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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El hijo del guantero

En el mes de mayo de 1597, a la edad de treinta y tres años, William Shakespeare compró una casa en el centro de su pueblo, Stratford-upon-Avon. Se llamaba New Place y era una de las viviendas más grandes y vistosas de la localidad, marcando esa compra, al menos ante sus vecinos, un notable ascenso en la posición social del hijo de guantero John Shakespeare. New Place ya no existe, y en este caso no vamos a culpar a la especulación inmobiliaria; fue un propietario posterior de la mansión, el reverendo Francis Gastrell, quien la derribó en el último tercio del siglo XVIII, cansado de tener que salir a todas horas a la puerta para ahuyentar a los curiosos que querían ver el entorno en que vivió el genio y llevarse de recuerdo alguna hoja de la morera que, según el folklore, habría plantado el mismísimo Cisne del Avon.

     El episodio lo relata Peter Ackroyd en ‘Shakespeare. La biografía' (Edhasa) un libro bien escrito (y bien traducido), bien documentado y muy recomendable para los que deseen tener en un solo volumen (grueso como éste lo es, a la fuerza) todos los datos, todos los perfiles, incluso los borrosos, todas las incidencias y, como añadido muy de agradecer, un comentario de la mayoría de las obras de Shakespeare, que Ackroyd lleva a cabo con finura y un eficaz filtrado de la descomunal manufactura editorial que desde hace siglos se amontona sobre el dramaturgo, sin dejar ninguna tecla erudita por tocar. Doy un ejemplo: pocos días después de leer esta biografía, pasó por mis manos ‘Cooking with Shakespeare', un libro de dos aplicados gastrónomos y -por qué no decirlo- cocineros que, después de examinar el papel de la comida en la sociedad isabelina, dan las recetas de más de 180 platos que Shakespeare menciona o Shakespeare pudo comer, a unos precios (los autores se molestan en enumerarlos) que desafían cualquier imaginación, por inflacionista que sea.

     Ackroyd pertenece a una especie literaria que sólo crece, creo yo, en las Islas Británicas. Graduado en Cambridge, ‘fellow' de Yale, excelente periodista cultural (en The Spectator y en The Times), sólido escritor y hombre de amplia cultura (que llega, en la faceta de crítico, no sólo al cine sino a la televisión, que ya es llegar), ha cultivado sobre todo una que llamaríamos doble militancia en el terreno de la biografía. Gracias a esa duplicidad, y con la disciplina inglesa que uno espera de hombre tan educado, Ackroyd sabe ser fantasioso en las novelas sobre personas reales (leí con gran placer en su día ‘El último testamento de Oscar Wilde' y ‘Chattterton'), y concienzudo en la biografía pura, que inició con una muy justamente premiada sobre T.S. Eliot y ahora, después de pasar por Blake y Dickens, culmina con ésta del Bardo. Entre tantas vidas imaginadas y reales, también tuvo tiempo de biografiar espléndidamente su ciudad natal, Londres, en un libro que, sin embargo, disgustó por su meridiana objetividad a no pocos londinenses.

    Partiendo de una amplia base bibliográfica secundaria que comprende los títulos capitales sobre Shakespeare (desde los canónicos de Chambers y Schoenbaum a los más recientes y estimulantes de Gary Taylor y Stephen Greenblatt), Ackroyd desarrolla una línea narrativa en la que la profusión documental no le recorta el poder de vivificación, limitado, como debe ser, en torno al protagonista de la biografía, escurridizo, opaco, ambiguo y -en su prematuro silencio literario- sometido a las conjeturas. El debatido catolicismo de su familia, su afición a la caza y sus tempranos estudios de pronunciación, su etapa como maestro, su llegada a la capital del reino, son reflejados cuidadosamente, destacando Ackroyd en el retrato de trasfondos, lugares y conjuntos sociales: la campiña inglesa, el Londres tabernario y prostibulario, las compañías de actores, las prácticas escénicas, la morfología de los teatros donde el joven Will hace carrera; hay también en el libro semblanzas muy bien pintadas de algunos de los mayores histriones de la época, como el cómico Kempe o el ‘todoterreno' dramático Richard Burbage, el primer Lear, Otelo y Hamlet, en esta última actuando al lado del propio autor, que habría encarnado el personaje del fantasmal padre del príncipe. Pero tampoco desdeña la leyenda, que acompaña a Shakespeare como a todos los seres amados esquivos. Ackroyd recoge y cuenta con gracia la que atribuye el arranque de su carrera teatral al trabajo de palafrenero ‘free lance' (aparcador de monturas, diríamos hoy para ser mejor entendidos), en el que el aún entonces muchacho habría despertado curiosidad por el modo en que sujetaba las bridas de los caballos de ciertos caballeros que pronto pasaron a ser sus mecenas.

     Ackroyd plasma después los progresos de Shakespeare, tanto artísticos como de gestión, en las compañías de los Lord Chamberlain´s Men y, a la muerte de la reina y el acceso al trono del más favorable Jacobo, los King´s Men; sus amistades masculinas, algunas posiblemente amorosas; sus esporádicos retornos a Stratford, donde vivía la esposa Anne con los hijos; y, cuando el substrato vital no da para más, lo suple con comentarios de los principales textos. Son especialmente originales el del ‘descentrado' Hamlet (capítulo 71) y el que, en el capítulo 46, analiza la peculiaridad ‘shakesperiana' de comenzar ‘in media res', como si los actores ya llevasen un rato representando y el público fuera invitado a sumarse a una historia en desarrollo.

    La muerte está descrita con viveza, dentro de la incertidumbre: ¿sífilis, "perlesía del escribiente" (que afectaba a los que pasan mucho tiempo escribiendo), fiebre tifoidea? El más grande autor de todos los tiempos murió a los 52 años, legó a su mujer su "segunda mejor cama", y, pese a su éxito en vida, fue, hasta que pasó casi un siglo, menospreciado. Quizá, después de todo, tenía razón Emerson al decir que "Shakespeare es el único biógrafo de Shakespeare".

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20 de julio de 2009
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La comedia en tiempos de Berlusconi

Pese a la modestia de su lanzamiento (31 copias en exhibición nacional), ‘Vacaciones de Ferragosto' (‘Pranzo di ferragosto'), escrita, dirigida e interpretada por Gianni di Gregorio, está siendo el ‘sleeper' de la temporada. Muy corta de metraje (75 minutos), de presupuesto y de inspiración, pues se centra prácticamente en un solo decorado y en una sola situación, la acogida temporal (pero tal vez no) de varias ancianas, madres de amigos, en la casa de un hijo maduro y soltero que vive con su vetusta y mandona progenitora, ‘Vacaciones de Ferragosto' gusta tanto al público (en Italia fue un auténtico ‘hit') por malas y buenas razones, lo cual quiere decir que se trata de un trabajo complaciente pero muy bien hecho, dentro de un género que todos agradecemos y en gran parte añoramos, la comedia. Y nada menos que la comedia italiana.

   Claro que la Italia de hoy no es aquel país donde, aún en el vértigo de sus gobiernos de corta duración, sus cristianos políticos trapaceros y su papado mangoneante, se produjo, emanada del neorrealismo, un tipo de comedia social de tintes negros, agridulce y crítica, que tuvo en Pietro Germi, Dino Risi, Luigi Comencini, Mario Monicelli, Ettore Scola o el propio Fellini de la primera época magníficos directores y, delante de sus cámaras, a actores cómicos de la talla de Vittorio Gassman, Alberto Sordi, Totó, Ugo Tognazzi, Vittorio de Sica o Nino Manfredi, citando unos pocos. Una comedia fílmica pre-berlusconiana, por así decirlo, y diciéndolo en un doble sentido figurado; anterior al país de rampante vulgaridad retrógrada que es hoy aquella república demediada, y anterior al imperio contaminante de ‘Tele Cinque', creado y moldeado a su figura por el mismo jefe de estado aún en ejercicio. Como era de esperar, incluso en esta época de decadencia italiana, el berlusconismo estético y moral ha tenido sus detractores burlescos en el cine, pero así como la izquierda política no ha sabido encontrar las vueltas electorales al para-fascismo del régimen de Il Cavaliere, tampoco los cineastas de talento, con Nanni Moretti a la cabeza (su ‘Il caimano' es una película fallida), han dado con el antídoto cómico que en la época dorada del género supusieron películas como ‘El oro de Nápoles' (de Sica), ‘Vida difícil' o ‘La escapada' (Risi), ‘Todos a casa' (Comencini) y ‘Divorcio a la italiana' (Germi).

     Así que hay que contentarse viendo con sonrisa plácida ‘Vacaciones de Ferragosto', esta breve ‘sit-com' cinematográfica que bien podría ser el capítulo de una tele-serie de calidad ‘standard', con buenos actores y diálogos y una moderada malicia costumbrista en el desarrollo de la reducida trama. El empequeñecimiento respecto a los títulos de la histórica comedia italiana no es sólo de medios, de metraje y de intención. Las ancianas glotonas, desvariadas y a la postre simpáticas escogidas de fuera de la profesión por el director de ‘Vacaciones de Ferragosto' no tienen el carisma ni la gracia de  -por citar a una vieja genial de entonces- Tina Pica, pero, aunque es un actor austero y eficaz en el registro cómico, tampoco, ¡ay!, Gianni di Gregorio aspira al rango de un gran ‘mattatore' del género sinvergüenza como lo fueron Gassman o Manfredi, ni llena el perfil del acomplejado ‘uomo ridícolo' que supieron crear magistralmente Sordi o Tognazzi. Quizá, pensándolo bien, ningún actor ni guionista actual tenga la capacidad de emular en lo grotesco a ese histrión llamado Silvio Berlusconi.

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17 de julio de 2009
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La casa de Annie

Un día pasé casi diez horas en casa de Annie Leibovitz, pero ella seguramente no lo sabe. Fue un día muy preciso, que recuerdo bien: el 17 de enero del año 2005. Tres semanas antes había muerto en Nueva York su amante y compañera de tantas aventuras Susan Sontag, y el hijo de ésta, David Rieff, en un delicado gesto de homenaje a su madre, culturalmente muy afrancesada, dispuso, superando numerosas dificultades y costes, que Sontag fuese enterrada en París, y además en el cementerio de Montparnasse, donde, entre otras figuras admiradas por ella, yacen Baudelaire y Samuel Beckett. Traté de cerca, de manera intermitente pero sostenida a lo largo de más de treinta años, a la escritora, a quien acompañé, con el propio David y otros amigos y ‘groupies', a Oviedo cuando fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias. Después nos volvimos a encontrar en Barcelona, pasado algo más de una semana, para sostener, ante el entonces redactor-jefe de la revista literaria Letras Libres Jordi Doce (que se ocupó de organizarlo y editarlo), un diálogo sobre literatura y cine. No llegamos a las manos, pero los desacuerdos, sobre todo sobre ciertos cineastas norteamericanos -que ella menospreciaba sistemáticamente- y europeos del Este -a mi modo de ver absurdamente sobrevalorados- rozaron la invectiva (suavizada elegantemente por Doce en la trascripción que se publicó), todo ello en un espíritu de camaradería polémica en el que, la por otro lado generosa Sontag, se movía a sus anchas. Al morir, su hijo me mandó, como a otros amigos, un recuerdo (o ‘keepsake') de su madre, y me invitó a asistir al acto fúnebre en París, en un mediodía plomizo y gélido.

     Allí estaban, en un total de no más de 50 personas, ex-amantes de la autora de ‘Contra la interpretación', escritores como Rushdie y McEwan, su editor en Alfaguara Juan Cruz, su traductor al español y  -junto a su propia esposa, la editora Valerie Miles- amigo Aurelio Major, y otros que, como Bob Wilson, habían trabajado con ella. Tras la escueta pero emocionante ceremonia, con una pequeña pieza de Debussy y textos de varios autores seleccionados por Rieff y dichos por Isabelle Huppert (en francés) y Fiona Shaw (en inglés), Annie Leibovitz, que siguió el entierro, como todos los demás asistentes, de pie y bajo un cielo que prometía lluvia, abría su casa cercana al Sena, en la zona de Saint-Michel, para la tradicional fiesta funeral de los anglosajones.

     La fotógrafa era la anfitriona discreta y en muchos momentos retirada, pero había dispuesto los cuatro pisos de su impresionante mansión parisina como un itinerario en imágenes de la vida de su íntima compañera; fotos de la Sontag adolescente, hermosa e indómita, de la intelectual con un atuendo levemente existencialista que conocimos en las solapas de sus libros sus lectores de los años 60 y 70, de la viajera y activista política, y de la mujer que, reiteradamente golpeada por la enfermedad, fue perdiendo sus ‘good looks' pero no su atractivo ni su acusada personalidad. Leibovitz, que tanto la fotografió en sus años de relación de pareja, tuvo además la elegancia de elegir preferentemente para aquella ocasión fotos que otros artistas (algunos de renombre) le habían sacado a Susan. De las tres hijas que la fotógrafa, cumplidos ya los 50, ha ido teniendo, sólo la mayor, entonces una niña de poco más de tres años, andaba subiendo y bajando las escaleras de la casa, con un signo de vitalidad traviesa ajeno a la desdicha de los allí reunidos.

   En la estupenda (y muy concurrida; a ciertas horas se forman colas en la acera) exposición de la obra fotográfica de Annie Leibovitz que ahora se presenta en las salas de la Comunidad de Madrid (en Alcalá 31) están sus tres niñas en diversas fases de crecimiento, su madre, su padre y su hermano (en una descarada foto con los torsos desnudos), y está Susan Sontag, la viva y la muerta. Aunque no está colgado en las paredes todo el proceso registrado con su cámara de la agonía terrible y muerte de la escritora, consumida y desfigurada por los tratamientos que se empeñó en seguir hasta el final, sí se distingue su cuerpo apenas amortajado y momificado. Vemos así la base doméstica que tanta enjundia le da al mundo de Leibovitz, y su enorme talento para el retrato, el único género, a mi juicio, en el que se puede comparar a los grandes (aunque hay un misterioso paisaje nocturno, animado por la presencia de Bob Wilson con una gran bombilla en la mano, que es extraordinario, de lo mejor de la muestra). Algunos fotos expuestas son célebres, claro: Demi Moore desvestida y embarazada, Brad Pitt lánguido y atractivo, Leonardo di Caprio con el echarpe de un ganso vivo en su cuello, y quizá el más memorable, Robert de Niro sentado con un gabán en un espacio que parece el teatro de su memoria teatral vaciado para la pose. Y como ha de ser, Leibovitz es igual de veraz, de impecable, de implacable, cuando retrata a chicos guapos, a ‘fashion victims', a ‘drag queens', a generales del ejército y hasta  a indeseables: su foto de Bush Jr. arropado por su funesto equipo presidencial podría ser la instantánea de un tiempo felizmente perdido.

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13 de julio de 2009
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El cine gratuito

Estoy pensando comprarme un coche, yo que no tengo carné de conducir. Lo haría, en primer lugar, por avaricia: esos 2000 euros del Plan 2000E que nos regalan a partes desiguales los fabricantes (1000 euros por barba), el gobierno central (500 euros) y las comunidades menos irredentas (otros 500).  Pero también pesa, a la hora de albergar en mi cabeza esa idea descabellada, el deseo de servir a la patria en un momento de carencia social, ya que, como es sabido, la iniciativa trata de estimular al menos durante un año la producción y venta de automóviles, que, nos dicen las estadísticas, suponen "315.000 empleos directos e inducidos" (este último adjetivo no lo acabo de entender, y lo que entiendo de él me resulta sospechoso).

     Ya que hablamos de sospecha, hablemos de los sospechosos más habituales. Hablemos del cine español, ese muñeco con pies de barro al que tanto gusta hacer el pim pam pum, en los medios impresos y radiofónicos de la caverna y (a veces) también, ay, en éste mismo periódico. ¿Cuántos empleos directos genera el cine español? (en los inducidos prefiero no meterme, por si me pierdo). Las cifras son inferiores a las del automóvil y a las del sector textil, otro mundo laboral en crisis que, leo con estupor, también pide una operación de salvamento. Si no lo he entendido mal, tanto las grandes firmas de confección y venta de ropa (Inditex, Cortefiel, Mango, etc.) como los fabricantes más modestos están siendo víctimas de una caída de ventas portentosa, que sólo en los pasados marzo y abril osciló entre el 20 y el 30%. ¿Y qué piden estos? Pues unas urgentes medidas para dar liquidez al sector mientras dure la tormenta financiera. Tormenta, sea dicho de paso, que también afecta, y son las últimas noticias, a la venta de motocicletas, con lo que la ayuda estatal al coche debería con toda justicia extenderse a ese artículo de primera necesidad que es la moto.

    Las cifras y las crisis del cine español. Aunque el blanco principal del fuego enemigo sean las ‘vedettes', los directores y los actores que, además de chupar el plano y las subvenciones, son encima muy quejicas y de un progresismo izquierdista vociferante y sectario, no estaría de más recordar que el cine también tiene su, por así decirlo, personal manufacturero: los ayudantes de cámara, los eléctricos, los sonidistas, los maquilladores y peluqueros, los actores de reparto, los músicos, los guionistas, los técnicos de laboratorio y post-producción, el personal de taquilla y sala, en un largo etcétera que alcanza una cifra en torno a los 60.000 trabajadores; la cifra, consultados la FAPAE (federación de productores), la TACE (sindicato de técnicos de cine) y otros organismos pertinentes es aproximada, por lo bajo, y muy volátil, precisamente porque muchos han de salir periódicamente del cine para hacer (con suerte) televisión, teatro, anuncios o simples chapuzas. Todos ellos, hombres y mujeres del vapuleado sector fílmico, también cargados de una familia a la que tienen la pretensión diaria de dar de comer, exactamente igual que los montadores de las plantas de Opel y los patronistas de Zara.

     Ahora bien, podrán decir los enemigos del cine español, la locomoción es un bien de utilidad general, como lo es el vestirse, y al ayudar a estas industrias en estado agónico el gobierno (al frente de todos nosotros, que subvencionaremos con nuestros forzosos impuestos los 1000 euros de la subvención al coche) está haciendo país. El cine no es un utensilio público ni nos protege del frío, al menos no de un modo físico; las metáforas están fuera de lugar mientras dure la crisis. Y está además ese escaso 13.3% de cuota de pantalla de las producciones nacionales; una miseria, en efecto. Viéndolo estrictamente desde tal punto de vista, los acusadores de la ‘sopa boba' en la que pretendería vivir nuestra gente del cine tienen una sesgada parte de razón (ya que no entraremos ahora, por economía narrativa, en el asunto de las descargas ilegales y demás formas de piratería que tan duramente golpean a la industria cinematográfica).

      Pero el deporte de meterse con el cine español es tan fácil, tan socorrido, que no sólo lo practican los hinchas del graderío ‘ultra', sino también personas inteligentes y olímpicas como Juan Marsé, quien, en los días en que era justamente galardonado con el Premio Cervantes, hizo unas curiosas declaraciones contra los guionistas españoles. La autoridad literaria de Marsé es indiscutible, y muy respetable su aversión a las adaptaciones fílmicas de varias de sus novelas, punto en el que yo, como mero espectador de esas películas, discrepo al menos en tres casos. Pero hay algo más. Marsé fue guionista de cine, breve episodio de su vida no evocado en esa ocasión y tal vez poco conocido. En 1964, cuando ya había publicado sus dos primeras novelas, el futuro autor de ‘Últimas tardes con Teresa' colaboró junto a su gran amigo Juan García Hortelano y otros en el guión de un horroroso melodrama playero situado en Torremolinos y titulado ‘Donde tú estés'. Nadie en su sano juicio juzgaría hoy a Marsé por aquella co-autoría sin duda hecha por motivos de subsistencia en tiempos de necesidad, evocados con mucha gracia por el estupendo novelista Hortelano en un libro de conversaciones con Augusto M. Torres, ‘Cineastas insólitos'. Penuria, oportunismo momentáneo, "guiones realmente tremendos", necesaria "prostitución" (las palabras entrecomilladas son de García Hortelano, que llegó a hacer tres). Los guionistas y otros asalariados actuales del denostado cine español firman a menudo títulos tan deplorables como aquellos agraciados con el nombre de Hortelano y Marsé, por razones lamentablemente parecidas y  -esto conviene subrayarlo- en proporciones similares a las que se dan en la novela española contemporánea, donde ni muchísimo menos todos los libros publicados tienen la calidad de, por ejemplo, los de Marsé.

    Hay otro punto que generalmente se ignora y los escritores, los dramaturgos, los compositores y cantantes, los escenógrafos y directores de escena conocen bien. Que yo sepa, entre las ayudas oficiales al cine aún no se ha llegado a ofrecer al espectador la posibilidad de costearle la tercera parte de la entrada que compra en taquilla, como ahora se hace con el automóvil y otros bienes de consumo que bien pueden juzgarse (es mi opinión de usuario exclusivo de transportes públicos) de lujo. Ni las películas españolas ni el cine de autor mundial gozan de una entrada a precio reducido, es decir, subvencionado respecto al del mercado comercial, en las salas cinematográficas. Algo que es, sin embargo, una práctica extendida desde hace décadas en el teatro institucional, cuya producción  -como la de la ópera, las exposiciones de arte y una parte no desdeñable de la edición de poesía, ensayo y narrativa-  sale directamente de las arcas municipales, autonómicas y estatales. No hace falta decir que, al igual que las películas españolas, hay obras de teatro, conciertos, exposiciones maravillosas y libros de mérito que no llegan ni siquiera al 13.3% de asistencia o lectura en nuestro país. Pero nadie se queja de esto. Al cine, por el contrario, se le exige no sólo altura estética sino éxito en taquilla, dos finalidades sin duda deseables para quienes realizan ese trabajo. El cine, para una parte importante de la población y los medios, tendría que ser un mecanismo industrial de sólido funcionamiento y auto-suficiencia financiera. Como lo fue antes, en efecto. Antes de que los tiempos y los hábitos cambiaran y el estado protector se dedicase a financiar las cazadoras de punto y los fines de semana en la parcela.  

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9 de julio de 2009
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La vida privada de María

Juan Benet decía de ella que tenía un nombre ferroviario, por sus iniciales: M.V.Z. Nos conocimos todos en Madrid a mitad de los años 1970, aunque María Vela Zanetti era entonces la más joven de un grupo de ‘literati' usuarios nocturnos del pub Dickens, al que iba, decía, de mera oyente. Escuchaba bien, en efecto, pero no paraba de hablar cada vez que se hacía una pausa o en los momentos tiernos. Mucho más instruida (y no sólo en los libros) de lo que era entonces usual entre las chicas de veinte años, María Vela también tenía otra virtud muy apreciada en el grupo: humor. Y todo el mundo se hacía cruces de su belleza, que sigue ahí, mantenida sin quemazón por el fuego del tiempo.

     Aunque su padre era de Burgos y ella misma emitía a veces unas señales castellano-leonesas muy contundentes bajo su aspecto de ondina de los fiordos, las siglas figuradas de su nombre y sus apellidos no parecían referirse ni a Madrid ni a Valencia ni a Zaragoza, los nudos ferroviarios que Benet tenía en mente, con su acendrado fanatismo por la Renfe. María parecía entonces, y eso se fue acrecentando, una viajera de los grandes expresos que circulan desde Mónaco (Mónaco di Baviera, por supuesto) a Venecia, pasando, aunque no sé si esto lo permite la red, por Zagreb.

    Guardo unas fotos suyas, unas cartas breves, unos recuerdos imborrables y unos libros de poesía sucinta, gracias a Dios no adscrita a la llamada poesía del Silencio, ese recuelo del peor (si es que lo hay) Valéry y del peor Jabès. María sorprendió a sus fieles (y a algún infiel como yo) publicando en 1987 los estupendos versos de ‘José', un libro en el que había un poema llamado ‘Retrato de Otelo' que empezaba así: "No entiende de colores tu hermosura". A ‘José' le siguieron, ahora me entero, diez más; yo sólo tengo seis. También leíamos todos, asombrados de que un suplemento como ‘El País de las Tentaciones' las publicara, sus crónicas de moda, verdaderos camafeos corrosivamente esmaltados de alta cultura, gracia coruscante y sólido conocimiento de la materia tratada. Eran demasiado buenas para ese contexto, y un buen día desaparecieron, para dejar más espacio al ‘manga' y al ‘indie'.

    Nada me había preparado, sin embargo, para el libro que M. V. Z. acaba de publicar en la selecta editorial Trama o  -dicho como los editores lo dicen en la portada, bajo un manto de conspiradores levemente disimulados- Trama editorial. El libro se titula ‘Maneras de no hacer nada' y consta de 158 páginas y de una de las prosas de más llamativa calidad que yo haya leído en mucho tiempo, si bien la presentación que se da de la autora en la contraportada, tal vez obra suya, dice que "María Vela Zanetti es una perfecta desconocida en el mundo literario, y tal como ella espera, lo seguirá siendo tras la publicación de estas páginas. Su más persistente deseo es permanecer a la sombra de su luminosa vida privada, monótona pero llena de satisfacciones".

    Dietario, miscelánea de cuentos y viñetas y memorias, centón de listas de amores y odios al modo de Perec o Charles Dantzig, las mejores piezas de este libro trepidante y sereno, utilitario (hay recetas de una cocina que parece comestible) y disolvente, son obras maestras del género epiceno, el género que únicamente se vende -cuando se vende- en establecimientos recónditos, y cuya manufactura desafía las leyes de la demanda y el espacio exterior. Es difícil destacar un texto sobre otro, pero yo destaco dos. En ‘Los padres pueden saltárselo', que se abre con una cita juguetonamente ‘shakesperiana', María Vela glosa unas palabras de Strindberg que ya me habría gustado conocer a mí de niño, y de adultos a todos los miembros del clan de los Panero: "la familia es un restaurante que siempre pasa factura". Y la prefiguración de su propia muerte, en ‘Maquíllate o muere', pasa con envidiable soltura de lo grotesco a lo sublime. "¡Por fin seré vela en un entierro!".

    Tendrían que pedirle a María Vela Zanetti los lectores, y ojalá seamos muchos, que deje de querer tanto a sus perros y a su vida privada en el campo, y se produzca menos intermitentemente, más ciudadanamente, en la plaza pública de la literatura.

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6 de julio de 2009
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Contra el flamenco

No alcanzo a ser tan demoledoramente mordaz como Forges, que en uno de sus más memorables viñetas humorísticas representaba los últimos momentos de un condenado a muerte del siguiente modo: el hombre era acompañado hasta el patíbulo por el sacerdote, el médico y el alcaide de la prisión, pero lo que veíamos esperándole no era la horca ni el garrote vil ni la silla eléctrica, sino el estrado de un ‘tablao' flamenco en el que la función del verdugo la iban a desempeñar un cantaor y una ‘bailaora' ataviados, él con pantalón ceñido, chaleco y sombrero cordobés, y ella en un apogeo de peinetas y faralaes. Tampoco a mí me gusta lo más mínimo el flamenco ni la copla andaluza, aun sabiendo que a muchos grandes artistas de este país, de García Lorca a Vázquez Montalbán, por citar sólo dos ejemplos indiscutibles, les ha inspirado y fascinado.

    Esta impermeabilidad mía a esas músicas tan españolas me impide, sin duda, disfrutar de cantos y bailes que para otros, incluidos buenos amigos míos, constituyen obras de arte emocionante. Los defensores del flamenco, por lo demás, disponen asimismo de argumentos de peso; él último tiene que ver con María Pagés, una revolucionaria de lo suyo, a quien dos recalcitrantes me arrastraron a ver en sus recientes actuaciones del Teatro Español. Interesantísimo, en efecto, su vuelco del baile tradicional. Incapacitado total, yo, para apreciar en ella algo substancioso. Sólo cuando se interpreta la copla -por decirlo así- desacoplada, entro en el juego: por ejemplo, en los discos de Martirio y en una estupenda versión de ‘La bien pagá' que hizo Javier Alvarez.

    Y sin embargo -ya que estamos en un texto escrito a tumba abierta- confieso que me seduce mucho la zarzuela, gusto que irrita y desconcierta a aquellos de mis íntimos que son flamenquistas o flamencólogos (pues ambas especies se dan). Mientras que los atuendos pintureros o ‘macarras' que se prodigan en el flamenco y la copla los veo infaliblemente grotescos (o cuando menos ‘berlanguianos'; ¿hay que recordar la parodia de ‘Bienvenido Mr. Marshall'?), el mundo ‘demodé' y levemente ‘kitsch' de la zarzuela, sea ésta rústica, marina o eslava, lo encuentro delicioso (último ejemplo: el revival de la ‘Katiuska' de Sorozábal presentado unos pocos días en Madrid con motivo de las fiestas de San Isidro).

    La diferencia está, creo yo, en la españolada. La zarzuela pertenece a un espíritu supranacional, puesto que es una forma de la opereta similar a la que se dio en Francia, en Gran Bretaña, en Alemania y Austria, por los mismos tiempos, a menudo, como en nuestro país, con gran altura musical. Mientras que  -así lo veo yo, al menos-  el flamenco y sus derivados remiten siempre a una esencia andaluza machacona y de repertorio francamente limitado.

   Naturalmente, hay otra Andalucía, reñida con las batas de cola y el clavel reventón. Una Andalucía que yo admiro profundamente y ha dado, fuera de estereotipos, nombres de una trascendencia artística universal. En la pintura (con Velázquez, Murillo, Picasso o Gordillo). En la poesía (con Góngora, Bécquer, Juan Ramón, Aleixandre y Cernuda, por no hablar de Federico otra vez). En la música (Manuel de Falla y los dos ‘franciscos guerreros', el renacentista y el contemporáneo). En esos y otros campos creativos (la arquitectura, el cine, el teatro), Andalucía ha sido uno de los principales nutrientes del mejor arte español. Y sin castañuelas. 

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1 de julio de 2009
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¿Hay vida después de James?

La novela no existiría sin Cervantes, ni habría dado el salto de sentido desde el personaje a la voz sin Proust. Pero hay un tercer nombre constitucional, el de Henry James. Otros lectores, y otros escritores, se basan más en Balzac y Dickens, en Kafka y Faulkner, en Joyce y Musil, en Flaubert y Nabokov, incluso en Tolstoi o Dostoyevski. Ninguno de estos genios es superfluo, naturalmente, aunque, para mí, el edificio del relato moderno lo sostiene, por calidad de diseño y riqueza de materiales, James. No existe que yo sepa otro novelista en la historia del género que simultanee su amplitud de campo, su pincelada verbal, su poder de fábula, su sabiduría social abierta y solapada con el interior de la conciencia, su aliento en la animación de los caracteres, que no pocas veces sopla desde el más allá.

James no nos deja en paz. Es un maestro severo y recurrente, que desde que yo tengo uso de razón ha pasado por todos los estadios de la teodicea literaria: la adoración, la indiferencia sectaria, la incredulidad, el cielo de los pocos, el limbo de la mayoría. Su religión podrá parecer remota o demasiado exigente, pero nunca se ha dejado de practicar. Yo, que no creo en los dioses, le auguro una vida eterna.

De ahí el entusiasmo que sentí cuando dos jóvenes y estupendos escritores, Andrés Barba y Javier Montes, tuvieron la brillante idea de hacer un libro ‘After James' y la amabilidad de ofrecerme ser uno de los siete autores de esta postrimería que la editorial 451 acogió desde el principio y ahora ha editado con gran empaque. Como ellos mismos explican en el prólogo, se trataba no de enmendar la plana al maestro ni terminar ninguna obra inacabada por él; era más bien tomar -con la modestia y la ‘hubris' debidas a la ocasión-  el relevo de una carrera que James nunca llegó a emprender pero para la cual, como migas de un banquete suspendido por la desgana o la muerte, dejó en el camino pequeños signos o guías. En las justas palabras de Barba y Montes, "quien escribió excelentes cuentos de fantasmas dejó también en sus cuadernos muchos fantasmas de cuentos". Juan Villoro, Margo Glantz, Soledad Puértolas, Colm Tóibín y yo mismo, junto a los compiladores y ocasionales traductores (de las propias notas de James y del cuento de Tóibín), lo hemos llevado a cabo, y no seré yo quien reseñe aquí un libro que, al margen de mi propia fantasmagoría ‘jamesiana', he leído con un intenso placer.

Ninguno de los siete ha hecho, creo yo, de albacea ni de ‘pasticheur', tareas imposibles sin incurrir en delito o en astracanada. En mi caso, y después de haber pasado dos años y medio absorbido por Henry James a través de la lectura ordenada de sus cuentos completos (en la edición canónica en doce volúmenes al cuidado de Leon Edel), quisiera creer que alguna exhalación, aunque fuese mínima, de sus fantasmas ha llegado a ‘Los otros labios', un cuento largo que situé  -como narrador extranjero que vivió allí nueve años y allí sigue volviendo regularmente- en un Londres de hoy, del mismo modo en que el autor anglo-americano localizaba tantas de sus historias en París, Roma o a bordo de una nave trasatlántica. También he incluido en la trama, puesto que hablamos de aparecidos y de resucitados, el rostro impreciso de Shakespeare en un cuadro sobre el que disputan los eruditos y ante el que se enamoran Josephine y Colston, los protagonistas de ‘Los otros labios'.

Acabo estas líneas en clave de intendencia editorial y propaganda del dios. Los doce volúmenes citados de los cuentos de James ocupan cerca de 5000 páginas, de las que yo creo, a ojo de buen cubero, que se han traducido al español o siguen vigentes a lo sumo un 20 por ciento. Las obras maestras poco o nada conocidas son muy numerosas en ese conjunto. ¿Nadie quiere seguir difundiendo, en este caso con su propia voz, la estela del mejor novelista de todos los tiempos?



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26 de junio de 2009
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Un Edipo complejo

Las Naves del Matadero, dependientes del Teatro Español, es el espacio escénico más hermoso de la capital, y asocio a su superficie algunos de los momentos memorables de mi identidad de espectador: el ‘Happy Days' de Beckett en el montaje de Deborah Warner interpretado por la extraordinaria Fiona Shaw (que vi en un día personalmente muy inolvidable), y, el verano pasado, un ‘Troilo y Crésida' de Shakespeare montado con sencillez deslumbrante por Declan Donnellan. Pero no todo lo que me gusta en las Naves del Español está en inglés. Ahora mismo se interpreta en castellano (el castellano ni más ni menos que de Eduardo Mendoza) una obra griega que fue antes de llegar aquí vertida al francés por un chileno, Daniel Loayza, y pese a ese aparente galimatías, yo diría que es el mejor espectáculo teatral de la temporada que a punto está de acabar. Me refiero a ‘Edipo, una trilogía', y  si usted no la ha visto y tiene acceso a ella (en Madrid hasta el 28 de junio, y después en el Grec de Barcelona) no debería perdérsela.

    Este Edipo que recorta de modo drástico pero inteligente la tres obras de Sófocles 'Edipo rey', ‘Edipo en Colono' y ‘Antígona', está dirigido por Georges Lavaudant, y es un modelo de montaje de una tragedia griega, sobre todo si lo comparo con el que en el mismo escenario vi hace casi un año de ‘Las troyanas' de Eurípides, horroroso espectáculo del casi siempre buen director Mario Gas, gritado, efectista, grandilocuente y mal dicho, aunque también en esa ocasión la versión castellana (del poeta Ramón Irigoyen) fuese excelente. El ‘Edipo' del Matadero elimina los coros sin por ello ‘tunear' a Sófocles, como se ha hecho en otros montajes recientes de grandes clásicos, y Lavaudant cuenta muy elocuentemente, sin eludir sus complejidades, la estremecedora historia que tiene que contar, huyendo de la mera ilustración (aunque sobren a mi entender un par de filminas proyectadas).

     Párrafo aparte merecen sus actores, en lo que para mí supone el elenco de más alta y homogénea calidad visto en los últimos tiempos. La mayoría de los nombres que lo forman tienen sobrado prestigio, pero también sabemos, los aficionados a este maravillosamente voluble arte de las tablas, que los grandes actores no en toda ocasión se muestran grandes. Aquí sí. Miguel Palenzuela (vestido, yo diría que deliberadamente por el director, de ‘pepona') conmueve con su Tiresias, del mismo modo que dan gran densidad Pedro Casablanc a Creonte, Fernando Sansegundo a Teseo (en la segunda parte convertido en un fantoche a lo Thomas Bernhard), Luis Hostalot a sus papeles y Rosa Novell a los suyos, que pasan con admirable versatilidad de la tragedia al vodevil. La obra, como es lógico, se sostiene en la figura doliente de Edipo, y Eusebio Poncela, que prácticamente no sale de escena en la primera hora y cuarto, compone magistralmente un rey a imagen y semejanza de los plebeyos que estamos viéndole, sentados en las gradas del Matadero: curiosos, ambiciosos, equivocados, cargados de culpa, inocentes. A su lado también hay magníficos intérpretes jóvenes, Noelia Benítez, Laia Marull (que destaca poderosamente como Antígona), y alguien que supone para mí una revelación, Críspulo Cabezas. Recordaba su nombre llamativo y su rostro de adolescente de ‘Barrio', la película de Fernando León, pero desde entonces aquel ‘macarrita' madrileño ha crecido y -pasando desde la tele y el hip-hop a la tragedia- se ha convertido en un imponente actor.

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22 de junio de 2009
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Noche política (Sueño relatado 8)

Afectado quizá por los sucesos de Irán, que sigo ansiosamente en los periódicos y las pantallas, noche de sueños políticos, con una primera parte colonial en la India. Yo era allí un colonizador británico en el momento en que estallaba una revolución armada; disparos y botes de humo contra la gente como yo. Angustioso retorno a Europa.

   Ya en el amanecer, mi cabeza se aligera de malos presagios y retrocede en el tiempo, menos angustiosamente. Yo asistía a un concurso o parada en el que antiguos presidentes de los Estados Unidos y famosos actores de Hollywood hacían la prueba de los zapatitos de Cenicienta. Pero ellos, en lugar de tener que meter sus pies en unos escarpines de seda, tenían que encajar su cuerpo en el asiento de un sidecar, y de un modelo en particular: la muy imponente motocicleta, con su sidecar adosado, en el que, siendo presidentes, se sabía que una noche habían ido de putas. Yo entendía que la prueba se hacía, en realidad, para determinar cuál de ellos había montado en el pequeño vehículo, hecho de tapadillo el viaje hasta el lupanar de la ciudad y practicado el sexo con la profesional, tal vez pagándolo con el dinero del estado. Caras que recuerdo de la prueba del sueño: Lyndon B. Johnson y Thomas Jefferson, éste vestido a la usanza del siglo XIX. Entre los actores que también hacían la prueba, Errol Flynn y otros con atuendo de espadachines y piratas.

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19 de junio de 2009
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El libro como ilusión

La lengua inglesa es tan económica que a veces llega a parecer tacaña. Uno de los casos más llamativos de este ahorro verbal se da en la palabra "book", que mucha gente piensa que significa "libro". Lo significa, sí, en una de sus acepciones, pero hay otras. "To book" es reservar, hacer una reserva de avión, de hotel, de entradas para el teatro o el cine, efectuadas por libre o en una ‘booking-office', y, en este mismo orden económico, el "bookmaking" está ligado a las apuestas, una afición muy extendida en las Islas Británicas. En las calles mayores de todas sus ciudades hay oficinas de "bookmakers", corredores de apuestas, y tal vez la práctica más sorprendente para los españoles sea la de apostar por los ganadores de un premio literario, y en particular por el más prestigioso y dotado de Gran Bretaña, el Booker Man, que ya en su nomenclatura casual (Booker es el nombre de la firma patrocinadora)  predispone tanto al libro como a la polisemia.

    Pensaba en estas cosas en una de mis visitas a la Feria del Libro de Madrid, que ayer se clausuró en el Retiro. ¿Se ha dicho todo sobre este acontecimiento anual? Probablemente se ha dicho y se ha escrito ya todo, pues los escritores, aquellos que descansan más de la cuenta en la firma de sus propios libros, cavilan en los intermedios y luego, al llegar a casa con la mano no excesivamente fatigada, le dan a la techa y confeccionan una columna periodística. Como ésta, por ejemplo. Se ha dicho ya, por tanto, infinidad de veces que las ferias y los días del libro celebrados por toda España entre la primavera y el verano son unas jornadas de venta directa del producto que los editores y los libreros legítimamente organizan y a las que se suman, con variables grados de entusiasmo, los firmantes virtuales, incluido el arriba firmante. Se ha contado el malhumor con los bolígrafos que cierto conocido dramaturgo y articulista muestra a veces en las casetas, de su habilidad para insultar a las señoras que aguardan su firma sin que las damas pierdan la sonrisa y la paciencia. Se ha contado, quizá él mismo lo ha hecho, la vez en que a Fernando Savater una chica le pidió en el Retiro no una dedicatoria sino un gesto, levantarse de la silla oculta del público por la montaña de libros, para verle de cuerpo entero, sin expresa intención de compra. Y se han contado las estratagemas de algunos novelistas, que ponían antes sus teléfonos debajo de la rúbrica y ponen hoy su dirección de correo electrónico, tal vez para estrechar vínculos meta-literarios fuera de los horarios comerciales.

    Si bien en los últimos años la feria de Madrid ha colocado en la avenida central del Paseo unas jaimas para albergar presentaciones, coloquios y mesas redondas, la naturaleza económica de las jornadas es evidente, aun cuando sus responsables tratan de mitigarla. Ya no se publican las listas de los más vendidos (con lo que tampoco se da la posibilidad de que un hipotético "bookmaker" madrileño las sometiera al juego de las apuestas), pero me llegan noticias de que vendedores avispados aceptan el otro tipo de "booking" en sus "books", apartando previamente a la firma de la autora best-seller o el novelista histórico un cierto número de ejemplares pre-pagados, asegurándose así el comprador la firma ‘in absentia' y eliminando el riesgo, no tan infrecuente como se cree, de que las casetas se queden sin existencias del libro de éxito.

    Nos gusta en España, y hablo aquí no como escritor sino como representante individual del género humano, poner a prueba a los artistas de la palabra, exigiéndoles que la frase que sigue al nombre del comprador sea ingeniosa o tierna o conmovedora, sin tener en cuenta que el género de la dedicatoria es más arduo que el de la buena novela o el buen poemario. Los ingleses, tan dados ellos a reservarlo todo con gran anticipación y apostar por los bienes culturales, respecto al libro son modestos, al conformarse con la firma de los autores, sin frase, aligerando de ese modo las aglomeraciones que pudieran darse dentro de la librería o delante de la caseta.

    Ahora que es frecuente el cruce de apuestas sobre el futuro de los libros impresos, yo me muestro tranquilo. El libro de papel tiene aura, tiene presencia, tiene olor, y tiene (y esto es crucial para algunos lectores que, como yo, divagan y elucubran en los márgenes de las obras amadas) sitio para escribir al lado. Me río yo, por eso, de los que hablan del incomparable ‘feedkack' del libro electrónico. ¿Hay acaso mayor interactividad que la del diálogo entre un objeto real, en su carne y hueso de papel, y una mujer o un hombre, un niño o una niña, que lo hojea, lo sopesa, lo besa, le dobla un ángulo o lo anota, convirtiéndolo así en el documento de un tiempo propio y un espacio de lectura físicamente memorable?

   Sin mencionar, claro, lo que en estos días de feria despertaba más ilusión. ¿Cómo se firma un ‘kindle'?

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15 de junio de 2009
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El Boomeran(g)
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