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Zonas sombrías

Por 9 de octubre de 2012 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

Si no lo hubiera leído en un reciente número de The New York Review of Books no lo habría creído. Y menos aún imaginado. Tres diferentes videojuegos confeccionados en Ucrania por la firma GSC Game World han tomado como inspiración la película de Andrei Tarkovski ‘Stalker’ y se han vendido en grandes cantidades por todo el mundo, más de treinta años después de la realización de ese film y pasados casi veintiséis de la muerte del gran cineasta. Como no soy consumidor de tales artilugios infantiles (muchos de ellos hechos, según creo, para uso de adultos), me veo incapacitado para juzgar la fidelidad de los ucranianos a la metafísica de aquella extraordinaria fábula futurista, situada en una hermética ‘Zona’ llena de charcos. Tarkovski murió joven, con 54 años, y su vitalidad ha crecido póstumamente, convirtiéndole, por encima de las chorradas del ‘play station’, en un referente clave de la ‘cinematografía del silencio’, rama tan antigua como el mismo cine pero hoy -por contraste con el griterío estridente de las últimas tecnologías fílmicas- muy en boga entre las minorías, entre las que me cuento.

     Como suele pasar con los muertos, sobre todo si son sublimes y prematuros, la herencia de Tarkovski está muy disputada; directores remotos, desde Tailandia a Islandia, reclaman su paternidad, aunque, lógicamente, los hijos putativos le salgan con más facilidad en su Rusia natal. Aleksandr Sokurov pasa por ser el primogénito indiscutible, pero una buena parte de la crítica internacional saludó en el año 2003 la aparición de un joven director siberiano, Andrey Zvyagintsev, como la llegada del heredero del dios muerto. La película que dio pie a esa filiación apresurada se llamó ‘Vozvraschenie’ y se estrenó en España bajo el título de ‘El regreso’, y a mí mismo, quizá contaminado entonces por el qué dirán, me pareció un poco ‘tarkovskiana’: la gravedad sintomática de los niños, tan importantes en las primeras obras del maestro, la lírica desnuda del paisaje, la parsimonia. Se trataba en cualquier caso de una primera obra de notable calidad, que ganó premios importantes pero no por ello hizo de Zvyagintsev un nombre familiar entre los cinéfilos. Ahora, tras haber filmado en 2007 otro largometraje no estrenado aquí, ha llegado en medio del verano más tórrido su tercera película, ‘Elena’, para convencernos de dos cosas: Zvyagintsev es como mucho un sobrino segundo de Tarkovski, y tiene un talento refinado y hondo, sutil y fosco, que le pone en riesgo de ser orillado entre las modas de temporada y los ‘indies’ rutilantes. Baste con decir que ‘Elena’, mostrada en el festival de Cannes del año 2011 (aunque no en la sección oficial a concurso), pasó allí bastante desapercibida, mientras que bodrios del tamaño de ‘El árbol de la vida’ de Malick o aplicados ejercicios formalistas como ‘Drive’, ‘Take Shelter’ o ‘The Artist’ eran, además de premiados, enaltecidos.

    En una entrevista con motivo del estreno de ‘El regreso’, Zvyagintsev, después de contar sus inicios como actor, estudioso del jazz y accidental realizador de videoclips, manifestaba su gran admiración por ‘La aventura’ de Michelangelo Antonioni, un film que, venía a decir, había él prefigurado antes de verlo en una clase del Instituto de Cinematografía de Moscú, o, tal vez, el propio Antonioni realizó pensando en espectadores como él. Lo cierto es que en la construcción del encuadre y en ciertas medidas del tempo narrativo, el cineasta siberiano parece más ‘antonioniano’ que ‘tarkovskiano’, si bien  hay en Zvyagintsev una resonancia litúrgica imposible de encontrar en la filmografía del italiano, el más materialista y descreído de los grandes del cine de su época.

    Claro que la liturgia y hasta los rasgos de devoción que hay en la trama pueden ser emanaciones documentales del marco histórico, la Rusia actual, que el director refleja en su historia. Y es que ‘Elena’, a partir del momento en que deja de importarnos su drama familiar y el apunte de intriga criminal, se define como una rica y ambigua parábola contemporánea, ofreciendo, en ese espléndido final del bebé encima de la cama del muerto involuntario que ha traído la riqueza a sus padres, el corolario de una sociedad sin valores, sin héroes, sin más finalidad que la supervivencia tribal de los individuos, adormecidos en la banalidad del entretenimiento doméstico representada por el perpetuo bucle de los programas televisivos al modo de una Tele 5 eslava.

     Todo eso lo plasma Zvyagintsev con delicadeza y detenimiento, desde el arranque del film con los pájaros en las ramas de un árbol (un plano que se repite casi simétricamente al final) hasta los ritos y acciones cotidianas (los desayunos, la iglesia, el gimnasio, la compra de los alimentos). A veces nos preguntamos el porqué de una duración que, en un cineasta tan preciso y exigente, no puede deberse a un descuido de montaje. Una cierta morosidad es intrínseca al arte del silencio, pero ¿qué puede significar el extenso plano en que la enfermera cambia las ropas de cama de Vladimir, que ha superado su accidente vascular y acaba de dejar el hospital? En ese inexplicable gesto plástico y en los pájaros posados sobre las ramas del árbol que hay junto a la casa donde se desarrolla principalmente la acción de ‘Elena’ quiero ver el misterio de una teogonía. ¿La que fundó, sin sacerdocio, Tarkovski?

      Un componente sorprende en esta fascinante alegoría de la corrosión moral. La música. El director ha elegido como continuo un movimiento de la Tercera Sinfonía de Philip Glass, que puede parecer antitético y antipático. El ‘crescendo’ repetitivo y un tanto hipnótico del compositor norteamericano funciona, sin embargo, estupendamente como melodía inquietante, tensa, desde que acompaña el primer viaje en tren de la protagonista Elena. Nos pone sobre aviso de que, bajo la superficie, no hay costumbrismo quieto ni naturaleza muerta en el sombrío drama pintado sin tremendismo, sin chafarrinón.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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