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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Los hombres intermitentes

‘Los hombres intermitentes', de Francisco Javier Irazoki, un autor nacido en 1954 en Lesaka, Navarra, que desconocía, llegó a mis manos hace un par de meses, aunque fue publicado por Hiperión hace más de dos años. Es mi recomendación final de esta semana en la que concluye la Feria del Libro de Madrid.
Pero quiero hacerle caso a Abelardo Martínez, que el lunes, en su amable comentario a mi glosa del libro de Julio Trujillo ‘Bipolar' decía que a la buena poesía le sobran las explicaciones. ‘Los hombres intermitentes' es la obra última de un poeta que ya tenía una amplia obra anterior publicada (a cuya búsqueda me voy a dedicar ahora) y, nos dice la contraportada del volumen de Hiperión, "reside en París, donde cursa estudios musicales".
Me gustan muchas cosas de esta colección de prosas poéticas de Irazoki, pero el ámbito soñado (o ensoñado) de varias de sus piezas me atrae especialmente, por razones que no han de sorprender a quienes sigan este blog. Al lector que se interese por ‘Los hombres intermitentes' le señalo, como poemas especialmente marcantes del libro los titulados ‘Lección de pájaros', ‘Riada', ‘Una pesadilla llamada luz' y ‘Si sonreías en el Sur, te cacheaban', Hijos ahumados', Muerte roñosa', estos tres últimos, ejemplos de una escritura política alejada de todo ‘slogan' y por ello mismo, y también por su potencia lírica, más reveladoramente comprometida.
Me seduce (por lo que me inquieta) el arranque del poema titulado ‘La luna no es una medicina para nadie':
"DIJERON que la muerte venía a nuestra casa, y nos dispusimos a recibirla. Obedecí una orden tácita al matar arañas y romper sus telas, preparamos una habitación limpia y luminosa, y ahí estaba esa señora. Nos saludamos con cortesía de la que cayó un polvillo hipócrita".
Entre la semana pasada y ayer han muerto, a muy diferentes edades, la vecina que vivía en el piso inmediatamente inferior al mío y la del inmediatamente superior.
Reproduzco a continuación, sin las explicaciones sobrantes, el ‘Autorretrato' con el que se inicia el libro:
"LO MEJOR DE MI CARA es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas. A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches en que caza demasiado, y las mujeres me consolaron al oír su graznido lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo sostenerle la mirada."

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12 de junio de 2009
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El mal francés

Las posibles acepciones (la enfermedad venérea vergonzosa, el chico malo francés o afrancesado, el mal uso de la lengua francesa) del título de este libro de Lluís Maria Todó que acaba de publicar Egales se corresponden con los diversos planos de una obra que no es novela (aunque sí relato novelesco), que no es un diario de juventud (aunque lo incluye a modo de contrapunto), que no es una saga de formación (aunque seguimos las peripecias del narrador desde la juventud a la madurez), y que ni siquiera es la traducción fiel del libro en catalán con el que Todó ganó el Premio Josep Pla 2006, y que en su día publicó en la lengua original la editorial Destino; al verterlo ahora él mismo al castellano, su autor ha podado, ha añadido, ha borrado algún nombre y ha reescrito ciertas páginas, con una autoridad que nadie le podrá discutir y que en ningún caso desvirtúa la naturaleza de ‘El mal francés'.

    He leído todas las novelas de Todó desde que le descubrí a mitad de la década pasada gracias a sus dos títulos editados por Anagrama, ‘Placeres ficticios' y ‘El juego del mentiroso': una literatura galante y pícara de un gran refinamiento burlón, que se podría achacar a su buen francés y al buen influjo de la mejor literatura libertina del siglo XVIII parisino, que Todó trasponía sin el menor desajuste ni anacronismo a la Barcelona contemporánea. Seguí después leyéndole, en catalán o al ser traducido, siempre con gran placer, hasta llegar a este último, que me parece su libro hasta la fecha más redondo y ambicioso.

   Todó tiene una lengua suelta, y muchos de los mejores pasajes de ‘El mal francés' están relacionados con ella, o con ellas. La lengua catalana, en la que escribe, y la lengua de la sexualidad, que, como todo escritor sabe, es la más ardua de articular. En las páginas 351-354 de la edición castellana, el autor se pregunta por la cuestión de la identidad, y sus reflexiones, ligando su homosexualidad y su catalanidad no nacionalista, son de una agudeza y una valentía nada frecuentes. Le cito: "ser gay no es ni más ni menos importante que ser catalán, o protestante, o violinista, y el hecho es que ahora mismo hay gente que se está matando por sus identidades nacionales, religiosas o deportivas, pero hasta ahora, que yo sepa, ningún gay ha matado a ningún hetero por el hecho de serlo".

    En los capítulos más estrictamente autobiográficos del libro, tal vez los de mayor empuje, Todó, que cuenta sin veladuras su propia experiencia de temprano marido y padre heterosexual, no pierde nunca la distancia del narrador. Ni el humor. Sentencia, por un lado, con toda justicia, el más insidioso e inicuo éxito de la homofobia, "el hecho de que haya podido infiltrarse hasta la consciencia de los propios gays, que hemos tenido que hacer un gran esfuerzo de adaptación para no encontrar ridículos, entre otros, a los gays afeminados" (página 210). Y hace a continuación una divertida, pero nada veleidosa, alusión a Jean Genet, "el responsable de la más conseguida estilización lingüística de la ‘pluma', de la lengua de las locas parisinas" (página 212), añadiendo unas consideraciones de lo difícil que él ve, como autor, conseguir un "dialecto loca" en catalán que no suene impostado. Todó no sufre ese problema. Escribe en un excelente catalán, y sus libros son sinceros pero no costumbristas, son atrevidos sin el menor asomo de vulgaridad, y cuando nos divierten, que es a menudo, nunca nos hacen sentir vergüenza de nuestra risa.

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10 de junio de 2009
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Bipolar

Mi celebración de la Feria del libro de Madrid, en su última semana, es la recomendación de tres libros, con una pequeña glosa en cada uno.

      ‘Bipolar' es el título del estupendo libro reciente del poeta mexicano Julio Trujillo, que en los últimos tres años ha vivido en España, desempeñando el puesto de  director editorial de la revista literaria ‘Letras Libres'. Publicado por Pre-Textos, ‘Bipolar' arranca con unas insolentes, y para mí desconocidas, palabras de Vincent Van Gogh: "Pienso aceptar abiertamente mi oficio de loco, así como Degas tomó la forma de un notario". El carácter bipolar de los versos de Trujillo va por el lado de la locura más que por el del acta notarial; la locura de la mirada visionaria, que se trasluce ya en uno de sus primeros poemas, ‘El capitán de meseros', y cristaliza en el que le sigue en el libro, ‘El mundo de ayer', donde el poeta nos introduce sin disculpas ni preparativos en "un mundo de muslos y de trenes y de / discos de larga duración / y lados B, / un mundo para fémures y tibias, / para la oreja y no para el oído, / para la mano y no para el delirio / del pulso digital."

   Pero el poeta vidente ha viajado, y varias de sus cartas de viaje son españolas. ‘Almudena Seguros' (que cierra el libro) es algo más que una firma comercial o un paisaje urbano, y la virgen de espaldas de un innombrado pueblo con castillo produce efectos cómicos que, digo yo, entroncan con la picaresca. La cocina española se descubre ante este viajero con ganas de probarlo todo, aunque apiadado del lechón que han partido de un golpe certero del plato de loza. Menos modoso se muestra el ego devorador de Trujillo ante otro de los grandes topos de nuestra cultura, el jamón; queda claro que le apetece, siendo para él "simplemente el testimonio / de los colgajos infinitos, / escurriendo / desde antes del seboso Siglo de Oro.)"

   Todo libro de poemas permite al lector el juego de la elección caprichosa, un reflejo cordial de esa misma veleidad compositiva, a veces momentánea, que es el poema. Mi poema fulgurante de ‘Bipolar' se llama ‘El polizón', y es el más memorable de un libro que tiene lo que en inglés se llama ‘staying power'. Leí por primera vez ‘Bipolar' hace cinco meses, y permanecen conmigo aún estos siguientes versos sobre los propios límites del decir, el callar, el tomar partido y el eludir.

 

                                               El polizón

 

Esta cosa que escribo no es poesía,

pero después,

probablemente,

cuando yo esté dormido o ebrio,

de espaldas a lo escrito,

el blanco que separa estas palabras,

lo no dicho,

lo apenas sospechado,

el polizón

que viaja en esta nave improvisada,

asome la nariz,

reciba el aire y tenga

alguna cosa que decir

o no.

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8 de junio de 2009
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Paterno filial (Sueño relatado 7)

No tengo ya padres ni he tenido hijos, pero a menudo sueño con ellos, los muertos y los que nunca nacieron.]

Unos niños muy pequeños andaban por el mundo, por parejas, siendo probados por la gente, por padres deseosos de tener hijos. Yo mismo me interesaba en la operación, que no parecía humanitaria sino espontánea: una iniciativa de los propios niños. Así que acudía al lugar señalado, un circo o una clínica, no se distinguía en el sueño, y lo que veía eran dos formas negras gruesas, embutidas en tambores o pañales de piel dura; dos bultos enormes de los que sobresalían las cabecitas -no exactamente infantiles, ni casi humanas- de los pequeños. Me quedaba con uno de ellos, sin necesidad de pasar por los trámites de la adopción. Y decía en el sueño, aunque creo que no en voz alta (pues no sufro de sonambulismo, ni nadie me ha dicho que hable dormido): "Mi hijo". Esa voz interior, mía, me despertaba.

Un día después he soñado lo siguiente. Papá se encontraba muy enfermo, hospitalizado en una espaciosa habitación individual. Estábamos a la espera de un desenlace fatal, y de hecho una vez que entrábamos en el cuarto sus tres hijos y le veíamos volcado sobre las sábanas, yo creía que acababa de morir. Pero mamá, también presente en la habitación, sabía que no; sólo estaba desvanecido. Papá no se parecía a papá: el enfermo era un hombre exageradamente musculoso y con el pelo muy largo, una versión anciana de Mickey Rourke en ‘El luchador'. En otra de las esperas hospitalarias, alguien le decía a mamá que papá se había hecho caca encima, pero al entrar ella y yo en el cuarto, con algún personal sanitario, la estancia olía muy bien, y papá, ahora sin tantos músculos en su cuerpo decrépito, estaba limpio y despejado, casi jovial en su gravedad.

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5 de junio de 2009
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Urania

La prostitución es una pesadilla universal, y el sueño de una minoría ha sido eliminarla de nuestro deseo. Entre sus perseguidores más recalcitrantes están algunos alcaldes, algunos policías y la iglesia católica, que la practica desde tiempo inmemorial en sus colegios, orfanatos y seminarios, con la peculiaridad de que los sacerdotes usuarios no pagan estipendio a los niños y niñas a quienes prostituyen a la fuerza. También hay gente de buena fe, como Dickens, sobre el que acaba de aparecer en Inglaterra un excelente ensayo, ‘Charles Dickens and the House of Fallen Women', en el que su autora, Jenny Hartley, investiga exhaustivamente, con nuevos aportes documentales, una faceta ya conocida de la vida del gran novelista inglés, su labor como regenerador de las "mujeres descarriadas" (en inglés, "caídas").

     Financiado por una dama filantrópica y millonaria, Angela Burdett-Coutts, más tarde Baronesa Burdett-Coutts, Dickens fundó a mitad de los años 1840, en el barrio londinense de Shepherd´s Bush, un refugio para ‘mujeres caídas', al que puso el curioso nombre de ‘Urania Cottage', ajeno él naturalmente en ese momento de ingenuidad victoriana al significado que la palabra ‘cottage' adquiriría en el siglo XX en el vocabulario ‘gay' masculino, un significado entre urinario y ‘uraniano', término elegante, este último, adoptado por algunos eruditos de la materia para referirse a las tendencias homosexuales. La Urania ‘dickensiana' no era más que la musa de la astronomía, una mujer engendrada sin madre.

     Dickens y su rica patrocinadora querían, por supuesto, redimir a esas prostitutas, ante el escepticismo de otro gran personaje que siguió la operación, el ya entonces anciano Duque de Wellington (novio clandestino de la mucho más joven Angela Burdett-Coutts), para quien esas mujeres de la calle eran "incorregibles". Dickens no pensaba lo mismo, y se entregó con un celo asombroso (pues mientras tanto no dejaba de producir regular y casi industrialmente sus estupendas novelas) a las tareas propias del Cottage, en el que él mismo se ocupaba de los más pequeños detalles; por ejemplo la decoración, un tanto edificante, de las paredes, y la vestimenta que las allí recogidas debían llevar, no ostentosa pero tampoco excesivamente triste, para que "no pareciésemos todos cuáqueros".

    Y es que el escritor pasaba muchas horas en la casa, aunque, todo hay que decirlo, de una forma un tanto interesada. Mientras observaba el comportamiento de las ex-prostitutas y les daba consejos morales, las escuchaba. Es más, las persuadía  -a veces obligándolas- a contarle sus vidas descoyuntadas, los abusos sufridos en sus familias o a manos de unos desalmados, los intentos de suicidio en algún momento de desesperación, sacando Dickens de esas largas confesiones un valioso material para sus novelas. Una vez hecho ese relato, las jóvenes no podían volver a contar a nadie sus experiencias, ni siquiera a sus demás compañeras de refugio ni al personal que allí las atendía, seleccionado también a dedo por el autor de ‘Tiempos difíciles'. Pero en ningún caso se ejercía sobre ellas violencia carcelaria ni prácticas usuales en los reformatorios de la época, tales como el pelado al rape y los castigos corporales.

    El objetivo final de la iniciativa era que, una vez reformadas y ‘limpias' de su condición venal, las muchachas emprendieran, al cabo de un año de internamiento, una nueva vida lejos del Urania Cottage. Muy lejos, pues se las enviaba, con el trayecto en barco pagado asimismo por la generosa baronesa, a alguna colonia británica donde pudieran rehacer sus vidas, casarse tal vez, y olvidar el pasado. Pero aquí tropezó Dickens con dificultades inesperadas. Varias de las internas, que se habían sometido a los madrugones profilácticos, al uniforme de dril, al estricto régimen de puntualidad y templanza impuesto en el establecimiento, no aceptaron irse al nuevo mundo y, en varios casos, volvieron por voluntad propia a ejercer su oficio en las calles. De una de las más irredentas, Anna Maria Sesina, Dickens, contrariado, dijo que "sería capaz de corromper a un convento de monjas en quince días".

    Hay muchas prostitutas en las calles de Madrid, no pocas cerca de donde yo vivo o a menudo paso caminando. Las chicas (y los chicos que se postulan en la Puerta del Sol, o los transexuales de ciertos parques y zonas residenciales) no parecen sentirse humilladas ni ofendidas, aunque eso, lógicamente, resulta imposible de detectar; han de atraer al cliente, y malamente lo harían poniendo cara de pena o angustia. Los prostíbulos-prisión, las redes de trata de blancas (y negras), el personaje odioso del mercader de cuerpos; ésas son las figuras a perseguir y erradicar, poniendo las bases para que quienes quieran salir de esa red lo hagan libremente. A otras, practicantes decididas del viejo oficio de dar placer por dinero, que las dejen en paz, sin normativas exageradas ni destierros.

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3 de junio de 2009
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Larra y los duendes

Larra fundó muy joven, un mes antes de cumplir los diecinueve, una empresa unipersonal que le fue muy bien hasta que él mismo, a la edad de veintisiete años, le puso fin a golpe de pistola (por dolor de España, por mal de amores, por el mal del siglo o quizá por todos esos males juntos). Al comienzo, la empresa era autónoma y autosuficiente, produciendo su único trabajador cinco entregas, todas bajo el título de ‘El Duende Satírico del Día'. Satírico y polémico, ese primer duende adolescente ya tenía sin embargo claras sus metas empresariales, universalmente comercializadas casi dos siglos después bajo el nombre de auto-ficción.

    Larra es el primer fabricante del yo al por mayor en la literatura española. Tenía precedentes, desde luego, pero todos de importación: Montaigne, el primer hombre que se sabe moderno y lo explica, Addison, Leopardi. Al contrario que ellos, Larra introduce en su empresa unos avances inéditos, y en especial la creación de personas literarias desdobladas de su creador que hoy conocemos gracias a Pessoa y a ciertos ‘dons' ingleses que se cambian de nombre para practicar el ‘thriller'. Al ‘Duende' le sucedió ‘El Pobrecito Hablador', y a éste ‘Fígaro' y ‘Andrés Niporesas', ya los dos últimos al servicio de grandes conglomerados periodísticos, que le pagaron contratos astronómicos. Pero conviene señalar que lo de Larra no eran seudónimos (al modo de los utilizados por tantos periodistas de la época, y más tarde por Azorín, el mayor ‘larrista' que ha habido) sino heterónimos ‘avant la lettre': a cada una de sus encarnaciones les daba distinta voz y función, haciéndolas alguna vez pelear entre sí.

     A Larra se le ha admirado siempre por la rabia fustigadora de sus artículos, suavizada en algunos casos por el fondo de un costumbrismo decimonónico. Su lejano descendiente Jesús Miranda de Larra, que ha publicado con motivo del centenario una biografía documental de Mariano José, cita una carta de 1835 en la que el futuro suicida les reconoce a sus padres haber "pasado rabiando una tercera parte lo menos de la vida". Cernuda, que le homenajeó en 1937 al cumplirse cien años del pistoletazo fatal, arranca el poema diciendo que "Aún se queja su alma vagamente".

    No tan vagamente. Larra inventó el periodismo del yo, y las desdichas y veleidades de la subjetividad se cuelan en todo lo que escribe, incluyendo sus estupendas críticas teatrales. En uno de sus artículos en tanto que ‘Pobrecito Hablador', el titulado ‘El hombre pone y Dios dispone', el escritor dictamina "lo que ha de ser el periodista", dando la siguiente definición: "ha de estar en continua atalaya como el ciervo, y dispuesto como la sanguijuela a recibir el tijeretazo del mismo al que salva la vida". Ese modo de definir la noble e ingrata función del periodismo, entre lo obsceno y lo penitencial, lo lleva Larra al paroxismo en una de sus piezas célebres, ‘La nochebuena de 1836'. Hastiado de la navidad, ‘Figaro' dialoga en su cuarto con un criado imaginario que representa, locuaz por el alcohol, a la Verdad. "Hay un acusador dentro de ti", le reprocha el impertinente. El artículo, escrito siete semanas antes de matarse, acaba con una de las confrontaciones esquizofrénicas que hacen -también- de Larra una figura contemporánea; el sirviente está ebrio de vino, su señor, de deseos y de impotencias. "Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo".  

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1 de junio de 2009
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La angustia que vuestro doctor no comprende

Para cerrar estas dos semanas de despedida de Artaud, habitante aún unos días más (hasta el 7 de junio) de La Casa Encendida, elijo su poesía, que es lo primero que de él conocí. Conservo, entre los 29 volúmenes de sus obras completas en francés que empecé a leer a mis dieciocho años, el libro publicado en 1976 por Visor con el título de ‘El pesa-nervios', en el que su traductor, el poeta hispano-argentino Marcos-Ricardo Barnatán, incluía las tres piezas básicas del Artaud poeta, la citada, junto a ‘El ombligo de los limbos' y el ‘Fragmento de un diario del infierno'. Son textos fundacionales del ‘espiritu' artaudiano, escritos entre 1924 y 1926, época en la que el escritor, muy ligado entonces al Surrealismo, sufre sus primeras dolencias nerviosas y es tratado por ellas. Los médicos aparecen ya entonces como figuras de salvación, de confidencia, de odio, en los versos y prosas poéticas de esos libros, unas veces para ser denostados y otras en arrogante solicitud de socorro. "Doctor", escribe Artaud en una especie de carta-poema de ‘El ombligo de los limbos', "espero que sabrá darme la cantidad de líquidos sutiles, de agentes especiosos, de morfina mental, capaces de elevar mi abatimiento, de equilibrar lo que cae, de reunir lo que está separado, de recomponer lo que está destruido". Y se despide así, lacónicamente: "Mi pensamiento le saluda". (La cita, como las que siguen, es de la traducción de Barnatán)

     Sin embargo, en ese mismo libro, hay otra carta dirigida al Señor Legislador de la Ley de Estupefacientes que es una diatriba a la institución médica y farmacéutica, una voz de protesta a partir de "La Angustia que vuestro doctor no comprende". El paciente Artaud se queja en ella de que los "cretinos en medicina, farmacéuticos cochinos, jueces fraudulentos, doctores, comadronas, inspectores-doctorales", ponen en manos irresponsables "el derecho a disponer de mi angustia, que es tan aguda como las agujas de todas las brújulas del infierno".

   La angustia de Artaud es la obra de Artaud. "Donde los otros proponen obras yo no pretendo más que mostrar mi espíritu [...] No concibo una obra separada de la vida [...] Ni concibo al espíritu separado de sí mismo. Cada una de mis obras, cada uno de los proyectos de mí mismo, cada una de las heladas floraciones de mi alma fluye babosamente en mí".

   "La vida", proclama Artaud como lema o deaafío, "es quemar preguntas". Las suyas siguen ardiendo en nosotros.

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28 de mayo de 2009
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Artaud y la fecalidad

Reproduzco a continuación, en la traducción de Mauro Armiño, y con autorización de La Casa Encendida, el fragmento central de la emisión radiofónica "Para acabar con el juicio de Dios", que fue grabada entre el 22 y el 29 de noviembre de 1947 por encargo de la Radiodifusión Francesa, organismo que finalmente prohibiría su emisión. "La búsqueda de la fecalidad" está interpretado por el actor y director de escena Roger Blin, con intervención digamos coral (unos rugidos) del propio autor. Hay pocos textos tan reveladores en la obra de Artaud, y ninguno expresa, creo, con tanta virulencia y clarividencia la noción antipapal y anticristiana comentada ya en este blog el pasado día 18 de mayo.

                            _________

 

La búsqueda de la fecalidad

 

Allí donde huele a mierda

huele a ser.

El hombre muy bien habría podido no   cagar,

no abrir el bolsillo anal,

pero eligió cagar

como habría escogido vivir

en lugar de consentir vivir muerto.

 

Pues para no hacer caca

habría tenido que consentir

no ser,

pero no pudo decidirse a perder

            el ser,

es decir, a morir viviendo.

 

Hay en el ser

algo particularmente tentador para el hombre,

y ese algo es precisamente

            la caca.

       (Aquí rugidos.)

 

Para existir basta con dejarse ir a ser,

pero para vivir

hay que ser alguien,

para ser alguien

hay que tener un hueso,

no tener miedo a mostrar el hueso,

y perder la carne al pasar.

 

El hombre siempre ha preferido la carne

a la tierra de los huesos.

No había más que tierra y bosques de huesos,

y tuvo que ganarse su carne,

no había más que hierro y fuego

y no mierda,

y el hombre tuvo miedo a perder la mierda

o más bien deseó la mierda

y, para eso, sacrificó la sangre.

 

Para tener la mierda,

es decir la carne,

allí donde no había más que sangre

y chatarra de osamentas

y donde no tenía que ganar ser

pero donde no tenía que perder más que la vida.

 

            o reche modo

            to edire

            di za

            tau dari

            do padera coco

 

El hombre se retiró y huyó.

 

Entonces lo devoraron los animales.

 

No fue una violación,

él se prestó a la obscena comida.

 

Le encontró gusto,

aprendió por sí mismo

a hacer el bestia

y a comer rata

delicadamente.

 

¿Y de dónde viene esa abyección de suciedad?

 

¿De que el mundo sigue sin estar constituido,

o de que el hombre sólo tiene una pequeña idea del mundo

y quiere conservarla eternamente?

 

Viene de que el hombre,

un buen día,

detuvo

            la idea del mundo.

 

Dos rutas se ofrecían a él:

la del infinito fuera,

la de lo ínfimo dentro.

 

Escogió lo ínfimo dentro.

Allí donde basta con exprimir

la rata,

la lengua,

el ano

o el glande.

 

Y dios, dios mismo aceleró el movimiento.

 

¿Dios es un ser?

Si lo es, es la mierda.

Si no lo es,

no es.

Y no es,

pero como el vacío que avanza con todas sus formas

cuya representación más perfecta

es la marca de un incalculable grupo de ladillas.

 

«Está usted loco, señor Artaud, ¿y la misa?»

 

Reniego del bautismo y de la misa.

No hay acto humano

que, en el plano erótico interno,

sea más pernicioso que el descenso

del sedicente Jesucristo

a los altares.

 

No me creerán

y desde aquí veo al público encogiéndose de hombros

pero el tal cristo no es más que

quien frente a la ladilla dios

ha consentido vivir sin cuerpo,

mientras un ejército de hombres

descendido de una cruz,

en la que dios creía haberlo clavado hace mucho tiempo

se ha rebelado,

y, cubierto de hierro,

de sangre,

de fuego, y de osamentas,

avanza, denostando a lo Invisible

para acabar ahí con el juicio de dios.

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25 de mayo de 2009
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El mal soñador

Consultado en 1925 para una encuesta de la revista ‘Le Disque vert' sobre los sueños y el psicoanálisis, Artaud dio la siguiente respuesta:

"Mis sueños son ante todo un licor, una especie de agua de náusea en la que me tiro y que arrastra micas ensangrentadas. Ni en la vida de mis sueños, ni en la vida de mi vida, llego a la altura de ciertas imágenes, ni me instalo en mi continuidad. Todos mis sueños carecen de salida, de fortificación, de mapa de la ciudad. Un verdadero olor húmedo a miembros cortados.

Estoy, por otro lado, demasiado informado sobre mi pensamiento como para que nada de lo que en él trascurre me interese: no pido más que una cosa, que se me encierre definitivamente en mi pensamiento.

Y en cuanto a la apariencia física de mis sueños, ya lo he dicho: un licor".

[Traduzco el texto, con el título que le puso Artaud, sin añadidos ni comentarios: mis licores oníricos son menos intoxicantes que los suyos, pero soy un bebedor constante.]

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20 de mayo de 2009
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El antipapa

Vuelvo a Artaud, en una despedida que durará dos semanas, las previas al cierre (el 7 de junio) de su fascinante exposición en La Casa Encendida de Madrid. Y la empiezo con el papa Pío XII, una de sus bestias negras. En 1925, el escritor ya publica en el número 3 de la revista de André Breton ‘La Révolution Surréaliste' una primera versión de su ‘Adresse au Pape" (‘Petición al Papa') en la que sus quejas y sus insidias van dirigidas al papado; el futuro Pío XII era sólo entonces un poco conocido cardenal.

     "En nombre de la Patria, en nombre de la Familia, tú empujas a la venta de almas, a la libre trituración de los cuerpos" [las traducciones son mías].

     Ese "tú" es un papa abstracto, pero en los últimos años de su vida Artaud lo encarnaría en el cardenal Pacelli, que había sido elegido papa en 1939 bajo el nombre de Pío XII. Una y otra vez, el escritor rescribe su petición o encomienda en el manicomio de Rodez, ampliándola y añadiéndole diatribas pero manteniéndose fiel a la idea con la que terminaba aquel primer ‘tratamiento' del texto de 1925: "El mundo es el abismo del alma, Papa torcido, Papa exterior al alma, déjanos nadar en nuestros cuerpos, deja nuestras almas en nuestras almas, no tenemos necesidad de tu cuchillo de claridades".

     En la versión digamos que definitiva del 1 de octubre de 1946 (la más extensa de todas las que se conservan), Artaud blasfema desde el arranque y personaliza sus injurias en Pío XII, aunque sin duda lo más interesante es el paralelo en el que se sitúa a sí mismo: el de un anti-cristo laico. Le recuerda al sumo pontífice con todo detalles su propia ‘pasión' y ‘calvario', en los que "he sido detenido, encarcelado, internado y envenenado desde septiembre de 1937 a mayo de 1946 exactamente por las razones por las que fui detenido, flagelado, crucificado y arrojado sobre un montón de estiércol en Jerusalén hace algo más de dos mil años". 

     "Soy yo (y no Jesucristo) el que fue crucificado en el Gólgota, y lo fui por haberme levantado contra dios y su cristo,

porque soy un hombre

y dios y su cristo no son más que ideas".

   La idea de esa religión sin cuerpo real representada por Pío XII sobrevivió naturalmente a Artaud; él murió en 1948, Pío XII diez años más tarde. Los papas siguen en Roma, y las ideas que propagan causando estragos con su mortífero "cuchillo de claridades".

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18 de mayo de 2009
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El Boomeran(g)
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