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Maniobras de invierno

Han sido simplemente unas maniobras de invierno. Sin que ni siquiera lo supiéramos quienes hemos participado, aunque haya sido como observadores. No hablo de la nieve. Una nevada, por intensa que sea, tiene unos efectos limitados y las molestias que ocasiona en el tráfico y la movilidad son efímeras en estas latitudes. Me refiero, sobre todo, al enorme apagón que interrumpió el tráfico ferroviario y dejó sin fluido eléctrico a la mitad de la provincia de Girona y sigue afectando todavía, una semana después, a varios millares de habitantes. La ineptitud de quienes tienen la responsabilidad de Gobierno en la gestión de la alarma meteorológica ha sido ya suficientemente comentada y no requiere muchas matizaciones. Pero siendo grave, tiene una limitada profundidad social y política. El problema serio, que obliga a una reflexión de fondo, es que la caída de una línea de alta tensión paralice durante casi una semana una amplia y rica región industrial, turística y agraria, devolviendo a millares de ciudadanos a la vida más primitiva, sin medios para alimentarse, calentarse y desplazarse. Y que esto suceda por efecto de decisiones empresariales privadas de una estructura monopolística de distribución y comercialización eléctrica sobre la que poca o ninguna mano tienen los gobiernos de las ciudades, las autonomías y el país afectado.

La diferencia más sustancial entre la legendaria nevada de 1962 que cayó sobre Cataluña, tan evocada estos días, y la de la pasada semana es que, en aquella ocasión, ni siquiera los hogares urbanos se acercaban al nivel de dependencia energética que tenemos hoy. En un piso del Ensanche barcelonés de 1962 la calefacción funcionaba con carbón. Suministraba también agua caliente, que en muchas casas también la proporcionaban las cocinas económicas alimentadas con hulla. Había pocos ascensores. Ninguna cancela eléctrica. Había velas e incluso lámparas de petróleo en todas las casas. Empezaban a entrar los primeros frigoríficos, pero lo normal eran las neveras de hielo y las fresqueras, unos armarios de tela metálica colgados en los patios interiores que mantenían en invierno la comida en buen estado. Con el recuerdo de la guerra civil y del racionamiento todavía vivo, en las despensas solía haber comida para unos cuantos días, papatas, legumbres y conservas caseras sobre todo. Nadie había ni siquiera imaginado los ordenadores personales o los teléfonos móviles recargables. Algún autor de novelas de ciencia ficción pudo barruntar quizás la casa domótica, sin soñar que, 50 años más tarde, ese tipo de hogar se convertiría en el cacharro más inservible durante la nevada del siglo XXI. En las calles de Caldes de Malavella, localidad de la comarca de La Selva bloqueada por el apagón, alguien ha pegado un irónico y cívico panfleto que termina diciendo Visca Caldes, visca el Tercer Món. Está bien, pero que nadie se equivoque, no vivimos en el Tercer Mundo ni lo que nos ha pasado estos días es tercermundista. La ineptitud de nuestras autoridades y la desvergüenza de las empresas eléctricas no son propias de los países africanos más pobres del planeta, al contrario. Nuestro mal es de país rico, o como mínimo nuevo rico, y corresponde a una sociedad hipertecnológica que ha cometido el error garrafal de dejar por hacer algunos deberes en el capítulo de la seguridad energética. Lo que hemos vivido estos días han sido meramente unas involuntarias maniobras de invierno, en las que la meteorología y el azar han demostrado cómo son las catástrofes y los conflictos, bélicos incluso, del siglo XXI, que ya no es el futuro sino puro presente. Primero se corta la luz, quizás sin necesidad de derribar las torres de transporte, meramente a través de un ataque informático en regla. Y luego apenas hace falta nada más: se colapsan los transportes, también la economía, las autoridades quedan aisladas e incomunicadas ?a veces incluso con unas orejas de burro que les ponen los ciudadanos?, lo mismo sucede con policía y bomberos, la población regresa a la edad de piedra atrapada en sus gélidos e inservibles hogares, y sólo hace falta coger las llaves para hacerse con el poder.

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15 de marzo de 2010
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Mala voluntad política

No hay error de casting. El nombramiento de Catherine Ashton, hace algo más de cien días como vicepresidente de la Comisión y representante de la Política Exterior de la UE, fue un acto muy bien calculado, resultado de la conjunción de voluntades de los jefes de Gobierno y de Estado de los 27. O de la falta de voluntades. E incluso de la malas voluntades. Pero no de un error de apreciación sobre la personalidad de Catherine Ashton, baronesa Upholland, como le contó una fuente anónima a Ricardo Martínez de Rituerto, corresponsal de EL PAÍS en Bruselas. Según el semanario alemán Der Spiegel, sus detractores, que a estas horas son legión, tienen muchos y serios motivos para quejarse de su falta de dedicación al cargo, su escasa estatura política y su menguada independencia.

Con esta elección, la primera cosa que aseguraron los 27 fue que la creación del mayor servicio diplomático del mundo, el nuevo Servicio de Acción Exterior de la Unión Europea, se haría sin un liderazgo fuerte y claro. Es fácil imaginar cómo hubieran funcionado las cosas si Javier Solana hubiera recibido el encargo. Pues bien, exactamente eso es lo que no querían los 27. El perfil de Solana ha determinado, a sensu contrario, el de quien debía sucederle. En vez de un voluntarismo sin horarios ni fines de semana y una disposición a viajar y a asistir a todas las reuniones; la conciliación entre el trabajo y el hogar que dosifica horarios, desplazamientos y encuentros. En vez de un currículo cargado de experiencia electoral, responsabilidades de Gobierno y contactos internacionales; una biografía de retaguardia, sin pasar por las urnas y con un acuerdo comercial con Corea como mayor y solitario trofeo. En vez de una acreditada experiencia en la equidistancia respecto a los socios de la UE, incluido su propio Gobierno; la tutoría del Foreign Office, con la seguridad de que la poderosa diplomacia británica tendrá buena mano en el Servicio Exterior. Lo más cómico del caso es que después de nombrar a una personalidad como Ashton, bien adaptada a las escasas ambiciones europeas y los muchos intereses y conveniencias nacionales de cada uno de los 27, éstos han empezado a presionarla con críticas y malevolencias precisamente para obtener los mejores puestos en este Servicio exterior en construcción. Y ahora, ante la magnitud del linchamiento, están en la fase de reconfortar a la víctima, no fuera caso de que todo terminara rebotando contra quienes hicieron el casting. Lady Ashton es hija de los intereses de los 27, como lo es ahora la hipócrita compunción con que la defienden. Cada una de las pullas dirigidas hasta ahora a la nueva vicepresidenta de la Comisión debieran aplicárselas todos y cada uno de los 27 a ellos mismos, pues fueron ellos los que la nombraron.

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14 de marzo de 2010
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Sobre el método comparativo en tiempos de penuria

 

A Jorge Arrate 

 

Chile es un país creado por el Código Civil, formalizado por la Gramática y sustentado en el discurso jurídico. Se debe, por lo mismo, al estado de derecho, a la socialización, al equilibrio de los consensos. Es también admirable que sea una interpretación puesta a prueba, y que el lenguaje mismo resulte allí más político.  Hablar es confirmar una representación y formar parte del debate. Esa racionalidad civil crea también su contradiscurso: la marginalidad de todo signo que, siendo recusada, afirma su propio territorio. Es uno de los primeros países latinoamericanos que se imaginó como una nación: muy temprano, en la pintura de los viajeros, las chozas de los campesinos llevan la bandera nacional. El nacionalismo no es el primitivismo que se les atribuye a los gobiernos populistas; como hoy sabemos, sólo son nacionalistas los países que han logrado ser modernos.
 

La dictadura de Pinochet fue una noche negra del lenguaje moderno. Los huesos de las víctimas de la violencia han sido, en otros países, leídos por la biología forense, una ciencia que se hizo más efectiva gracias a las tumbas de los desaparecidos en Argentina. Pero en Chile la policía de Pinochet quemó los cadáveres y mezcló las cenizas, en una operación bárbara contra la humanidad de la lectura. Los medios de comunicación reprodujeron el dialecto de la dictadura, y el silencio se prolongó por mucho tiempo. Todavía hasta hace muy poco, en el metro de Santiago  nadie hablaba con nadie, doble negación del habla.
 

El dictador se llenaba la boca con los nombres de la Civilización Occidental y Cristina; pero fueron los escritores, desde sus escasos márgenes, quienes recuperaron de sus fauces los nombres de nación, patria y familia. Por la patria se llama la novela de Diamela Eltit donde las mujeres, desde sus poblaciones, recobran el lenguaje en una épica desamparada.  La mejor literatura chilena es una voz en el desierto (el “Cristo de Elqui” de Nicanor Parra);  un soliloquio en el exilio  (Jorge Edwards, Enrique Lihn); una búsqueda de la casa perdida donde afincar (José Donoso).  Pero también la documentación imaginaria contra la violencia, tanto de la dictadura  como del mercado, que corrompen el lenguaje, subyugan el cuerpo y ocupan la subjetividad (novelas de Diamela Eltit, relatos de Pedro Lemebel, poemas de Elicura Chihuailaf). Igualmente valiosa es la auscultación de la memoria que hace Carlos Franz, impecable de forma y luminosa de visión; la riqueza anímica del relato de Arturo Fontaine, capaz de remontar el laberinto social con vivacidad; la ironía antiheroica de Alberto Fuguet, quien desde la cultura popular rescribe el Apocalipsis … Bolaño es un árbol de ese bosque.
 

Pero el terremoto echa abajo también los edificios discursivos. La catástrofe revela la pobreza, y al igual que Argentina cuando la crisis bancaria, el país se descubre súbitamente latinoamericano: desigual, frágil en su modernización compulsiva, y no le queda más remedio que compararse con Haití.
 

Chile había vivido del mito neoliberal, esa deuda impagable: un Estado minimalista al servicio de un Mercado maximizado.  Un ministro de economía de la Concertación, soy testigo, declaró en una reunión que Chile había eliminado la pobreza.  Quizá en ese momento de optimismo la comparación era con China: mano de obra barata dedicada al aparato exportador. Pero, otra vez, se trataba del discurso, en este caso del economicismo, que confunde el balance de ingresos con la balanza de la justicia. Lo que había desaparecido, como una epifanía de las expectativas, es el pueblo. Cada vez que los encuestadores preguntaban por la clase social a los pobres, éstos respondían: Clase media. El pueblo, en efecto, era ahora los migrantes, bolivianos y peruanos.  
 

Me llamó la atención el ejercicio comparativo que la clase política puso en juego para naturalizar el desastre: el temblor de Haití, proclamaron, fue de menos intensidad pero mató más gente.  Esto es, gracias al terremoto sabemos que Chile es mejor que Haití.  Este mal de muchos y consuelo de pocos, demuestra hasta qué punto el terremoto fracturó las bases del discurso autocomplaciente que no pudo procesar  las evidencias. Dada la autorepresentación primermundista, la pobreza revelada probaba, más bien, que el Chile neoliberal no es mejor que el Chile sobreviente. O sea, no es mejor que Haití. Al menos, Haití es el subproducto de la colonización brutal (exportadora, por cierto), tanto como de su abandono institucional, lo que impidió construir un estado autónomo, resistente a la corrupción. Un pequeño país expoliado, invadido, ilegalizado, no podía resistir no ya el terremoto sino la comparación con Chile.  Lo que demuestra que, en tiempos de penuria,  las comparaciones ofenden: el sufrimiento es el mismo y su veracidad es mayor que el lenguaje.  
 

Pero el terremoto también descubrió que el país más pobre es el de los migrantes mapuches y el pueblo semirural. Aunque la población urbana de clase media baja (esa extraordinara mayoría taciturna que a las seis de la mañana desciende de los buses en el barrio de Providencia en pos de su lugar en los servicios) debe ser la que ha perdido más horizonte de expectativas. Y, probablemente, no tenga otro modo de reconstruirlas sino endosando a un Estado todavía más ajeno.  Contagiado por las metáforas de la catástrofe, el corresponsal del New York Times afirma que este es un terremoto de derechas. Es cierto que reforzará a los socios de la industria de la construcción (o de la reconstrucción), pero las catásfrofes no se tachan con cemento. Sus repercusiones (como ocurrió con Katrina) son de varia intensidad demorada.
 

Esos migrantes mapuches se hicieron, de pronto, escuchar: son tímidos ante las cámaras pero más reales que los funcionarios formulaicos. Fue sobrecogedor verlos al pie de sus pequeños pueblos barridos por el maremoto.  Me parecieron migrantes peruanos que han adquirido la entonación ascendente de la dicción chilena popular, que pregunta al afirmar. O sea, afirma dos veces.

 

Y como a comienzos del siglo XIX, en los albores de la república, pudo verse flamear la banderita chilena. No sobre sus casas, sobre los escombros.  
 

A pesar de todo, me dije consolado, son hijos del discurso jurídico.  

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13 de marzo de 2010
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Narrar la noticia? vivir la noticia

Contar lo que nos duele, escribir sobre aquello que hemos rozado, tocado y sufrido, trasciende la experiencia periodística para convertirse en un testimonio de vida. Hay un abismo de distancia entre las crónicas sobre un hombre en huelga de hambre y el acto de palparle las costillas que le sobresalen en los costados. De ahí que ninguna entrevista pueda reproducir los ojos llorosos de Clara ?la esposa de Guillermo Fariñas? mientras cuenta que para la hija de ambos el padre está enfermo del estómago y por eso enflaquece cada día. Ni siquiera un largo reportaje conseguiría describir el pánico inducido por la cámara que ?a cien metros de la casa de este villaclareño? observa y filma a quienes se acercan al número 615 A de la calle Alemán. Acumular párrafos, compilar citas y mostrar grabaciones, no alcanza a transmitir los olores del Cuerpo de Guardia a donde trasladaron ayer a Fariñas. Se me hace insoportable la culpa de haber llegado tarde a pedirle que volviera a comer, a persuadirlo de evitar que su salud sufriera un daño irreversible. Durante el viaje en la carretera hilvané algunas frases para convencerlo de no llegar hasta el final, pero antes de entrar en la ciudad un SMS me confirmó su hospitalización. Le iba a decir ?Ya lo has logrado, has ayudado a quitarles la máscara? y en lugar de eso tuve que pronunciar palabras de consuelo para la familia, sentarme en su ausencia en aquella sala del humilde barrio de La Chirusa. ¿Por qué nos han llevado hasta este punto? ¿Cómo han podido cerrar todos los caminos del diálogo, el debate, la sana disensión y la necesaria crítica? Cuando en un país se suceden este tipo de protestas de estómagos vacíos, hay que cuestionarse si a los ciudadanos se les ha dejado otra vía para mostrar su inconformidad. Fariñas sabe que jamás le darán un minuto en la radio, que su criterio no será tomado en cuenta en ninguna reunión del parlamento y que su voz no podrá alzarse, sin penalización, en una plaza pública. Negarse a ingerir alimentos fue la forma que encontró para mostrar el desespero de vivir bajo un sistema que ha constituido la mordaza y la máscara en sus ?conquistas? más acabadas. Coco no puede morir. Porque en la larga procesión funeraria donde van Orlando Zapata Tamayo, nuestra voz y la soberanía ciudadana que hace rato nos asesinaron? ya no cabe un muerto más.

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12 de marzo de 2010
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Edipo es un destino

Rafael Argullol: Llegar a dominar el arte del equilibro entre el logos y el misterio. Algo de eso nos dice el viejo Sófocles en lo que sería su última lección, que está en su última obra, en su último año de vida.

Delfín Agudelo: La imagen del peregrinaje ciego me parece muy relevante, simbólico. Es contemplar la idea del viajero como aquel que no ve físicamente, por lo que presuntamente no necesitaría del desplazamiento físico. Ya estaria viendo con los ojos interiores, pero aún así somete su cuerpo al atravesamiento físico.

R.A.: Creo que el simbolismo más rotundo de Edipo en el momento en que se arranca físicamente los ojos, puesto que se arranca también el falso conocimiento que tenía acerca de sí mismo. Se arranca una sabiduría superficial y de corto plazo. En ese mismo momento está simbólicamente preparado para ulteriores pasos en el conocimiento. Esos ulteriores pasos aún no los ha dado; el arrancarse los ojos es una especie de catarsis y preparación para el siguiente camino.

Esos años de oscuridad literaria, estos años carentes de información literaria acerca de la errancia de Edipo podemos suponer que son los años en los que él va acumulando ese conocimiento ulterior para el que se había preparado cerrándose la mirada a corto plazo, y dirigiendo una mirada a largo plazo hacia el interior de sí mismo. Esa mirada hacia el interior, que en términos de Novalis podemos comprender como el viaje hacia el interior, al mismo tiempo debe transcurrir por el exterior, debe transcurrir a través de ese peregrinaje, ese nomadismo, ese ser transeúnte, ese ser pasajero, ese ser desterrado, ese ser de alguna manera exilado de todas las tierras. En ese sentido antes hablaba también del ciclo de Jesucristo: tras un sedentarismo de 18 años, del que no sabemos nada, los 3 años de los que nos informan los evangelios muestran de alguna manera a un transeúnte frenético: está cambiando continuamente de tierra.

Creo que en es simbolismo de Edipo la adquisición de la sabiduría exige un doble movimiento: el viaje hacia el interior, para el que le han preparado la propia ceguera, que se contrasta con el peregrinaje físico exterior, con el movimiento. Esto enlaza además creo que con una tradición muy arraigada en distintas culturas, y es la tradición del peregrino errante como portador de sabiduría, e incluso, como antes decía, como persona sagrada. Edipo es de estas figuras de personas santas de distintas culturas, que son personas que incluso los ejércitos que están en guerra respetan a su paso: se hace una especie de armisticio provisional mientras pasa la figura y luego se reanudan las hostilidades. ¿Por qué? Porque están rodeadas del aura de la mirada interior que le provisiona una luz especial que hace que sean respetados. Generalmente esas figuras son ciegas, nómadas, son personajes que se vuelven en una franja ambivalente entre lo físico y lo metafísico, son personajes que ellos mismos son, en palabras de Nietzsche, un destino. Probablemente Sófocles nos dice eso: Edipo se convierte en un destino en sí miso, y en la última tragedia hace la representación del significado de ese destino. 

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12 de marzo de 2010
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La retirada de Jenofonte

 

La Anábasis de Jenofonte es, en sí misma, una obra excepcional porque concurren en ella tres circunstancias que sólo rarísimas veces se dan al mismo tiempo en una obra. En primer lugar, el asunto del que trata es apasionante: el viaje de regreso de una tropa de mercenarios integrada por 10.000 hoplitas y  que, ante la imposibilidad de volver por donde han venido, se ven obligados a recorrer el camino de vuelta (2.500 km) por territorios desconocidos y cuyas condiciones naturales son extremas (desiertos y páramos invernales,  ríos tan infranqueables como las montañas y barrancos que les salen al paso, escasez de alimentos y una impedimenta muy precaria, etc). Y, por si fuera poco, siendo acosados por tropas enemigas  que les tienden trampas o acceden a firmar pactos que casi de inmediato serán traicionados.  

La segunda circunstancia a favor es que el encargado relatar tan improbable epopeya es un escritor excepcional, hasta el extremo de que su trabajo iba a tener seguidores tan señalados  como el Julio César de las Guerras de las Galias. La tercera y casi más feliz de las circunstancias es que el narrador, que encima se enroló sólo como cronista y no como soldado, acabó siendo el general encargado de llevar a buen puerto - y nunca mejor dicho -  la aventura común. Dicho en otras palabras, la Anábasis es una epopeya apasionante relatada por alguien que  no sólo poseía unas dotes de narración poco comunes sino que encima sabía de lo que hablaba, pues gran parte de los hechos narrados fueron consecuencia de sus decisiones. Otras sonadas retiradas, por ejemplo la del general británico Moore intentando alcanzar A Coruña siendo hostigado por las tropas napoleónicas; la del propio Napoleón a su vuelta de Moscú o el reembarco de las tropas británicas tras su intento fallido de tomar las costas francesas durante la II Guerra Mundial han contado con grandes cantores ( Guerra y Paz de Tolstoi, sin ir más lejos) pero que hablaban de oídas y por lo tanto les falta esa tensión que en cambio sí transmite quien está contando la historia desde dentro y es, al mismo tiempo, sujeto y objeto de la misma.  

                Desde ahora, el relato de Jenofonte cuenta con un complemento que a mi modo de ver es indispensable para todo aquél que se disponga a leer la Anábasis, no importa si es primerizo o reincidente. Y me refiero a La retirada de Jenofonte, de Robin Waterfield. Además de documentarse como se supone que debe hacer todo historiador que decide tratar un tema determinado, Waterfield ha seguido a bordo de un Land Rover el recorrido descrito por Jenofonte hace 2.400 años, por lo que el lector actual, si tiene la precaución de situar  el relato mediante los mapas de Google, puede seguir paso a paso la odisea porque Waterfield suministra los nombres actuales del país, la ciudad, el río o la montaña que Jenofonte cita según las denominaciones de la época. Incluso cree haber localizado los restos del monolito que alzaron los guerreros griegos cuando, a la vista del Mar Negro, gritaron el famoso: "¡Thálassa, thálassa!".

Por si fuera poco, Watefield cumple de sobras el propósito que anuncia en el prólogo: suministrar todos aquellos datos obviados por Jenofonte al dar por supuesto que el lector ya los conocía. Y se está refiriendo a detalles tan apasionantes como la técnica de combate de las legiones hoplitas, el sistema de reclutamiento, su entrenamiento y comportamiento en combate, la impedimenta e incluso los ritos funerarios. Cómo atraviesa un río caudaloso un ejército que viaja con caballos, carretas cargadas hasta los topes de víveres y armas o los soldados armados hasta los dientes. Cómo se alimenta un ejército en campaña, las técnicas de forrajeo y los sistemas de apoyo para que los campesinos no acaben con quienes están esquilmando sus campos y las provisiones que ellos necesitan para sobrevivir al inverno. Qué pasa cuando el ala  de un ejército logra derrotar a su oponente y se encela persiguiendo a esos guerreros que huyen y que serán vendidos como esclavos. Y lo mismo con las armas y armaduras de los muertos y heridos, que pasarán a engrosar el botín. Pero si hay suerte y se ganan batallas y crecen en exceso el botín y el número de esclavos, cómo se conservan dichas ganancias y cómo alimentar a los esclavos cuando escasea la comida. Lo dicho: un sin fin de cuestiones que los historiadores suelen olvidar porque las consideran insignificantes pero que, bien contadas, dan para un libro de esos que el lector cierra al terminar su lectura con la certeza de haber disfrutado de un relato apasionante, pero con la certeza también de haber aprendido un montón de cosas que siempre quiso saber y nunca se le ocurrió dónde buscarlas.

 

 

La retirada de Jenofonte 

Robin Waterfield

Gredos

 

 

 

  

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12 de marzo de 2010
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Del libro como habitación

Por lo general conjugamos los libros en dos tiempos: pasado y futuro, en sus versiones más simples. Siempre pensamos en términos de libros que ya hemos leído y de libros que nos gustaría leer. ¿Por qué será que hablamos poco y nada de ellos en presente, esto es, cuando todavía se están desovillando ante nuestros ojos?

En estos momentos, sin ir más lejos, el libro donde estoy viviendo es Last Night in Twisted River, la última novela de John Irving. Los libros de Irving son buenos lugares para habitar. Recuerdo maravillosas temporadas en The World According to Garp (el primer libro de Irving que leí, regalo de Rodrigo Fresán al igual que este Last Night), en The Cider House Rules, en A Prayer for Owen Meany. Porque uno suele organizar su memoria a partir de experiencias convencionales (años, relaciones, viajes), cuando debería considerar seriamente hacerlo de acuerdo a mejores criterios. Como alguna vez dije aquí mismo, tiendo a llenar las páginas de los libros que leo no sólo de marcas y subrayados, sino también de objetos que pasaron por mis manos durante la lectura: entradas de cine o de museos, servilletas de papel, billetes del metro, los tickets que me dieron (por ejemplo) cuando visité junto a mis hijas las hoy inexistentes Twin Towers... De esa manera logro identificar mes y año en que leí ese libro en particular; y así puedo sustituir el tiempo calendario por un tiempo literario, que me permite decir, por ejemplo: 'Ah, qué buena temporada aquella, la de los días (semanas, meses) que pasé leyendo 'Bleak House' de Charles Dickens...'  

La del lector es una vocación trashumante. Nadie puede, o mejor dicho: nadie debería quedarse a vivir dentro de un único libro. Pero está claro que algunos son más hospitalarios que otros, invitándonos a pasar temporadas en vecindarios llenos de gente más inolvidable que mucha de carne y hueso. En esencia, el recuerdo de la casa de mis abuelos maternos y el recuerdo de la lectura de Los tres mosqueteros no difieren mucho: se trata de sitios en los que viví experiencias que me convirtieron en aquel que soy, y a los que no puedo sino regresar mentalmente con una muy física sonrisa en los labios.

Supongo que el hecho de llevar semanas saltando de un apartamento a otro (ya he vivido en tres en poco más de un mes, y en el mejor de los casos me espera tan sólo una mudanza más por delante) me ha puesto más sensible a esta cuestión del lugar afectivo que uno habita, por contraposición al lugar físico. En cualquier caso, el tiempo que llevo pasado en Last Night in Twisted River (una casa amplia y muy bien amoblada, por cierto) está siendo más que amable. Y el hecho de que la novela cuente la forja de un escritor y la forma en que su historia real y sus ficciones se retroalimentan tampoco es -se imaginarán- lo que se dice una molestia.

Eso es lo que pasa con algunos (muy pocos, pero muy memorables) libros: en el fondo, nos resistimos a la idea de mudarnos de sus páginas.

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12 de marzo de 2010
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IV. Un tigre en su jaula

Todos en la austera sala escuchaban sus palabras de contrición como si se hallaran en el recinto de una iglesia a la hora de un funeral. No se concedió a él mismo ningún resquicio donde pudieran quedar escondidas fragilidades o debilidades humanas, haciendo profesión de fe en la perfección de conducta, como quien se azota los lomos con el silicio.

Cumplía la rígida regla de que aquel entre los famosos, político, estrella de cine o deportista, que es descubierto en sus pecados de infidelidad, tiene que pagar con el arrepentimiento público. Es el precio del escándalo, y el gran tribunal que observa al penitente en las pantallas de televisión, desde los bares y restaurantes, y desde las salas de los hogares, exige la humillación total o nada. Igual que los grandes patrocinadores, que antes de restablecer su confianza comercial en la imagen del pecador, exigen que esa imagen sea debidamente lavada de culpas.

Su madre fue la única que pareció menos exigente, y más terrenal: "No ha matado a nadie, no ha hecho nada ilegal" dijo al final del acto de fe. Y el tigre, con la cola entre las piernas, desapareció tras el cortinaje azul al fondo del escenario.

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12 de marzo de 2010
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El whisky

En un rincón de la casa, alineado en el mueble bar o luciendo en el interior de un armario bajo la biblioteca o el aparador, se ubica un refugio para la colección de las bebidas alcohólicas del hogar.

Se llaman bebidas alcohólicas porque contienen siempre alcohol en diferentes grados pero algunas de ellas, con las que nos familiarizamos habitualmente, sean la ginebra o el whisky no pueden considerarse sólo asuntos químicos y derivados de una destilación industrial.

 Se trata, en suma, que así como es inexacto o aberrante describir la atracción de una persona hermosa en términos de brillo en las pupilas o de efectos sobre nuestra tensión arterial, el whisky, por ejemplo posee la virtud de ofrecerse a través de sus múltiples propiedades organolépticas de ardua l enumeración, y de conjugarse, al cabo, con la prestancia esencial  de un poderoso, inteligente y amable caballero.

No hay que pasarse en confianza con las bebidas de este tenor porque precisamente el encanto de su caballerosidad inicial, su generosidad y  su talante dispuesto para desarrollar  una dichosa senda de amistad puede perjudicar la franca bondad de la relación primera.

En  puridad, la relación con estas bebidas culmina el gozo en la primera parte de la relación y empeora su carácter en una segunda o tercera etapa que aturulla el sentido y la dicha de la primera conversación.

 Todos los buenos bebedores conocen esta regla de estilo que, sin embargo, no les protege de la desregulación  y, en ese caso desregulado, pasan ya a ser tenidos por alcohólicos o borrachos, consecuencia de haber simplificado el cortejo inteligente y haber traspasado la cortesía de la inaugural interrelación.

Sin embargo, entre el organismo y la bebida, entre el paladar y su sabor, entre su presencia y la consecuencia pueden vivirse estadios efusivos o, sencillamente felices  que hacen del consumo un tiempo alcohólico imprescindible y semejante a la cariñosa costumbre de los besos y afecciones del hogar.

Dentro de cada casa se erige en una enseña potencial,  la sortija de una hermosa y fresca relación que luce cuando el placer no ha cegado su repetición y aún se presenta con las irisaciones de una singular piedra preciosa.

El whisky significa  para algunos el colofón merecido de su jornada adusta, pero también el whisky para casi todos de la vida adversa se bebe como un disolvente del mal y actúa, en sus efectos, a la manera de un dócil compañero tan comprensivo de nuestra desgracia que ni siquiera necesita oírnos ni exponerle ninguna razón más. Se introduce de hecho en el interior de nuestro desaliento como un elixir cien veces más sabio que nuestra inteligencia y al que será evidentemente ocioso ofrecerle los pormenores de nuestra adversa  situación.

 A diferencia de los seres humanos que sólo nos ayudan eficazmente cuando han empatizado con nuestro problema y, a través de su empatía, guían su emoción, su palabra  y su razón, las botellas con bebidas alcohólicas nos hablan como desde una voz interior. El whisky, por ejemplo, elude todos los fatigosos pasos preliminares que necesitan nuestras explicaciones desde el comienzo y deshacen en un santiamén,  por su veloz comprensión del conflicto  químico, la contradicción, la impotencia o la frustración principal.

El whisky es el anverso de la psicoterapia: ofrece la solución sin necesidad de pasar por el calvario de la reflexión. Hace decrecer la escala del problema mientras incrementa nuestra capacidad de resolución. Pero, incluso más: mediante el whisky se trivializa la gravedad del asunto y el asunto se ahoga o medio agoniza en el medio que se ingiere. Y, más francamente: se disuelve en el nuevo ser que llegamos a ser y asentir mediante la contribución de su influencia.

El whisky en fin nos abraza como si la botella contuviera una entera destilación de amor. Nos entiende de esa manera  ideal en la  todos los ingredientes de nuestro problema se disuelven en los centímetros cúbicos de su contenido y como si cada una de sus gotas hubieran sido seleccionados para conectar atinadamente con nuestras moléculas tristes y cada  una de ellas lavara el óxido de nuestra tristeza, el cardias de nuestra angustia y el desolador espejo de una realidad que nos empujaba  a creer en lo peor.

¿Botiquines con ibuprofeno, mercromina o trombocid? Cualquiera de estos inconvenientes se relaciona con el remedio en una relación de tú a tú. El whisky , sin embargo, llega al problema con un halo de soberanía donde el problema se turba, se debilita y muere o se adormece. El whisky ( o la ginebra  o el vino) trasmuta la asprreza y pedregosidad del dolor a un dulce reblandecimiento donde  el martirio parece ser un ridículo modo de vivir y  la noticia humillante o el despido una ocasión para que el whisky invente una orgullosa identidad frente a la cual  el mundo deja, aparentemente, de ser duro y se aviene a los deseos más banales como la plastilina de diferentes colores al juego de la primera edad.

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12 de marzo de 2010
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In memoriam: La tía Julia

Como tantos otros lectores en el mundo, no conocí personalmente a la tía Julia, y sin embargo tengo una impresión muy vívida de ella. Julia Urquidi Illanes, fallecida el pasado miércoles 10 de marzo en Santa Cruz (Bolivia) a los ochenta y cuatro años, debido a problemas respiratorios, sirvió de modelo para el personaje que hizo célebre La tía Julia y el escribidor, una de las novelas más entrañables de Mario Vargas Llosa. La novela, publicada en 1977, está basada en el romance y posterior casamiento de un joven Vargas Llosa con su tía boliviana, quien le llevaba once años de edad. En el primer capítulo, el escritor hispano-peruano presenta sin mucho glamour a la tía Julia: "la recién llegada, en bata, sin zapatos y con ruleros, vaciaba una maleta". Luego, en la comida, la tía Julia le pregunta a Marito si tiene novia, "con ese aire cariñoso que adoptan los adultos cuando se dirigien a los idiotas y a los niños... y me aconsejó, con una perversidad que no descubría si era deliberada o inocente pero que igual me llegó al alma, que apenas pudiera me dejara crecer el bigote". Las bromas desembocan en una relación apasionada y secreta, en la que la diferencia de edad y la oposición de la familia se convierten en los obstáculos a sortear.

Julia Urquidi conoció a Mario Vargas Llosa en Lima, ciudad a la que había llegado luego de su primer divorcio. Se casó con Vargas Llosa en 1955. El matrimonio duró ocho años. Posteriormente vivió en Washington y volvió a Bolivia para establecerse en La Paz. Julia recibió con ambivalencia la publicación de la novela, dedicada a ella ("a Julia Urquidi Illanes, a quien tanto debemos yo y esta novela"): agradeció a Mario la novela, reconoció que le gustaban partes de ella, pero también se sintió "amargada" de que pusiera su vida "al descubierto". A principios de los ochenta, cuando se enteró del rodaje de una telenovela basada en La tía Julia y el escribidor, todo cambió: según Julia, la telenovela la presentaba como "una seductora de menores". Eso la motivó a escribir su propia versión de los hechos, Lo que Varguitas no dijo, libro publicado en 1983. El libro se enfocaba más en los años del matrimonio y el divorcio, que no narraba la novela -centrada en el noviazgo prohibido, y en la que el relato de la relación termina con la fuga y el posterior casamiento a espaldas de la familia, en Chincha, una ciudad a doscientos kilómetros de Lima--, y provocó la ruptura entre Julia y Vargas Llosa.

Julia Urquidi trabajó durante muchos años como Jefa de Protocolo en la alcaldía de La Paz. También fue secretaria personal de varias primeras damas de Bolivia. Era una mujer guapa, nerviosa, de sonrisa pícara. Su gran debilidad eran los cigarrillos. Eso le provocó problemas de salud que la obligaron a dejar la altura de La Paz para trasladarse a Santa Cruz. Cuando le preguntaban sobre Vargas Llosa, contestaba que lo había dicho todo en Lo que Varguitas no dijo. Allí recuerda que con Vargas Llosa transcurrieron "los años más felices de mi vida”, pero “también los momentos de mayor tristeza". En una de sus pocas entrevistas, al periódico El Deber (Santa Cruz) a principios de la década pasada, afirmó: "Yo lo hice a él. El talento era de Mario, pero el sacrificio fue mío. Me costó mucho. Sin mi ayuda no hubiera sido escritor. El copiar sus borradores, el obligarlo a que se sentara a escribir. Bueno, fue algo mutuo, creo que los dos nos necesitábamos".

¿Ha muerto Julia Urquidi? Sí y no. Gracias al genio de Vargas Llosa, algo de ella vive cada vez que un lector abre un ejemplar de La tía Julia y el escribidor.

(El País, 12 de marzo 2010)

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12 de marzo de 2010
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