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Los congelados

Con el tiempo y el desarrollo tecnológico llegado con  él, el hogar se encuentra crecientemente poblado por aparatos de los que no conocemos el porqué de su funcionamiento, sus reacciones especiales, su autismo, su lógica interna y su sentido, a pesar de que nos sirvamos de ellos y convivamos a su lado con la mayor naturalidad.

Efectivamente, respecto a  la ya numerosa colección de enseres apoyados en la electrónica es un lugar común que al menos un par de generaciones todavía habitantes del hogar no conocerán jamás su proceder ni la secuencia de sus postulados.

Pero, además, si antes la radio o el televisor se consideraban elementos de los que jamás obtendríamos una explicación completa,  han venido paralelamente a sumarse de una manera más cercana o casera, los ya habituales recursos del congelado o el de calentamiento a través del ya omnipresente microondas.

Tanto una como otra aportación las debemos al progreso de la física aplicada pero ninguna de las dos ha perdido todavía, como le ocurrió al televisor y a la radio, la relación directa con su invención y, en consecuencia, la resignación a no comprenderlos.

La física o el físico se hallan muy próximos en la cocina, a un paso del congelador y el microondas pero ni aún así damos hemos llegado a desentrañar su funcionamiento.

 Puede aceptarse con toda razón que el prodigio de escuchar y ver una imagen producida a kilómetros de distancia constituya un avance muy superior, asombroso e incluso espantoso que el hecho proporcionado por un congelador, por ejemplo,  pero en tanto el televisor no ha podido prescindir todavía de un sinfín de resortes internos, su complejidad nos libra de pretender hacerlos comprensibles.
Lo que sucede con el congelador, sin embargo, es de una naturaleza muy distinta, una naturaleza demasiado cercana y no ya tanto al dominio de los laboratorios tecnológicos y sus prodigios.

La congelación de los alimentos no es otra cosa que un asunto consistente en inculcarles frío y el frío, como el calor, pertenece al orden de las  categorías más primarias u originales. Resulta asombroso ver en la pantalla  el rostro de una persona ubicada en otro continente pero justamente por la magnitud del fenómeno miles nos decidimos a aceptarlo sin requerir su porqué.

 Pero ¿y el frío? ¿Puede consumirse un alimento mucho tiempo después sólo porque se congele, se compre bloqueado y se guarde bajo cero? Los precedentes de esta tarea que realiza tanto el cajón comercial de congelados como el nicho del frigorífico deben hallarse entre los esquimales y los hombres de Cromagnon pero en el siglo XX, en España y países similares de Occidente, era usual que la totalidad de los alimentos, como cualquier cuerpo o fragmento corporal de ser vivos, se descompusieran o se amustiaran hasta su pudrición.

El congelador vino a instalarse pues, en  nuestras vidas, como un riguroso  salvador de kilos de carne o aglomeraciones de guisantes que de una manera insólitamente "natural" ya no morían con el criminal paso del tiempo sino que el paso del tiempo quedaba detenido "congelado" como se dice de los fotogramas en  cine.

El pollo, la lechuga o el filete, en vez de incrementar su presencia hedionda que era lo habitual de su vida, en toda nuestra vida,  vinieron a convertirse en una nueva especie de vivos cadaverizados, con un tamaño más o menos igual a cuando vivían y que si ahora se sumían sordos, inodoros y pétreos en su un sueño mineral era para protegerse de la muerte.

El helor los preserva de una muerte conocida y les aplaza esa pestilencia  hasta una fecha cómodamente aceptable. Fecha fija o fecha de caducidad que ya ha quedado asimilada a la general ampliación de la esperanza de vida aunque  simbólicamente la sensación no coincide del todo con esa concepción global.

Efectivamente, los alimentos ganan capacidad para ser consumidos a lo largo de un nuevo plazo pero ¿quién puede decir que no los consumimos igualmente muertos, igualmente cadáveres e incluso con la extraña lacra de acumular más frío en su interior.

Todo guisado, toda carne, toda sopa o pescado que se sirviera frío o en llegara a enfriarse en el plato perdía casi todo crédito para el paladar. Lo que se hace ahora mediante la congelación no es, de ningún modo inmediato,   dar a comer lo congelado de lo congelado, el grado infinito del frío pero, sin duda, cada uno de los víveres ha debido pasar por el gélido túnel de la muerte bajo cero para emerger delante de nosotros. ¿Cómo degustar pues serenamente, despreocupadamente, esta especie de muertos revividos? ¿Cómo apartar de la imaginación el trance en el que han dejado la muerte natural detrás?

Toda el rechazo o incluso la aversión que durante años se ha dirigido a  los alimentos congelados radicó en esta inoportuna experiencia de  vida y muerte, criogenización y descriogenización a la plácida hora de comer. Con fundada razón se pensaba que toda la oferta alimentaria que hubiera atravesado las honduras del congelador no podría regresar a la vida con los mismos caracteres luminosos de antes, previos a esa tortura termal.

 La congelación de los alimentos, además, no sólo retrasa la acción de las enzimas -sea lo que quiera que sean- que a una determinada velocidad destrozan la comida, sino que emprende una maniobra tan sagaz como cruel contra un innumerable enjambre de microorganismos al acecho. 

Porque la congelación, el extremo incremento del frío convierte la gran proporción agua que contienen todos los alimentos de este mundo en materia cristalizada. En principio, el efecto del frío viene a ser su helor pero lo particular del congelado es la cristalización del agua que impide servir de medio esencial para los microorganismos que la necesitan para vivir y devorar. Con el paquete cristalizado los microorganismos no pueden penetrar, ni nutrirse por tanto de las esencias de la carne, el pescado o la verdura; quedan en consecuencia fuera de esa fortaleza de hielo y  probablemente mueran o se congelen a su vez en  espera de una descongelación general. Sea como sea los congelados que fueron hace unos años recibidos como pobres subproductos del ser principal han ido perdiendo mala fama porque a través de unos u otros métodos refrigerantes no sólo han llegado a ofrecer el color primigenio sino que, gradualmente, el sabor y el olor.

En definitiva, su consumo ha crecido hasta ser actualmente  la normalidad de una mayoría en la alimentación.  El producto fresco, sin congelar, es por el contrario la apreciada excepción.  ¿Porque sepa mejor, porque tenga mejor vista? Los especialistas repiten que la diferencia no es fácil de establecer pero, sin duda, los alimentos frescos se prefieren porque no pasan por el túnel de la muerte para  conservar la vida. Poseen la vida y la mantienen sin necesidad de prolongación como tristemente se ha de hacer en  institutos y clínicas de vida para rejuvenecernos y devolvernos el color o incluso el hermoso aroma de aquel sudor. 

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17 de marzo de 2010
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Odiosas comparaciones de un turista

Aunque sólo he podido estudiarlo durante un trimestre tengo la convicción de que va siendo casi imposible llegar a ser madrileño. Millones de personas lo intentan cada año, pero sólo un puñado y al cabo de una entera vida lo consigue. Eso sí, en la más completa soledad. Ni por el porte, ni por su expresión se les distingue. Quienes alcanzan la calidad de madrileño guardan para sí mismos tan alto conocimiento y lo disuelven en su interior a la manera de Las Cuatro Nobles Verdades a las que sólo acceden los iniciados en niveles supremos del budismo.

    A lo largo de mi vida he conocido miles de madrileños en curso o en trámite, en estadios más o menos avanzados de ese saber extático. No puedo asegurar, sin embargo, que ninguno haya alcanzado la meta y se pueda decir de él que es un madrileño realizado. En esta disciplina hay que resignarse a conocer suplicantes, pretendientes, postulantes, aspirantes o becarios de la materia, pero jamás al madrileño logrado. Es cierto que hay personajes que, acodados a la barra de la cervecería y moviendo mucho los pies entre cáscaras de gamba, afirman con acento truculento que ellos son madrileños "castizos". Son falsificaciones, muchas de ellas irlandesas.

    La razón es que las condiciones resultan insoportables. Tanta exigencia pone cuerpo y espíritu en una tensión que sólo se relaja horas antes de la muerte, cuando uno debe confesar sus mayores fracasos. Son muy pocos quienes reúnen tanta excelencia física e intelectual, lo que no impide que año tras año caigan sobre Madrid cientos de miles de individuos dispuestos a todo. Los rastros del desengaño pueden verse a centenares por las calles de la ciudad. Patética visión la de esos individuos que musitan cantinelas por lo bajo, hacen gestos groseros con súbita ira, o miran tercamente al paseante. Algunos visten jirones del uniforme que, años atrás, tanta ilusión despertaba: bedel, ujier, cartero, párroco, ordenanza... Ni siquiera los más encumbrados están libres de desolación aunque es infrecuente ver en plena calle a desesperados almirantes, prelados o embajadores, ya que suelen aliviar sus penas en establecimientos exclusivos.

    Debería escribirse un tratado entero, pero no siendo ello posible resumamos un poco: la primera y más difícil exigencia es la de haber nacido lo más lejos posible de Madrid. Si se ha nacido en Cuenca o en Toledo, el fracaso está asegurado, pero si el aspirante viene de Tenerife, de Vigo o de Olot, alguna posibilidad de llegar a ser madrileño sí tiene, como demostró aquel presidente de la Primera República, el gran Pi Margall, sobre quien los expertos aseguran no tener dudas: llegó a ser madrileño e incluso murió de ello. Tan curiosa peculiaridad se debe a que el nacido en Madrid, apenas librado de la placenta ya abomina de su condición y renuncia a ella con soeces expresiones; maldice la ciudad, sus habitantes, el clima y el cocido. El nacido en Madrid (e incapacitado para ser madrileño), es uno de los tipos más conspicuos del arco antropológico junto con los massai, los nilotas o los maories. Esta condición maldiciente y relapsa del nativo causa estupor en el turista de Barcelona ya que por aquella parte los ciudadanos ostentan un amor mariano por su localidad y van diciendo a todo el que quiera oírles que no hay en el mundo nada semejante y que aquello es la envidia de París. Como es natural, esa libido flotante hace innecesaria la constricción por ley de cualquier desafección o mengua del amor, de modo que allí y de manera espontánea todo el mundo rompe a cantar himnos nacionales en cuanto la autoridad desplaza su augusta mirada sobre ellos. No así en Madrid, donde el nativo suele proferir las mayores intemperancias sobre su destino autonómico y sobre lo municipal como execrable categoría del ser.

    Se entiende pues que sean escasísimos los que antes de morir logran decir de sí mismos que han alcanzado a ser y bien pueden asegurar que son madrileños no refractarios o amortizados. También se entiende que los pocos que lo han conseguido no lo manifiesten y resulten, por así decirlo, insondables. Como los samuráis del shogunato Kamakura tras una vida de ascesis su poder físico es tan desmesurado y poseen una tan elevada moralidad que nunca osarían exhibir su fuerza. Antes se dejarían matar.

    Contraste grande con el de quienes, como es mi caso, fuimos paridos en ciudades donde basta con nacer en ellas para poseer un estatuto superior al de la mediocre humanidad y convertirse en estrella de la historia sostenible, solidaria y progresista. Además, si uno obedece a la autoridad en cuestiones de atuendo, emoción, envidia, enseñanza, acento, resentimiento, cultura, rencor y diversiones, puede convertirse de inmediato en miembro social distinguido, haya nacido donde haya nacido y aunque se dedique a la ablación de clítoris con martillo. Basta con obedecer. Mira tú que es fácil ser, y cómo se complican la vida los de Madrid para no ser.

 

Artículo publicado el 17 de marzo de  2010.

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17 de marzo de 2010
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¡Cuidado con las bicicletas!

  

            Del mismo modo que se inventó un motor que acabó con el coche de caballos y con los carros ¿se nos ocurrirá algún artilugio que sustituya al coche de cuatro ruedas?  Mientras que la comunicación va a toda pastilla y nos las hemos ingeniado para que la información y los bulos vayan y vengan al instante, el transporte por carretera es primitivo, mortífero y caro. Digamos que el coche no está a la altura del GPS. El GPS parece del siglo que viene y el coche se remonta a dos siglos atrás y la rueda no digamos. Quizá algún día se diseñe un traje o una burbuja transparente individualizada que previamente programada nos lleve donde queramos. Esta burbuja sería tan resistente y blanda que al chocarnos con otra el resultado no tendría que ser de muerte y si nos cayésemos por un terraplén rebotaríamos y en el agua flotaríamos. El volante y las marchas habrían pasado a la historia y al salir podríamos plegar la burbuja o quitarnos este traje especial y los problemas de aparcamiento se reducirían casi por completo. Pero me estoy dejando llevar por la imaginación. La culpa la tiene Valentina Zuravleva, que escribió un relato titulado El capitán de la astronave Pólux y que he encontrado en una antología de ciencia ficción rusa de 1965. Me lo estoy pasando en grande con ella.

Aparte de la maravillosa naturalidad con la que Zuravleva nos cuenta como si fuese normal que se supere la velocidad de la luz, la ciencia ficción tiene el encanto irresistible de ser el termómetro de nuestros deseos y fantasía. Desde que Valentina escribió este relato hasta ahora ¡cuántas cosas han pasado! Algunas continúan siendo complicadas como ir a un planeta a siete años luz como hacen sus personajes, pero ya no necesitamos la llama del fuego para hervir un líquido en la astronave porque tenemos la placa vitrocerámica o el microondas. Ni las páginas podrían amarillear porque se escribe en ordenador, y quién sabe dentro de cien años dónde escribiremos. Por lo general la ciencia ficción se adelanta en lo imposible, pero se queda rezagada en lo práctico. Nos resulta complicado imaginarnos peinándonos con algo que no sea un peine o que no tenga púas. Y, sin embargo, es a la realidad cotidiana donde antes ha llegado el futuro: el móvil y todos sus hermanos y primos, la red, el dinero invisible, el agua que cae sola si pones las manos debajo del grifo, la luz que se enciende si das una palmada. Y lo asombroso es lo bien que nos adaptamos a la novedad. Antes pensaba eso de si mi abuelo levantara la cabeza... Ahora creo que iría corriendo a comprarse un iphone. Aunque, como en la ciencia ficción, también en la realidad quedan lagunas de atraso: aún no existe una lavadora que lave, planche y doble la ropa, y llama la atención que  la cisterna del WC tenga un mecanismo tan rudimentario.

En cambio es una bendición que no nos hayamos deshecho del más ingenioso medio de transporte de todos los tiempos: la bicicleta. Según informes del Ayuntamiento, su uso se ha duplicado en Madrid. No tengo más remedio que alegrarme porque tiempo atrás, en estas mismas páginas, insistía mucho sobre la conveniencia del carril bici y me considero una gran animadora del uso de la bicicleta como síntoma de ciudad moderna. Desde luego aún no se usa de forma habitual para ir al trabajo, pero sí como deporte. No hay nada más que darse una vuelta por la Casa de Campo, por los márgenes del Manzanares o por cualquier parque para cruzarte con ciclistas, con muchos ciclistas. Así que estamos en el momento oportuno de advertir sobre algo que vengo observando y padeciendo y es que muchos ciclistas continúan mentalmente sentados en el coche y piensan que la carretera o la acera es suya. Te exigen que te apartes, no se limitan a ir por el carril bici porque creen que el ir subido en una bici es un salvoconducto para hacer lo que les dé la gana, como si el ciclista fuese un ser moralmente superior. Tanto hemos alabado la bicicleta que ahora cualquiera que se sube en una se cree con derecho a arrollarte. Aún estamos a tiempo de ponerle solución. En primer lugar, señalando muy bien el carril bici para que no haya confusión. El resto lo tiene que hacer el propio ciclista dándose cuenta de que el peatón continúa siendo el más débil y que debe respetarlo, y sobre todo que la bici no es sólo un sustituto del coche sino un estilo de vida más ecologista y más sano y que por lo tanto implica mayor sensibilidad hacia los demás. O eso se supone.

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17 de marzo de 2010
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I. Un arma cargada de futuro

Conocí este febrero en Barranquilla a Paco Ibáñez, los dos invitados al Carnaval Internacional de las Artes, y empiezo por decir que se trata de uno de los personajes emblemáticos de mi juventud porque me enseñó, como enseñó a muchos de mi generación, que la poesía era un arma cargada de futuro, como dice el poema de Gabriel Celaya cantado por él en uno de sus discos de vinilo de finales de los años sesenta del siglo pasado, que aún atesoro. El primero de los artistas, que yo recuerde, que se hizo de fama cantando la poesía de los grandes poetas de todos los tiempos, y de esa manera singular llegó al corazón de los jóvenes que en aquel entonces estaban dispuestos a la rebeldía, y aprendieron de esta manera a quedar dispuestos también al influjo benéfico de la poesía.

            Paco Ibáñez creó un repertorio de poetas de la lengua española a quienes puso música, desde los clásicos del siglo de oro a los contemporáneos del siglo veinte, y como le dije ahora que nos encontramos, mi deuda con él empieza por el hecho de que, oyéndolo cantar, me hice devoto aficionado de Jorge Manrique, de don Luis de Góngora, y de don Francisco Quevedo, por ejemplo, mejor de lo que había podido lograrlo como estudiante de secundaria en las clases de literatura. Sobre esto, más o menos, versó uno de los apartados de nuestra conversación en los jardines del hotel del Prado, él con su guitarra siempre al lado, porque nunca se despega de ella; sobre el hecho de que la música es una puerta de entrada privilegiada a los recintos de la poesía clásica que, leída, puedes a veces parecernos tan árida.

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17 de marzo de 2010
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El papel de Louis de Broglie

Etapa nueva en esta historia es el trabajo del físico francés Louis de Broglie. En 1924, investigando algunas consecuencias de la Teoría de la Relatividad, de Broglie avanza que toda partícula posee asimismo un carácter ondulatorio y que la longitud de onda l es igual a  la constante de Planck dividida por el producto de la masa y la velocidad: l= (h/m v).[1]

Complementariamente de Broglie conjetura que la estabilidad de la onda sólo es posible si la longitud de onda se inscribe un número entero de veces en la órbita, es decir, 2 π r= n.l. Basta entonces recordar que l= (h/m v), para inferir algo importantísimo, a saber: 

                              m. v. r=(n h/2π)

Vemos que ahora el carácter discreto (dependiente del número cuántico n) del momento angular deja  de ser  algo que (como en el caso de Bohr) meramente se postula,  para convertirse en corolario de una teorización previa. Cierto es sin embargo  que con ello únicamente  desplazamos el problema. La proposición incondicionada, es decir aquella que es condición de las que se infieren, es otra, pero seguimos en la dialéctica del postular, conjeturando ahora que toda partícula tiene un carácter ondulatorio y que la longitud de la circunferencia orbital equivale a un número entero de veces la longitud de onda.

Es sin embargo importante insistir en que esta remisión a principios que no constituyen evidencias sino que meramente se postulan, no es tanto una consecuencia de  la física entendida como disciplina archivadora de los fenómenos y previsora respecto a su devenir, como de la exigencia (de alguna manera meta-física, es decir posterior a la física como disciplina particular)  de dotar a la física de un armazón teorético que le permita ser presentada ante la razón filosófica, la cual aspira siempre a una suerte de inteligilibidad global. Desde los primeros días esta exigencia no sólo se va abriendo paso, sino que se radicaliza, de ahí que si  Bohr, o de Broglie forman parte de la primera lista de protagonistas, otros nombres seguirán vinculados mayormente a lo que se llama el formalismo matemático.


[1] Energía del fotón, E=h. f= h. (c/l), dónde h es la constante de Planck, f la frecuencia de la luz dada, y  l la longitud de onda. Mas por otro lado esta misma energía E = m ∙ c², de  dónde m ∙ c²= h. (c/l),  lo cual implica que l=h/ (m.c) Asunto que, para evitar decir que el fotón tiene masa puede interpretarse en términos de la interconversión entre masa y energía: el fotón tendría una energía que equivale a una cantidad de masa.  

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17 de marzo de 2010
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Los buenos socios

No se disputan ni critican mutuamente en público. Cuando uno no tiene más remedio que hacerlo, siempre se pacta previamente los términos de la disputa y de las críticas. Jamás se deja a un socio en ridículo. En caso de conflicto de intereses hay que buscar la conciliación. Si no hay conciliación posible, se busca una derrota que no sea humillante. El perdedor siempre debe tener una vía de salida, que le permita contar las cosas en casa sin perder la cara. Cuando se agota la negociación y sólo queda la pelea entre socios es el momento en el que se pone a prueba la solidez de la alianza. Las reglas de la amistad valen también para la disputa. Los buenos socios pactan los términos de sus diferencias, sus derrotas y sus victorias. Al final, salen todos ganando y las peleas nunca llegan a culminar.

Así han ido hasta ahora las cosas entre Israel y Estados Unidos, como mínimo en los últimos 35 años. No está claro, sin embargo, que así puedan seguir a partir de hoy. Ciertamente, es un sólido matrimonio, trabado por los bienes gananciales pero también habitado por fantasmas y tormentas. También alcanza el divorcio a los matrimonios más longevos y sólidos. La disputa en la que se han enzarzado incumple todas las reglas de la buena amistad. Así no se comportan los buenos socios. Barack Obama y Benjamín Netanyahu se han echado un pulso y, si no pactan una rápida y eficaz salida en la que ninguno de los dos pierda la cara, habrá un ganador y habrá un perdedor. Y no está claro ni siquiera que el ganador salga ganando. Es posible que haya dos perdedores, e incluso más. Si hubiera un tercer ganador y éste fuera la Palestina civilizada que quiere vivir en paz y en prosperidad al lado de un Israel seguro, esta pelea sería la más feliz de la historia contemporánea. Pero mucho me temo que el tercer ganador puede ser el Irán de la dictadura militar y clerical de Ahmadinejad, con su ambición hegemónica en Oriente Próximo e incluso en el mundo islámico y sus preparativos para contar con un pepino nuclear. En este caso, todos seremos perdedores, incluidos los amigos palestinos.

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17 de marzo de 2010
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De que callada manera

Imagen tomada de http://media.photobucket.com/ Caminar al borde y decir justo hasta el límite es práctica obligada para ciertos artistas críticos que aún radican en Cuba. De vez en cuando nos regalan una frase salpimentada de inconformidad que sale publicada en los periódicos extranjeros, aunque los nacionales no se hagan eco de ella. Con un pie fuera y el otro dentro de la Isla, debe ser difícil pasar de expresarse en voz alta a hacerlo en un murmullo. Las largas estadías en el extranjero se han convertido así en un catalizador de opiniones para algunos representantes de nuestra cultura. Evidentemente, la interacción con otras realidades-con sus logros y sus problemas-hace que las consignas triunfalistas suenen muy lejanas y la intolerancia del patio se torne insufrible. La última entrevista de Pablo Milanés tiene, por un lado, la mesura que le evita quemar las naves del retorno y por otro la osadía de quien está muy preocupado con lo que ocurre en su país. Hay un riesgo enorme, sin dudas, en clasificar como “reaccionario de sus propias ideas” a quienes nos gobiernan y han censurado a tantos escritores, músicos y actores por decir muchísimo menos. El autor de Yolanda transita así por el filo de una hoja, sobre la que otros han terminado despedazados. Lo protege en ese empeño de sinceridad su renombre internacional y la simpatía que le profesa gente de todas partes y de múltiples generaciones. A un desconocido trovador de barrio se la harían pagar muy cara, pero a Pablo lo necesitan. La emigración ha marcado demasiado el nivel artístico de nuestros escenarios. No sólo se han ido en masas mis colegas de la universidad y mis contemporáneos del barrio, sino que la cultura cubana tiene un porciento de sus representantes ?que algunos cuantifican y califican como mayoritario? fuera de nuestras fronteras. Perder ?ahora? esta voz potente sería reconocer que quienes compusieron el fondo musical que acompañaba la construcción de la utopía han dejado de creer en ella. Por eso no van a publicar en la web de ninguna institución oficial una diatriba agresiva y amenazante contra la franqueza del entrevistado. Tampoco le dejarán saber en el consulado de Madrid que ya no es bien recibido en su propia patria, ni lo acusarán de estar hablando con palabras del “Amo del Norte”. Ninguna de esas estrategias estigmatizadoras será desplegada contra Pablo, pero en los conciliábulos ministeriales y en los cerrados círculos del poder no le perdonarán haberse comportado como un hombre libre.

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16 de marzo de 2010
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José Martí y el terremoto

Hacia 1886, José Martí publicó en el periódico La Nación de la Argentina "El terremoto de Charleston", un texto que ayudaría a definir el ethos modernista y consolidar a la crónica como el género que, en palabras de Susana Rotker, iniciaría "la renovación de la prosa en Hispanoamérica". Yo había leído la crónica de Martí hacía mucho; después de lo ocurrido en Chile, volví a Martí.

Martí, que vivía en Nueva York, no viajó a Charleston para reportar sobre el terremoto. Sin embargo, el texto está escrito como si hubiera estado ahí: "Se nota en todas las caras, a la súbita luz, que acaban de ver la muerte: la razón flota en jirones en torno a muchos rostros..." Hoy se busca una delimitación férrea entre la ficción y la no-ficción; la licencia de Martí muestra claramente que se trataba de otro momento, en el que, en la alianza entre periodismo y literatura que dio origen a la crónica, estaba claro que  el periodismo ocupaba un lugar subordinado en relación a la literatura.

Martí, como los otros modernistas, tenía una relación desencontrada con el progreso: criticaba a las élites latinoamericanas, que tenían el sueño de una modernidad parcial, de desarrollo material a imitación del modelo de la Ilustración europea, pero no de superación de prejuicios que venían de la Colonia: se desdeñaba a la "barbarie" alrededor, y se ansiaba una "civilización" en la era fundamental la inmigración de Europa. Quizás por eso, el terremoto podía ser visto por Martí como una gran posibilidad para cambiar las cosas y apostar por una modernidad propia y más completa.

Martí nos dice varias cosas sobre la catástrófe. Una de las más importantes es que nuestra modernidad es frágil, que el intento por conquistar a la naturaleza puede terminar en fracaso en apenas instantes: "Ocho millones de pesos rodaron en polvo en veinticinco segundos". No sólo eso: Martí, como lo vio el crítico puertorriqueño Julio Ramos, presenta al ferrocarril, ese gran símbolo del progreso decimonónico, como un ícono vencido: "hoy los ferrocarriles que llegan a sus puertas [de Charleston] se detienen a medio camino sobre sus rieles torcidos, partidos, hundidos, levantados".

Para Martí, hay un antes y un después del terremoto. El ser humano experimenta una sensación tan básica como el miedo -"se llevaban a cuestas a los ancianos paralizados por el horror"--, lo cual lo lleva a una búsqueda espiritual: "¡cincuenta mil criaturas a un tiempo adulando a un Dios con las lisonjas más locas del miedo!" Las relaciones humanas también cambian. En la sociedad sureña de Charleston, marcada por una cruenta guerra civil por los derechos de los negros, Martí cree ver que el terremoto es capaz de alterar el trato entre las razas: "los blancos arrogantes, cuando arreciaba el temor, unían su voz humildemente a los himnos improvisados de los negros frenéticos".

La catástrofe destruye todos los elementos de la modernidad triunfante, pero también permite que el hombre pueda reconectarse con su espiritualidad perdida en medio del avance de los ideales de la Ilustración, y con una nueva noción de polis, un nuevo interrelacionamiento social. Se podría decir que la igualdad entre blancos y negros será transitoria, una oportunidad perdida para esta sociedad; en todo caso, lo que importa es que el terremoto es capaz de poner al desnudo la verdad de las relaciones sociales y de dar una nueva oportunidad para la construcción de una comunidad más justa.

Para Martí, el terremoto es la forma que tiene la naturaleza de encontrar "el equilibrio de la creación". El hombre se levanta, dispuesto a la nueva batalla. El final es feliz: "Y ríen todavía en la plaza pública, a los dos lados de su madre alegre, los dos gemelos que en la hora misma de la desolación nacieron bajo una tienda azul".  

(La Tercera, 15 de marzo 2010)

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16 de marzo de 2010
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Mi vecino Miyazaki

Uno decide qué ve en la TV y qué no hasta que tiene (nuevos) hijos. Desde que Bruno empezó a expresar sus propios deseos con elocuencia que va más allá de las palabras, el televisor (y más que nunca ahora en Barcelona) se ha convertido en su propiedad casi exclusiva. Lo cual significa que todo el tiempo está encendido mostrando DVDs de shows como Yo Gabba Gabba! y episodios de los Backyardigans -ninguno de los cuales, por cierto, está nada mal.

El intento de ampliar su paladar nos llevó a ponerle películas de uno de mis cineastas favoritos de todos los tiempos: Hayao Mayazaki. Debo el descubrimiento de Mi vecino Totoro a mi amigo Marcelo Panozzo. (Una de las características del cine animado de Miyazaki es su perfecta representación de la -siempre compleja- psicología infantil. Ver sus películas supone ver no la idealización de un niño, sino un niño de personalidad tridimensional. Por eso Totoro me conquistó desde el vamos: no podía dejar de ver a mis propias hijas en las hermanitas Satsuki y Mei.) De entonces a esta parte mi familia y yo hemos visto todo lo que Miyazaki ha hecho, pero por supuesto, Bruno parecía demasiado verde para semejante goce: una cosa es ver un show episódico o un programa de veinticinco minutos y otra muy distinta es ver un largometraje.

Al principio se resistió, claro. Pero ahora nos reclama Totoro todos los días. Y lentamente está empezando a apreciar Ponyo en el acantilado, que todavía no habíamos visto y le compramos aquí. Más allá de la ya mencionada complejidad de sus personajes infantiles, Ponyo me recordó otra de las características del cine de Miyazaki: su sorprendente creatividad. A diferencia de las películas occidentales de hoy (y no me refiero tan sólo a las de animación, por cierto), las de Miyazaki se mueven con una libertad que lo tiene a uno siempre en vilo, porque nunca es posible predecir su destino. Imagino que el folklore y la mitología japoneses deben tener mucho que ver con su imaginario, pero tampoco olvido que Miyazaki es fan de artistas occidentales como, por ejemplo, Ursula K. Le Guin. Así que no cometeré el error de atribuirle este mérito tan sólo a la cultura que lo formó: estoy convencido de que Miyazaki es un original. Como espectador le agradezco el deleite estético, su posición ante la vida en esta Tierra y el juego siempre sorprendente de sus tramas, y como padre le agradezco que presente a mentes tan vírgenes el desafío de lo nunca antes visto, de lo que nunca antes pensado -en suma, de lo impredecible.

Cuando dicen que Miyazaki es el Disney japonés le hacen flaco favor. En todo caso está más cerca de ser el Fellini japonés.

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16 de marzo de 2010
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Presos políticos

 

Mientras nuestros representantes políticos balbucean sin decidirse a condenar de manera enérgica y efectiva al régimen de Castro -ya saben, aunque sea el otro Castro, siempre será el mismo, hermanados no tanto por la sangre como por la infamia- algunas plataformas ciudadanas empiezan a buscar que el mundo no siga mirando a Cuba con esa mezcla de incómoda perplejidad con que siempre la ha mirado. La isla caribeña es una herida abierta en la conciencia de todos y la indiferencia que la sociedad civil ha mostrado es el alimento de regímenes como el de los Castros. Ya sabemos que nuestros dirigentes políticos no moverán un dedo más que para rascarse incómodos la nariz y mirar a otro lado o sonreír gaseosamente como Lula Da Silva mientras uno de los Castros, a su vera, explicaba sin rubor ante las cámaras que Orlando Zapata era un delincuente común, tesis que suscribe con entusiasmo el actor Guillermo Toledo  para quien, al parecer, la activista saharaui Aminatu Haidar -a la que acompañó en su lucha- vale más que Zapata. Ya sabemos: los buenos son los que corresponden a mi perfil ideológico.

No es Toledo el único por supuesto, y aquí mismo, en España, hay innumerables intelectuales -vamos a llamarles así- que defienden a capa y espada un régimen cuyos despropósitos, atropellos y sevicias tienen al borde del colapso a todo un pueblo y en cambio a ellos, a sus defensores, los hacen exclamar horrorizados de que se trata de un complot contra "el pueblo cubano" (nunca dicen "contra el régimen") y que los presos políticos son infiltrados de la CIA. Recalcitrantes, frívolos, cómplices y estultos, suelen llamar fascistas a quienes levantan la voz contra el dictador clonado, exactamente como hacen los etarras cada vez que se refieren a quienes luchan contra ellos.

Por fortuna ahora tenemos redes sociales y la rapidez de Internet para que los ciudadanos nos organicemos  contra el régimen de Castro y contra todos los regímenes que han izado la bandera del terror en sus países. Nuestros representantes siguen demostrando que no tienen la dimensión moral suficiente para enfrentar de manera decisiva tales horrores. La historia los recordará con vergüenza. Que no nos ocurra a nosotros lo mismo. Desde el pasado 10 de marzo ha salido a la luz oficialmente la campaña a favor de la liberación de los presos políticos cubanos. Juzguen ustedes y piensen si es necesario firmar.

 

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16 de marzo de 2010
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El Boomeran(g)
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