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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Himnos de paz en guerra

Intriga y estimula leer estas líneas: "Seduzco a una mujer con la herida del pecho, con la herida de la pierna. La atraigo con el dedo roto hacia la cama". Las palabras proceden de un poema titulado ‘Frialdad', y están en el recién aparecido libro de Abbas Beydoun ‘Un minuto de retraso sobre lo real' (Vaso Roto, Madrid/México, 2012). ¿Y quién es Abbas Beydoun? Yo desde luego no le conocía hasta que hace unos días llegó a mis manos este bellísimo libro de prosas poéticas, traducido del árabe con su habitual calidad por Luz Gómez García, quien, dentro de una larga y amplia trayectoria, ha hecho conocer en España a uno de los grandes poetas del siglo XX, el palestino Mahmud Darwix, fallecido en 2008. Beydoun, libanés de Tiro, nacido en 1945, es además periodista y novelista, y recogió en libros anteriores sus conversaciones con Darwix y su propia experiencia carcelaria tras la invasión israelí de su país. Vaso Roto anuncia nuevas publicaciones poéticas suyas.
Recuerdo de mi único viaje a Líbano, hace casi tres años, la impresión de sus mujeres, jóvenes y maduras, con o sin velo, fumando en los numerosos cafés del centro no sólo cigarrillos sino la tradicional pipa de agua o ‘narguilé', en una muestra de libertad, al menos gestual, difícil, cuando no suicida, en otros países árabes. Seguía viva la reminiscencia de la guerra civil acabada en 1990, y visibles las cicatrices urbanas de los bombardeos de la aviación israelí en la operación Lluvia de Verano de 2006, pero al atardecer, la capital, Beirut, aún con los tanques del ejército apostados en muchas esquinas, se llenaba, sobre todo en la zona de su paseo marítimo, de un plácido y jovial discurrir de gentes muy similares a nosotros no sólo en rasgos físicos sino en la ansiosa búsqueda de una felicidad tan a menudo esquiva. ¿O es que vamos a creer que en Líbano y en Túnez, en la franja de Gaza, en el Egipto de las revoluciones, y hasta en la martirizada Siria de hoy, no hay lugar para que alguien, sobreviviendo a la tragedia y al dolor, tenga un pensamiento lírico, un arrebato erótico, una salida humorística, y los ponga por escrito?
Darwix fue el prototipo de ese poeta nunca abrumado por la historia, que tanto pesa en sus versos, pero no el único. Días antes de leer al libanés Beydoun, conocí en las jornadas poéticas de Cosmópolis, en Córdoba, al egipcio Ahmed al-Shahawi, a punto de volver a las incertidumbres políticas de su país. No sin antes dar a conocer sus versos de ‘Nadie piensa en mi nombre', editados el año pasado en Costa Rica, y donde leemos en su brillante poema ‘Imágenes celestiales' lo siguiente: "En la niñez, / me criaron los gusanos de seda. / A los cuarenta / -a pesar de la profecía-, / aún no he salido de la crisálida" (la traducción en este caso es de Mohamed Abuelata).
Sólo entenderemos el calibre de lo que sucede, no todo positivo, en los bullentes países del Oriente Medio cuando también leamos a sus muy notables escritores, entre los que cuento desde hoy a Abbas Beydoun, quien en el primer libro de los tres que componen ‘Un minuto de retraso sobre lo real' traza sus experiencias, algunas muy divertidas, en Alemania, convoca con sentido a Brecht, a Gunther Grass, a Kiefer, a Stockhausen, y a la vez no pierde la memoria histórica de la gravedad, como en el poema de la última parte que gira en torno a un paquete bomba encontrado en una zona de su ciudad: "El paquete también desapareció, quizá en nuestras cabezas, igual que en nosotros una guerra tras otra ha dejado bombas sin estallar".

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26 de noviembre de 2012
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Gutiérrez Aragón y el otro

Siempre he creído que Manuel Gutiérrez Aragón era otro, y que por tanto alguien nacido en Torrelavega había logrado el sueño del más grande poeta visionario de todos los tiempos, Arthur Rimbaud, que dijo aquello de "Je est un autre". Esa impresión la tenía yo antes de conocerle, basándome en sus películas, en los guiones que él escribía para otros realizadores, en los artículos suyos publicados en la revista ‘Triunfo' y el diario ‘El País', y en el hecho de que fuese el primer director de cine español contemporáneo que hizo teatro, mucho antes de que las crisis llenaran nuestros escenarios dramáticos de cineastas multifuncionales. Luego le conocí, entrada ya la década de los 80, y a día de hoy, casi treinta años después, aún no sé con cual de los ‘gutiérrezaragones' me trato.
Últimamente, Manolo ha rizado el rizo de su propia ‘otredad' y sostiene que ya no es del cine, sino de la literatura. Como le admiramos, le seguimos también, y le reconocemos, en su nueva ‘persona', que ha dado dos novelas de calidad publicadas en tres años y le ha hecho ganar un premio, el Herralde, equivalente, diría yo, a la Concha de Plata de San Sebastián, si el Oro se lo dejamos al Planeta.
Algunos maliciosos insinúan que esa transubstanciación novelesca de Gutiérrez Aragón se debe a la pereza y a la manía; la pereza que le daría, a punto ya de entrar en su segunda madurez, localizar y filmar exteriores en su querido territorio mítico -y maniático- de los bosques umbríos entre Santander y Asturias, donde, cuando hacía películas, se iba a rodar siempre que le dejaban. La novela, que también dicen que está en crisis, ofrece sin embargo escenarios exóticos y repartos de masas con el simple uso de la imaginación y el teclado. Y sin tener que hacer ‘cásting'.
Mi vaticinio es que Manolo nunca resolverá del todo su contienda de ‘alter egos', y como siempre ha sido un inquieto, volverá, sin abandonar sus otras encarnaciones, a dirigir películas. Sería una lástima que alguien que ha realizado, a mi juicio, un buen puñado de los mejores títulos de la historia de la cinematografía española, creando una manera propia de reflejar nuestra realidad con lo irreal, no siguiera por ese camino. Sólo se me ocurre, como inconveniente, un problema de nomenclatura. Al cine le gustan las grandes marcas: lo berlanguiano, lo almodovariano, lo buñuelesco. Hay que reconocer que lo gutierrezaragoniano, o lo gutierrezaragonesco, suena menos contundente, y es algo que Manolo comparte con otros cineastas no menos distinguidos y de difícil adjetivación: Trueba y lo truebesco (o truebano), Borau y lo borauesco, Garci y lo garciano, Coixet y lo coixetesco, por no hablar de la figura de otro antiguo presidente de esta casa, que obliga a hablar de lo delaiglesiano. Difícil de decir pero fácil de apreciar. Así que mientras Manuel Gutiérrez Aragón se decide a volver o no a ponerse detrás de una cámara, nosotros, sus amigos y ‘fans', podemos ocuparnos en la disquisición de encontrarle un adjetivo que defina uno de los estilos más singulares del cine europeo contemporáneo.

(Texto publicado en el programa del acto de entrega a M. Gutiérrez Aragón de la Medalla de Oro de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España) 

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19 de noviembre de 2012
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Dos Españas

En el Museo Reina Sofía se puede ver hasta enero una pintura horripilante y subyugante titulada ‘La revolución española'. Está colgada -cerca de donde se apiñan los visitantes ante el ‘Guernica'- dentro de la excelente exposición ‘Encuentros con los años 30', y la pintó en 1937 Francis Picabia, en plena guerra civil. Con el tremendismo irónico de muchos de sus cuadros de figura, Picabia representa a una morena tópicamente andaluza, ataviada con un vestido de cola floreado y adornada con un collar de perlas, un crucifijo al pecho y la preceptiva peineta rodeada por la mantilla blanca. Al fondo del paisaje despejado destaca la Torre del Oro, pero eso no es lo primordial; a la bella morena la flanquean dos esqueletos, uno de mujer, con lacio pelo negro y florón rojo sobre la calavera, y el de su izquierda de hombre, con montera torera cubriéndole el cráneo. La joven hermosa se envuelve parcialmente en el trapo de una bandera roja clavada a pica en la tierra. Muy fascinado desde los veinte años por el ‘tema español', Picabia cultivó con frecuencia el retrato de la morenía femenina y la tauromaquia, pero sin la truculencia que muestra su parábola de ‘La revolución española'.
Me acordé de ese cuadro hispánico pintado por un francés de ascendencia cubana viendo ‘Blancanieves' de Pablo Berger, y del Post-Impresionismo de vena más purista en muchos momentos de ‘El artista y la modelo' de Fernando Trueba, dos estupendas películas españolas que, sin duda por casualidad, coinciden en las carteleras, en la bravía decisión de sus autores de utilizar la imagen en blanco y negro y, de modo más substancial, en el sesgo metafórico de su evocación. Cada una refleja una España distinta, muy reales las dos y a la vez soñadas, y lo que distingue y les da a ambos largometrajes su gran categoría artística es el logro de que la aguda mirada crítica, moderna, no se impone al trazo, que fluye en todo momento (en el de Berger quizá con algún borrón) con una caligrafía fílmica refinada, ocurrente y, latiendo al fondo del relato, una ‘intención' ética que nos concierne, aunque los referentes formales e históricos pertenezcan a un tiempo pasado.
También ha de ser casual el hecho extraordinario de que una sea muda y la otra hablada en cuatro lenguas y distintos acentos por actores de al menos cinco nacionalidades. En un país como el nuestro, tan reacio a leer subtítulos a cambio de gozar de la verdad del cine, resulta estimulante que en estas dos producciones, que están a mi juicio entre lo mejor que se ha hecho últimamente en Europa, no quede más remedio que leerlos, en una caso substituyendo, como en la época arcaica del séptimo arte, a lo que los personajes dicen sin dejarse oír, y en el otro como modo de apoyo lingüístico al idioma un tanto babélico de una historia que sucede en Francia pero está poblada de personajes de otras latitudes, españoles, catalanes, alemanes, italianos, y hasta un norteamericano, el combatiente aliado Stuart Merrill, en cuya fantasmal semblanza Fernando Trueba se permite un guiño anacrónico (para mí conmovedor) al verdadero Stuart Merrill, el alumno neoyorkino de Mallarmé, millonario, anarquista y poeta simbolista en francés, muerto en 1915, es decir, casi treinta años antes del momento en que sucede la acción de ‘El artista y la modelo'. No sé si voy demasiado lejos en mis cábalas, pero ese breve episodio, reforzado con la hermosa escena de los libros franceses legados por el Merrill soldado al joven resistente, me pareció una manera elocuente de afirmar -en una película que abunda en ese tipo de sugerencias- el espíritu abierto, acogedor, que el arte posee, incluso en momentos de confrontación bélica, y más allá de fronteras y lenguas.
Pablo Berger elabora la apoteosis de la españolada, y Trueba el sueño de una españolidad inquieta y culta, y lo relevante, lo emocionante, es que ninguno de los dos cae en la vulgaridad ni en el cosmopolitismo superficial tan decepcionante en las películas de turista ilustrado del último Woody Allen. Para contar su ácida variante del cuento de los hermanos Grimm, Berger maneja una iconografía autóctona de fuerte contenido atávico, en la que no falta tópico ninguno, en cierto sentido a la manera delirante y burlesca en que lo hizo, en la más sublime españolada jamás filmada (‘El diablo es una mujer'), Josef Von Sternberg, curiosamente, y si no me equivoco, el único director clásico que el autor de ‘Blancanieves' no ha citado entre sus fuentes: Stroheim, Eisenstein, Browning, Gance, Dreyer, Feyder, Sjöström, el Wilder de ‘El crepúsculo de los dioses' y algún otro. Más allá de la idea central de homenaje al cine que late en ‘Blancanieves', Berger demuestra, en la fusión de fragmentos tan bien hilados y en el gusto infalible para el encuadre, de qué modo fructífero pueden convivir una matriz localista y una inspiración foránea como el expresionismo germánico o la épica soviética de vanguardia.
Trueba, por su parte, compone de un modo elegíaco, y sin sarcasmo, su gran poema crepuscular, en el que, junto a la meditación sobre la vejez, el declive de la sexualidad y el perenne deseo de superación artística, también hay, dándole a ‘El artista y la modelo' su aliento más poderoso, una voluntad de ecumenismo, formal y moral, nada edificante. La acción trascurre en 1943, es decir, en un momento de guerra y posguerra, de conflagración de países y culturas, y la figura protagónica de Marc Cros, escultor perfeccionista y a los ochenta años aún sensual, se inspira claramente en Aristide Maillol, que pasaba largas temporadas en una masía-estudio de la Cataluña francesa donde nació y murió (en 1944). En torno a él y a su mundo pululan la joven catalana Mercè, su novio clandestino, la sentenciosa criada española, la exmodelo y ahora mujer del artista (una extraordinaria Claudia Cardinale mostrando los años que tiene), así como el ya citado militar norteamericano y el oficial nazi que en su calidad de estudioso del arte visita al escultor admirado. Las incidencias discurren armoniosamente en la trama de una película que a ratos podría ser una comedia bucólica del cine francés de los años 1940-1950, y en la que los nombres citados por el escultor Cros, Derain, Cezanne, Matisse, adquieren categoría familiar, subrayada su presencia simbólica por otros que aparecen en los agradecimientos finales del director, y que no sólo incluyen a Maillol sino, por ejemplo, al británico David Hockney.
Que Trueba sea de Madrid y Berger del País Vasco no añade, naturalmente, ninguna moraleja a este cuento actual en el que dos Españas negras, o en blanco y negro, convergen a través del arte y, por una vez, no se enfrentan entre sí ni nos duelen, ni nos agobian con sus nimiedades.
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12 de noviembre de 2012
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Varón dandy

Todos los seleccionados son hombres en ‘Prodigiosos mirmidones. Antología y apología del dandismo', eludiendo así el libro, que acaba de aparecer, el asunto del dandismo femenino, en el que yo creo firmemente. Publicado por la editorial madrileña Capitán Swing, ‘Prodigiosos mirmidones' consiste en una amplia selección de textos comentados por sus coordinadores, Leticia García y Carlos Primo, que lo introducen, después del prólogo de Luis Antonio de Villena. La obra se lee con gusto, aunque resulten superfluas, a mi juicio, las ilustraciones, a medias entre la caricatura y el tebeo, las cosas menos ‘dandy' del mundo.

      El espectáculo del dandismo siempre interesa y siempre entretiene, si bien yo sospecho que el verdadero ‘dandy' es una criatura sumamente aburrida, aniquilada por el esfuerzo en parecer más que en ser; Lord Byron, que estaba muy celoso de que la gente alabara por encima de la suya la elegancia de su contemporáneo ‘Beau' Brummell, dijo en cierta ocasión con astuta malicia que la levita de Brummell tenía más pensamiento que su cabeza. Claro que en este libro, más narrativo que ensayístico, se trata sobre todo de literatura, y no toda resulta igual de cautivadora. Los ensayos canónicos de Balzac, Barbey d´Aurevilly y Baudelaire (recogidos en los tempranos estudios antológicos de Salvador Clotas y el ya citado Villena, de cuya publicación se cumplirán pronto cuarenta años) aparecen aquí abreviados, pero se agradecen, dentro de la parte teórica, las páginas de Albert Camus; las de Robert de Montesquiou sobre el esnobismo resultan de una tediosa superficialidad, habiendo sido el conde, sin embargo, uno de los ‘dandies' más puros del tiempo de Proust. Y hay que destacar el rescate como prosista, en su hermosa semblanza de Ezequiel García, del estupendo poeta modernista cubano Julián del Casal.

    He leído con particular placer los capítulos de Álvaro Retana y Antonio de Hoyos y Vinent, los mayores decadentistas y pornógrafos de nuestra ‘Belle Époque'. El pequeño apunte de Hoyos sabe a poco, pero se puede por el contrario disfrutar en todo su esplendor mefítico el extenso relato de Retana ‘El encanto fatal', que data de 1927. No espere el lector encontrar en sus páginas mucho dandismo, aunque tanto Hoyos como Retana sin duda lo encarnaron en sus vidas, y uno habría dado cualquier cosa por conocerles y acompañarles de farra en aquel Madrid de la preguerra civil. ‘El encanto fatal' es una delirante fantasía gótica sobre un retrato encantado, un marqués lascivo, un inglés draculino y una peripecia entre Felipe II y la princesa de Éboli que explica audazmente el porqué la hermosa princesa se quedó tuerta. El estilo de Retana,  de un recamado preciosismo simbolista, brilla en pasajes como éste: "Las bailarinas prodigaban ademanes como sólo los pudo hacer la refinada Cleopatra; sonrisas que únicamente han flotado en el rostro de la pérfida Dalila; miradas codiciosas como las que alumbraron en pretéritos tiempos los ojos malditos de la enamorada del Bautista; temblores de senos como los que antes conmovieron los regazos incestuosos de las hijas de Loth, y crispaduras de manos como las de María de Magdala implorando al Nazareno". Una literatura sin complejos, amoral y sarcástica, que constantemente bordea los límites entre el desenfreno y la exquisitez. Y eso sí que es muy ‘dandy'.

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5 de noviembre de 2012
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Musical sin baile

‘The Deep Blue Sea' se estrenó en el West End londinense en marzo de 1952, y como la mayor parte de la producción escénica de Terence Rattigan tuvo un gran éxito y fue llevada al cine tres años después por un director rutinario, Anatole Litvak, que siguió al pie de la letra el guión escrito por el propio dramaturgo, contando con un magnífico reparto encabezado por Vivien Leigh en el papel de Hester Collyer, la protagonista femenina encarnada en el Duchess Theatre por Peggy Ashcroft. Según sus biógrafos Michel Darlow y Gillian Hodson, Rattigan escribió una primera versión teatral centrando el drama de la separación y el intento de suicidio en una pareja de hombres, influido por la conmoción que le produjo la muerte de su primer amante el actor Kenneth Morgan, quien en 1949, poco tiempo después de haber abandonado al escritor, se suicidó de la misma manera en que lo intenta Hester Collyer en la pieza: ingiriendo somníferos y abriendo la llave del gas. De esa original ‘The Deep Blue Sea' homoerótica no ha quedado rastro, si bien algunos amigos de Rattigan afirmaron haberla leído todavía en manuscrito en la década siguiente a su estreno. Conviene recordar que la homosexualidad fue un grave delito en Gran Bretaña hasta 1967.
La película de Terence Davies, escrita por el propio director, arranca con la escena suicida pero se toma una libertad que ya marca el sesgo de su adaptación: mientras espera la muerte, que nunca llega, Hester (Rachel Weisz), acompañada por un largo pasaje del Concierto para violín y orquesta Op.14 de Samuel Barber, rememora su vida sentimental triangular, presentando de paso al espectador, de un modo algo sumario, al marido convencional y fondón, el juez Sir William Collyer (Simon Russell Beale), y al atractivo amante conocido en un campo de golf, el expiloto de la RAF Freddie Page (Tom Hiddleston). La música de Barber se repite en los momentos más sentimentales, pero no es la única en la banda sonora del film.
De niño, Terence Davies veía melodramas y musicales en los cines de Liverpool, y lo más probable es que tarareara los grandes ‘crescendos' orquestales y las canciones ligeras en el regreso a su casa de familia obrera. A los siete años, como él mismo ha contado, vio ‘Cantando bajo la lluvia', un ejemplo de cómo "si la música está bien empleada, puede realzar las emociones y las tensiones de una película" (declaraciones a ‘Caimán, cuadernos de cine', julio-agosto 2012). Sin embargo, la naturaleza melódica de la obra fílmica de Davies nada tiene que ver, a mi juicio, con el fundamento y los mecanismos del cine musical de Hollywood. En sus dos mejores títulos, ‘Voces distantes' (‘Distant Voices, Still Lives', 1988) y ‘El largo día acaba' (‘The Long Day Closes', 1992), el director inglés hace cantar a sus personajes de un modo dispar al de los alados héroes de Donen, Minnelli o George Sydney; los hombres y mujeres de mediocre vida ‘lower middle class' que entonan sin cesar éxitos populares del tiempo en que suceden esas dos originales películas no cuentan una historia propia, ni se declaran amor o desdén. Tampoco danzan ni hacen cabriolas, fuera de los ‘halls' de baile o las fiestas caseras. Ellos repiten canciones que han oído en la radio o los tocadiscos, y cantan para salir del tedio, para acompañar su soledad y prolongar sus sueños. Para salvarse.
En los años 90, Davies, que siempre ha conservado una atractiva personalidad de ‘outsider' dentro del cine en lengua inglesa, filmó, con más medios de los habituales en él dos conocidas novelas norteamericanas, ‘La biblia de neón' de John Kennedy Toole (‘The Neon Bible', 1995), y ‘La casa de la alegría' de Edith Warthon (‘The House of Mirth', 2000). Se trata de películas superficiales y yertas, por momentos ridículas, en las que Davies muestra su buen gusto compositivo y su más terrible carencia: la dirección de actores, muy notable por el hecho de que en esas dos fracasadas adaptaciones tenía ante el objetivo verdaderos personajes de ficción y no figuras de su entorno familiar. En ‘The Deep Blue Sea', el material literario de base, fielmente tratado, le resulta evidentemente más próximo que los de Toole y Warthon, y por lo general acierta en la transposición, aunque sigue sin saber sacar provecho de su excelente ‘cast'. El ambiente de la mansión victoriana desmembrada en sórdidos ‘flats' de alquiler está bien reflejado (es el ‘territorio Davies' por antonomasia), y el enigmático plano final en el que la cámara se aleja de la ventana del cuarto de la mujer hasta llegar a una especie de terreno baldío con desechos es un secreto guiño a Rattigan, quien describe en la primera acotación de su drama la mansión, venida a menos "como sus alrededores muy dañados por las bombas" ("its badly-blitzed neighbourhood"). La guerra mundial palpita aún en los contornos de la historia contada, como se pone siempre de manifiesto en las alocuciones del personaje de Freddie, el joven cuya vida quedó detenida cuando sus vuelos militares acabaron.
Es por el contrario una pérdida que Davies elimine del personaje de Hester su formación de pintora, sólo insinuada de un modo confuso en la graciosa escena de la visita al museo, cuando Freddie, aburrido de la pintura cubista, sale corriendo a ver a los Impresionistas. Pero la Hester de Rattigan pinta, y sus cuadros la acompañan en la modesta casa donde vive su adulterio, hablándose más de una vez en la pieza teatral de que quizá esa vocación podría redimirla. Davies, subrayando el perfil ‘bovary', prefiere reducirla a la mujer pasional a quien ninguno de sus dos enamorados, el marido consuetudinario y el amante alborotado, satisfacen. Y para aliviar o animar el reducido esquema dramático (que acaba por pesar), recurre al repertorio tradicional de las canciones que tanto le gustan: la de los parroquianos en el pub y la balada popular irlandesa entonada a capella por los londinenses refugiados durante un bombardeo en la estación de metro de Aldwych. Son las dos escenas mejores de su film, perteneciendo a una película que no es la que estamos viendo.
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29 de octubre de 2012
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El pelo de James Bond

Un año antes de encarnar, por sexta vez, al agente James Bond en ‘Diamantes para la eternidad', Sean Connery, invitado a la Mostra de Venecia de 1970, se dejó fotografiar encima de una lancha motora que le llevaba por el Gran Canal. No parece ser víctima del robo de imagen de ningún paparazzo aprovechado, pues el actor sonríe dulcemente a la cámara mientras el viento le revuelve el pelo, un pelo que no es el pelo negrísimo y planchado del espía inglés, sino el de un hombre de cuarenta años cumplidos, con canas y grandes entradas en la frente. La foto de este Connery alopécico está en todos los kioskos y tiendas de souvenirs de Venecia, ya que forma parte de un calendario cinematográfico para el 2013, al lado de, entre otros, Mastroianni, la Loren, Clark Gable y, también, Roger Moore, que ahora, al cumplirse los cincuenta años del arranque de la saga, nos parece el menos lustroso sucesor ‘bondiano' de Connery.
Se cuenta que cuando le mostraron a Ian Fleming, autor de la primera novela de Bond que se iba a filmar, ‘Agente 007 contra el Dr. No', las pruebas del actor seleccionado, al novelista no le gustó ese poco conocido intérprete escocés, encontrándolo "un fortachón demasiado grandote" carente de la finura de su personaje. La parte femenina de la producción, y también, según parece, la entonces novia de Fleming, influyeron definitivamente en la elección final de Connery, atraídas por su "carisma sexual". No lo perdió con el paso del tiempo (a punto de cumplir los 70 años fue elegido por la revista ‘People' el hombre más sexy del siglo), pero Fleming, que después se convirtió en un entusiasta del actor, se equivocaba. Además de la potencia física del antiguo modelo de arte y culturista, Connery le dio a 007 malicia y elegancia, y una forma única de mirar a las mujeres, a aquellas que se dispone a seducir y a las que, sin esperanza amorosa, están ya seducidas por él. El Bond de Connery es un halagador del género femenino, un Don Juan que promete a todas la felicidad, aunque al final no cumpla más que con las impuestas por el guión.
En 1964, entre dos ‘jamesbonds', hizo de protector viril de la desquiciada ‘Marnie' de Hitchcock, interpretó al espía dos veces más, lo abandonó, para despedirse de él, ya un tanto acartonado, en 1983. Y mientras tanto, sin las proezas físicas del personaje, fue envejeciendo espléndidamente en la pantalla: el crepuscular Robin Hood de ‘Robin y Marian', el policía irlandés de ‘Los intocables', el Guillermo Baskerville de ‘El nombre de la rosa', el padre anciano de Indiana Jones. Cuanto más pelo perdía, mayor talento mostraba.
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22 de octubre de 2012
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Lógica de las hadas

Mitologías. W.B.Yeats. Traducción de Javier Marías, Alejandro García Reyes y Miguel Temprano García. Acantilado. Barcelona 2012. 382 págs

 

"Dentro de poco publicaré un libro grande sobre la comunidad del país de las hadas, y trataré de hacerlo lo bastante sistemático y erudito para ganarme el perdón por este puñado de sueños". Esto escribía Yeats en una nota de 1902 incluida en los preliminares de ‘El crepúsculo celta', según la edición de Javier Marías, y la cautela del gran poeta irlandés parece exagerada y hasta cómica, en alguien que se pasó la vida no ya soñando sino persiguiendo con sumo ardor a las hadas, algunas de carne y hueso. El presente volumen recopila dos libros aparecidos antes en castellano (el ya citado, en 1985, y el titulado ‘La rosa secreta' en 1986), con el añadido de interesantes escritos posteriores, ‘La rosa alquímica', ‘Las tablas de la ley', ‘La adoración y de los magos' y ‘Per amica silentia lunae'. El conjunto se lee como una excursión o tránsito a lo maravilloso, un compendio de historias trascritas por un médium que se toma muy en serio las voces de ultratumba y la realidad de los espíritus; "de lo que nunca se duda es de los duendes", afirmaba Yeats: "son lógicos".

     En todo tiempo ha habido grandes cabezas fascinadas por la pamplina del saber hermético y la teosofía; hay peores credos que esos, al fin y al cabo desprovistos de curia y penitencia. Por ceñirnos sólo a su tiempo, pensadores como Bergson o William James, y artistas de la talla de Strindberg, Conan Doyle o Kandinsky fueron creyentes del ocultismo y buscadores, con mayor o menor entrega, de la recóndita piedra filosofal. Yeats es, sin embargo, el más persistente, pues gran parte de su obra narrativa, poética y escénica está marcada por la impronta de la astrología y la nigromancia, aunque estilizada por las sinuosas formas del Simbolismo.

     El lector de ‘El crepúsculo celta' y ‘La rosa secreta' encontrará unos relatos y unas viñetas confesionales en los que la imaginación del autor se funde con el caudal de los cuentos folklóricos más fantásticos que Yeats buscaba y oía, en "lugares frecuentados por lo sobrenatural", de boca de los campesinos y las ancianas sabias de los pueblos remotos. Aquí se encuentran algunas de sus piezas maestras, como ‘Criaturas milagrosas', ‘Sueños que no tienen moraleja' o la serie de historias de Hanrahan el Rojo. Del material nuevo aportado en este edición destacan los tres primeros, en los que cobran vida las fascinantes siluetas de Michael Robartes y Owen Aherne, aunque habría sido de agradecer que los editores aclararan someramente al menos que esos importantes personajes no son ni reales ni del todo ficticios; se trata de dos de los heterónimos cabalísticos en los que el fabulador tortuoso que siempre fue Yeats se desdoblaba en sus escritos. Del último, ‘Per amica silentia lunae', es interesante el capítulo de evocaciones de sus amigos pintores, Burne-Jones, Morris y, el más oculto de todos, Simeon Solomon.

Es un placer reencontrarse con las hermosas y precisas traducciones de Marías y García Reyes; de inferior calidad y carentes del mismo grado de refinamiento son las de Temprano García.     

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15 de octubre de 2012
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Zonas sombrías

Si no lo hubiera leído en un reciente número de The New York Review of Books no lo habría creído. Y menos aún imaginado. Tres diferentes videojuegos confeccionados en Ucrania por la firma GSC Game World han tomado como inspiración la película de Andrei Tarkovski ‘Stalker' y se han vendido en grandes cantidades por todo el mundo, más de treinta años después de la realización de ese film y pasados casi veintiséis de la muerte del gran cineasta. Como no soy consumidor de tales artilugios infantiles (muchos de ellos hechos, según creo, para uso de adultos), me veo incapacitado para juzgar la fidelidad de los ucranianos a la metafísica de aquella extraordinaria fábula futurista, situada en una hermética ‘Zona' llena de charcos. Tarkovski murió joven, con 54 años, y su vitalidad ha crecido póstumamente, convirtiéndole, por encima de las chorradas del ‘play station', en un referente clave de la ‘cinematografía del silencio', rama tan antigua como el mismo cine pero hoy -por contraste con el griterío estridente de las últimas tecnologías fílmicas- muy en boga entre las minorías, entre las que me cuento.

     Como suele pasar con los muertos, sobre todo si son sublimes y prematuros, la herencia de Tarkovski está muy disputada; directores remotos, desde Tailandia a Islandia, reclaman su paternidad, aunque, lógicamente, los hijos putativos le salgan con más facilidad en su Rusia natal. Aleksandr Sokurov pasa por ser el primogénito indiscutible, pero una buena parte de la crítica internacional saludó en el año 2003 la aparición de un joven director siberiano, Andrey Zvyagintsev, como la llegada del heredero del dios muerto. La película que dio pie a esa filiación apresurada se llamó ‘Vozvraschenie' y se estrenó en España bajo el título de ‘El regreso', y a mí mismo, quizá contaminado entonces por el qué dirán, me pareció un poco ‘tarkovskiana': la gravedad sintomática de los niños, tan importantes en las primeras obras del maestro, la lírica desnuda del paisaje, la parsimonia. Se trataba en cualquier caso de una primera obra de notable calidad, que ganó premios importantes pero no por ello hizo de Zvyagintsev un nombre familiar entre los cinéfilos. Ahora, tras haber filmado en 2007 otro largometraje no estrenado aquí, ha llegado en medio del verano más tórrido su tercera película, ‘Elena', para convencernos de dos cosas: Zvyagintsev es como mucho un sobrino segundo de Tarkovski, y tiene un talento refinado y hondo, sutil y fosco, que le pone en riesgo de ser orillado entre las modas de temporada y los ‘indies' rutilantes. Baste con decir que ‘Elena', mostrada en el festival de Cannes del año 2011 (aunque no en la sección oficial a concurso), pasó allí bastante desapercibida, mientras que bodrios del tamaño de ‘El árbol de la vida' de Malick o aplicados ejercicios formalistas como ‘Drive', ‘Take Shelter' o ‘The Artist' eran, además de premiados, enaltecidos.

    En una entrevista con motivo del estreno de ‘El regreso', Zvyagintsev, después de contar sus inicios como actor, estudioso del jazz y accidental realizador de videoclips, manifestaba su gran admiración por ‘La aventura' de Michelangelo Antonioni, un film que, venía a decir, había él prefigurado antes de verlo en una clase del Instituto de Cinematografía de Moscú, o, tal vez, el propio Antonioni realizó pensando en espectadores como él. Lo cierto es que en la construcción del encuadre y en ciertas medidas del tempo narrativo, el cineasta siberiano parece más ‘antonioniano' que ‘tarkovskiano', si bien  hay en Zvyagintsev una resonancia litúrgica imposible de encontrar en la filmografía del italiano, el más materialista y descreído de los grandes del cine de su época.

    Claro que la liturgia y hasta los rasgos de devoción que hay en la trama pueden ser emanaciones documentales del marco histórico, la Rusia actual, que el director refleja en su historia. Y es que ‘Elena', a partir del momento en que deja de importarnos su drama familiar y el apunte de intriga criminal, se define como una rica y ambigua parábola contemporánea, ofreciendo, en ese espléndido final del bebé encima de la cama del muerto involuntario que ha traído la riqueza a sus padres, el corolario de una sociedad sin valores, sin héroes, sin más finalidad que la supervivencia tribal de los individuos, adormecidos en la banalidad del entretenimiento doméstico representada por el perpetuo bucle de los programas televisivos al modo de una Tele 5 eslava.

     Todo eso lo plasma Zvyagintsev con delicadeza y detenimiento, desde el arranque del film con los pájaros en las ramas de un árbol (un plano que se repite casi simétricamente al final) hasta los ritos y acciones cotidianas (los desayunos, la iglesia, el gimnasio, la compra de los alimentos). A veces nos preguntamos el porqué de una duración que, en un cineasta tan preciso y exigente, no puede deberse a un descuido de montaje. Una cierta morosidad es intrínseca al arte del silencio, pero ¿qué puede significar el extenso plano en que la enfermera cambia las ropas de cama de Vladimir, que ha superado su accidente vascular y acaba de dejar el hospital? En ese inexplicable gesto plástico y en los pájaros posados sobre las ramas del árbol que hay junto a la casa donde se desarrolla principalmente la acción de ‘Elena' quiero ver el misterio de una teogonía. ¿La que fundó, sin sacerdocio, Tarkovski?

      Un componente sorprende en esta fascinante alegoría de la corrosión moral. La música. El director ha elegido como continuo un movimiento de la Tercera Sinfonía de Philip Glass, que puede parecer antitético y antipático. El ‘crescendo' repetitivo y un tanto hipnótico del compositor norteamericano funciona, sin embargo, estupendamente como melodía inquietante, tensa, desde que acompaña el primer viaje en tren de la protagonista Elena. Nos pone sobre aviso de que, bajo la superficie, no hay costumbrismo quieto ni naturaleza muerta en el sombrío drama pintado sin tremendismo, sin chafarrinón.

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9 de octubre de 2012
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La familia Urdangarin va de viaje

Los viajeros estábamos todos acomodados, y el vuelo parecía a punto de cerrarse cuando hubo un revuelo. Habían entrado discretamente unos pasajeros, pero como eran tan altos (cada uno en su proporción) y tan conocidos, nadie pudo evitar mirarles curiosamente. Primero se sentó la Infanta Cristina, en butaca de ventanilla, pasaron a continuación los cuatro niños, que ocupaban asientos en la primera fila de la clase turista, y por último, después del breve ojeo de dos comedidos escoltas, el padre de familia, muy desmejorado de aspecto. "Está en los huesos", dijo la señora, tal vez canaria, que se sentaba detrás de mí. Despegó al fin el vuelo del Puente Aéreo Madrid-Barcelona de las 18 horas del pasado domingo 16, y el marido de la señora tal vez canaria, con su voz alta y menos melosa, nos lo aclaró a los ignorantes sentados a su alrededor: "Estos vuelven del cumpleaños de la Letizia".

            No hubo prerrogativas regias durante el vuelo de Iberia, que duró rigurosamente una hora. Sentado él junto al pasillo en la fila anterior a la mía, y al otro lado, era imposible, incluso cuando la curiosidad inicial se había disipado entre las nubes, dejar de ver la corpulenta y demacrada figura del duque de Palma haciendo lo que se hace en estas ocasiones aéreas tan gratamente exentas de la tremolina de los teléfonos móviles: hablar en voz queda, leer, dormir, tal vez soñar. Don Iñaki conversó tenuemente con su mujer, repasó las páginas de un cuaderno en el que tomó notas, y, como yo mismo un rato antes, cayó en una siesta reparadora. Reparadoras son, a mi juicio de gran dormilón en situaciones desacostumbradas, todas las cabezadas que uno da fuera del lecho y las horas prescritas, pero aquella tarde pensé que esos minutos de sueño serían especialmente lenitivos para quien quizá no lo concilie con facilidad al acostarse de noche. Y entonces se produjo el pequeño romance familiar.

     La niña y el segundo de los niños Urdangarin se acercaron a la fila de los padres y se los encontraron adormecidos (aunque yo a la infanta no la distinguía desde mi asiento). Los dos hermanos se miraron entre sí, con cara de perplejos al principio y de pilluelos a renglón seguido. El niño le sopló en una oreja a su padre, que no despertaba, y la pequeña dudaba entre no interrumpir el descanso paterno y no perder la ocasión  -habiendo conseguido zafarse del escolta infantil-  de travesear un poco con los papás. Fue ella quien optó por un despertar sin soplo en la cara ni zarandeo del brazo; se empinó sobre sus pies y le dio un beso al padre en la mejilla. Yo, que no tengo hijos y odio ser despertado en esas dormiciones extemporáneas que tan bien me sientan, aprecié la buena disposición del despertado, y volví al libro que llevaba entre manos. A la llegada al aeropuerto de El Prat, y puesto que la infanta y su marido viajaban en la primera fila de la cabina, el desembarco del avión, traídos prestamente los cuatro niños, con sus mochilitas individuales, hasta la puerta de salida, se hizo de nuevo con rapidez y discreción, aunque tanto la señora tal vez canaria y su marido, así como yo mismo, que desembarcamos después de ellos, pudimos ver que los Urdangarin bajaban directamente a la pista de cemento por la escalera auxiliar, al pie de la cual les esperaba una pequeña furgoneta de transporte y un vehículo de la Guardia Civil; el sargento que vigilaba la operación saludó militarmente a la Infanta cuando pasó frente a él, y ya no pude ver, al avanzar por la pasarela del ‘finger', si hubo saludo reglamentario al cónyuge.

    Nunca he sido un adepto del ‘ismo' de la monarquía, que, como todas las construcciones de fondo sobrenatural y forma dogmática, es ajeno a mi temperamento. El monarquismo, sin embargo, no me inspira el rechazo visceral que muchos amigos y otras gentes de lo más respetable profesan; históricamente siento por él la misma indiferencia que por el anabaptismo o, por poner otro caso extremo, el realismo socialista. Ese desapego no impide el reconocimiento de sus logros. Y así como al ateo más recalcitrante le resulta posible disfrutar trascendentalmente de las realizaciones pictóricas, literarias o arquitectónicas suscitadas por la teología de cualquier religión de cuya fe y ortodoxia reniega, los individuos concretos que ocupan tronos y llevan coronas que nadie o nada  -salvo un dios indocumentado o una componenda ancestral- les ha otorgado, pueden ser sujetos titulares de un poder simbólico de gran utilidad política para sus pueblos. Ese es en mi opinión el caso de la Casa Real española desde su restauración (tan anómala en principio) de 1975.

     No voy a repasar, por demasiado patentes, los errores de bulto cometidos en los últimos tiempo por el rey, y por la reina también (¿o se olvidan las palabras de tinte homófobo de Doña Sofía, nunca formalmente desautorizadas, en el infausto libro de Pilar Urbano?). La Casa del Rey parece estar ahora poniendo orden doméstico y doctrinal en asuntos que nos conciernen a todos, y eso, si queda sometido al escrutinio y el disentimiento de la ciudadanía, es positivo. Pero ahí está candente y pendiente el llamado ‘caso Noos', coincidiendo con un espíritu popular de indignación y revuelta no sólo frente a las medidas de recorte social que dicta el gobierno (o a él le dictan desde el norte de Europa) sino también contra todo privilegio, todo gasto injustificado y todo asomo de corrupción. Don Iñaki Urdangarin es, por el momento, el imputado de un delito grave y escandaloso, y el marido de la hija del jefe del estado. A ella y a su descendencia, mientras el curso procesal no sufra alteraciones, se le deben los miramientos propios de su rango; el saludo militar de la guardia civil, por decir algo de poca monta. Resulta sin embargo fundamental que la corona, que es una institución sostenida, dentro de los países democráticos, sobre un pacto simbólico, extreme en los próximos meses el cuidado del símbolo. Inaceptable sería, por ejemplo, que pudiera repetirse lo que sucedió el pasado febrero cuando el señor Urdangarin compareció en los juzgados de Palma, y el matrimonio, "por razones de seguridad", se alojó en un ala del Palacio de Marivent, que es un territorio que no pertenece a la familia Borbón sino al pueblo español. La seguridad, comprensible, del imputado y sus allegados la debe sufragar en estas circunstancias el propio interesado, sea su coste el que sea.

     Porque no hay que olvidar que, al lado de los muchísimos españoles decentes que, por principios, no quisieran tener a un monarca en la jefatura del estado, hay otros, nihilistas de extrema derecha los llamaría yo, que pretenden acabar con el sistema que ha funcionado bien casi cuarenta años y con la persona que, en sus luces y sombras, lo ha encarnado satisfactoriamente. Aquella tarde del Puente Aéreo a Barcelona, antes de despegar, tuve tiempo de leer en ‘El Mundo' el extenso reportaje en el que más de treinta "personalidades de la vida social" opinaban sobre la nueva página web de la Casa del Rey y el tratamiento que en ella se le ha dado a Urdangarín. Me llamó la atención que Federico Jiménez Losantos, con su inimitable estilo, expusiera en su respuesta lo que, me dicen los taxistas y algún amigo de manga radiofónica muy ancha, repite machaconamente en sus emisiones. Cito una de sus frases más tibias del reportaje: "El príncipe ha perdido y el rey está al lado del ladrón de su casa". Todos esperamos que se haga justicia, sin paliativos, en la resolución del caso Noos. Para restituir, para dar ejemplo y para castigar, si lo que la mayoría de la gente anticipa en la calle coincide con el dictamen de los jueces. Pero también para evitar que los rufianes de toda índole extiendan la sospecha de que no hay en nuestra sociedad morada para el justo, y ningún despacho bancario, mesa parlamentaria o palacio real libre de latrocinio.

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1 de octubre de 2012
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Shakespeare olímpico

Apagado el fragor de la competición y el brillo del metal, en Londres queda, incombustible, William Shakespeare. Qué país tan distinto al nuestro, que favorece el precio de las entradas de fútbol mientras penaliza a los ‘happy few' que quieren ir al teatro (y al cine) sin arruinarse del todo; Gran Bretaña, por el contrario, celebró con gran pompa su atracón olímpico, pero le quiso dar el espíritu de una Olimpiada Cultural muy centrada en las glorias del Cisne de Avon. El World Shakespeare Festival sembró la ciudad del Big Ben de montajes teatrales para todos los gustos (y en todas las lenguas), aunque yo, que rehuí los fastos de la quincena grande, me quedo con -y les recomiendo- la extraordinaria exposición ‘Staging the World' (‘Representando el mundo') que sigue abierta en el Museo Británico hasta el próximo 25 de noviembre.

    No se trata de una muestra sobre la vida del genio, de la que los eruditos, una raza genéticamente creada para la duda sistemática, siguen debatiendo, quitándole autorías, achacándole incorrecciones políticas de toda laya y rechazando algunos hasta su existencia real. Fuera quien fuera Shakespeare, si lo hubo, los abrumadores restos de su talento sirven de cañamazo a los comisarios de la exposición, Jonathan Bate y Dora Thornton, para presentar de modo amplio y original algo así como la temperatura social de la que surgió y la huella que dejó en el teatro del mundo, donde, obstinadamente, seguimos deseosos de escucharle al cabo de más de cuatro siglos.

    En las salas de la legendaria Sala Redonda de Lectura del British Museum, hoy sin libros ni pupitres, están los cuadros, pero no los retratos del propio autor de ‘El rey Lear', también sospechosos de inautenticidad, sino otros de contemporáneos suyos, entre los que destacan los realizados por el gran miniaturista Isaac Oliver y los de Marcus Gheeraerts el Joven, excelente artista de origen flamenco que pintó en la corte isabelina. ‘Staging the World' no es, sin embargo, una exposición pictórica, básicamente, tampoco literaria. Sus argumentos tienen más alcance, y su radio de atención iconográfica depara muchas sorpresas e iluminaciones en el recorrido. Es estupenda, por ejemplo, la sección segunda, dedicada a la melancolía renacentista, que los organizadores se encargan de hacer trascender más allá de los versos de ‘Como gustéis', su comedia de tintes crepusculares. Y tomando de punto de partida a uno de los mayores personajes femeninos de la literatura, la Cleopatra de ‘Antonio y Cleopatra', la figura histórica reverbera en sus recreaciones, así como los artilugios de hechicería mostrados se relacionan metafóricamente con la ‘obra bruja' de Shakespeare, ‘Macbeth', de la que ningún inglés cultivado osa decir el nombre, por el mal fario que se le atribuye; en la propia exposición es llamada, según costumbre, "la obra escocesa".

    Sentimentalmente, me quedé prendado de unos chapines venecianos en el apartado del influjo italiano, tan importante en el dramaturgo, y aún más de la gorra de lana expuesta, ejemplo muy modesto de la prenda que a partir del año 1571 se hizo de obligado uso en domingos y festivos para todos los varones del reino mayores de seis años. Y hay un cierre político memorable: el ejemplar en papel barato de las obras completas de Shakespeare que Nelson Mandela pudo leer en las largas horas de prisión en Robben Island. Su anotación firmada aparece junto a unos famosos versos dichos por el protagonista de ‘Julio César': "Los cobardes mueren muchas veces antes de morir".

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24 de septiembre de 2012
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