus libros sobre Auschwitz, comenzando por el arrogante Einaudi. Y cómo hasta los años sesenta, más de veinte años después de escritos sus primeros testimonios sobre el Holocausto, no comenzaron a horrorizarse los izquierdistas. ¡Veinte años en la inopia, la progresía!

    La impotencia de tres generaciones de izquierdoides para defender la verdad se acompañó del triunfo de los héroes de la mentira, desde el Sartre envilecido de los últimos años, hasta el chiflado Althusser cuyos delirios devorábamos los monaguillos de la revolución maoísta. Todavía hoy un valedor de la dictadura como Badiou fascina a los periodistas con un libro sobre "el amor romántico", cuando es el sentimentalismo tipo Disney justamente lo propio del kitsch estalinista y nazi, su producto supremo. Sigue siendo uno de los más dañinos errores de la izquierda no aceptar que entre un nazi negacionista y un estalinista actual no hay diferencia moral, por mucho que el segundo pertenezca al círculo de la tradición cristiana (y haya tanto sacristán comunista) y el primero al de la pagana (y por eso ahí abunda el fanático de la Madre Patria).

    Ya es un tópico irritante ese quejido sobre el galimatías de la izquierda, su falta de ideas, su desconcierto. ¿Cómo no va a estar desnortada, o aún mejor, pasmada, si todavía es incapaz de admitir honestamente su propia historia? ¿Si sólo entiende la memoria histórica en forma de publicidad comercial sobre la grandeza moral de sus actuales jefes? Aún hay gente que dice amar la dictadura cubana "por progresismo" y el actual presidente del gobierno (uno de los más frívolos que ha ocupado el cargo) se ufana de ello. ¿Saben acaso el daño que producen en quienes todavía ponen ilusión, quizás equivocada, pero idealista, en la palabra "izquierda"? ¿Y cómo puede un partido que alardea de progresista pactar hasta fundirse con castas tan obviamente reaccionarias como las que defienden el soberanismo de los ricos? Dentro de un lustro no quedará nadie por debajo de los sesenta años que se crea una sola palabra de un socialismo fundado sobre tamaña deshonestidad.

    No es que la izquierda ande desnortada o carente de ideas, es que no existe. Su lugar, el hueco dejado por el difunto, ha sido ocupado por una empresa que compró el logo a bajo precio y ahora vende que para ser de izquierdas basta con decir pestes del PP. ¡Notable abnegación la de estos héroes del progreso! ¡Cómo arriesgan su patrimonio! ¡Qué ejemplo para los jóvenes aplastados por la partitocracia farisaica! El resultado, como se vio en Francia, es el descrédito de los barones, marqueses y princesas del socialismo. Su inevitable expulsión del poder. Y la destructiva ausencia de ideas en un país que ya soporta el analfabetismo funcional mayor de Europa. Una herencia que enlaza con la eterna tradición española de sumisión al poder llevada con gesto chulo por los sirvientes. Esta vez bajo el disfraz del progreso.

    Y mira que sería sencillo que la izquierda recuperara su capacidad para armar las conciencias, inspirar entusiasmo y ofrecer esperanza en una vida más digna que su actual caricatura. Bastaría con decir la verdad y enfrentarse a las consecuencias. ¡Ah, pero son relativistas culturales! Y por lo tanto para ellos la verdad es un efecto mediático.

 

Artículo publicado el sábado 20 de febrero de 2010.

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22 de febrero de 2010
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La fiebre

La fiebre encuentra su lugar más apropiado en el interior de nuestra casa. Todos los hospitales y clínicas del mundo se hallan atestados por una infinidad de fiebres que corren de una habitación a otra, fiebres de distinta longitud y ferocidad, avanzando sin cesar o remitiendo gradualmente como erráticos gusanos que proceden de las arterias y sin salir para nada de  ellas generan los primeros síntomas que colecciona en cada supuesto la enfermera, el enfermero o los doctores.

 De fiebres azules, rojas, moradas, está el mundo constantemente lleno y el organismo absoluto de la especie guarda dentro de su misma funda primordial y más minuciosmente en la vena sumida en sangre una suerte de fluido reptil que ondula al compás del riego y por momentos, incluso sin causa conocida, se inflama o se dilata, se hincha su crúor dentro del conducto y, por derivación, atesta los canales, crea un atosigamiento que aturde,  debilita, agota y  la casa, donde hay un lecho propio,  se ofrece como el estuche perfecto, el pulmón de amor y acero, para recibir apropiadamente  esa indebida mutación.

Sin duda, la fiebre en cuanto el ser independiente que emerge con debilidad o con fuerza en cualquier lugar, sea en el trabajo o en la fiesta,  en un lugar cerrado o a cielo abierto. De por sí la fiebre cuenta con un cobijo natural  en la sima de la sangre y sus peripecia, sus encabritamientos o sus dislates son imposibles de seguir, imposibles de describir atinadamente en el momento de su aparición pero incluso puede tardar en revelar su condición a través de la mera temperatura patológica.

En el hospital, en el centro médico toman la fiebre y tratan de bajarla hasta su nivel de normalidad pero es, sobre todo, dentro de la casa donde el enfebrecido desea ser tratado y comprendido que es el principio de su bienestar.

El tratamiento casero de la fiebre es el mejor tratamiento posible, la confusión del mal con el bien, del malestar con el confort, el desasosiego con el consumo de cariño doméstico. Dentro de las maniobras que desencadena la fiebre en casa el mal que se intenta combatir no es por tanto un mal a secas sino un mal ambiguo en donde diferentes componentes se amalgaman. La fiebre en cuanto mal no es tan sólo adversidad sino un umbral que se traspasa  para ser más querido, recibir una atención y, finalmente, ser encamado con un mimo insólito y sólo, a fin de cuentas, porque la temperatura ha encendido en algunos grados la piel y esa calentura, en efecto,  le procure un brillo diamantino al posible enfermo.

 De hecho es así como se ven los ojos del que padece  fiebre, ojos que brillan más y miran como poseídos de una nueva mirada que si sigue  dirigiéndose hacia fuera denota también una experiencia interior, tal como si el fulgor procediera de haberse acercado al fuego del sistema vascular enfebrecido donde al aproximarse a podido distinguir, aún brevemente, el secreto maldito y vital de la sangre y  regresar después a la superficie con los ojos bruñidos quizás por la erosión de calor.

La fiebre que viene de no se sabe dónde nos conduce anhelantemente a la casa donde efectivamente el ardor del cuerpo se aviene con el calor del hogar y el grado de tristeza que la fiebre induce impulsa  a hallar  consuelo en el forro del hogar. La fiebre acaso no baje enseguida pero entre los tabiques conocidos y el movimiento familiar a la fiebre se la rodea de una normalidad, una rutina y una tibieza doméstica que acaso influye en su control piadoso.

En el termómetro se lee el techo bajo el cual vive  la salud, la despreocupación o el éxito del no pasa nada. Por encima de esa raya empieza a serpentear la fiebre y sus inquietudes nerviosas. Efectivamente hay diagnósticos puros que atribuyen la fiebre a disfunciones neurológicas pero, en general, toda patología sobre la que la fiebre cabalga es prácticamente inseparable de la desazón que el cuerpo siente sobre su propio estado.

El cuerpo se inquieta desde un interior invisible a partir del cual sólo emerge el signo de la fiebre,  una información de otra parte tan simple y objetiva como indescifrable.

En la patente simplicidad de esta medida anómala se dibuja, cara a cara,  la anómala simplicidad de la existencia doméstica. Todavía sin sobresaltos,  la fiebre pide instalarse en la trinchera de la casa, recibir el agua y las medicinas de  casa, quedarse hasta morir en casa y morir si es preciso con el paciente entre su estuoso abrazo.

 

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22 de febrero de 2010
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Rasgos elementales de la ‘physis’

Utilizamos con frecuencia expresiones vinculadas a la palabra ente sin saber demasiado lo que queremos decir, y ello en razón misma de la excesiva generalidad. Un periodista puede escribir  "el ente autónomo Radio Televisión  Española está amenazado por la política gubernamental". Y un abogado afirmará que "x carece de entidad jurídica para constituirse en parte". En ambos casos hay referencia a abstracciones, entendiendo (en este caso preciso) por tales lo designado por conceptos sin correlato físico.

Cuando hacemos referencia a estos últimos creemos tener relativamente claro lo que tenemos en mente: una entidad física es material, diremos de entrada. Mas si se nos pregunta qué quiere decir material, no es seguro que la respuesta sea evidente. El problema es análogo al que se plantea en relación a lo que merece ser calificado de sustancial:

Material es la mesa sobre la que reposan mis cuartillas y desde luego las cuartillas mismas, y el bolígrafo que sobre ellas se desliza. Y también son materiales los rasgos que forman las letras que se van configurando. Mas surge la pregunta, ¿es material asimismo la superficie de la mesa, y la de la cuartilla, la del bolígrafo, y hasta si se me apura la superficie de las letras? Entra aquí un embrión de duda. Por una parte es evidente que sin materia no hay superficie, de tal manera que, en términos lógicos, cabe decir: superficie implica materia. Evidente parece asimismo que toda entidad material presenta una superficie, siendo pues también válido: materia implica superficie. Indisociables pues los conceptos de superficie y de materia, pero la cuestión no está zanjada

No nos vinculamos a la superficie de la misma manera que nos vinculamos a la mesa misma. Y sobre todo, no nos conformamos en nuestras vidas con la superficie de las cosas, por mucho que la primera sea en ellas lo mas inmediato, lo más  aparente. Queremos, en suma, la sustancia de las cosas materiales pues, sensibles a la  deficiencia de  lo superficial respecto a lo substancial, barruntamos que sólo en la sustancia de la cosa reside su materia.

Mas ¿qué es lo que distingue realmente a lo sustancial y material de lo superficial y fenoménico? ¿Cuáles son los rasgos más generales, los rasgos mínimos que permiten afirmar que lo que se presenta ante nosotros es material?

A esta pregunta se confronta Aristóteles en su Física y también se confrontan los clásicos de la física moderna, aquellos a los que debemos las fórmulas elementales que aprendimos quizás en nuestros años escolares (Galileo y  Newton en primer lugar) mas asimismo los grandes de la física del siglo veinte.

Empecemos por aceptar algo que parece obvio, a saber, que los entes físicos tienen lo que denominamos masa, concepto del que sólo recordaré que se mide en unidades denominadas kilos. Aceptemos (provisionalmente al menos) que la atribución de masa es siempre positiva, o sea que no hay entidad física cuya masa sea nula o negativa (no considero aquí casos como el del fotón).

Sentado lo anterior, aceptemos asimismo que lo que tiene masa es susceptible de tener una posición. Esto no parece comprometernos demasiado. Baste recordar cierta definición según la cual cuerpo, es decir entidad con masa, es lo que "ocupa un lugar en el espacio".El problema de esta caracterización es que parece considerar el espacio como  algo no dependiente de esos mismos cuerpos que, según la sentencia, vendrían solamente a ocuparlo, de tal manera que, haciendo abstracción de los mismos, tendríamos ni más ni menos que el vacío.

Soslayemos por el momento ese berenjenal filosófico, y asimismo el correlativo correspondiente al tiempo. En relación a este último diré tan sólo que la posición de un cuerpo es relativa a un tiempo dado. Supongamos que tenemos un sistema de coordenadas cartesianas X, horizontal, Y perpendicular a la horizontal, Z perpendicular a ambas, Para mayor sencillez consideremos que los acontecimientos físicos que nos conciernen (por ejemplo los cambios de posición de un cuerpo) ocurren tan sólo en uno de los ejes, el X para el caso.

Diremos entonces que a todo instante t de la imaginaria línea temporal corresponde una posición x (t) en el eje X de coordenadas. Y enfatizaré el peso del asunto (¡provisionalmente, pues, como ya he sugerido y como veremos en detalle la más radical novedad de la física del siglo XX será poner en tela de juicio esta "evidencia") afirmando: ocupar una posición es una de las condiciones mínimas e imprescindibles que ha de satisfacer lo que se presenta ante nosotros para que pueda ser tildado de entidad física.

Tenemos pues en un instante dado un cuerpo ocupando una determinada posición. Obviamente cabe imaginar que el cuerpo en cuestión no se desplaza, en cuyo caso diremos que se halla en reposo. Mas cabe imaginar asimismo que se desplaza durante un intervalo tiempo, mayor o menor. En razón de sencillez supondremos que tal desplazamiento es uniforme, es decir, que a dos sub-intervalos idénticos de tiempo corresponde un cambio de posición idéntico en magnitud. Diremos en tal caso que la entidad física en cuestión tiene una velocidad constante, aceptando la convención de que en los casos de reposo se trata simplemente de velocidad cero.

Enunciaré ahora una proposición  que parece perogrullesca, a saber, todo lo que tiene una masa, toda entidad física, o bien se halla en reposo, o bien se halla en movimiento, es decir: o bien su velocidad es nula, o bien su velocidad es positiva (debe señalarse que también en esto la física del siglo XX introdujo una subversión radical, que por el momento sólo evoco).

Vinculando el asunto a la noción misma de masa complicaré algo el enunciado diciendo: a toda entidad física corresponde una cifra que relaciona multiplicativamente unidades de masa (kilos) y unidades de velocidad (intervalo espacial partido por intervalo temporal). Por razones derivadas de la historia de la física tal cifra será calificada de momento, concepto a designar mediante la letra P, siendo M la letra correspondiente a  masa y V la correspondiente a velocidad.

                                           P = M · V

Sintetizando lo hasta ahora indicado: una entidad física es algo que, como mínimo, tiene una "posición" y tiene un "momento". Muy probablemente tendrá otros atributos, pero sin los dos mencionados, lo que eventualmente se presente a nosotros no tendrá carácter corporal, sería pura apariencia, literalmente un fantasma.

Y estamos ahora en condiciones de responder a la pregunta que formulaba respecto a "entidades" (las comillas vienen por el hecho de que, en el sentido cabal, "entidades sólo serían las que responden a lo avanzado) del tipo de las superficies. La superficie de la mesa no es una entidad física, simplemente porque si la separamos de la mesa... ni tiene posición alguna, ni tiene momento (es decir, no se halla en movimiento pero tampoco en reposo).

Tenemos ciertamente la ilusión de lo contrario, en razón de que la superficie se mueve cuando se movía la mesa y se halla en reposo cuando la mesa lo está. Pero ni se mueve sola, ni reposa tampoco en sí misma. Carece de momento porque carece de masa, pues hemos dicho que la masa no puede nunca ser nula o negativa. Y respecto a la posición es evidente que, privada de la densidad de su sustrato, la superficie deja de ubicarse en sitio alguno. Así las imágenes que percibimos en la pantalla del televisor dejarían de ser tales si las priváramos de esas entidades que son los electrones, que sí están provistos de masa y a cuyo movimiento las imágenes mismas se reducen.

Es necesario señalar desde ahora que posición y momento o cantidad de movimiento no tienen  intersección. La posición no es el caso particular del momento en el que la velocidad es nula, o sea, el reposo. Como veremos esto tendrá enorme importancia cuando, con la física cuántica, determinar el momento de una entidad implicará excluir a ésta de toda posición, de tal manera que podrá hallarse en reposo y no obstante carecer absolutamente de ubicación. Pero estamos aún lejos de esto. Se necesitará recorrer varias etapas previas, una de las cuales consistirá en establecer  que realmente posición y momento son determinaciones independientes (lo cual no significa aún determinaciones mutuamente excluyentes)

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22 de febrero de 2010
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Entre Seseña y Barcelona

Esas fotos de desolación urbana habían salido ya en la prensa española hace bastante tiempo. Grandes bloques recién construidos, anchas avenidas, profundas perspectivas e incluso esos semáforos apagados y los impecables signos del tráfico pintados en un asfalto que todavía los neumáticos no han hollado. Todo desierto, sin un alma a la vista, como en una tela de De Chirico. En aquel entonces esas imágenes ilustraban los desastres inmobiliarios protagonizados por El Pocero, el mayor exponente del boom de la construcción y de la corrupción y el tráfico de influencias municipales y autonómicos. Ahora, esas mismas fotos, que casi habíamos olvidado, sirven para ilustrar las crónicas que publican los más prestigiosos periódicos del mundo sobre el abismo que se abre ante nuestros pies, las debilidades de la política económica del Gobierno y las zurras parlamentarias entre Zapatero y Rajoy.

Seseña es el símbolo y resumen de la burbuja inmobiliaria. De la caída en picado del precio de los pisos que más pronto que tarde terminará produciéndose. De las montañas de hipotecas impagadas. De los desahucios en cadena. De los activos tóxicos acumulados por los bancos. De la deuda privada española que desborda cualquier capacidad de refinanciación. En Estados Unidos se concedieron hipotecas a quienes no tenían avales ni garantías, se empaquetaron luego y se vendieron envueltas y escondidas, diferidas y diluidas en fondos sofisticados de alto riesgo. En España se hizo al revés, se construyó mucho más allá de lo razonable y de lo que podía absorber el mercado, a menos que fuera para la especulación, gracias al dinero que fluía como una riada desde bancos y cajas. En uno y otro caso se trataba del esquema de Ponzi (Carlo Ponzi fue un estafador italiano que actuó en Boston en los años veinte y dio su nombre a este tipo de estafa), la pirámide celebérrima de la que Berni Madoff fue supremo arquitecto. Nuestro Bernie Madoff no fue tan sólo El Pocero, muy en contra de lo que dicen las apariencias, sino quienes han favorecido y aprovechado la política de dinero barato, es decir, el euro, para alicatar la costa entera de la Península y empezar luego a enladrillar la meseta. ¿Y quiénes son estos madoffs, entonces? Me temo que las responsabilidades son tantas y tan dispersas que al final nadie es responsable. Zapatero es quien lleva el timón ahora, y a él hay que pedirle cuentas por lo que está pasando, no hay dudas. Y si no porque está donde está, ha dicho lo que ha dicho y ha hecho lo que ha hecho (o no hecho). Pero todos, políticos, banqueros, constructores, propietarios y periodistas, comparten o compartimos alguna responsabilidad en esta burbuja o pirámide nuestra. Ha quedado claro que España no es Grecia. Ahora deberíamos demostrar que tampoco es Seseña y que queremos ser en cambio Barcelona, ciudad donde esta semana pasada se ha producido una de las mayores acumulaciones de talento empresarial y tecnológico del mundo. El Congreso de Móviles, que viene celebrándose desde 2006, con más de 1.300 expositores y 50.000 ejecutivos, entre los que conforta contabilizar más de 50 compañías españolas, es lo que nos permite pensar la perspectiva de una economía que no esté basada exclusivamente en el ladrillo y el turismo. A la vista de lo que han presentado los expositores de aquí, hay que decir que no está nada mal el progreso realizado por las empresas españolas. Muchas de ellas, por cierto, de la España interior, meseta adentro. Cuidado: ni el conjunto de toda la costa y la meseta son El Pocero, ni Barcelona es equivalente a innovación. Todo está muy repartido. También hay poceros y seseñas en la capital catalana. Pero el congreso de telefonía debiera funcionar como emblema frente a Seseña, imágenes ambas del viaje al que nos obliga la crisis: venimos de Seseña y queremos ir a Barcelona. Pero para hacerlo, primero habrá que salir de la vacía ciudad mesetaria: ¿cuánto vale de verdad esta urbe desierta?, ¿qué se puede hacer con ella?, ¿cómo quedarán los bancos y cajas atrapados en el silencio abismal de sus calles? Luego habrá que extremar las medidas y los esfuerzos, para llegar a Barcelona, que quiere decir invertir en educación, investigación y desarrollo; favorecer la pequeña empresa; buscar capital riesgo para las tecnológicas, y contar con un mercado de trabajo ágil y eficaz para que las buenas ideas se conviertan rápidamente en puestos de trabajo.

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22 de febrero de 2010
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Los baños del Niágara

 

 

            Todos le llamábamos Ríos, aunque su nombre completo era Juan Manuel Sánchez Ríos. Falleció hace unos días. Era pintor y profesor de Artes Plásticas y Diseño, y esposo, padre, vecino, amigo. Pero por encima de todo era un gran amante de Madrid, una persona completamente integrada en el mundo, ese mundo que empieza en la casa, la calle, el barrio, la ciudad para seguir más y más allá. Ríos era un hombre de barrio y quienes lo conocían comprenden lo que quiero decir: hacía suyo su entorno, nada le resultaba despreciable o superfluo. ¡Cómo envidio su curiosidad!. Se fijaba en todo y lo cuidaba, trataba de impedir que se cometiesen atrocidades estéticas. Hay personas que desean lo que tiene el vecino y otras que andamos a medio camino entre lo que ya tenemos y lo que nos gustaría tener. A Ríos, en cambio, parecía que le faltaba tiempo para saborear a fondo lo que le había sido dado o había conquistado en la vida, pero no conformándose (era rebelde como él solo), sino implicándose hasta los huesos en cada momento y situación.

            No sé si exagero o me quedo corta, mi impresión es la de una simple vecina que se rindió a su humanidad y creatividad constante en la parcela de vida que le tocó vivir: mejoraba lo que tocaba, lo que caía en su esfera personal. Yo caí en esa esfera y puesto que escribo en la sección de Madrid de este periódico, estoy segura de que se empeñó en facilitarme el trabajo y que por eso de vez en cuando recibía algún sobre con mapas, con planos de la Colonia de chalecitos del Manzanares, que él intentaba que no se apartara del diseño original y no perdiera su encanto... El último envío fue suculento: una recreación hecha por él de "Sidras Casa Mingo" de los años cincuenta, integrada en la estación del Norte (ahora Príncipe Pío) entre los almacenes de mercancías y los andenes del tren. Hoy por hoy Mingo (fundada en 1888) continúa siendo un clásico, abarrotado casi siempre, con una mezcla de sidra, pollos asados, callos a la madrileña y fabada asturiana. Por allí se le podía ver a menudo, y allí un día de estos sus amigos nos tomaremos un vino o una sidra en su memoria. En el mismo sobre venía otra recreación: un grabado salido también de su mano de la Ermita de la Virgen del Puerto y su entorno. Nada más verlo, entramos en el túnel del tiempo, nos situamos en otro tiempo, en el siglo XVIII, cuando mandó construirla el Marqués de Vadillo. Entonces las cosas eran algo diferentes según nos cuenta Ríos: "Al fondo en la glorieta de San Vicente, se contempla la puerta de equivalente denominación y la fuente de los Mascarones, en cuya delantera discurre el arroyo de Leganitos que diera inicio en la plazuela de San Marcial, actual plaza de España". Si aquellas gentes levantaran la cabeza y vieran la Torre de Madrid, y ¿qué ha pasado con el Arroyo de Leganitos?

            Y ahora viene lo mejor, ¿sabían ustedes que existieron los estudios cinematográficos Fuente de la Teja? En la revista "El Barrio", de la Asociación de vecinos Manzanares-Casa de Campo, Ríos escribió un interesantísimo artículo en que cuenta cómo en 1919 la productora Patria Films compró unos terrenos en la Fuente de la Teja, situada en la calle Comandante Fortea. Este lugar, paralelo a la ribera del Manzanares, que hoy consideramos prácticamente el centro, entonces era el culo del mundo. Y allí la productora creció de manera increíble con taller de decorados y laboratorio propios. De hecho el primer decorado en Madrid del exterior de una calle se hizo aquí, y se rodaron La verbena de la Paloma, El lazarillo de Tormes, Gigantes y Cabezudos o Cuidado con los ladrones. Lamentablemente se cerró en 1927. Es curioso que ahora viva en este barrio mucha gente del mundo audiovisual como si fueran atraídos por los fantasmas de estos estudios y de los cines que los rodearon. Uno de los que Ríos habla es los Baños del Niágara, en la cuesta de San Vicente esquina con la calle Arriaza. Se inauguró en 1913 y tenía capacidad para 2500 personas, pero ¿ay! costaba una peseta y hasta que no se bajó el precio a diez céntimos no prosperó, después estuvo en funcionamiento hasta 1940. Y quien quiera saber más de otras salas que llenaban estas calles de ensoñaciones que acudan al artículo de Ríos. Gracias a él, a sus recreaciones e indagaciones podemos imaginarnos pisando por donde otros pisaron con ropa más incómoda, con otras costumbres y otros esfuerzos, en un Madrid más aldeano y pobre y sucio por una parte, pero menos domesticado por otra.

            ¿Qué sentirían las 2500 personas que abarrotaban los Baños del Niágara un domingo por la tarde? ¿Soñamos nosotros mejor que ellos?

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21 de febrero de 2010
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El poder y la letra

La Tercera informó esta semana que los organizadores del acto inaugural del Congreso de la Lengua, a celebrarse en Valparaiso el 2 de marzo, habían decidido prescindir de la presencia de los escritores Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards. Sonaba raro que un Congreso de la Lengua contara en su inauguración con autoridades oficiales pero no con los que se supone que representan la escritura viva y están entre los que más han hecho por dotar a la lengua española de una dinámica proyección hacia el futuro. Poco después llegaron las aclaraciones y rectificaciones de La Moneda, y todo volvió a la normalidad: Vargas Llosa y Edwards no serían excluidos.

Se le puede dar el beneficio de la duda a La Moneda y decir que todo no fue
más que el error de un "funcionario medio". Sin embargo, es difícil no quedarse con la sospecha de una burda represalia debida al apoyo de los escritores a Piñera en las pasadas elecciones. Y quizás en el fondo no importe tanto si el autor del desatino era una alta autoridad o apenas un "funcionario medio". Lo que este episodio revela, una vez más, es la perversa relación que existe entre el poder y la letra en América Latina.

Ahora que estamos en época de bicentenarios, es bueno recordar que es nuestras repúblicas nacientes en el siglo XIX el hombre de letras que intervenía en la esfera pública era más la regla que la excepción. El poder simbólico de la escritura hizo que nuestros letrados se contaran entre los principales regidores de las naciones: de sus plumas salieron las Constituciones, las leyes, las reglas para hablar y escribir. Andrés Bello y Sarmiento, nuestros grandes codificadores, sellaron esa alianza entre poder y letra que no haría más que consolidarse con el paso de los siglos. Es cierto que hubo flujos y reflujos, momentos en que la escritura quiso alejarse del poder: pienso, por ejemplo, en los modernistas de fines del XIX (pero incluso ellos tuvieron a Martí). Sin ir más lejos, las nuevas generaciones -digamos, desde la década del noventa hasta nuestros días- han sido explícitas en su deseo de adoptar un nuevo modelo de escritor, más recluido, menos dispuesto a opinar, a intervenir en el debate político. Pero la tradición pesa, y el escritor latinoamericano está más cerca del intelectual público francés que del esquivo autor norteamericano (admiramos el silencio de Salinger, pero en el fondo aspiramos a Camus).

En un continente en el que la vida intelectual nunca ha alcanzado una autonomía que le permita alejarse del poder, es lógico que de vez en cuando el poder resienta estas intervenciones y quiera poner las cosas en su lugar. Nuestros políticos cortejan a los intelectuales y están acostumbrados a su adherencia cortesana, y por ello no saben muy bien qué hacer con las críticas y los rechazos, los gestos de independencia. Ya sabemos a qué extremos se ha llegado en tiempos dictatoriales: la cárcel, la tortura, las muerte.

Resulta tentador rasgarse las vestiduras ante lo ocurrido con Vargas Llosa y Edwards, pero quizás habría que verlo desde otra perspectiva. Que un escritor sea excluido por un gobierno significa que lo que dice todavía importa: su peso simbólico es más fuerte que su peso real. Lo que sorprende es la forma atolondrada de la exclusión, no la exclusión en sí, que es, digamos, el precio a pagar por esa tirante relación entre el poder y la letra en nuestro continente.   

(La Tercera, 20 de febrero 2010)

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21 de febrero de 2010
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¡Moleskine Literario premiado en España!

Lugar de la ceremonia. Fuente: Revista de letrasGracias a todos los lectores y amigos de Moleskine Literario por votar por este blog en el Premio Revista de Letras organizado por la página virtual del mismo nombre en Barcelona. Hoy a las 18.49, en la Librería Bertrand de Barcelona, dieron el nombre de este blog como ganador en la categoría Mejor Blog de Crítica Literaria del Extranjero. Mi hermano Edgard salió de su huraño escondrijo a una hora de Barcelona y agradeció (seguro lacónicamente) en mi nombre el honor de haber resultado ganador y, además, recibió el trofeo y un e-reader que espero pronto tener entre mis manos (en octubre viajo a Barcelona).Como saben, el premio se otorgó en varias categorías y a través de una serie de votantes en España y América Latina. Solo se podía votar una vez en cada categoría y por eso, felizmente, no hubo trolls ni puntos en contra. Un abrazo a todos los de Revista de Letras y en especial a todos los que votaron por Moleskine Literario en su quinto aniversario. ¡Y que sean cinco años más!

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20 de febrero de 2010
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GPS

A propósito de las conversaciones migratorias entre Cuba y Estados Unidos que están ocurriendo hoy en La Habana. Carlitos llegó finalmente a Atlanta, después de intentar cinco veces cruzar el estrecho de La Florida. En dos ocasiones fue interceptado por los guardacostas norteamericanos y devuelto a la Isla. Guardó durante meses el sobre amarillo que ellos le dieron para que solicitara ?de manera legal? una visa en la Sección de Intereses de Estados Unidos. Sin embargo, él prefería un camino más rápido para dejar atrás el cuarto que compartía con la abuela y el acoso de los policías de su barrio. Fue capturado también por la parte cubana, un 13 de agosto de hace tres años, cuando al bote se le partió la hélice y el viaje terminó en un calabozo en el poblado de Cojímar. Allí le pusieron una multa y desde ese día un agente vestido de civil comenzó a visitarlo para exigirle que buscara un vínculo laboral. Después de comprobar sus pocas dotes como marinero, este joven de 32 años logró irse a Ecuador, uno de los pocos países que aún no le exige visa a los cubanos. La nación sudamericana fue el trampolín para entrar a territorio estadounidense, donde hoy trata de comenzar una nueva vida. Dejó en manos de unos amigos el GPS que lo había ayudado en sus travesías y aquel formulario que nunca rellenó para pedir un visado humanitario. No se marchó hacia un determinado destino, sino que se fue espantado del cuarentón frustrado en que temía convertirse. Ni siquiera en sus días de mayor optimismo podía augurar que llegaría a tener un techo propio, ni un salario que le evitara desviar recursos del Estado para sobrevivir. Como tantos otros cubanos, Carlitos no ha podido esperar a que las promesas que nos hicieron cuando niños se materialicen. No quiso envejecer sentado en la acera frente a su casa, calmando su fracaso con alcohol y alguna que otra pastilla. Planeó todo tipo de escapadas, pero finalmente un tío pagó el boleto para que llegara a Quito con la ilusión de poder sacar después al resto de la familia.  Todavía sueña con lanchas que se acercan en medio de la noche y lo llevan esposado hacia Cuba oliendo a salitre y a petróleo. Se desvela y mira alrededor, para comprobar que sigue en el pequeño apartamento que ha rentado junto a una amiga. ?Balsero una vez, balsero siempre? musita, al tiempo que se acomoda la almohada e intenta soñar con tierra firme.

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19 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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