Vicente Verdú
Con el tiempo y el desarrollo tecnológico llegado con él, el hogar se encuentra crecientemente poblado por aparatos de los que no conocemos el porqué de su funcionamiento, sus reacciones especiales, su autismo, su lógica interna y su sentido, a pesar de que nos sirvamos de ellos y convivamos a su lado con la mayor naturalidad.
Efectivamente, respecto a la ya numerosa colección de enseres apoyados en la electrónica es un lugar común que al menos un par de generaciones todavía habitantes del hogar no conocerán jamás su proceder ni la secuencia de sus postulados.
Pero, además, si antes la radio o el televisor se consideraban elementos de los que jamás obtendríamos una explicación completa, han venido paralelamente a sumarse de una manera más cercana o casera, los ya habituales recursos del congelado o el de calentamiento a través del ya omnipresente microondas.
Tanto una como otra aportación las debemos al progreso de la física aplicada pero ninguna de las dos ha perdido todavía, como le ocurrió al televisor y a la radio, la relación directa con su invención y, en consecuencia, la resignación a no comprenderlos.
La física o el físico se hallan muy próximos en la cocina, a un paso del congelador y el microondas pero ni aún así damos hemos llegado a desentrañar su funcionamiento.
Puede aceptarse con toda razón que el prodigio de escuchar y ver una imagen producida a kilómetros de distancia constituya un avance muy superior, asombroso e incluso espantoso que el hecho proporcionado por un congelador, por ejemplo, pero en tanto el televisor no ha podido prescindir todavía de un sinfín de resortes internos, su complejidad nos libra de pretender hacerlos comprensibles.
Lo que sucede con el congelador, sin embargo, es de una naturaleza muy distinta, una naturaleza demasiado cercana y no ya tanto al dominio de los laboratorios tecnológicos y sus prodigios.
La congelación de los alimentos no es otra cosa que un asunto consistente en inculcarles frío y el frío, como el calor, pertenece al orden de las categorías más primarias u originales. Resulta asombroso ver en la pantalla el rostro de una persona ubicada en otro continente pero justamente por la magnitud del fenómeno miles nos decidimos a aceptarlo sin requerir su porqué.
Pero ¿y el frío? ¿Puede consumirse un alimento mucho tiempo después sólo porque se congele, se compre bloqueado y se guarde bajo cero? Los precedentes de esta tarea que realiza tanto el cajón comercial de congelados como el nicho del frigorífico deben hallarse entre los esquimales y los hombres de Cromagnon pero en el siglo XX, en España y países similares de Occidente, era usual que la totalidad de los alimentos, como cualquier cuerpo o fragmento corporal de ser vivos, se descompusieran o se amustiaran hasta su pudrición.
El congelador vino a instalarse pues, en nuestras vidas, como un riguroso salvador de kilos de carne o aglomeraciones de guisantes que de una manera insólitamente "natural" ya no morían con el criminal paso del tiempo sino que el paso del tiempo quedaba detenido "congelado" como se dice de los fotogramas en cine.
El pollo, la lechuga o el filete, en vez de incrementar su presencia hedionda que era lo habitual de su vida, en toda nuestra vida, vinieron a convertirse en una nueva especie de vivos cadaverizados, con un tamaño más o menos igual a cuando vivían y que si ahora se sumían sordos, inodoros y pétreos en su un sueño mineral era para protegerse de la muerte.
El helor los preserva de una muerte conocida y les aplaza esa pestilencia hasta una fecha cómodamente aceptable. Fecha fija o fecha de caducidad que ya ha quedado asimilada a la general ampliación de la esperanza de vida aunque simbólicamente la sensación no coincide del todo con esa concepción global.
Efectivamente, los alimentos ganan capacidad para ser consumidos a lo largo de un nuevo plazo pero ¿quién puede decir que no los consumimos igualmente muertos, igualmente cadáveres e incluso con la extraña lacra de acumular más frío en su interior.
Todo guisado, toda carne, toda sopa o pescado que se sirviera frío o en llegara a enfriarse en el plato perdía casi todo crédito para el paladar. Lo que se hace ahora mediante la congelación no es, de ningún modo inmediato, dar a comer lo congelado de lo congelado, el grado infinito del frío pero, sin duda, cada uno de los víveres ha debido pasar por el gélido túnel de la muerte bajo cero para emerger delante de nosotros. ¿Cómo degustar pues serenamente, despreocupadamente, esta especie de muertos revividos? ¿Cómo apartar de la imaginación el trance en el que han dejado la muerte natural detrás?
Toda el rechazo o incluso la aversión que durante años se ha dirigido a los alimentos congelados radicó en esta inoportuna experiencia de vida y muerte, criogenización y descriogenización a la plácida hora de comer. Con fundada razón se pensaba que toda la oferta alimentaria que hubiera atravesado las honduras del congelador no podría regresar a la vida con los mismos caracteres luminosos de antes, previos a esa tortura termal.
La congelación de los alimentos, además, no sólo retrasa la acción de las enzimas -sea lo que quiera que sean- que a una determinada velocidad destrozan la comida, sino que emprende una maniobra tan sagaz como cruel contra un innumerable enjambre de microorganismos al acecho.
Porque la congelación, el extremo incremento del frío convierte la gran proporción agua que contienen todos los alimentos de este mundo en materia cristalizada. En principio, el efecto del frío viene a ser su helor pero lo particular del congelado es la cristalización del agua que impide servir de medio esencial para los microorganismos que la necesitan para vivir y devorar. Con el paquete cristalizado los microorganismos no pueden penetrar, ni nutrirse por tanto de las esencias de la carne, el pescado o la verdura; quedan en consecuencia fuera de esa fortaleza de hielo y probablemente mueran o se congelen a su vez en espera de una descongelación general. Sea como sea los congelados que fueron hace unos años recibidos como pobres subproductos del ser principal han ido perdiendo mala fama porque a través de unos u otros métodos refrigerantes no sólo han llegado a ofrecer el color primigenio sino que, gradualmente, el sabor y el olor.
En definitiva, su consumo ha crecido hasta ser actualmente la normalidad de una mayoría en la alimentación. El producto fresco, sin congelar, es por el contrario la apreciada excepción. ¿Porque sepa mejor, porque tenga mejor vista? Los especialistas repiten que la diferencia no es fácil de establecer pero, sin duda, los alimentos frescos se prefieren porque no pasan por el túnel de la muerte para conservar la vida. Poseen la vida y la mantienen sin necesidad de prolongación como tristemente se ha de hacer en institutos y clínicas de vida para rejuvenecernos y devolvernos el color o incluso el hermoso aroma de aquel sudor.