

Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en 2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva. Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe
Tengo ante los ojos mis ‘grafitti' del grupo Cántico. La cosa sucedió entre 1966 y 1969, tiempo, como se sabe, muy dado a las pintadas. Llevaba un curso en Madrid estudiando en la Complutense, y había descubierto la existencia de esos oscuros pero radiantes poetas cordobeses gracias a Pedro Gimferrer, amigo recién hecho y muy adelantado a su época, que era más o menos la mía; Vicente Aleixandre, a quien había empezado a visitar un año antes, aseveraba la importancia de la revista y sus hacedores, muy devotos por cierto, como yo lo era y lo he sido siempre, de la poesía ‘aleixandrina'. Así que me lancé a la calle, y no siendo difícil encontrar en las librerías del centro los pequeños pero elegantes volúmenes de las colecciones Adonais y Ágora, fui comprando ‘Antiguo muchacho' y ‘Óleo' de García Baena (‘Junio', y es para mí un tesoro, me lo regaló también por entonces Carlos Bousoño, pues lo había recibido por duplicado, y en los dos casos con la dedicatoria admirativa de Pablo), ‘Una voz cualquiera' de Juan Bernier, ‘El aire que no vuelve' y ‘Los silencios' de Julio Aumente, ‘Los días terrestres' de Vicente Núñez, todos pagados a doce o catorce pesetas; tuve asimismo ‘Corimbo' de Ricardo Molina, que se llevó de mi casa un poeta cleptómano y hube de reponerlo, primero con la excelente antología que preparó Mariano Roldán para Plaza & Janés y más tarde con los dos volúmenes de la obra completa ‘moliniana'. El indicio del gran impacto que esos libros de los años 50 produjeron en mí son las huellas dactilares y los subrayados a lápiz y a bolígrafo que dejé en tantas de sus páginas y de sus versos, en los que el catolicismo y la sensualidad homoerótica lograban maridarse, en un matrimonio que no parece que fuese blanco.
Pongo ejemplos. Leí antes que a Eliot el portentoso poema ‘Carta de una dama', en el que Núñez glosa y se reencarna en un verso del autor de ‘La tierra baldía'; las páginas 50 y 51 de mi ejemplar de Rialp son hoy un palimpsesto de interjecciones y superlativos. El ‘Poema de la gente importante' de Bernier, de su citado libro (1959), me pareció el modelo moderno y disoluto de hacer poesía social: "Cuando el periódico en grandes letras anunció que el Jefe del Estado venía, / eran gente importante. / Nos afeitábamos, nos lavábamos y usábamos de los trajes oscuros. / Lo mismo que en la misa que el obispo ofició. / Sí. Nos vestíamos con el más oscuro de nuestros trajes, / usábamos de la colonia y de los "Chester" y éramos gente importante. / Pero cuando queríamos vivir, nos desnudábamos e íbamos al río, / nos poníamos los pantalones rotos y la camisa vieja [...] Y cuando queríamos gozar, nos desnudábamos enteramente / y fundíamos nuestros besos, nuestra carne y nuestro sexo, / sin ser hombres importantes".
‘Bajo la dulce lámpara', como ‘Casida' ("Ay, no se puede ser desgraciado bajo las palmeras"), ‘Amantes' o ‘Junio' son sólo algunos de los títulos memorables de García Baena, uno de los grandes poetas del siglo XX; no quiero ni contar la cantidad de signos de entusiasmo inscritos a mano en mi ejemplar de ‘Óleo' bordeando el poema ‘Palacio del cinematógrafo', que después de cuarenta años de relectura aún no sé si es un hondo tratado sobre la espera amorosa, una historia abreviada del cine romántico o una incitación a llevar a cabo ante la gran pantalla actos más convulsivos que los preconizados por Breton y Vaché. Respecto a Molina, y por encima de la empatía onomástica, me deslumbró en ‘Corimbo' y en su anterior ‘Elegías de Sandua' (1948), que leí después, la máquina perfecta del verso y el don de no perder la gravedad en el desnudo, en la clandestinidad, en la risa (¿qué pensaría Juan Ramón de la broma criptogay sobre él en la Elegía XII?). Y este estupendo epitafio que se escribe a sí mismo en la XIII: "Y otros dirán tal vez: "Amaba sólo el cuerpo. / Era un materialista. / Sus Elegías son poco recomendables. / Muchas podrían tacharse incluso de inmorales."
El 21 de julio de 1967, poco después de haber contraído matrimonio civil con la joven actriz Anne Wiazemsky, Jean-Luc Godard le propuso el alcalde que les había casado registrar a la pareja de un modo distinto al habitual: en vez de que la mujer añadiera al suyo el apellido del marido, él quería perder el Godard y figurar en el registro como Jean-Luc Wiazemsky. No fue posible, pese a la larga discusión administrativa que siguió al casamiento y la probada facundia verbal del gran cineasta francés de origen suizo. Esa noche, celebrando modestamente el enlace en un bar de Saint-Germain-des-Près, Anne tuvo que oír de labios de una mujer despechada y bastante mayor que ella lo siguiente: "Los hombres que se te quieran tirar pensarán que se están tirando también a Godard. Nunca sabrás si te desean a ti o a él".
Ignoramos si el sortilegio de la amiga rencorosa se cumplió, pues lo que Anne Wiazemsky cuenta en ‘Un año ajetreado' (Anagrama, 2013, traducción de Javier Albiñana) es la fulgurante historia del romance entre sus dos protagonistas, promovido por la carta de admiración rendida que ella, con diecinueve años, le escribió en 1966 al director diecisiete mayor que ella, después de haber visto su película ‘Masculin-Féminin', y la respuesta de él, que fue avasalladora: se vieron, se comportaron al principio como novios modosos, pero Godard se enamoró locamente y no cejó hasta que la muchacha cedió y, venciendo las resistencias familiares, se fue a vivir a su lado en un piso comprado a tal efecto. El idilio no duró mucho.
Todo lo que toca Godard hace temblar al mundo. Cambió con ‘A bout de souffle' (aquí llamada ‘Al final de la escapada') el curso del cine contemporáneo, siguió trastocándolo y, más tarde, saboteándolo con geniales panfletos de distinta coloración política, y hay contados cineastas -yo pondría con él a Bergman y Pasolini- que hayan influido tanto en el lenguaje fílmico de la modernidad. En el amor, lo mismo. Wiazemsky sigue sin librarse del ‘fantasma', pasados casi cincuenta años de aquel episodio, y su musa icónica de los años 60, Anna Karina, todavía hoy no puede oír impávida el nombre de Jean-Luc; lo sé porque lo pronuncié, insospechadamente, coincidiendo con la maravillosa actriz en un jurado internacional de cine, y tuve que cambiar de conversación ‘ipso facto'. Sólo con eso le devolví la sonrisa.
Antes de este ‘Un año ajetreado', Wiazemsky, una autora apreciada en Francia, ha escrito once novelas y libros misceláneos, entre ellos uno sobre sus experiencias con otro cineasta extraordinario, Robert Bresson, que la descubrió en ‘Al azar, Baltasar' y la sometió a un tratamiento que podríamos llamar de ascetismo libidinoso. No se trata, a mi juicio, de una gran escritora, pero esta obra ahora traducida al español se lee con placer, sin ser necesario para el disfrute sentirse incondicional del autor de ‘Pierrot el loco'. Aparte de las intimidades ‘godardianas' que se recogen, hay interesantes retratos, alguno tal vez demasiado esquemático, de figuras del relieve de Truffaut, Jeanne Moreau, Maurice Béjart, Rivette, Sollers o Bertolucci. Y el libro ofrece escenas memorables, siendo para mi gusto la mejor la del encuentro de Godard, un nervioso pretendiente, con el abuelo de la novia, que no era sino el celebrado escritor católico y premio Nobel François Mauriac. Novelista y cineasta se cayeron muy bien, y ambos, por separado, le resumieron de igual modo a Anne la protocolaria entrevista: ser abuelo de Godard, dijo Mauriac, y nieto de Mauriac, dijo Godard, les aseguraría la fama eterna.
En el año 1515 llegó desde la India un rinoceronte a Lisboa, donde estaba viviendo un amigo de Albrecht Dürer, que le contó el acontecimiento por carta. Y tan bien se lo describió, que el artista alemán grabó ese mismo año ‘Rhinocerus’, su famosa xilografía de ese animal hasta entonces desconocido en el Occidente, retratado, dijo el propio Durero, “en toda su complexión”. Alguna vez he visto en zoológicos, no siendo aficionado a la caza ni al safari de grandes mamíferos, uno de estos paquidermos tan poco parecidos, al contrario que el orangután o el pingüino, a los seres humanos. El rinoceronte, como su pariente sin cuernos el hipopótamo, son animales de belleza antediluviana, representantes de una zoología más onírica que consuetudinaria. Lo raro es que todavía existan en este mundo tan expeditivo. Uno de sus encantos, exagerado de un modo pre-cubista por Durero, es su piel coriácea, casi una armadura compuesta de partes de distinto tamaño y textura; también se hace notar su andar parsimonioso. Por eso me acuerdo de ellos cada vez que Europa da un movimiento que nos afecta. Hemos creado en el laboratorio genético de la utopía una criatura prodigiosa de gran fantasía, pero el experimento ha fracasado, y seguramente ha llegado el momento de no prolongar más su existencia. El riesgo de que el animal inventado se revuelva contra sus creadores y los patee en una estampida general de la ciudadanía es demasiado grande. Pensé en ello cuando Javier Solana, por quien siento, desde que fue el mejor ministro de Cultura que ha habido en nuestra democracia, aprecio, dijo una frase que quería ser constructiva. Solana le respondía a Elena Valenciano, compañera del PSOE, quien había manifestado días antes que “Europa no nos quiere, solo nos regaña”, a lo que el antiguo secretario general de la OTAN respondió: “Dejad de hablar de si Europa nos quiere o no, de si nos dicta o no… ¡Tenemos que quererla nosotros!”. Antes de que la Unión Europea dejara de ser un sueño para convertirse en pesadilla de muchos, nosotros la queríamos, y celebramos la promesa de que un gran volador de plumaje variado o una gacela adiestrada para las carreras de fondo nos iba a llevar por los aires del infinito, o al menos, todos juntos, hacia la meta de una maratón popular. No ha sido así. La Europa mercantil nos ahoga a la mayoría. La Europa jurisprudente nos vigila de un modo que sería aceptable si de esa vigilancia surgiera la salvación general, y no el ordenancismo dictado por los ‘happy few’ de un funcionariado hueco y costoso. La Europa del igualitario bienestar económico se disipa cada día más, si exceptuamos a los afortunados germanos, germanos ricos y poco hermanos de consanguinidad. Ya sabíamos desde antes del estallido de la crisis bancaria y monetaria que Europa no servía para la política exterior, encomendada, por común consenso de cupos, a una oscura diplomática totalmente carente de la visión y el empuje que, por ejemplo, le dio al mapamundi Hillary Clinton. Las iniciativas de intervención armada tomadas en los graves conflictos africanos, tanto en el Maghreb como en el Sahel, lo fueron porque dos o tres países miembros, actuando al margen del ‘Consorcio Europa’, las sacaron adelante. Por no hablar del sangrante fracaso del largamente anunciado (y suponemos que costeado) sistema de detección de embarcaciones ilegales cargadas de subsaharianos y encaminadas a las costas del sur europeo. El sistema, según lo entendimos, estaba diseñado no para protegernos de unos inmigrantes desesperados sino para protegerles a ellos de la precariedad que les espera, del sufrimiento y, a menudo, de la muerte en el mar. Siguen llegando y siguen muriendo ahogados, y siguen hacinados por millares en playas del Atlántico y el Mediterráneo, a la espera de que los tratantes de una red criminal de explotación que no parece ser perseguida por ninguna autoridad competente se digne embarcarles a cambio de un dineral como carne de horca. Y qué decir de una Comisión Europea en la que sigue al frente uno de los políticos más trapaceros, y de más turbio pasado, que hemos visto moverse en los escenarios del poder. ¿O es que se ha olvidado que Durao Barroso estuvo al lado de Bush, Blair y Aznar en la repulsiva foto de las Azores, en su calidad de anfitrión y cómplice de una de las grandes infamias de la historia reciente, la guerra de Irak? El mismo Durao Barroso que periódicamente propone para cargos de comisariado a fascistoides, a ver si cuelan. No coló en el año 2004 el integrista y acérrimo ‘berlusconiano’ Rocco Buttiglione, propuesto al frente de la Comisaría de Derechos Civiles, pero ha colado (las protestas quedaron amortiguadas por la magnitud de los otros frentes en crisis) el ‘halcón maltés’ Tonio Borg, nombrado a finales de 2012 Comisario de Sanidad, pese a su historial de antiabortista y homófobo furibundo. ¿No había en nómina alguien menos insano? Hace un par de semanas, Javier Solana volvió a sacar de paseo su fe europeísta, esta vez por escrito en las páginas de opinión de El País (‘Europa y la modernización de España’). Pedía el estadista más “imaginación en la apuesta por la integración”, denunciando la “falsa y creciente sensación de que la Unión Europea actúa contra nosotros”. Yo no creo que ese artefacto engendrado con la mejor voluntad y la mayor esperanza actúe contra nosotros. Simplemente: no actúa, y, cuando lo hace, entreteniéndose en legalismos muchas veces irrelevantes. La criatura además, ha crecido con un gigantismo que, por bienintencionado que fuese en teoría, se demuestra impracticable, al convertirse en foco de nuevas desigualdades, apaños, egoísmos y sometimientos a un injusto orden mundial. No tengo, naturalmente, la solución de este monumental fracaso, y les imagino a ustedes, lectores, tanto los indignados como los resignados, igual de perplejos. Pero no me cabe duda de que la zoología fantástica, sobre la que Borges nos deleitó en uno de sus libros más ocurrentes, funciona infinitamente mejor como obra de ficción. La realidad del paquidermo europeo nos paraliza, nos desanima, nos hace andar hacia atrás, suscita odios raciales y furores nacionalistas, abocando quizá al bello animal a reunirse con los demás mamíferos amenazados en el parque de las ilusiones perdidas: un noble y muy antiguo continente convertido en reserva de especies moribundas. O disecadas. ___________________
El cine ha sido siempre el reino de la tercera persona, y por ello, en el ambiente purista en el que yo aprendí a amarlo, la voz en off estaba mal considerada: un postizo de orden literario para un arte narrativo que de modo natural capta la imagen del otro, de los otros, por medio de aparatos pensados justamente para esa reproducción de lo externo. Como en todo arte, sin embargo, las disidencias lo enriquecieron, y pocas obras maestras de su historia poseen más empuje visual que el arranque de ‘Rebecca', marcado por el relato en off de la protagonista, diciendo las palabras con las que empieza asimismo la novela adaptada de Daphne du Maurier: "Anoche soñé que volvía a Manderley". La voz meliflua de Joan Fontaine, sobre un cielo nuboso donde brilla la luna llena, continúa la narración de un ensueño, pero detrás de la cámara está Hitchcock, filmando una larga aproximación al edificio misterioso en un único plano-secuencia (posiblemente dos tomas trucadas) que constituye un ejemplo de otra herejía del lenguaje clásico del cine: el punto de vista subjetivo, puesto que el avance entre los senderos y la maleza que rodean el caserón reproduce la mirada, real o nostálgica, de la narradora.
Dos películas españolas estrenadas en las últimas semanas recurren a la voz en off con distinta fortuna, aunque las dos exhiben ese dispositivo aural como un desafío o una puesta en causa de los convencionalismos. En ‘Mapa', primer largometraje de Elías León Siminiani (finalista sin éxito, dentro del apartado de cine documental, en los recientes premios Goya), la voz del narrador, el propio autor, era inevitable, pues se trata de un diario cinematográfico, y malamente podían ser encomendados la confesión íntima y los chistes privados a una locución ajena. Javier Rebollo, un director a quien sigo con interés desde sus inicios, hace por el contrario un uso disolvente, voluntariamente convulsivo, de la narración en off en ‘El muerto y ser feliz', por cuya interpretación protagonista obtuvo José Sacristán el primer Goya de su carrera. La película de Rebollo, su tercer largometraje, es un ‘thriller' crepuscular que sigue con pocas incidencias el largo viaje hacia la muerte de Santos, un asesino a sueldo español radicado en Argentina, escenario de toda la acción. Sabedor de que tiene una enfermedad terminal, Santos viaja a bordo de un viejo Crevrolet y en compañía de una joven encontrada en la carretera, Érika (Roxana Blanco), con la que llega a tener una sesgada intimidad amorosa. Rebollo ha dicho haberse inspirado en Onetti y Cervantes, afirmando asimismo "la imposibilidad de contar hoy historias de la misma manera que ayer". El patrón para subvertir y escandir el relato es una casi permanente voz en off, una femenina y otra masculina, como cortocircuito de aquello que el espectador ve en la pantalla, anticipando a veces lo que va a acontecer, o desmintiéndolo, o estableciendo un correlato irónico, cuando no burlesco, entre el texto verbal y la trama visual. ‘El muerto y ser feliz' tiene momentos de fascinante poética abismal, y una parte final en la hacienda de la familia de Érika que muestra el gran caudal cómico del cineasta. Pero por razones que podrían ser ahorrativas, narcisistas o conceptuales, la narradora es la guionista, Lola Mayo, y el narrador el propio director, y ambos recitan el texto (ingenioso a veces) con una voz monocorde (la de Mayo, que es la más abundante, con notables errores de prosodia) que hace odiar el dispositivo hasta convertirlo en una rémora. Está claro que el cine de Rebollo maneja la noción del escamoteo, y a ese respecto es paradigmático, y de una gran belleza formal, el desenlace a base de vaciados y ausencias. Lástima que en este caso las miras del escamoteo alcancen el resultado de un sabotaje.
‘Mapa' cuenta en sus títulos de crédito con la presencia, no queda claro si como co-productor o mero favorecedor, de Daniel Sánchez Arévalo, el director de la brillante ‘AzulOscuroCasiNegro' y de las curiosas y fallidas ‘Gordos' y ‘Primos', y hay ecos del paranoico mundo adolescente prolongado hasta la cuarentena en el sugestivo film de Siminiani, nacido en 1971. La voz en off es grata de oír desde que, al comienzo, el autor, despedido de su trabajo de realizador en una cadena de televisión, decide seguir los consejos de una amiga llamada Luna y hace los preparativos para irse como terapia a la India. Su despedida de Madrid, de la casa que habita, el depósito de sus pertenencias en un guardamuebles y los primeros pasos en el país asiático son mostrados con una magistral economía narrativa siempre punteada por el ‘bajo continuo' de la voz narradora, que va tratando de apoderarse y ponerse al frente del material fílmico, también, diría yo, por razones de pura y simple economía financiera (la película es de muy bajo coste, pero la factura de ‘home movie' se convierte en uno de los encantos formales de ‘Mapa'). Hasta que en un cierto momento de su deambular indio, el narrador descubre dentro de sí y da paso a El Otro, que más que un ‘alter' es un ‘super ego'. Con esa dualidad contrapuesta de personajes reales albergados en el mismo cuerpo da comienzo la comedia; un cuerpo, por cierto, el de Siminiani, que estando tan presente su persona en los 85 minutos de duración de la película, sólo se muestra por partes (una mano, una cadera, una sombra), creándose con ello no sé si un ‘macguffin' o un suspense hasta que por fin, al sufrir el accidente, se le ve brevemente el rostro en la ambulancia que le lleva al hospital.
‘Mapa' entronca con la ‘auto-ficción' del histórico cine ‘underground' norteamericano (muy anterior al indie ‘made in' o ‘for' Sundance) y en la que despuntan el monumental ‘Diary' filmado desde 1950 hasta hoy por Jonas Mekas y el extraordinario ‘David Holzman´s Diary' de Jim McBride (1967). La segunda mitad del estimulante archivo privado de Siminiani cae por desgracia en un humorismo dudoso, y se cierra con una fiesta familiar que remite irremisiblemente a lo más hueco y pueril del universo adolescente que asoma alguna vez en la película.
Da gusto ver a Juan Marsé, cumplidos ya los ochenta, tan cinéfilo. Se le ve así, además de apuesto y muy bien hablado, en el recientemente estrenado documental ‘Juan Marsé habla sobre Juan Marsé', realizado por el director y crítico de cine Augusto M. Torres, el cual, resulta evidente, se supo ganar la confianza del novelista barcelonés, que habla por los codos ante la cámara. Su cinefilia tiene mérito, y no sólo porque la edad atempera las ganas de ver películas en muchos aficionados de toda la vida que conozco, mucho más jóvenes que él; Marsé pertenece a una generación literaria marcada por el desdén o la inquina al cine. De sus tres grandes amigos, mencionados varias veces en la entrevista fílmica, a Juan García Hortelano sentarse ante una pantalla grande le daba pereza, Jaime Gil de Biedma lo tenía como una fuente exclusiva de ‘camp', y Carlos Barral lo despreciaba olímpicamente, como pude experimentar en mi carne cuando al editar mi primera novela Seix Barral, que él dirigía, me dio un gran rapapolvo porque yo le comparé la ‘Nouvelle Vague' con el ‘Nouveau Roman'. "En esta editorial se habla de arte, y no de variedades", me dijo Carlos fulminándome con su mirada patrística.
Marsé ha tenido, además de afición sostenida, muchos contactos con el cine. Se han reeditado hace poco, en un libro compilado por Joaquim Roglan (‘Juan Marsé, periodismo perdido', Edhasa), artículos y entrevistas fílmicas entre otras piezas menores, muy variadas, de su ‘juvenilia', y el excelente novelista tuvo una etapa, no muy distinguida, hay que recordarlo, de guionista (de ella habla poco en el documental), colaborando, entre otros, con García Hortelano y Gil de Biedma a sueldo de los directores Germán Lorente y Jaime Camino. Y es, claro está, uno de los escritores contemporáneos más llevados a la pantalla, siempre mal, según él, que se despacha con gracia maligna contra los directores, Vicente Aranda, Fernando Trueba, Jordi Cadena o Gonzalo Herralde, que tuvieron la osadía de adaptar novelas suyas. "Bodrios" le parecen casi todas esas películas, evitando decir que también las que él escribió para ganarse la vida lo eran.
Siempre da morbo el escarnio de los artistas llevado a cabo por un colega. Marsé también se adentra con invectivas y chuflas en la literatura, relatando con detalle su famosa espantada como jurado del premio Planeta de novela y tratando de "funcionarios de Lara" a Carlos Pujol, a Pere Gimferrer y, sin nombrarlos, a los demás jurados que se sometían, según él, a los dictados de la empresa sin molestarse en leer los libros concursantes. Es de suponer que ese mismo sistema fue aplicado cuando lo ganó, años antes, con uno de sus títulos menos trascendentales, ‘La muchacha de las bragas de oro'.
Pero el entretenidísimo y elocuente monólogo de Marsé tiene momentos de menos malicia y más enjundia, al hablar de su modo de escribir, citando la maestría de Hemingway, de sus inicios como aprendiz de joyería y del terrible accidente sufrido por uno de sus compañeros de taller, y de la memoria íntima. Se nota que admiró mucho, y es comprensible, a Gil de Biedma (que no le dejó cambiar el título de ‘Si te dicen caí', idea del poeta, por el más vulgar ‘Adiós a los muchachos') y a Carlos Barral, de quien hace una semblanza muy viva. Los dos le marcaron, y con ellos el elegíaco se pone a la altura del sarcástico.
‘Los amantes pasajeros' contiene un artefacto de relojería programado para explotar al cabo de noventa minutos, y hasta que llega el final, que no debemos contar, el tic-tac acompaña con infalible mecánica la máquina de hacer reír. Luego, el espectador regocijado sale a la calle y recapacita: ¿dónde acaba este viaje enloquecido, dónde empieza la vida real?
Siempre he admirado en el cine de Almodóvar, entre otras cosas, el afán de no pisar dos veces el mismo terreno trillado, por mucho que, como es propio de los artistas con un universo peculiar, en sus películas reaparezcan de manera constante ciertas premisas, ciertas fijaciones, un humor irreverente, una estilización escénica que no puede ser más fílmica. Después del fascinante relato gótico de posesión malsana y sublimaciones amorosas que fue ‘La piel que habito', el cineasta ha vuelto a la comedia disparatada, deslenguada, pero no lo hace a modo de ‘remake' ni ‘autocita'. Se diría, por el contrario, viéndola, que hay una mirada más irónica y más madura a personajes y situaciones que Almodóvar exploró en su juventud radical, tratados ahora con el paroxismo y la insolencia que el momento presente justifica de sobra. Pocas veces he visto en el cine europeo, e incluyo al propio Pedro de sus tres primeras películas, un grado tal de libertad expresiva en el desenfreno sexual, en la verbalidad ‘camp', en la alusión política, como el que ‘Los amantes pasajeros' muestra. Sólo hago votos, en bien de la salud mental del país, para que no le pongan pleito a El Deseo el SEPLA, ni el gremio de los auxiliares de vuelo, ni AENA, ni la Casa Real española, ni el colectivo gay, deliciosamente satirizado en alguno de sus modismos. La sorna ‘almodovariana' es constante y contagiosa, explosiva.
La película sucede toda en un avión, pero tiene tres escapes a tierra firme muy bien colocados: el arranque, un descacharrante entremés andaluz de Penélope Cruz y Antonio Banderas, la escena del Viaducto y sus alrededores, con una Paz Vega en asombrosa metamorfosis, el aterrizaje final. Una vez despegada la aeronave, el vuelo es como un gran teatro del mundo actual tratado en clave de esperpento psicotrópico y musicalizado: el ‘I´m so excited' de las Pointer Sisters bailado por los tres azafatos resulta memorable, y en un reparto amplio y muy homogéneo destacan los dos pilotos (Hugo Silva y Antonio de la Torre), el auxiliar más desmelenado, Raúl Arévalo, y la recobrada Cecilia Roth, que, con un vestido deliberadamente imposible, se burla de sí misma y llega en su burla "a lo más alto".
Una consideración final para uso de espectadores distraídos. En el accidentado trayecto del avión llamado ‘Chavela Blanca' (en doble homenaje a dos fallecidas amigas del director) la acción más trepidante, más descocada, sucede en la clase ‘business'. Pero el avión también va repleto en la clase económica. La cámara la enfoca numerosas veces, y la vemos siempre dormida. La tripulación les ha echado un narcótico en la comida para que no se enteren del desastre al que el vuelo va encaminado. Ese sueño inducido, esa droga para disipar la realidad, es una metáfora, y no la única, de una película revulsiva que sacude tanto como divierte.
Mientras sigue vigente el gran tirón popular del cine de terror, cobra a su lado presencia el cine del terror, un derivado del cine histórico que la historia contemporánea del terrorismo nutre cada vez más. El cine de terror y el cine del terror comparten algunos rasgos por encima de la violencia, que es consubstancial a otros géneros fílmicos, el bélico o el ‘western', por ejemplo. El cine de terror tiene sus monstruos, sus aparecidos fantasmales, sus víctimas incautas, y en las películas de terrorismo también los terroristas suelen aparecer como figuras malignas que se ceban en el desavisado. En ambos registros genéricos se da relieve asimismo a la herida sangrienta y la víscera, aunque en el ‘gore' gótico brote a menudo a modo de chorro de ‘geyser' y no de sangre derramada en las torturas y en los atentados. Y, como en un ‘horror movie', hay caserones misteriosos en tres de las películas recientes del cine del terror que he visto, dos de mucho éxito, ‘Argo', de Ben Affleck, y ‘La noche más oscura', de Kathryn Bigelow, y otra que pasó por nuestras pantallas con pena y sin gloria, ‘Invasor', de Daniel Calparsoro.
La de Bigelow, titulada en inglés ‘Zero Dark Thirty', la jerga críptica militar para la operación de captura de Osama Bin Laden, podría haber sido llamada en España ‘Las lágrimas de Maya', título más preciso y menos místico que el que le han puesto sus distribuidores. Maya es la agente de la CIA que protagoniza de cabo a rabo y proporciona el punto de vista a la historia contada; el personaje está basado en una persona real, y la actriz Jessica Chastain le da entidad, cuando mira, cuando se empeña, cuando se indigna, y sobre todo, en una escena crucial, cuando llora al ver el estado en que queda el prisionero pakistaní Ammar, torturado por un compañero de la agencia de espionaje. Me significo, antes de seguir el comentario. Al contrario que ciertos allegados míos, y coincidiendo en ello con algunos articulistas norteamericanos de izquierda y con la propia CIA (que se ha sentido muy incómoda con los resultados del film, desautorizándolo, en un insólito comunicado, su propio director en funciones), soy de la opinión de que ‘Zero Dark Thirty' es un relato equilibrado y nada sectario, que no elude la presentación descarnada de las prácticas ilegales de tortura por las que, en gran medida, se obtuvo la información del paradero del líder de Al Qaeda, y se muestra, tanto en la pintura de los altos dignatarios norteamericanos como de los episódicos personajes musulmanes, verosímil y nada maniquea, sin enmascarar tampoco que el resultado de la operación fue una ejecución sumaria del criminal, no exactamente indefenso pero fácil de capturar, si se hubiera querido, con vida.
Bigelow, que ha crecido mucho como cineasta desde sus primeras películas, de un brillo que yo encontraba insustancial, pese a las admoniciones de Guillermo Cabrera Infante, amigo y admirador de la directora, ya dio la medida de su talento en la anterior, e igualmente polémica, ‘En tierra hostil' (‘The Hurt Locker'). Creo, sin embargo, que la hora final de ‘La noche más oscura', centrada en el desarrollo de la operación en la ciudad de Abbottabad, responde a un mecanismo narrativo de extraordinaria perfección formal, que produce una trepidación emocional pocas veces sentida por mí como espectador del cine de acción; la sentí también viendo ‘Invasor', cinta antibelicista de gran empuje y agudo filo crítico (en este caso de los ‘servicios paralelos' y ‘poderes fácticos' españoles), que, de modo tan inexplicable como sospechoso -al menos para mí, que soy desconfiado en las cosas del juicio estético ajeno- fue recibida de uñas por la crítica nacional y desatendida por el público.
‘Invasor', como ‘Argo', hurgan en episodios ya pasados, pues la primera, que adapta bien la novela de Fernando Marías de igual título, publicada por vez primera en 2004, trata de un caso de asesinato de civiles nativos durante la guerra de Irak, y la segunda vuelve, más de treinta años después, al episodio de la ocupación de la embajada USA en Teherán, ocurrida a finales de 1979, tras la caída y huída del Shah de Persia y la instauración del régimen jomeinista. Como se recordará, los revolucionarios iraníes tomaron 54 rehenes, habiendo logrado escaparse de la sede diplomática atacada violentamente seis norteamericanos, a los que dio refugio en su propio domicilio el embajador canadiense de la época, Ken Taylor; ‘Argo' cuenta la operación secreta de rescate de los seis escapados por parte de un agente de la CIA, Tony Méndez (también real aunque menos apuesto que Ben Affleck), que desafió en última instancia las órdenes del Pentágono y sólo en 1997, cuando el presidente Clinton desclasificó el caso, pudo salir a la luz, ser condecorado por el valor y buen resultado de la misión y publicar sus memorias, base parcial del guión.
Rodada principalmente en Turquía, que hace las veces de Irán, y, al igual que ‘Zero Dark Thirty', sin la aprobación de la CIA (así se aclara en los títulos de crédito), ‘Argo' es no sólo una película trivial y gruesa de trazo sino un tendencioso panfleto encubierto de objetividad, al contrario pues que la de Bigelow. Su prólogo trata de señalar los precedentes históricos del país, sin eludir que el Shah fue una marioneta de los gobiernos estadounidenses, pero lo que sigue es una dramatización efectista, bastante mal interpretada, no sólo por Affleck, al que no descubriremos aquí como actor mediocre, y dirigida por él mismo rutinariamente. Aunque no todos los ‘buenos' se hacen de querer (los seis refugiados resultan antipáticos, me temo que de modo involuntario), los ‘malos' son todos de una pieza, y el final de una asombrosa cursilería patriotera: el agente Méndez, divorciado de su mujer, vuelve a casa y ella, al ver al héroe, se reconcilia al instante, mientras se besan sobre el fondo de la bandera americana que ondea en el jardín. Unos días antes de escribir este artículo vi ‘Lincoln', hermosa colección de estampas sentimentales a mayor gloria de América, pero con una escena ‘gore' casi insoportable, en la que Bobbie, el hijo mayor del presidente, ve pasar a dos enfermeros negros que arrastran una carretilla chorreando sangre hasta un vertedero donde arrojan su carga, los brazos y piernas amputados en el campo de batalla. El jingoísmo de Spielberg está al noble servicio de la igualdad. ¿Tendrá cabida en Hollywood el género maximalista de corte ‘obamiano'?
"La sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque". Así describe Nueva York, en una prosa poética escrita hace más de cien años, Rubén Darío, sujeto ya entonces a la fascinación no exenta de repudio que la Gran Manzana ha ejercido en los literatos, sobre todo los que viajan a ella desde otros países. García Lorca es en nuestra lengua un ejemplo clave de ello, gracias a la sublimación surrealista de ‘Poeta en Nueva York', y en especial al poema titulado ‘New York Oficina y denuncia', donde leemos estos versos: "Debajo de las multiplicaciones / hay una gota de sangre de pato. / Debajo de las divisiones / hay una gota de sangre de marinero. "
La obsesión de los números, de la sangre, del dinero. Nueva York esconde mucho más que un apogeo del capitalismo y la violencia, y todo queda reflejado en ‘Geometría y angustia. Poetas españoles en Nueva York', la muy completa antología de Julio Neira que acaba de publicar la colección Vandalia. Cuatro nombres fundamentales jalonan las trescientas páginas de la selección: Juan Ramón Jiménez, Lorca, José Hierro y el ‘raro' y fascinante José María Fonollosa, que saluda así a la ciudad: "No hay nada bueno en ti. Por eso te amo". Juan Ramón, como un niño, se deslumbra, en su maravilloso ‘Diario de un poeta recién casado' de 1917, ante los mareantes anuncios luminosos de Broadway: el cerdo que saluda con su sombrerito de paja, la botella que despide su corcho colorado, la "pantorrilla eléctrica, que baila sola y loca, como el rabo separado de una salamanquesa". Hierro, que le dedicó monográficamente su último gran libro, ‘Cuaderno de Nueva York', figura con varios poemas, aunque yo echo en falta su magistral ‘Oración en Columbia University'; él cierra la antología de Neira con una despedida de encendido amor y acre resentimiento: "Sé que no me echarás de menos".
Al lado de esos grandes poetas el libro incluye muchos más, unos todavía jóvenes y otros, vivos y muertos, de muy reconocida trayectoria, como Gimferrer, Luis Alberto de Cuenca, García Montero, Benítez Reyes, Gamoneda, García Baena, Pérez Estrada, Celso Emilio Ferreiro, Alberti, Cernuda, Salinas o Carmen Martín Gaite, representada por su largo poema ‘Todo es un cuento roto en Nueva York', sugestiva evocación del itinerario urbano de una "mujer perdida por Manhattan".
‘Geometría y angustia' está dividido en capítulos temáticos, y mi favorito es el que precisamente se titula ‘La ciudad del cheque', en homenaje, que aquí reitero, a Darío. En esa parte destacan para mi gusto dos poemas de signo marcadamente social muy distintos entre sí. Al modernista Emilio Carrere le espanta la "Ciudad mala, ciudad fría, / insensible a la agonía / y al hambre de los demás", calificándola de "sierva del talonario" y de "ciudad rica y decadente / bien roída por el diente / de Satanás". Menos truculenta, pero no menos acusativa se muestra Concha Zardoya (1914-2004) en su muy percutiente ‘En esta gran ciudad hay catedrales' (1983), composición de ecos lorquianos que desarrolla en forma de letanía el motivo del ceremonial económico: "las misas, calculadas puntualmente, / celébranse a compás de las ganancias". Esa estampa de Nueva York no ha perdido vigencia.
Capitulares. Julien
Gracq. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Días contados, Barcelona
2012. 175 páginas
Se trasluce en ‘Capitulares' que a Julien Gracq le gusta el juego de las tipologías de escritores; en uno de los más ingeniosos los separa en miopes y présbitas, siendo los primeros, entre los que sitúa a Huysmans, a Colette y a Proust, "aquéllos en quienes incluso los objetos menudos que están en primer plano salen con nitidez a veces milagrosa [...] pero en los que falta cualquier lejanía". Frente a ellos, sufriendo de presbicia, "los que no saben captar más que los movimientos de envergadura de un paisaje", Tolstoi o Chateaubriand, por ejemplo. En otra división no menos ocurrente distingue a "los que se levantan por la mañana y echan a andar sin más, sin calzarse (Diderot, Stendhal) y los que, incluso sin darse cuenta, se atan los coturnos como en un movimiento reflejo (Hugo, Claudel)". Gracq nunca se incluye, naturalmente, en esas ligas literarias, tan afrancesadas, pero da pistas para que sus lectores lo hagamos por él; la cadencia de su pisada no es griega, y hay en la propia lengua francesa muchos con más dioptrías. Pese a ello tampoco le pondría yo en la categoría que él mismo parece indicar como la más equilibrada: "Pocos son los escritores que dejan constancia con la pluma en la mano de una visión absolutamente normal".
La ‘anormalidad' expresiva de Gracq ha dado algunas de las más grandes novelas del siglo XX, pero en ‘Capitulares' (‘Lettrines' en el original, editado por Días Contados, Barcelona, 2013) el prodigioso estilista se muestra a sí mismo en el taller, con el coturno aflojado en caso de llevarlo, y compensando la ausencia de la ficción con el regalo del pensamiento y, no pocas veces, de la malicia. Compuesto de las entradas hechas regularmente en unos cuadernos escolares de tapas negras a partir de 1954, seleccionadas por el propio autor para su publicación en 1967, este primer tomo de ‘Capitulares' (el segundo, que compendia lo escrito entre 1966 y 1973, seguirá dentro de un año, anuncia el editor) huye del aforismo y la máxima moral, tan acreditada en la tradición gala, buscando más el módulo del diario de libre invención, en el que tanto caben el retrato, la nota de lectura, el apunte polémico, como la evocación del paisaje o el hecho ocasional; con uno de ellos, la visita al Museo del Oro de Bogotá, empieza el libro de modo deslumbrante, fascinado el viajero con las lamas del metal en su balbuceo previo a la conversión en rica joya: "aquí sorprendemos el oro antes del toque de la varita mágica, cuando no era aún sino un pecado venial de la metalurgia".
Los amores y el desdén (por la ciudad de Lyon, por el poeta Louis Aragon) también figuran, como no podía ser menos; el amor a Julio Verne, entreverado con la nostalgia del descubrimiento infantil de sus novelas (a las que confiesa volver a menudo en la edad adulta) y con Nantes, ciudad natal del autor de ‘Las aventuras del capitán Hatteras', que Gracq destaca como su obra maestra, disculpando las chapuzas del gran novelista de aventuras como los asomos inevitables de un "primitivo". Son penetrantes los pasajes sobre las gloriosas ocultaciones de la literatura (páginas 134-135), sobre Hemingway, sobre "el buen humor feroz" de Marx en una admirativa relectura de ‘La lucha de clases en Francia' y ‘El 18 brumario de Luis Bonaparte', y, de modo incitador, la alusión a la "extraña carencia de argamasa" que ve como la laguna más aparente o el atractivo más peculiar de la prosa de Flaubert: "entre los bloques angulosos de sus párrafos la uña se topa con el vacío: no hay cemento en los intersticios, no se ha dado una segunda lechada" (página 74; cito siempre por la excelente traducción de María Teresa Gallego Urrutia). Como retratista, Gracq sabe ser sublime y picante en la memorable semblanza de la actriz Marguerite Jamois, cuyas álgidas relaciones con el teatro eran "no las del virtuoso con el instrumento, sino más bien las de una buscona con la cama".
Abundan en el libro, y son todos de una alta calidad, los cuadros paisajistas, enaltecidos siempre los fundamentos del geógrafo profesional que era Gracq por la hermosa palabra lírica. Las ciudades bretonas, los campos de Verdún, las aldeas y los castillos, adquieren, bajo su mirada, un grosor más de relato que de estampa. A España le dedica dos substanciosas tiradas, que están entre lo más agudo de ‘Capitulares', hablando desde luego de un país más negro que el de ahora, en el que los pueblos castellanos tenían, antes de la burbuja, "la tierra desnuda como una piel sarnosa, como si a la tierra, al rascarla, acabasen de arrancarle una postilla". Y tiene Gracq un gusto radical y bastante irónico para la arquitectura patria: le gustan las verjas que todo lo acotan, los ladrillos color de sangre seca de las plazas de toros, "que no disfrazan en modo alguno sus deliciosos accesos de matadero", y le horripila el Escorial, "un cuartelillo de bomberos más grande de lo habitual".