Vicente Verdú
Una de las excrecencias más lastimosas dentro de la vida del hogar se sintetiza en el pelo. El cabello firme y abundante, la mata de pelo da belleza y sentido a la cabeza pero el pelo que se suelta de su emplazamiento y emigra al azar se inmiscuye en la casa y se presenta extinto, allí donde sea, como un signo difícil de asimilar.
¿Es el pelo suelto una señal de muerte? ¿Un signo de falta de aseo? ¿Una muestra del interior ignorado de la pareja con quien se comparte la oscura intimidad? ¿Se está deshaciendo de hecho la pareja a través de esos filamentos que acaso indican un deshilamiento interior?
¿Se trata tan sólo de un accidente asilado o viene a ser el primer indicio de una enfermedad que crecerá vorazmente y terminará por acabar con la vida de ella o la mía?
Los pelos sueltos son altamente inquietantes. Atados en la cabellera, inscritos en la piel, se comportan como aderezos del cuerpo y amenizan, con frecuencia, la sexualidad pero sueltos, perdidos, caídos, abandonados, adquieren una vida siniestra que se enlaza con el fragoso mundo de lo peor. ¿Cómo hacer para soportar no uno sino varios pelos enredados en el lavabo o el sumidero de la bañera? ¿Cómo no atribuir esa maraña a una suciedad secreta que trata, en primer lugar, de repugnarnos y en segundo lugar de repudiarnos, echarnos fuera de su ámbito o combatir contra ellos y su origen en una inútil operación de olvido y perdón?
Los pelos de los muertos se guardaban antes como reliquias bajo un cristal. Mechones de la persona amada y fallecida. Los pelos no vivían tampoco pero eran la expresión viva y gráfica del fallecimiento. El fallecimiento terrible y vivo.
Seguían y seguían allí encerrados en su departamento de cristal y apoyados sobre un pequeño lecho de raso para que durmieran o reprodujeran en su manera inmóvil el cuerpo yacente que se prolongaría desde la cabeza hasta los pies. Cabellos de la niña o la mujer difunta. Porque se trataba siempre de cabellos femeninos ya que los cabellos o los pelos del hombre nunca han gozado de prestigio alguno o su estética, salvo en la intimidad, salvo en el ámbito del primer amor, jamás ha recibido estima.
Los cabellos de la mujer, sin embargo, sedosos o rizados, negros azabache o rubios platino han recorrido el surtido más amplio de las metáforas minerales.
Hay zonas, sin embargo, de diferente valor para el cultivo e incluso zonas de disvalor en la localización del vello femenino. En la cabeza no puede prolongarse hacia abajo en un flácido candelabro de patillas que ensombrecen el cutis y fuerzan la ambivalencia sexual. En ese caso, el vello puede rozar el sistema de lo monstruoso y, sin desdeñar la posibilidad de que lo logren, se conviertan en un aderezo cargado de pavor.
La mujer barbuda lo representa exactamente. La mujer barbuda, el monstruo de la mujer barbuda, ase alcanza tan sólo por medio esa pilosidad. El rostro puede ser proporcionado y aún agraciado pero de esto se deduce una enfermedad híspida, un hirsutismo que dibuja a esa mujer como una diabólica desviación de la feminidad y en cuyo cuerpo ocultamente puede hallarse, con cierta probabilidad, la figura de un hombre. Un hombre camuflado en el cuerpo de la mujer de la que pende la barba delatora, la señal del crimen biológico cometido y sentenciado.
Pero también el hombre lampiño provoca malestar. Dentro de ese cuerpo límpido no ha nacido del todo un hombre y su proceso se encuentra seguramente detenido en una fase que siendo perenne le invalida para ser hombre total.
El hombre de mucho pelo en el cuerpo puede disgustar estéticamente, estratégicamente, pero resulta ser por exceso un sexo honrado. Una mujer sin pelo alguno en el cuerpo es igualmente una figura monstruosa porque el sentido de la depilación no será tanto dejar el cuerpo bruñido como haber actuado sobre los sombríos lugares en que anteriormente existía el vello. De ahí que cuando la depilación no ha sido completa en determinadas zonas pueda inducir a una mayor atracción sexual. Y, especialmente, cuando esa depilación parcial ha sido deliberadamente elegida, sea en el pubis o en la axilas, su propósito es hacer ver, lo velloso confiere luminosidad a lo depilado, lo depilado se solea al lado de la pilosidad.
El hombre sufre siempre con su pérdida de cabello y la alopecia puede actuar con un efecto negativo en la personalidad l pero, por raro que parezca, esa falta se condona con una facilidad asombrosa puesto que su frecuencia y difusión no la presenta como una incuestionada deformidad. Más bien el malestar se produce cuando ante el espejo el caballero prueba lociones y crecepelos inútiles porque precisamente en la ineficiencia de su tarea, repetida noche tras noche, se representa una clase de impotencia muy patente o se resalta una deficiencia incurable que entristece la alcoba y la relación natural.
Estos calvos parecen mejores en la asunción de la calvicie, aún tras un tiempo, que en la resistencia a su situación. La mujer ama al calvo tanto como al que no lo es pero ¿cómo negar que en el beso que se recibe en la cabeza sin pelo reconocemos una claudicación a la vez que una martirizante condescendencia de quien viene a ofrecernos su ósculo, entre cariñoso y burlón?
Uno junto a otro, el hombre y la mujer, envejecen sin embargo en una gradual e imparable pérdida de la cabellera. Envejecen al compás de sus pelos perdidos, extraviados muriendo en la superficie de las tapicerías, en las pendientes de los lavabos, en los utensilios de cocina, sobre los manteles y las alfombras como si la vida desprendida fuera ocupando erráticamente lugares del hogar y el hogar, al cabo del tiempo, cuando los cuerpos son retirados solo guardara entre las rendijas algunas hebras de aquellas matas que se amaron y durmieron acariciándose entre sí.