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Iwasaki y Sumalavia en francés

Sumalavia y la bella editora de Cataplum-e beben vino de burdeos. Mejor imposible. Fuente: MoleskineMe alucina el movimiento literario tan intenso de Burdeos. Impresionante. Por ejemplo, me acaba de llegar una buena noticia desde allá. Los editores de Cataplum-e se han lanzado en Francia -más precisamente Burdeos- con un proyecto que se acerca al español Páginas de Espuma. Es decir, microficción. Y además microficción latinoamericana. En Francia, como en toda partes del mundo (menos en EEUU quizá), se ha perdido la tradición del cuento breve y por ello su proyecto tiene un valor añadido. Además, se han lanzado con libros de dos excelentes libros de dos narradores peruanos: Fernando Iwasaki, Ajuar funerario y Habitaciones de Ricardo Sumalavia, traducido por Robert Amutio bajo título de piéces (interesante traducción que vira la mirada del texto de los individuos -los habitantes de las habitaciones- hacia lo formal, las piezas pequeñas (microficciones) como pequeñas habitaciones donde ocurren hechos. Una nueva lectura)El siguiente será un libro de Andrês Neuman, que no es peruano (ni argentino ni español sino todo lo contrario) pero también un narrador excelente.Más información sobre la editorial en http://cataplum.free.fr/index.php

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4 de marzo de 2010
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El ajedrez nuclear

Barack Obama quiere ganar como sea la partida de la reforma sanitaria, aunque sea a costa de entregar muchas piezas. El presidente americano, según metáfora de Henry Kissinger, abrió el juego político en varios tableros, como hacen los grandes maestros en sus partidas de simultáneas; pero de momento no ha ganado ni una sola partida y se ha empantanado en las que despertaban mayor expectación y expectativas: Oriente Próximo, sin ir más lejos. De todas las partidas en curso, hay una, la más alejada de la vida diaria de sus conciudadanos y la menos aireada en los debates públicos, que no puede empantanarse, pues está destinada a dejar la marca más indeleble en su presidencia por su carácter estratégico y casi definitorio de la época y del papel de Estados Unidos en el mundo, y ésta es la del desarme nuclear.

En los próximos días, Obama deberá dar su aprobación a la llamada Nuclear Posture Review, la nueva teoría sobre el uso del arma nuclear, que pone al día y revisa la realizada por Bush en 2002. El presidente deberá decidir si EE UU renuncia al primer golpe nuclear, algo que le haría avanzar enormemente hacia la visión de un mundo sin este tipo de armas u opción cero, tal como la expuso en su histórico discurso de Praga en abril de 2009. Hasta ahora, Washington ha nadado entre dos aguas, sin renunciar formalmente a realizar un primer disparo nuclear en respuesta a un ataque no nuclear del tipo que fuere: químico, biológico o convencional. Todos los consejos que Obama está recibiendo se dirigen en dirección contraria, a pesar de que la efectividad de un golpe nuclear en respuesta a un ataque no nuclear pertenece al territorio de lo simbólico. El arma nuclear, utilizada sólo en una ocasión en la historia, en Hiroshima y Nagasaki, sirve para disuadir, pero no para atacar ni para ganar guerras. Quienes la poseen tienen en ella el símbolo más ajustado de su poder soberano y de su independencia, y en el caso de EE UU, como sucede con Rusia, de su condición de superpotencias durante la Guerra Fría. Por eso a los asesores de Obama les cuesta aconsejarle que renuncie a su primer uso y se limite a garantizar un arsenal mínimo para mantener la superioridad y por tanto la disuasión. Ésta sería la decisión más coherente con la filosofía que inspiró su victoria electoral y con la nueva política internacional desplegada en el primer año de presidencia. Pero las dos amenazas de proliferación con las que tiene que lidiar actualmente en Irán y en Corea constituyen un acicate para la preservación de la doctrina tradicional e incluso desincentivan la reducción más realista y pragmática del actual arsenal. De ahí que Obama esté obligado a una complicada contorsión que signifique un avance hacia su utopía desnuclearizadora y a la vez evite entregar bazas a los Estados gamberros que animarían a la proliferación. Éste es un año especialmente oportuno para esta partida, con la firma pendiente de la revisión del tratado START II (segundo tratado de reducción de armas estratégicas) con Rusia, que conducirá al recorte más drástico después de la guerra fría con el desmantelamiento de entre 1.500 y 1.675 ojivas; la convocatoria para abril de una cumbre internacional de desarme nuclear; y la conferencia de revisión del Tratado de No Proliferación convocada para este año. El recorte de Obama, sin embargo, estará acompañado del mantenimiento y modernización de un arsenal más pequeño, aunque superior y más letal que el de cualquier otro país, y por tanto con suficiente capacidad disuasoria. La reducción responde a razones objetivas: toda esta cohetería corresponde a otra época y su conservación en los actuales niveles constituye un acicate para la proliferación e indirectamente una amenaza para la seguridad más que una garantía. Pero la crisis económica también cuenta. En el momento en que crecen los déficits públicos y el endeudamiento de los Estados adquiere proporciones gigantescas sería un alivio poder reducir la partida de gastos militares globales por algún lado. El tablero nuclear tiene una ventaja respecto a los otros frentes abiertos, pero es a la vez su mayor inconveniente: si no se avanza, se retrocede; si no se termina de una vez con el peligro de la proliferación, nos adentramos en el mundo oscuro y amenazante de un rearme caótico y en cascada que nos acercará peligrosamente al umbral en el que el uso del arma será altamente probable. Por eso Obama no puede perder esta partida. Ni siquiera hacer tablas, como le sucederá en muchos otros ámbitos. No tiene más remedio que ganarla, aunque no signifique obtener durante su presidencia ese mundo idílico sin armas nucleares. Él mismo ya dijo en Praga que no lo verá en vida. Pero debe al menos revertir de forma definitiva la pulsión proliferadora que ha seguido e incluso se ha intensificado durante los 20 años transcurridos desde que la caída del Muro dio fin a la guerra fría.

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4 de marzo de 2010
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Las pinzas

Un utensilio como son las pinzas para la depilación connota inmediatamente con lo pequeño, lo delicado,  lo recóndito,  lo intrusivo, lo preciso y lo de inteligencia superior. Su correspondencia con la morfología de un  insecto y su relación con la cirugía, redondean su prestigio práctico y su exclusividad funcional.

Las pinzas son, necesariamente, para extraer algo más o menos intrincado, sea por su posición, sea por su confusa y difícil distinción entre elementos parecidos o de la misma especie.

En esencia la pinza, al actuar, debe guiarse por el amo que dirime primero y al que debe obedecer estrictamente después. De este modo escogerá lo que ha de ser extraído, arrancado, eliminado y se lanzará sobre su presa  con el carácter unívoco de un ataque feroz.

 Quietas, a solas, descuidadas,  las pinzas se observan como objetos  más inútiles que cualquier otro adminículo similar pero es porque ningún otro instrumento que no sea las pinzas reproduce con mayor vehemencia la tensión de hallarse preparada para intervenir  y porque, en efecto, esta postura en tensión, sostenida indefinidamente, transmite una sensación entre el ridículo y la desazón.

 Siempre listas para funcionar, prestas en todo momento para recibir la orden del amo, su vida soporta una enorme cantidad de horas en guardia, siempre más que cualquier otro vecino de su cajón o de su estuche. No son por ello herramientas calificables de segundo orden.

Por el contrario, las pinzas realizan un trabajo que ninguna otra pieza iguala ni remeda con una mínima precisión. Tratándose, además de la depilación de las cejas, por ejemplo, su intervención comporta una enorme responsabilidad porque no se trata solamente de amputar sino que su aplicación conlleva diseñar, dibujar, perfilar el ojo.

Nadie, con suficiente criterio, puede ser capaz de menospreciar unas buenas pinzas. Poseen, sin duda, el crédito  superior de la sanidad pero esa aura benéfica que se acentúa por el brillante prestigio de la alta cirugía  persiste cuando las pinzas son capaces de extraer una astilla o un indeseable vello dentro del espacio casero.

Llegar a ese perfecto resultado que procura el uso de las pinzas  es imposible mediante el recurso a otros medios que no son ellas. Las pinzas son, por excelencia,  una unidad irrepetible e irreplicable. Forma parte de la suprema clase de objetos que el paso de la historia no ha alterado su diseño y la razón sencilla es que ningún otro concepto logró superar su originaria composición y prestación. De este modo, no tener unas pinzas en casa equivale a una gran carencia y, a menudo, a una falta desoladora.

Podrá discutirse que esa gran desolación no proviene directamente de las pinzas ausentes pero la impotencia que efectivamente crea su falta lleva a la desesperación.  Contra la fealdad de un vello en un patente lugar del rostro, contra el martirio de una espina en un dedo, contra el desasimiento que sufren no pocas mujeres deseando la depilación, las pinzas dan una respuesta eficaz y completa.

 Y tanto más cuanto de mayor calidad son. O mejor: así como puede pensarse en ahorrar respecto a unas tijeras, unos coloretes o un rimel, la pinza no admite ninguna mezquindad. Justamente su necesidad de precisión, su tino y su eficiencia se hallan directamente asociadas con arrancar ese vello y no otro, deshacer esa excrecencia y no otra, acertar  sin error en el cubículo de la astilla y morder el extraño elemento de que se trate con un vigor igual al de una dentellada que jamás pierde la presa a la que ha orientado su ataque. Las pinzas mejores forman parte del ajuar real. O no hay ajuar real sino imaginario si las pinzas, por caras que parezcan, no forman parte de él.

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4 de marzo de 2010
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Guía para viajeros inocentes

 

Cuando hace un par de meses o tres llegó a mis manos un paquete del tamaño aproximado de un ladrillo lo abrí, y mientras lo añadía al montón de los libros pendientes de lectura, pensé que no dejaba de ser una osadía publicar a estas alturas una guía de viaje por el sur de Europa y Tierra Santa, encima escrita a finales del siglo xix y, por si fuera poco, de 620 páginas (y de ahí lo del tamaño ladrillo). Ni siguiera el hecho de llevar la firma de Mark Twain me pareció una garantía de ventas. Pero me equivoqué porque, según veo, en ese tiempo ya se ha vendido la primera edición. Y ello es una excelente noticia. Primero para la editorial, pues con ello habrá visto  compensado al menos en parte el riesgo de semejante aventura. Pero sobre todo es una excelente noticia porque denota la existencia de una considerable masa de lectores con criterio propio (al margen de las modas) y con un gusto muy saludable por la buena prosa, venga de donde venga y trate de lo que trate.

                Y conste que se trata de una guía de viaje tal cual, en la que se relata minuciosamente desde los prolegómenos (se trata de uno de los primeros cruceros organizados para viajeros pudientes) y  el embarque en  Nueva York hasta el regreso al mismo puerto. De por medio, una montaña de información no menos minuciosa  acerca de lo ocurrido durante la travesía y las escalas, descripción del ambiente en el barco y de los compañeros de viaje. Y, por supuesto, lo visto y acaecido en cada puerto y país visitado, además todo ello contado como se hacía entonces, es decir, con un narrador en plan etnólogo-entomólogo-explorador que da noticia de los paisajes, tribus, costumbres, monumentos y quisicosas de cada país. Algunas de esas noticias son vertiginosas, como por ejemplo la observación, hecha durante la escala en Tánger, de que los moros nos temen y detestan a los españoles por nuestra costumbre de comernos esos gatos que ellos adoran. Como eso ocurre en la segunda o tercera escala del viaje, uno se pregunta si todo el resto de las informaciones que dé  hasta la vuelta a Nueva York van a contener el mismo grado de exactitud. Pero no. Es evidente que durante las travesías de un país a otro Twain hizo uso abundante de la biblioteca que los organizadores del crucero pusieron a disposición de sus clientes. Aparte de que no era ése el tipo de información que sus lectores (más de 70.000 cuando las crónicas  aparecieron en forma de libro, sin contar a quienes las leyeron en los periódicos según iban saliendo) esperaba de él. Lo que le pedían, y le pedimos hoy, es la noticia directa, el apunte rápido, la broma gruesa acerca de cada momento. Y en ese terreno, Twain es imbatible. Después de ejercer durante unos años de tipógrafo ambulante, y tras un breve interregno como buscador de oro, la auténtica formación de Twain fueron los veinte años que pasó haciendo de piloto de vapores por el Mississippi. Por lo tanto no es de extrañar que el suyo sea un humor de sobremesa tras una comilona en alguna taberna de un puerto fluvial, cuando llega la hora de los dichos y noticias acerca de lo ocurrido arriba y abajo del gran río. El suyo es un humor fino pero socarrón y de trazo grueso, y pongo ejemplos. En Tánger, y tras repasar a su manera la costumbre local de la poligamia, comenta. "He logrado entrever la faz de varias mujeres moras [...] y siento la mayor de las veneraciones ante la sensatez que las lleva a cubrir una fealdad tan atroz". Otras veces la broma le sale más fina, por ejemplo cuando, ante Notre Dame de París,  da cuenta de los sucesivos templos paganos y cristianos que hubo allí desde antes de que al duque de Borgoña se le ocurriese construir la actual catedral como expiación por haber dado muerte al duque de Orleáns. Y comenta: "Desgraciadamente, ya se han ido esos tiempos en los que un asesino podía limpiar su nombre [...] con el simple acto de sacar ladrillos y mortero y construir el anexo de una iglesia". Nunca falla el recurso de sacar al pueblerino que no está dispuesto a dejarse impresionar por las maravillas de la gran ciudad y que, de vuelta al pueblo, les describe a los suyos una de las obras cumbre de la Cristiandad como  "un anexo".

                Y ése es uno de los secretos de que este libro se lea con tanto gusto y provecho: el Mark Twain narrador está presente de la primera a la última línea, pero tiene la habilidad de hacerse transparente, como si entre el objeto narrado y el lector no se interpusiera una inteligencia afilada por una técnica altamente sofisticada y un oficio pulido durante muchos años de trabajo paciente y diario. Gracias a ello puede someter a todo lo divino y lo humano (desde la visita al Louvre hasta su propia actuación ante los más grandes maestros de la historia del Arte) a  su filtro de humor entre corrosivo y zumbón.  Aparte de que, visitar Nápoles de la mano de Mark Twain es una experiencia inolvidable.

 

 

 

 

Guía para viajeros inocentes

Mark Twain

Ediciones del viento.

 

 

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3 de marzo de 2010
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I. Un tigre en el verde prado

Ignoro todo acerca del golf. Mis imágenes más lejanas de este deporte vienen de los días de la infancia cuando encontraba en los periódicos las fotografías del presidente Dwight Eisenhower montado en un carrito que lo llevaba a través del campo donde jugaba, y desde entonces supe que se trataba de una diversión propia de presidentes y de millonarios segregados en clubes exclusivos; y cuando repaso los canales de televisión me detengo a veces, con aburrida curiosidad, en los torneos que se juegan en esos terrenos de tarjeta postal que parecen maquillados, con verdes colinas, suaves hondonadas, estanques plácidos y tranquilas arboledas, siempre bajo un soleado cielo azul.

            Pensé que difícilmente un ídolo de multitudes podría salir de la monotonía de los campos de golf, a lo Magic Johnson en el basquetbol, pero sucedió el milagro con la aparición de Tiger Woods, campeón absoluto de cuanto torneo existiera, cuya genialidad con el palo en la mano le creó una inusitada audiencia de televisión y una cauda de patrocinadores comerciales que pagaban por su imagen, lo que llegó a reportarle más de cien millones de dólares anuales. El mundo, además, se había vuelto al revés, porque se trataba de un negro de fe budista reinando en un plácido deporte de jugadores blancos.

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3 de marzo de 2010
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Hallado en el laberinto del tiempo

En 1895, Antonio Martínez Ruiz (aún no era Azorín), llega a Madrid dispuesto a convertirse en un gran periodista. Esta imagen me fascina porque ilustra una época extinguida. Antaño algunas ciudades diminutas mantenían el empaque de las capitales imperiales, París, Londres. El que valía estaba obligado a demostrar su talento en el más cruel de los tablados. Así Lucien de Rubempré desde la colina del Sacre Coeur, con la inmensa capital tendida a sus pies, el desafío: "¡Ahora solos tú y yo!".

    Un día ve llegar al Congreso a don Práxedes Mateo Sagasta. "Desciende de la berlina de la Presidencia del Consejo, tirada por dos magníficos caballos, y se queda un momento inmóvil en la acera". Aquellas berlinas que sugieren ministros ingleses bajando del coche con la chistera en la mano y mojando sus botines de polaina en el suelo lluvioso. Los carruajes que usaban los jerarcas para mostrarse en público y sobre los que caían bombas nihilistas, disparos anarquistas. Muchos fueron los hombres de estado y miembros de la realeza que murieron en el carruaje anticipando el asesinato de Kennedy con la pobre Jacqueline reptando agusanada. Son escenas tan eternas como la del niño que se quita una espina del pie.

    Luego Martínez, que era un hombre gordo, lustroso, bermejo, se transformó en Azorín y fue perdiendo grasa. Su estilo también se afiló para no abandonar al propietario y de una prosa de latinista lector de Tácito, acabó en una exótica antelación del minimalismo. Entonces fue cuando le conocí y pude asistir a otra escena eterna.

    El estudiante y su novia se acercan a la altísima puerta. Pulsa el timbre y abre una muchacha. "¿Cree usted que nos pueda recibir el señor Azorín?", pregunta. Y en efecto les recibe hundido en la enorme cama con dosel. Está en los huesos, acabado, mucho más esquelético que en el retrato de Zuloaga, pero tiene fuerzas para firmar el libro del estudiante mirando fijo a la novia con ojos desorbitados. Bajo la firma añade la fecha, 1º de febrero de 1967. Duró pocas semanas. Debió de ver en Virginia al ángel de la muerte.

 

Artículo publicado el domingo 28 de febrero de 2010.

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3 de marzo de 2010
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La escalera

La generalización del ascensor y de los rascacielos o las casas de muchos s pisos han restado significación, presencia e importancia a la escalera. Incluso simbólicamente la escalera se encuentra desgastada.

¿Ascenso a los cielos? ¿Descenso a los infiernos? ¿Alta y baja jerarquía social? Tanto en Las Meninas como en Las Hilanderas, Velázquez se vale de unos cuantos peldaños para significar, en el primer cuadro, la menor importancia del oficio de pintor y, en el segundo, de la diferencia entre un nivel y otro de los escalones que marcan la diferencia temporal (y cualitativa) entre la cota superior, relacionada con la eterna fábula de Aracne y el quehacer contemporáneo.

Igualmente, en el teatro la diferencia de alturas entre el patio de butacas y el plano del escenario expresa la gran distancia entre el tiempo real de los espectadores y el tiempo de ficción liberado de lo cotidiano.

En los palacios, en los tronos, en los sitiales papales, una sucesión de escalones representativos marca la jerarquía entre la autoridad  y la plebe, lo sagrado y lo profano. Así, casi todos los elementos arquitectónicos, por no decir todos ellos, incluyen una ideología o conllevan un concepto del orden social,  de la vida, la moral y sus poderes.

En el presente, la escalera de nuestro hogar como la silla, la mesa o el vaso se han funcionalizado al extremo de ir apagando sus significados pero hasta el barroco estuvo muy presente la simbología formal que señalaba los fondos éticos y sus diferentes espasmos por categorías.

Mi buen amigo Juan Antonio Ramírez, fallecido en 2009, escribió en una exposición sobre "El Espacio Privado", donde participamos juntos con Fernández Galiano de comisario, que la escalera más famosa del arte contemporáneo sería la de Marcel Duchamp,  Nu descendant un escalier (1912), que apenas significaba nada del pasado monárquico o , mejor, lo tenía en cuenta para ironizar sobre su decadencia.

Prácticamente, todas las casas que tienen hoy una escalera relevante son viejas construcciones campesinas o dúplex suburbanos. En ambos casos, la función de la escalera mata su significación y su despechada incomodidad a su gloria.

Sin embargo, en las pocas viviendas de grandes ciudades donde todavía no han instalado  ascensor y los cuatro o cinco pisos hay que subirlos andando, se asume, por excepcional, una importancia simbólica a la escalada. Se  trata en esos supuestos no tanto de situarse por encima de los demás como de emplazarse, a la misma o parecida altura, en las afueras de su mundo simbólico. La larga escalera es incómoda, fastidiosa, disuasoria, pero todas estas condiciones contribuyen a otorgarle, aún penosamente, una cualidad distintiva y a  concederle una identidad y argumento diferenciales.

Sólo los jóvenes o muy jóvenes desheredados aceptan un quinto piso sin ascensor pero también pintores, escultores, escritores,  artistas  en general admiten la circunstancia de un estudio encimado, conquistado a pie, como un importante carácter de martirio para su trabajo.

 Efectivamente cuesta llegar hasta allí pero ¿cómo no hacer coincidir este esfuerzo muscular y bronquial extraordinarios con alguna obra fuera de lo más común? Al fin de la escala el cuarto aparece  como una planicie conquistada a través de un esfuerzo sacrificial donde la obra tiende de manera natural a convertirse en sagrada.

Nada garantiza por su altura un resultado mejor o excelente pero ¿quién podría negar que el esfuerzo suplementario y voluntario, asumido en la elaboración de una obra de arte, es un elemento de valor añadido y de fervorosa perfección ?

Prácticamente todos los efectos que se reciben de seguir los pasos del creador hasta su desvencijado estudio anormalmente elevado llevan a pensar que su trabajo posee una característica no común y acaso, tan rara y  elevada o esforzada, como extraordinaria.

De este modo, en los dúplex o triplex, comunes en el extrarradio los propietarios tratan de demostrar ante la visita una agilidad gimnástica inusual y en prueba no sólo de que esa diferencia de niveles viene a ser un inconveniente trivial sino que, sobre todo, la exposición de su superior forma física los capacita tanto para desacreditar a los de vulgar propiedad horizontal como a los de supuesta graduación mercantil más elevada.

Esto dicho, la escalera posee además unos factores oníricos que refuerzan  su influyente lado irracional. Con o sin el uso de la escalera para acceder al piso, la escalera  forma parte del profundo sentir de la vivienda.

El ascensor nos sube y nos baja automáticamente, en ausencia de memoria, sin necesidad de pensamiento mediador, pero la escalera nos salva o nos condena estructuralmente. El ascensor pertenece al universo de las máquinas y su acción se agrega como una prótesis imaginaria, lo menos cabal o textual de nuestras  vidas. La escalera, sin embargo, se halla inscrita en la escritura y en el subconsciente alfabético, con una intensidad además simbólica que nos lleva la muerte o nos hace escapar simbólicamente de ella.

Simbólica y fugazmente porque, de una u otra manera, la escalera siempre desciende, o sólo asciende, cuando la vida fulgurante e imaginaria nos  supera. En términos de edificación personal, en términos de un mundo constructivo, la escalera nos hunde.

Todas las escaleras de hoy tienden más hacia el sótano que hacia al ático. O de otra manera: el ático pertenece a la infancia del amor romántico mientras el sótano es el depósito fundamental de nuestra edad, el peso de nuestra historia y nuestra habitación en llamas o sombras frías.

 Se trata en esencia de lo mismo: caemos por la escalera. Siempre hacia abajo. Morimos para siempre a un nivel que, ya sea  la tumba o en el nicho, el enterrador se mueve en una escalera por donde su terminal y funeraria maniobra baja.

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3 de marzo de 2010
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Del electrón al fotón

Antes de que Maxwell, hacia 1860, estableciera sus famosas ecuaciones matemáticas referentes al campo electro- magnético, el químico y físico británico Michael Faraday incluyó entre su abanico de experimentos posibles con la electricidad el de enviar una descarga eléctrica en un ámbito vacío, es decir: una descarga eléctrica que se trasladaría sin soporte.

El problema de Faraday era que el vacío pura y simplemente no se daba. Como mucho se obtenían, mediante procedimientos más o menos ingeniosos, grados de vacío de excelente calidad, o sea ámbitos de muy escasa densidad. En esta lucha por aproximarse a esa asíntota que es el vacío y a la vez ahondar en problemas de electricidad jugó también  un papel importante el alemán Heinrich Geissler, un soplador de vidrio, que en 1854 introdujo electrodos de metal en un tubo cuyo interior cabía equiparar a la vacuidad (en relación a los cánones de la época). Pudo comprobarse que en el polo opuesto al electrodo negativo surgía un resplandor verdoso. Veinte años más tarde Eugen Goldstein conjeturó que tal resplandor se debía a una radiación proveniente del electrodo negativo, ya entonces designado mediante el término cátodo, de tal manera que el instrumento de Geissler recibió el nombre de "tubo de rayos catódicos".

Siglo y medio después de estos primeros pasos, el tubo de rayos catódicos de Geissler se haya en el centro de nuestras vidas. En ese contemporáneo equivalente del fuego hogareño que es el televisor se perciben formas y colores que, en ocasiones, aparecen como reflejo de la realidad. Mas como soporte físico de tales representaciones no hay sino esas radiaciones que fluyen de un filamento incidiendo sobre una pantalla bañada en sustancia fluorescente, que irradia luz en magnitud proporcional a la intensidad de la radiación.

Y si la naturaleza de lo así irradiado era un misterio para Geissler y aun para Goldstein, veinte años más tarde (concretamente en 1897) Joseph John Thompson, en su laboratorio de la universidad de Cambridge, se encontró en condiciones de mostrar que los misteriosos rayos catódicos eran partículas mucho más diminutas que los átomos, a las cuales denominó "corpúsculos ".

El objetivo de J.J. Thompson con su experimento de 1897 era llegar a mostrar que los rayos del tubo catódico eran partículas con carga eléctrica, ello se haría evidente si bajo el efecto de un campo eléctrico o magnético tales rayos sufrieran una inflexión en su trayectoria. Thompson mostró concretamente que esta inflexión era directamente proporcional a la magnitud del campo eléctrico E y al tiempo durante el que las partículas se hallaban sometidas a la acción, mientras que la relación carga-masa de las partículas mismas era invariable.

Se hizo visible asimismo que cualquiera que fuera el material instrumentalizado para el cátodo,  la inflexión era la misma, lo cual dejaba entrever que las partículas en cuestión constituían un elemento integrante de toda modalidad de materia

Cuatro años más tarde, en 1891, el irlandés George J. Stoney dio a tales "corpúsculos" el nombre definitivamente aceptado de electrón.

 

 El electrón se revelaría extraordinaria razón explicativa de multiplicidad de fenómenos. Un ejemplo: de los estudios elementales de química retenemos posiblemente el concepto de los gases  llamados "nobles". ¿En razón de qué tal denominación? Pues simplemente por tratarse de elementos de la tabla periódica que parecían no tener potencialidad de interacción con otros elementos, lo que les conferiría una intrínseca  pureza. Si el lector tiene a mano una tabla periódica le bastará contemplar la última columna en la que se sitúan de arriba a abajo helio, neón, argón, criptón, xenón,  radón. Hoy sabemos que lo que en realidad tienen en común estos elementos es el hecho de poseer una capa completa de electrones (dos en el caso del helio y ocho en el caso de todos los demás). Plenitud ésta en la que reside su estabilidad.

Sin embargo en el electrón residirá también paradójicamente la prueba de de que la  "nobleza" de tales elementos es muy relativa, la prueba de que su aristocrática inercia no es más que apariencia. Pues, en efecto, cuando se fuerzan las condiciones resulta que no hay nobleza indomable...precisamente como consecuencia de que el electrón se niega a la menor oportunidad a contribuir a la inercia. El proceso para mostrar tal hecho fue complejo, pero en 1932 Linus Pauling, químico americano, observó que los electrones podían exiliarse de su base, cualquiera que fuera el elemento y, en consecuencia, que también los gases inertes, como  los demás elementos, podían formar compuestos

                            

Desde que fuera llamado electrón por Stoney pasaron aun años antes de que, en 1903, Millikan acabara estableciendo que su carga eléctrica negativa es de coulombs. Asimismo en ese arranque de siglo Thompson y Lennard se complementaron para poner de relieve el sorprendente efecto conocido como foto-eléctrico y que, en síntesis consiste en lo siguiente:

Proyectando sobre una placa metálica radiaciones luminosas de una misma frecuencia, se desprenden de la misma, partículas con carga negativa, coincidentes con los electrones de los rayos catódicos. El número de electrones efectivamente desprendidos aumentará, como era de esperar, si la intensidad de la luz emitida es mayor, mas  contrariamente a lo también esperado...la energía vehiculada por tales electrones no cambiaba respecto a la que procuraba la luz tenue. Capítulo fundamental de esta aventura es el hecho de que, en 1905, Einstein viniera a resolver el misterio... al precio de sacrificar (parcialmente al menos) el carácter de fenómeno ondulatorio de la luz. Convendrá ver el asunto con algo más de detalle.

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3 de marzo de 2010
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Mi tercer Gracg

 

 

 

Al margen de los ruidos, de las ventas, de los premios, de los medios y los mediadores; siempre al margen ha crecido la literatura de Julien Gracg. Es la tercera vez que vuelvo a Gracq en éste bar. Me hubiera encantado haberlo conocido pero si lo hubiera encontrado en unos de sus viajes por España, no me imagino de qué hubiéramos hablado. Recorrió algunos cercanos caminos, cruzó por lugares que amo, escribió sobre queridos espacios, compartió varios de mis amores castellanos, navarros y del Delta del Ebro. Si me hubiera encontrado con el discreto escritor no le hubiera dirigido la palabra. O es posible que hubiéramos compartido, en silencio, alguna ensoñación mirando algún paisaje. También podríamos compartir un whisky mientras en el salón suena algo de Wagner.

Dentro de unos días estaré en una de sus ciudades, Nantes. Uno es de dónde hizo el bachiller. Gracq, que nació cerca de esa ciudad a la que supo dar forma literaria, es de esa ciudad dónde conoció la literatura de Stendhal, la ciudad de Julio Verne. Y la ciudad de Jules Vallés, ese escritor que representó una forma de anarquismo, de individualismo y rebelión, muy diferente a la de Gracg, pero tan querida. Julien Gracq también fue un rebelde, un ácrata educado, el primero en no aceptar el prestigioso premio Goncourt. Y el que nunca recibió el premio Nóbel porque bien sabían los suecos que nunca asistiría a la noble ceremonia.

 Ahora vuelvo a Gracg  por dos motivos. Dos nuevas traducciones de su obra, no muy extensa  pero toda esencial. Por un panfleto de los años cincuenta que fue publicado por Albert Camus, lo que una  vez más le honra, y que se llamó "La littérature à l'estomac". Traducida espléndidamente para "Nortesur" por Maria Teresa Gallego como "la literatura como bluff". Sesenta años después todavía tiene vigencia, aunque no seamos franceses, ni tengamos sus "reverencias" por la literatura, ni tengamos sus escritores. Sirve como grito inteligente contra la literatura tomada como una evasión, una diversión, para los ratos de ocio.

La otra razón, el otro libro que también es la primera traducción al español, es un curioso ejercicio a cuatro manos, "Trébol de cuatro hojas". Publicado por la cada vez más interesante editorial "Demipage" y reuniendo cuatro textos escritos a principios de los años cincuenta. Unos años en que el surrealismo estaba en plena lucha contra los nuevos realismos, los nuevos narradores y los viejos compromisos. Libro de ensoñaciones y realidades, cuatro escritos independientes, poéticos y fantasiosos, firmados por André Bretón, Julien Gracg, Lise Deharme y Jean Tardieu. La escritura como deseos de volar. La imaginación que se nutre de irrealidad tan cercana, esa magia cotidiana que tanto gustaba a Breton y  a sus amigos como Gracg.

En su relato, "Lo ojos bien abiertos", Gracg nos propone sacar partido de nuestra gracia de ser soñadores despiertos. Buscar esa cualidad de la ensoñación que nos permite acercarnos a la mirada poética, al viaje a la manera de Baudelaire. Un viaje dónde no es nada extraordinario poder permanecer atentos a nuestras ensoñaciones. Conseguir "la facultad de saltar con más ligereza, con más libertad, de una imagen a otra, de despertarlas en cadena con un código secreto, conforme a las leyes de correspondencia igualmente ocultas. En otras palabras, se trata de un cierto arte de la huída, más que una aptitud para percibir imágenes desconocidas".

Recomiendo: siempre volver a Gracg, por sus novelas, por sus letrinas, por sus viajes o por sus ensoñaciones. Un profesor casi oculto llamado Louis Poirier, que quiso que le llamáramos Julien Gracg. Doble homenaje a Julien Sorel y a los Graco romanos, aquellos guerreros y pacificadores que también viajaron por España. Otra historia.

 

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3 de marzo de 2010
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El cronista de indios

Como era inevitable, la presentación en Barcelona de Egos revueltos, el último libro de Juan Cruz, resultó encantadora. Por razones extraliterarias, para empezar: al menos para mí, la posibilidad de estrechar la mano de Juan Marsé y de cruzarme con Joan Manuel Serrat me hizo sentir como un niño entre gigantes. Intuyo que la reunión en la Librería Laie fue un verdadero who’s who de la vida literaria en esta maravillosa ciudad. Aunque sólo me sentía en condiciones de reconocer unos pocos rostros (estaban los agentes Mercedes Casanovas y Willy Schavelzon, los escritores Juan Gabriel Vásquez, Jordi Soler, Enrique Vila-Matas y Rodrigo Fresán), estoy seguro de que todos los nombres me habrían sonado si se hubiese tratado de esas convenciones que lo obligan a uno a pegarse etiquetas identificatorias en el pecho.

         Pero el encanto principal es el que corresponde endilgarle a Juan Cruz, y por extensión a su libro. Anecdotario infinito, Egos revueltos (premio Comillas de historia, biografía y memorias) es en esencia una carta de amor a esa práctica oracular que es la literatura, y a todos los gremios que velan por ella, desde los escritores a los periodistas, desde los editores a los agentes. Durante la presentación salieron a luz tan sólo algunas de las pocas historias que pueblan el libro: cosas de Cabrera Infante, del inolvidable Rafael Azcona (a quien tuve el privilegio de conocer en Madrid, precisamente por gracia de Juan Cruz) y hasta de Fernando Esteves, actualmente en México, a quien Juan le reconoció pasta de editor cuando se escapó en secreto de un restaurant para lograr que Arturo Pérez Reverte tuviese el dulce de batata que anhelaba a la hora de los postres.

         El editor Malcolm Otero dijo algo que me pareció pertinente. Mientras hablaba del entusiasmo de vivir que es la característica más inocultable de Juan Cruz, dijo que el escritor y periodista siempre encontraba algo positivo que decir de las figuras a las que elegía entrevistar. En un medio tan signado por la individualidad y las mezquindades (la broma de Juan dice, precisamente, que para desayunar los escritores comemos egos revueltos), una generosidad como la suya destaca como el diamante en el lodazal.

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3 de marzo de 2010
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El Boomeran(g)
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