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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Amor griego en Mallorca

En abril de 1957, un Baltasar Porcel de apenas veinte años le escribe a Lorenzo Villalonga desde el cuartel de Marinería de Cartagena. El muchacho mallorquín, que está haciendo el servicio militar en la península, había conocido un año antes en Palma al autor de ‘Bearn', cuarenta años mayor que él, y con esa carta comienza una fascinante correspondencia; les separa, además de la edad, la clase social y el estilo, de vida y de escritura, pero entre 1957 y 1976, fecha de la última que le dirige Porcel a Villalonga (fallecido en 1980), se desarrolla entre ambos una novela epistolar que bien merece el título del libro hace unos meses publicado, ‘Les passions ocultes' (Edicions 62), un volumen de más de ochocientas páginas redactadas en su gran mayoría en castellano.
Porcel tituló ‘Las pasiones ocultas' el interesante prólogo a la reedición póstuma de una de las novelas más singulares de Villalonga, ‘El ángel rebelde', cuyo protagonista Flo La Vigne, presente en otros libros del autor, era un trasunto de la figura del joven Baltasar, no siempre complacido con el retrato que el ‘senior' hacía de él en la ficción. Y en ese prólogo Porcel aborda con franqueza lo que de un modo subrepticio late en la correspondencia, la homosexualidad: "jamás supe por boca de nadie nada en este aspecto que pudiera implicar a Villalonga, ni él nunca se me manifestó en nada parecido. Pero aleteaba en sus ideas, sus actitudes, sus celos, incluso en sus afectuosos golpecitos en la espalda, un deje comprometedor...¿Provenía esa ambivalencia de un esnobismo de los años 20, como el culto a la gimnasia?"
La gimnasia es un motivo que aflora una y otra vez en las cartas de Villalonga a Porcel, siempre llamado en el encabezamiento Odín, un "nombre de dios y de niño" que era el pseudónimo de los comienzos periodísticos del segundo. "Querido Odín, no te dejaré en paz hasta que tengas el perímetro torácico, la presión arterial y los eritrocitos que te corresponden. Esto para que triunfes en el mundo" (carta del 16-XII-58). Hay que recordar que el gran novelista era médico (psiquiatra, no endocrino), y sus consejos al joven discípulo adquieren a menudo un rango paternal y benevolente, no exento en ocasiones de la malévola ironía de sus obras de creación. Queda claro, con todo, que la prestancia corporal de Odín le importa; le receta jarabes fortificantes, le aconseja la práctica prudente de la gimnasia sueca, y le urge a afeitarse el bigote y la barba, con los que estropea su "aire angelical". La salud, la estética, la protección (abundan, y a veces cansan, las trama conspiratorias para hacerle ganar al joven concursos literarios o puestos de trabajo) y por supuesto el magisterio, pues no sería el Doctor Villalonga un buen mentor si faltaran en sus cartas (que forman la mayoría del libro; muchas de Porcel se perdieron) la guía de lecturas y el aleccionamiento literario, casi siempre sagaz; el programa, en suma, no sólo para crecer más sano sino para llegar a ser mejor artista.
El personaje protagonista del libro es el de Villalonga, sarcástico, escéptico, castamente atraído por su joven y apuesto amigo a la vez que hiriente y desdeñoso en ciertas alusiones a homosexuales a los que trata, en la ciudad y en la consulta; un antimoderno nada parroquial, exquisito en sus gustos librescos y buen aficionado al cine, que comenta con regularidad. Sería injusto, sin embargo, pasar por alto la potencia dramática de algunas de las cartas de Porcel en la primera época de relación, antes de que un asunto de vanidoso recelo ante ciertas críticas literarias que le hizo Villalonga les distanciara de modo irremediable. En 1958, por ejemplo, Odín se dirige a su "Querido Don Lorenzo" y le reconoce cómo su influjo, sus palabras, su ejemplo, afectaron al joven que "vivía atado a un mundo de oscuridades, miedos, perezas, tonterías", haciendo "de las oscuridades evidencias, de los miedos firmeza, de las perezas trabajo, de las tonterías estudio". Y dos años más tarde, de nuevo Porcel resume con elocuente emoción en otra carta la esencia de esa transmisión de saberes y de valores que fue el fundamento afectivo de la academia griega: "todo lo que ha recorrido Vd. -real y valedero para Vd- es ahora mío, y lo he hecho mío de acuerdo con lo que yo soy". De ese modo, el maestro perdura en el alumno sin desnaturalizarle: "Aparte de mi intrínseco ser, soy también sus enseñanzas".
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18 de septiembre de 2012
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El parque de las almas

No hay drama, en el caluroso día festivo, cuando te acercas entre una multitud de pantalón corto y gorra, pero aun así apenas bullanguera, al Memorial del 11 de septiembre (9/11 en las siglas americanas). Tampoco la mayoría de los visitantes que hacen cola, provistos de su pase gratuito, conocerá la intriga, a veces cruel, que ha precedido y sigue manifestándose en la construcción de este parque conmemorativo que es ya, en su estado incompleto, una de las grandes atracciones turísticas de Nueva York, aunque, al contrario que todo lo demás en Nueva York, sea gratuita y no suponga pagar impuestos ni propinas. El pase, ‘Visitor Pass', se consigue con facilidad a través de la recepción del hotel, si eres turista, o solicitándolo a una página web que funciona con la minuciosa precisión que el mundo anglosajón suele darle al papeleo. La visita merece cualquier pena.

     La intriga, en más de una ocasión conspiratoria, del ‘9/11 Memorial' la cuenta muy bien  -inevitablemente como una intriga ‘in-progress'-  el excelente crítico Martin Filler, en el capítulo correspondiente de su libro ‘La arquitectura moderna y sus creadores", que aquí publicará en octubre Alba. Su texto es novelesco, y los protagonistas de su ‘thriller' inmobiliario tienen nombre, el de los alcaldes y gobernadores implicados (Giuliani, Bloomberg, Pataki, Spitzer), los arquitectos agraciados o perjudicados (Libeskind, Foster, Rogers, Calatrava, Childs, Arad), los contratistas con ánimo de lucro, en especial el promotor Larry Silverstein, afectados todos por algo que da a ese capítulo de Filler su valor añadido de cuento de fantasmas: el permanente halo de las 2983 víctimas, si se suman a las producidas por los pilotos suicidas de septiembre de 2001 las que hubo, allí mismo, en las más olvidadas explosiones de febrero de 1993. De los fallecidos en las Torres Gemelas hay memoria real y presencia figurada, pero los familiares han formado un ejército doliente y militante que vigila cada fase de la edificación del Memorial y se expresa y actúa con vehemencia cuando sienten que el espectáculo o la codicia desvirtúan el gesto conmemorativo. Y las autoridades neoyorkinas y nacionales escuchan a los vivos; por la gran dimensión de esa tragedia en la conciencia norteamericana y porque en el solar donde hoy se elevan varias de las edificaciones proyectadas han quedado los restos sin identificar de casi una mitad de las 2977 personas que perecieron en septiembre de 2001. "¿Cómo vamos a construir nada en el lugar donde lloran sus almas?", dijo con dramática elocuencia la viuda de uno de los eternamente desaparecidos.

    Olvidémonos en el recorrido de los nombres protagonistas de esta novela negra, entre otras razones porque no es seguro que todos ellos sigan siéndolo el día en que el relato al fin termine. La obra de Santiago Calatrava, un centro de operaciones de tránsito, aún no despunta, la hermosa torre, World Trade Center 2, diseñada por Norman Foster, 88 pisos rematados por cuatro segmentos que se abren al cielo como fauces en grito, se ha pospuesto y nadie sabe si se llevará a cabo, y Daniel Libeskind, el proyectista original del complejo, hace años que perdió el control de su desarrollo, y ha tenido que ver cómo la torre por él ideada, la World Trade Center 1, era desnaturalizada por su sustituto, David Childs, y perdía su simbólica referencia a la Estatua de la Libertad; lo que ahora se alza de esa Torre 1, que es mucho, no pasa de ser un edificio poco distinguido que estará en su día coronado por una gigante aguja metálica, a modo de símil fácil de las que hay en los dos célebres hitos de Nueva York, la torre Chrysler y el Empire State Building. Por no hablar de los políticos en ejercicio, cuya condición efímera conocemos los ciudadanos de cualquier país que somos a la vez votantes.

      Sin embargo, y pese a su enrevesada génesis, su inacabamiento actual y el conflicto de sus peripecias, el Memorial 9/11 posee ya un hálito que nos llega y nos conmueve. Uno entra en el recinto, jalonado por las siluetas de hormigón y cristal de aquello que está en obras, y advierte dos colores dominantes, el verde de la superficie y el negro excavado en el suelo. El verde corresponde al arbolado del parque, la plantación de robles blancos de California que aún han de crecer y hacerse más frondosos, y el ‘Survivor Tree' o árbol superviviente, un peral de flor que originalmente estaba en el jardín de la plaza interior situada entre las dos torres abatidas y que las brigadas de salvamento encontraron, dañado pero no muerto, en las ruinas humeantes de la llamada Zona Cero. Como un herido más de la masacre, el peral fue atendido y sanado en otro parque-hospital de la ciudad, hasta que renació y floreció de nuevo cada primavera, sobreviviendo también a los efectos de una devastadora tormenta sufrida, en su vivero provisional, en marzo de 2010. En diciembre de ese año el ‘Survivor Tree' fue replantado en el Memorial 9/11, donde hoy tiene un sitio de honor cerca del lado oeste de la Piscina Sur.

     Y así llegamos al punto culminante de nuestra historia, situado en las dos inmensas piscinas que ocupan el perímetro exacto donde estaban las moles gemelas desplomadas. En esas piscinas o fuentes, en su hermoso y sobrio granito negro, en sus parapetos grabados, en el fluir moroso de un continuo canal de agua que forma una cascada sin estruendo y un lago sin profundidad, se guarda el luto, y en lo que constituye su mayor logro estético, los anchos pozos centrales por los que cae el agua a un fondo insondable y sombrío, se da la imagen más elocuente de la pérdida, de la oquedad y la carencia. No el olvido. Para desafiar al olvido se dispuso que los nombres completos de todas las víctimas de los dos atentados del World Trade Center, unidos en la Piscina Sur a los de los muertos en los vuelos pilotados por terroristas que se estrellaron en Pensilvania y Washington, estén inscritos en letras de bronce en los rebordes, también de piedra negra, que flanquean las piscinas, siguiendo en su disposición una "contigüidad con significado" pedida asimismo por los familiares para los casos en que sus seres queridos tenían vínculos de amistad, de amor o de pertenencia religiosa y social con otros fallecidos. La letanía onomástica, que el visitante paciente se demora en leer, lejos de ser grandilocuente queda al contrario como la estela fúnebre de un numeroso grupo de seres erradicados de golpe de la vida y persistentes, de ese modo rotundo y escueto, en la materia escrita de su identidad.

     La gran paradoja narrativa del Memorial 9/11 es que los arquitectos-artistas, las celebridades, no son, al menos hasta ahora, los que han contribuido a crear el espíritu del lugar. En el caso de Foster y Libeskind, como hemos dicho, por la radical enmienda o incertidumbre de sus proyectos; en el de Calatrava, por la imposibilidad de juzgarlo antes de que pueda verse si el valenciano se repite a sí mismo, como a menudo hace, o trasciende sus líneas aladas. Los artífices más relevantes son comparativamente oscuros, el consorcio Davis Brody Bond, que firma el Museo Conmemorativo, y el arquitecto de origen israelí Michael Arad, quien hasta ganar el concurso de los dos monumentos acuáticos diseñaba, a sueldo de la municipalidad, comisarías para el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. La parte substancial, ya construida, del Museo de Davis Brody Bond, pese al rutinario ‘déjà vu' de su estructura, imbrica con gran eficacia evocativa en el atrio de entrada los dos tridentes, colosales columnas en forma de tenedores de acero, rescatados de la fachada original de las Torres Gemelas. Arad, que ha trabajado en colaboración con el paisajista Peter Walker, encontró en las dos piscinas sentido y sentimiento. El eco de las almas sollozantes, las de los vivos y las de los muertos.

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3 de septiembre de 2012
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Entre camp y Duchamp

En la primavera de 1963, Andy Warhol se compró una pequeña cámara de 16 mm. y empezó a filmar en su estudio de la calle 47 Este lo que pululaba a su alrededor, amigas muy dispuestas a desnudarse ante el objetivo, muchachos aspirantes al estrellato y a la protección económica de los hombres mayores, ‘travestis' de la época heroica anterior al reinado de las ‘drag queens' y alguna figura más consistente de la vanguardia neoyorkina, como el poeta John Giorno, que es el protagonista de ‘Sleep', uno los primeros films de Warhol y quizá el más famoso de los que nadie ha visto (al menos enteros): dura seis horas, durante las cuales Giorno duerme y la cámara recoge su plácida dormición en plano fijo, sin florituras ni cortes de montaje. Ese primer año de su actividad cinematográfica, 1963, es el que más le debe al rigor ‘voyeurista' y al espíritu del escamoteo de Marcel Duchamp; pronto, en 1964, y a velocidad sorprendente, Warhol empieza a introducir en su estilo el ‘camp', el color, el sonido y los géneros cinematográficos (o su ridiculización), llegando en tal mezcolanza a 1967, en que da por terminada  su actividad como director.

      Hay un verano ‘warholiano' en Madrid, con la interesante exposición fotográfica ‘De la Factory al mundo' y el ciclo no exhaustivo (Warhol firmó más de cien películas, cortas y largas) pero muy representativo de su filmografía en la Filmoteca Española. Y así como las fotografías tomadas por él o con él tienen una presencia histórica acrecentada, además de un ‘zeitgeist' lleno de morboso encanto, las películas resultan más efectivas sin verlas, sólo oyendo de algún espectador valeroso que las haya soportado el recuento de lo que tratan: los besos en primer plano de un buen número de parejas hetero y homosexuales de ‘Kiss' (1964), el sueño eterno de la citada ‘Sleep', los 26 minutos del rostro de un joven rubio pasando del gusto al éxtasis y del tedio a la tristeza post-coital en ‘Blow Job' (1963), una supuesta mamada sin boca ni sexo visibles, o los retratos en borrador que llamó ‘Pruebas fílmicas' (‘Screen Tests'), entre los que destacan el de un casi niño Lou Reed de traza inocente y el de Susan Sontag, que tiene el mérito de conseguir que la escritora haga el indio ante la cámara, con muecas y un posible canturreo burlesco que indican un humor rara vez manifiesto en ella.

     Las cintas que peor han soportado el paso del tiempo son las que aspiran a la narrativa o al chiste entre comillas. El ‘camp' es el triunfo del estilo epiceno, como dijo en su memorable ensayo de 1964 la Sontag, pero en esas películas Warhol se mueve torpemente entre el camp y el duchamp; los siete minutos que tarda el  travesti Mario Montez en comerse dos plátanos como si fueran dos penes en las dos versiones de ‘Mario Banana' (1964), una en color y otra en blanco y negro, se nos atragantan como una eternidad, ‘Horse' (‘Caballo',1965) es la tediosísima historia de unos vaqueros adolescentes que se tocan, se tiran vasos de leche encima y dicen sandeces ante la figura elevada de un bello corcel que no se mueve del sitio, y ‘Lonesome Cow-boys' (1967), intento de parodiar el western en el que fue su último largometraje como autor total y su mayor éxito en salas restringidas, ha envejecido cruelmente, hasta el punto de que lo más gracioso que se dice en ella es esta réplica de Taylor Mead: "¡Sheriff! Ese cowboy lleva rímel, está fumando hachís y se le ha puesto dura".

     Como hombre de su tiempo que fue, a Warhol le interesó mucho la pornografía, buscando en ella, una vez más, el simulacro o el sabotaje, en una estudiada lógica de la frustración de raíz ‘duchampiana'. Tiene momentos chispeantes ‘My Hustler' (‘Mi chulo', 1965), en la que un homosexual rampante (Ed Hood) invita a su casa de la playa a un rubio espigado (Paul America) que ha contratado a través del servicio "Chulos por teléfono", despertando con el poderío carnal del muchacho la codicia de su amiga Genevieve y su vecino Ed MacDermott, prostituto éste de larga trayectoria y mucho ‘savoir faire' que trata por un lado de robarle el novio de pago al dueño de la casa y darle de paso al aprendiz Paul lecciones de alto puterío. Como de costumbre en el cine de Warhol, la repetición (de diálogos, de encuadres, de tomas) produce la exasperación, aliviada por el hallazgo de una frase ocurrente, tal vez improvisada, o un descuido formal que despierta nuestra ternura más que nuestro desaire.

   Cuando, a partir de 1968, Warhol produjo y supervisó las películas dirigidas por su discípulo Paul Morrissey (‘Flesh', ‘Trash', ‘Heat'), todo cambió, a favor de la pornografía y en detrimento del espíritu de la vanguardia más escolástica. Esa estupenda trilogía pudo leerse en su tiempo (se estrenaron las tres en cines comerciales, y dieron que hablar fuera de los círculos cerrados) y sigue siendo hoy el relato explícito de un universo cuyos perfiles Warhol había cuidadosamente difuminado para que no se viera su insignificancia. Los personajes siempre desnudos y promiscuos y drogados de Morrissey, sobre todo los de la que es su obra maestra, ‘Flesh', proceden de la Factory warholiana y no tienen razón de ser fuera de su efímero y volátil territorio. Pero en esas escenas elegantemente rodadas y escritas con voluntad de comedia, vemos, al menos por el espacio de un par de horas, todo lo que el pintor ‘pop' por excelencia se pasó su recortada vida tratando de potenciar y de sesgar, de sacar a la luz de la fama y velar.

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30 de julio de 2012
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Electra sin los dioses

Electra es, junto a Medea, Antígona o Fedra, una de las heroínas que más ha inspirado a los dramaturgos posteriores a la tríada de grandes trágicos griegos.

Por hablar sólo del siglo XX, autores como Eugene O´Neill, Hugo von Hofmannsthal, Jean Giraudoux, Jean-Paul Sartre, Marguerite Yourcenar o Virgilio Piñera volvieron al fundamento de los trágicos helenos para reelaborar, cada uno a su modo y tomando como modelo principalmente a Sófocles y a Esquilo, el personaje de la atribulada princesa y su contexto.

     Al escribir la obra ahora estrenada en el Teatro Romano de Mérida partí con amplia libertad de concepto y forma de la variante argumental de Eurípides, desarrollando una tragedia familiar que rememora hechos de la antigüedad sin perder resonancia en nuestra conciencia contemporánea. Junto al personaje titular de la atribulada hija de reyes movida por un impulso moral superior al de la venganza, late el espíritu de la casa de los Atridas afectando a los demás protagonistas, Orestes, Clitemnestra, el Ayo o el labrador al que he llamado Alceo, que introducen un elemento cómico.

     Corifeos y dioses han desaparecido de esta Electra, en la que el ansia de justicia, la lucha del poder, las diferencias sociales, la mentira y un profundo amor a veces malsano constituyen la trama celeste de un mundo de criaturas terrenas.

 

Foto: Jero Morales

 

Foto: Jero Morales 

 

La obra teatral Electra estará en cartel en Mérida hasta el domingo 29 de julio, dirigida por José Carlos Plaza e interpretada, en los principales papeles, por Ana Belén, Julieta Serrano, Fran Perea, Carlos Alvárez-Novoa y Juan Fernández.

 

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26 de julio de 2012
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Greco-romanos

Por razones personales de índole profesional he pasado los últimos cinco meses leyendo a los verdaderos maestros antiguos, los trágicos y cómicos grecolatinos, los filósofos con y sin obra escrita, los epicúreos y los estoicos, los historiadores de las grandes conquistas y los cronistas de los imperios caídos, los epigramistas más salaces y los moralistas más adustos. Casi todos los escritores, y muchos lectores (algunos sin saberlo), vuelven siempre a esos maestros fundadores, de los que no podemos escapar. La literatura dramática, la poesía tanto amatoria como épica y el pensamiento posterior deben sus fundamentos a los griegos, y también a sus más inmediatos seguidores romanos; varias de las obras mayores de Shakespeare no existirían sin Ovidio, y es más que dudoso que sin Séneca y Cicerón la cabeza de Montaigne hubiera pensado lo que pensó. Por no hablar, entre nosotros, de Garcilaso y Góngora, de Calderón y Gracián, en una línea de influjo y relectura que llegó ininterrumpida y fructíferamente hasta el siglo XX. O hasta hoy, tal vez.

      Estamos en pleno verano, y sigue de moda, por lo que veo en los trenes y los autobuses, la novela histórica de usar y tirar. Qué pérdida de tiempo. Por el mismo dinero que cuesta uno de esos refritos mastodónticos, el lector podría pasárselo igual de bien, incluso en la playa, con libros infinitamente superiores en calidad y emoción, editados con solvencia y muchos en asequibles ediciones de bolsillo que suelen contar, además, con excelentes traducciones; si los planes boloñeses y autóctonos no lo tuercen, en España hay una magnífica escuela de estudiosos y traductores del griego y el latín. ¿Por qué conformarse con las imitaciones adocenadas, pudiendo leer a los originales?

     No voy a pretender que los diálogos de Platón o las meditaciones de Marco Aurelio sean lo más adecuado antes de la paella que espera en el chiringuito. Quizá esos autores se degusten mejor en un atardecer de invierno. Pero conozco pocas sagas igual de trepidantes que los ‘Nueve libros de la Historia' de Heródoto, la ‘Anábasis' de Jenofonte, los ‘Anales' de Tácito, la ‘Historia de la fundación de Roma' de Tito Livio, las ‘Vidas de los Doce Césares' de Suetonio o las ‘Vidas Paralelas' de Plutarco, y estas últimas pueden ser leídas, dada su independiente estructura capitular, incluso mientras la madre o el padre vigilan las andanzas de su pequeña prole armada de cubo y pala en la orilla.

       Y qué héroes y heroínas. Uno de los libros de George Steiner que prefiero es ‘Antígonas', formidable recuento de los orígenes míticos y los tratamientos modernos de esa atribulada figura femenina. Junto a ella están Edipo y Medea, Agamenón y Fedra, Penélope y Aquiles, Ifigenia y Paris, Odiseo y Andrómaca, Casandra, Helena, Lisístrata, Orestes. Nombres que siguen vivos en la literatura, pero que también habitan nuestra imaginación y nuestra conciencia, a modo de parientes ancestrales que nos señalan anticipadamente la raíz de nuestro modo de ser, la capacidad infinita de nuestros deseos y el peso grave de nuestras angustias. Ellos son, al igual que sus creadores Homero y Aristófanes, Eurípides o Esquilo, nuestros contemporáneos.

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24 de julio de 2012
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Invisible, imposible

En 1995, hace ahora exactamente diecisiete años, se publicó en Francia uno de los libros más extraordinarios que existen sobre un asunto ya con un eterno retorno, cine y literatura.
Titulado por Christian Janicot, su compilador y prologuista, ‘Anthologie du Cinéma Invisible', consistía en una selección de cien guiones cinematográficos nunca filmados y en su mayoría escritos -precisamente- para no ser llevados a la pantalla. Janicot, que los rastreó por todo el mundo, encontrando no sólo a los grandes nombres sino a artistas también menos consagrados, logró además que el editor Jean Michel Place produjera un volumen de gran formato y casi setecientas páginas de bellísimo (y nada decorativo) diseño con la intención de
rendir homenaje al centenario del nacimiento del séptimo arte, que se fija, redondeando fechas debatidas por algunos historiadores, en 1895.

De los cien poetas, novelistas, filósofos o artistas plásticos que Janicot halló y publicó, doy unos cuantos nombres indicativos, para señalar la importancia del libro: Apollinaire, Savinio, Pirandello, Céline, Duchamp, Lorca, Pavese, Sartre, Magritte, Ginsberg, Perec, Zweig, Mandelstam, Fondane, Gómez de la Serna, Döblin, Maiakovski, Klaus Mann, Gertrude Stein, Soyinka, Artaud. Todos ellos, y los que no nombro, tuvieron en algún momento de su vida un sueño fílmico, la escritura de un texto literario pensado para la cámara, sin que hubiera detrás de su sueño un productor, un equipo técnico ni unos actores, aunque alguno de los seleccionados (como Brecht, Brossa o Sartre) sí escribieron, por encargo, guiones de cine -digámoslo así- comercial, para Fritz Lang, Pere Portabella y John Houston, respectivamente. Pero esos guiones no los recoge Janicot, quien propone en su antología el mapa fabuloso de un tesoro que nunca se amasó; las páginas escritas eran las pistas para llegar a él.

Muy distinto es el caso de la película que, con muy buena acogida periodístico-humanitaria y muy pocos espectadores se ha estrenado recientemente, y que en España lleva por título  ‘Esto no es una película' (‘In film nist' es su título original). El director Jafar Panahi no sueña el film irrealizado, sino que lo enuncia y lo relata, por razones que merecen toda nuestra simpatía y solidaridad. Como es sabido, el régimen teocrático imperante en la antigua Persia persigue sañudamente no sólo a las mujeres y a los disidentes; el cine, por su resonancia, está en el punto de mira de los ‘ayatolas' de distinto pelaje que allí se disputan el poder, habiéndose producido la triste paradoja de que en los últimos veinte años los festivales internacionales, las semanas de cine, las cinematecas y las revistas especializadas del mundo ‘libre' programan reverencialmente, premian y ponen por las nubes las obras de un plantel de cineastas iraníes, hombres y mujeres, que en su propio país carecen de público y no pueden mostrar, bajo ningún concepto ni formato, sus realizaciones. Este cine creado en un ‘vacuum' y dirigido a la galería occidental lo financian en gran medida productores europeos, en una iniciativa encomiable, aunque yo, a título personal, exprese aquí la opinión de que los Kiarostami, Makhmalbar (padre, hijas y esposa, todos ‘metteurs en scène'), Neshat, Panahi ‘et alia',  están sobrevalorados.

Jafar Panahi fue encarcelado por el régimen del siniestro Ahmadineyad y sólo por la presión internacional liberado el 25 de mayo de 2011, tras llevar a cabo una huelga de hambre y haber sido detenidas por más breve tiempo su mujer y su hija. Al salir de la cárcel, el gobierno le confinó en su casa bajo arresto domiciliario, del que Panahi, valerosa e imaginativamente, se quiso ‘fugar' grabando con el móvil y una pequeña cámara digital, dentro siempre del recinto del piso, el esqueleto (o escaleta) de la siguiente película que pensaba hacer. Como espectador nada entusiasta de los anteriores largometrajes suyos que conozco (‘El globo blanco' y ‘El espejo'), no puedo aventurar si esa película imposible, de haberla hecho cumplidamente, me habría gustado. En cualquier caso, lo visto ahora en los cines de Europa, con una breve duración de 75 minutos, resulta a mi juicio de escaso interés. 

   Panahi, que es sin duda un cineasta avezado, intenta sacar el máximo provecho a sus limitaciones, teniendo en la cabeza (tal vez) el modelo de Hitchcock en dos de sus más notorios
títulos, ‘Náufragos' (‘Lifeboat', 1944), que trascurría toda en un bote salvavidas donde se apiñan nueve supervivientes del naufragio de un paquebote, y ‘La soga' (‘Rope', 1948), filmada íntegramente en el decorado interior de un piso de Manhattan y, para rizar aún más el rizo de lo difícil, en siete planos-secuencia. Los resultados no pueden ser más distintos. Desoyendo (en esto) el consejo ‘hitchcockiano', Panahi da cierta relevancia a un perro, el de la vecina recalcitrante, y a una iguana que, por algún motivo inexplicado, la familia Panahi alberga en su casa. También se ven en la televisión, a modo de correlato objetivo, las imágenes de la tragedia nuclear de Fukushima, si bien la mayor parte del metraje se consume en conversaciones telefónicas explicativas y farragosas, sostenidas por el director con su voz monocorde y de apagado timbre. El desenlace del joven estudiante que recoge piso por piso la basura, al principio intrigante, se alarga demasiado, y acaba pesando. ‘In film nist' respira cuando en sus últimos planos, tomados desde el portal del edificio, la camarita de Panahi enfoca los disturbios y fuegos que se están produciendo, realmente, en la calle. La vida exterior, borrada a la fuerza por la censura, irrumpe en una película que sólo entonces, durante pocos segundos, llega a serlo.

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10 de julio de 2012
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Monteverdi y los monstruos

Krzysztof Warlikowski, el director de escena de ‘L´incoronazione di Poppea' que se ha visto (entre entusiasmos y protestas del público) en el Teatro Real de Madrid, introduce su excelente montaje de la obra de Monteverdi con un prólogo situado en una universidad americana. El decorado moderno de una sala de estudio resulta, a lo largo de la representación, muy elocuente para reflejar la inmensidad del palacio imperial, el secreto de las estancias privadas y el peligro de una Roma dominada por la conspiración y el deseo. El trabajo de Warlikowski, de quien recuerdo con entusiasmo su puesta en escena ‘davidlynchiana' del ‘Rey Roger' en el mismo Real hace poco más de un año, siempre interesa y sorprende, aunque en este caso el prólogo en sí, una lección magistral del filósofo Séneca a sus alumnos, resulte tal vez un poco alargada.
La ópera de Monteverdi, una de las obras fundamentales de la historia de la música vocal, ha tenido muchos y distinguidos intérpretes, palabra que en este caso adquiere connotaciones muy especiales: de la partitura original se conserva la línea melódica pero no la orquestación, por lo que los directores que la han grabado (y ahí están los nombres de Harnoncourt, Karajan, Leppard, René Jacobs y Eliot Gardiner, entre otros) han tenido en cada ocasión que reinventar los instrumentos que acompañan el canto. En esta nueva versión, rebautizada ‘Poppea e Nerone', el director de orquesta Sylvain Cambreling ha trabajado con el compositor belga Phillipe Boesmans, quien ha elaborado con una fidelidad llena de libertades un nuevo tratamiento de la música ‘monteverdiana', usando instrumentos como el armonio, el piano, el saxofón, y dándole mucha importancia a la percusión y al sintetizador. El resultado suena a nuevo pero nunca cae en el desplante ni en el ‘pastiche'.
En una entrevista incluida en el programa de la función, Cambreling dice algo muy singular sobre el director de escena Warlikowski: "En su trabajo, por ejemplo, no tiene la menor dificultad en apreciar a los monstruos". Es un buen principio cuando se trata, como en este caso, de plasmar escénicamente una galería de personajes que actúan siempre al borde del paroxismo, movidos frenéticamente por sus pasiones -carnales y políticas- y decididos a vivir los extremos sin atender al peligro ni a las conveniencias. El diseño de los personajes (Séneca, Lucano, la nodriza Arnalta, aparte, naturalmente, de los más centrales Nerón y Popea) es nítido y osado, en una doble tarea de significación musical y dramática en la que se agradece el buen entendimiento, por no decir la complicidad, de los músicos Boesmans y Cambreling, que dirige a la estupenda agrupación contemporánea del Klangforum de Viena, y los dramaturgos, Christian Longchamp y Jonathan Littell, el premiado novelista franco-americano autor de ‘Las Benévolas', cuyos efectismos literarios aquí por fortuna no chirrían como en aquel libro.
Claudio Monteverdi y su extraordinario libretista Francesco Busenello apropiadamente dominan, como un ‘deus ex machina', todo lo que sucede en el escenario del Real. Ellos dos crearon, en la que sería obra final del compositor de Cremona, la galería de monstruos enamorados, y la posteridad, que no se cansa de revisitarlos, nos los devuelve vistiéndolos cada vez con un ropaje revelador de la calidad sublime de este drama con música que dio fundamento a la ópera futura.

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2 de julio de 2012
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Virtuosa del mal

De todas las malas de la antigüedad romana, Popea ha dejado seguramente una estela menos mefítica que Mesalina, Herodías, Agripina, Volumnia (la semi-legendaria madre destructiva del ‘Coriolano' de Shakespeare), o, a su distante modo faraónico, Cleopatra. Popea Sabina (hija de otra Popea Sabina de vida sólo algo menos turbulenta que la suya) fue glosada, sin eufemismos, por los grandes cronistas latinos, Cornelio Tácito, Dión Casio, Suetonio, y fuera de esa alta literatura histórica también figura destacadamente en una superproducción cinematográfica que amenizó nuestra infancia y las cadenas públicas siguen pasando religiosamente en Semana Santa. Me refiero, claro está, a ‘Quo Vadis?', la película filmada en 1951 por Mervin LeRoy con un reparto de grandes nombres, Robert Taylor, Deborah Kerr, Peter Ustinov, Leo Genn, Marina Berti, y en el que el rol de Popea lo encarnaba una actriz menos estelar pero de calidad, Patricia Laffan, procedente de los escenarios londinenses. Al igual que la emperatriz de la historia, pero con las libertades de Hollywood, la Popea fílmica se siente muy atraída por los ejércitos, representados en este caso por el tribuno Marco Vinicio (Robert Taylor), que vuelve victorioso de una campaña y, al enamorarse de la meliflua cristiana Ligia (la Kerr), despierta los celos vengativos de Popea, que lo desea. La trama de amor y sadismo, con incursiones en el género gladiador (célebre fue la escena del buen salvaje Ursus enfrentado a pecho descubierto a un toro bravo) trascurría, como muchos recordarán, sobre el trasfondo de una Roma aparatosamente incendiada, los recitados lánguidos del Nerón de Ustinov y la flema, realmente británica, del Petronio de Leo Genn.
Pese a esos oropeles del celuloide, Popea desempeña un gran papel de ficción gracias a la música, ya que, sin llegar a la abundancia operística de su augusto cónyuge, ha dejado gracias a Monteverdi y Haendel un surco inolvidable. Ausente del ‘dramatis personae' de la más que interesante ópera de Arrigo Boito ‘Nerone' (que se centra en las disputas con Simón el Mago) y del ‘Nerone' de Mascagni, de la que sólo conozco arias sueltas, Popea tiene por el contrario una gran relevancia en la ‘Agrippina' haendeliana (su segunda ópera italiana del periodo 1706-1710, estrenada casualmente en Venecia) y por supuesto en esa obra capital que es ‘L´incoronazione di Poppea'. En ambas se subraya su casquivana personalidad, tal como la relataron aquellos ilustres historiadores, pero los libretistas de Haendel y Monteverdi le rebajan grados de iniquidad; tal vez solo el teatro isabelino coetáneo y algo posterior a Shakespeare habría sido capaz de poner en escena las truculencias romanas que Cornelio Tácito y Suetonio nos han hecho llegar.
El de Popea fue un tiempo marcado por las sevicias, las conspiraciones y los asesinatos más atroces, tan frecuentes en los reinados de Tiberio, Calígula, Claudio, Otón y, por supuesto Nerón, cuyo formidable catálogo de concupiscencias y psicopatías incluyó el canibalismo y las ansias matricidas respecto a Agripina, que amaba a su hijo sin recato ni tabúes. De Agripina se cuenta, con todos los visos del dicho fabuloso, que, al vaticinarle unos augures caldeos que su adorado hijo Nerón llegaría a reinar pero antes la mataría a ella, respondió: "Que me mate, con tal de que reine". Ya emperador, y tal vez apremiado por Popea, que veía en su futura suegra a una rival en la cama regia, Nerón dictaminó y organizó la muerte de su madre, dudando sólo en el método: envenenamiento o degüello. No era una empresa fácil, pues, como escribe Cornelio Tácito en el libro XIV de sus ‘Anales', Agripina "estaba prevenida contra las asechanzas por su mucha práctica del crimen" (cito por la traducción de José Luis Moralejo en Gredos). Fracasado el intento de acabar con la vida de la madre en un naufragio ingeniosamente preparado, al final se optó por la matanza directa a cuchillo tras haber sido golpeada en la cabeza con un mazo. "Que Nerón contempló a su madre exánime y que alabó la belleza de su cuerpo, hay quienes lo cuentan y quienes lo niegan", añade con pundonor periodístico Cornelio Tácito.
En ese mundo desaforado y extremadamente lúbrico de la Roma de la decadencia aparece Sabina Popea, que usaba el patronímico de su bien reputado abuelo materno Popeo Sabino. "Tenía esta mujer todas las cualidades, salvo un alma honrada", escribe Tácito, quien asimismo destaca su hermosura, heredada de la de la madre, sus riquezas familiares, su conversación brillante y su cultivada inteligencia; el retrato de lo que el Renacimiento italiano llamaría, sin desdoro, una cortesana. Popea, que no distinguía entre maridos y amantes, "trasladaba su pasión adonde se le mostraba la utilidad", y estando ya casada con el noble romano Rufrio Crispino, lo cambió por el más joven y poderoso Otón, amigo de Nerón y posterior emperador. Y habría sido precisamente la alabanza constante que Otón hacía ante Nerón de la belleza y dotes amatorias de Popea lo que precipitó el nuevo emparejamiento, que, según Tácito, estaba lejos de hacer sufrir de celos al postergado, que veía en la posesión compartida de Popea un modo de reforzar el vínculo con el poderoso Nerón.
La imagen que da Tácito de Popea es demoledora; la joven patricia, una vez introducida en el palacio imperial, se habría valido de las estratagemas para seducir al emperador, quien, ya caído en sus redes, tuvo que sufrir los desplantes y remilgos de la amante, sólo calmada cuando al fin Nerón repudió a su mujer Octavia, acusándola de esterilidad, y se casó con Popea. Suetonio cuenta la historia de ese amor de modo más sucinto y con mayor simpatía hacia la mujer: "A los once días de haberse divorciado de Octavia, tomó por esposa a Popea y una vez casado con ella la amó como a ninguna otra mujer; pero con todo la mató también a ella de una patada, porque, un día que regresaba tarde de una carrera de coches, Popea, que se hallaba enferma y encinta, le cubrió de improperios. Tuvo de ella una hija, Claudia Augusta, pero la perdió cuando aún estaba en pañales." (cito la ‘Vida' de Suetonio por la traducción de Mariano Bassols de Climent en Alma Mater). Al tratar de la terrible muerte de Popea, Tácito vuelve a ser algo más benevolente hacia el emperador; admite la patada mortal casi como un accidente, negando que el marido la hubiese antes tratado de envenenar, "aunque tal es la versión de algunos historiadores, dictada más por el encono que por la convicción; de hecho Nerón estaba ansioso de hijos y prendado de amor por su esposa".
Los libretistas de Monteverdi y Haendel no sólo rebajaron, como ya hemos dicho, el grado general de las tropelías y arrebatos; se mostraron ambos más dulces con Popea, como si la silueta de esta mujer tan ‘rompecorazones' les hubiese a ellos mismos seducido. Francesco Busenello, jurista veneciano y antiguo embajador de la Serenísima en la corte de Mantua, le fue presentado al compositor, según ciertas fuentes, por su discípulo Cavalli, quien le sugirió que en Busenello encontraría al escritor idóneo para rematar, a la edad de 75 años, su repertorio operístico; fue en efecto la última escrita por Monteverdi, y a mi juicio su gran obra maestra. Busenello mezcla entre los personajes una trama celeste, que inicia la ópera, en un delicioso aunque tal vez innecesario prólogo con intervenciones de la Fortuna, la Virtud y el Amor. La acción terrenal empieza pronto, con un Otón anhelante ante la casa cerrada de Popea, a lo que sigue, en una de las escenas vocales de más carácter y atrevimiento del compositor cremonense, el diálogo entre los soldados que vigilan la casa de la amante del emperador. Hartos del permanente trasiego erótico del que son testigos y no parte, maldicen al amor, que no les deja dormir "ni estar ociosos ni una hora", mientras su señor descuida los asuntos de estado, roba a los ciudadanos, hace únicamente caso de los consejos del "pedante Séneca", y es "el perverso arquitecto que construye su casa sobre los sepulcros de los otros".
Busenello, que siguió el libro XIV de los ‘Anales' de Tácito, no traza ningún personaje enteramente positivo, algo que le permite a Monteverdi mostrarse sardónico, como en los retratos del filósofo Séneca y la nodriza Arnalta (cantada por un contratenor en la grabación de Harnoncourt y por el tenor José Manuel Zapata en la estupenda producción del Teatro Real ahora presentada en Madrid), y deliciosamente faltón cuando presenta a Nerón y a su ‘poeta en residencia' Lucano exultantes al saber el suicidio de Séneca en la bañera, una muerte ordenada por el propio emperador. Con Popea, protagonista de una obra con muchos personajes de importancia, tanto el libretista como el músico parecen rendirse y esmerarse, perdonando (dentro de lo posible) incluso su desorden amoroso. El ‘Tornerai?' ansioso con el que despide a Nerón en la tercera escena del primer acto es conmovedor y suena sincero, por mucho que a continuación sepamos que Popea tiene una capacidad de amar inagotable. Por supuesto no hay patada mortal a la mujer gestante ni túmulo funerario en ‘L´incoronazione di Poppea'. La obra acaba con la apoteosis que sugiere su título, en uno de los pasajes de más refinado lirismo de toda la (extensa) ópera, quedándose sus autores en una fase de feliz hechizo que olvida o difiere la histórica verdad de la tragedia y el crimen.
Vincenzo Grimani, al escribir más de sesenta años después para Haendel su ‘Agrippina' hace casi un vodevil galante, una comedia de enredos sin veneno ni incesto ni matanza. Tampoco hay coronación. Popea es una mujer libre que entona himnos voluptuosos (son estupendas y llenas de brío sus arias ‘Vaghe perle, eletti fiori' y ‘Se giunge un dispetto'); sólo quiere gozar junto al hombre amado, en este caso más Otón que Nerón, mientras Agripina, que aquí no muere por las malas artes de su hijo, sólo se preocupa de intrigar para que Nerón llegue al trono. La ‘Agrippina' de Haendel, en la que se ha querido ver un intento de sátira política encubierta (la figura ridiculizada del emperador Claudio sería así un trasunto del papa Clemente XI, enemigo político de Grimani), queda como anticipo de un drama jocoso que, unas cuantas décadas después de su estreno veneciano en la navidad de 1709, entronca con el espíritu más festivo de Cimarosa y Donizzetti.
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25 de junio de 2012
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Luz y palomas

La energía eléctrica por conducto inalámbrico no parece un asunto muy literario. Y tampoco el invento de la bombilla sin filamentos o la personalidad de los señores Edison, Westinghouse o Marconi prometen, en principio, la trepidación novelesca. Jean Echenoz, un virtuoso de lo imposible, elige como protagonista de ‘Relámpagos' a Gregor, un personaje modelado en la figura del ingeniero croata Nikola Tesla, conocido hasta hoy, me parece a mí, por los electricistas y los eruditos, aunque ha cobrado últimamente gran relieve, no sabemos si gracias al foco potente que sobre él lanzó el novelista francés; coincidiendo con la salida española de esta fascinante novela se han publicado dos biografías y un libro de memorias de Tesla, que confieso no haber leído. En todo caso, ‘Relámpagos' está a la altura de las dos biografías imaginarias que precedieron a ésta, la del compositor del famoso ‘Bolero', ‘Ravel', y la del plusmarquista checo de larga distancia Emil Zátopek, ‘Correr', ambas publicadas también por Anagrama en la ya habitual y excelente traducción de Javier Albiñana.
De Echenoz se espera, naturalmente, el estilo impasible y sencillamente complicado, la ironía amortiguada por el distanciamiento, la ausencia de ‘pathos', que no implica, sin embargo, la pérdida de la emoción. En la primera mitad de ‘Ralámpagos' vemos nacer y crecer al protagonista, a la vez que inventar cosas todas del máximo interés universal: "a Gregor no se le ocurrirá nunca perfeccionar una cerradura, mejorar un abrelatas o reparar un encendedor de gas". Pero también sabemos de sus afanes, sus triunfos, su poca suerte amorosa, sus amistades, entre las que destaca, con un retrato de formidable comicidad, el millonario banquero John Pierpont Morgan, y, más que él mismo, su nariz, "apéndice enorme y violáceo, surcado de grietas, atestado de nódulos, atravesado por fisuras, prolongado por pedúnculos y enmarañado de pelos". De repente, en esa vida de Gregor en la que los días se hacen larguísimos y las tardes se eternizan, aparece la ilimitada dimensión del relato fantástico: mientras oye un día un aparato de radio que él mismo ha creado, Gregor percibe extraños ruidos sobre los que no le cabe la menor duda: son los marcianos, tratando de comunicarse con él.
En la segunda mitad del libro, y en especial desde el capítulo 23 hasta el final, Echenoz compone de manera sorprendente y siempre llena de humor refrenado un relato extraterrestre (por no decir extraterritorial) en el que Gregor, convertido en un criador de palomas mensajeras, vive su fantasía colombófila en las habitaciones que ocupa en el lujoso hotel Saint Regis, su permanente morada en Nueva York. A partir de ese momento, "la compañía de los hombres por no hablar de la de las mujeres le resulta cada vez más ingrata", y "al final sólo le quedan las palomas", que se empeña en mantener (unas cuantas, las más necesitadas de cuidados, y por ello sus preferidas), en la suite del Saint Regis, convertida, para desesperación de los demás clientes pudientes, en clínica aviar. Evitaremos contar el desenlace, que no es feliz. Baste decir que con ‘Relámpagos' Echenoz se acerca, como nunca antes en su obra, al romanticismo de los sentimientos. Y cuando, en el capítulo 26, se nos describe el arrebato de Gregor por una criatura tan delicada y tan tuberculosa como Marguerite Gautier (una "tensión sin bajada de voltaje que hasta la fecha no ha experimentado con nadie"), la gran historia de amor del inventor se hace fábula y ciencia-ficción.
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18 de junio de 2012
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El negro de las cumbres

Lo mejor de la nueva versión cinematográfica de ‘Cumbres borrascosas' (la quinta, si no cuento mal) es su gama de colores. La fotografía pictórica de Robbie Ryan, premiada en los festivales de Venecia y Valladolid, es de una suave calidad acaramelada en los interiores de la mansión elegante de los Linton, la llamada Granja de los Tordos, y tenebrosa y áspera en los paisajes del páramo de Yorkshire donde trascurrió la vida de las Brontë y trascurre la única novela que escribió en su breve vida Emily. Ryan abusa de la planificación entrecortada y la cámara a mano, pero eso no es culpa suya sino de la directora británica Andrea Arnold, que ya hacía gala del mismo nerviosismo cinemático en la anterior y sobrevalorada ‘Fish Tank'. Su ‘Cumbres borrascosas' tiene más méritos que los fotográficos, aunque curiosamente el mayor de todos también tenga que ver con el colorido: la elección de un actor de raza negra para encarnar a Heathcliff, uno de los grandes ángeles diabólicos de la literatura, que en el original es descrito, de un modo ambiguo, como "gitano andrajoso [...] con el pelo negrísimo [...] en perpetuo contacto con el polvo y el fango" (cito por la sólida y jugosa traducción de Carmen Martín Gaite publicada por Alba).

    La negritud de este Heathcliff, que desempeñan en la película de Arnold dos actores, Solomon Glave de niño, James Howson de hombre joven, le añade al relato una resonancia de clase y raza que enriquece el contexto; la tersa piel oscura del golfillo encontrado en los arrabales de Liverpool contrasta con la lechosa epidermis de los rubicundos moradores burgueses de las dos mansiones, dejando en el medio, con matices cambiantes y deslizante carácter, a Catherine, ese extraordinario personaje de mujer hipersensible y sensual, descarada y apasionada que, en uno de los momentos clave de la novela, le dice exaltadamente a la sirvienta Nelly: "Yo soy Heathcliff", una proclama de identificación y semejanza con el Otro, con el Negro, con el Amante indecoroso y que menos felicidad y sosiego le puede deparar.

      La exclamación, y sus significados, fueron fielmente reflejados en la mejor adaptación fílmica del clásico de la Brontë, la que dirigió en 1939 William Wyler, en una producción de alto rango de la Metro Goldwyn Mayer, escrita por Ben Hecht y Charles MacArthur, fotografiada por Gregg Toland e interpretada por un impresionante reparto encabezado por Merle Oberon (una Catherine decidida y delicada), Geraldine Fitzgerald como excelente Isabella y Laurence Olivier, que trata de poner una mirada aviesa y parecer sombrío sin conseguirlo siempre, pese a la abundante sombra de ojos y el pelo zíngaro. También la necrofilia y el lirismo desolado de los cerros llegaban con potencia en el film de Wyler, pese a los límites morales de la época y los decorados de estudio; Andrea Arnold, que es más verídica y ha rodado su película en los Dales de Yorkshire, no por ello consigue verdad novelesca.

      El fracaso de la que ahora se estrena está en su concepto. Si, en mi opinión, las ‘Cumbres borrascosas' de 2011 fracasan y a veces pueden enervar al espectador, no es por el convencionalismo rutinario que marcó las que dirigieron en 1970 el mediocre artesano Robert Fuest y en 1992 un para mí desconocido Peter Kosminsky (arropado éste inútilmente por Juliette Binoche y Ralph Fiennes), ni tampoco por los irrisorios diálogos ni el delirante ‘cast' de mexicanos, polaca y levantino que le sirvieron a Buñuel para filmar en 1954, también en blanco y negro, ‘Abismos de pasión', su peor película mexicana y sin duda la más involuntariamente cómica. En el caso de Arnold se trata de que la realizadora, que necesita 130 minutos de metraje para contar mucho menos de lo que contaba en apenas 100 Wyler, partiendo de una voluntad de autentificar y hacer más descarnada la novela de Emily Brontë, se deja llevar por un a menudo insufrible amaneramiento formal que poco a poco va la despoja de ‘pathos'.

     Además del color, Arnold ha cuidado mucho el sonido, y -sobre todo si se ve la película en una sala con un buen sistema Dolby- las ráfagas de viento, las puertas chirriantes y los acentos norteños, casi incomprensibles en su ruda prosodia, se convierten en datos narrativos. También ha simplificado un poco, (pero eso lo hacía también Wyler) el intrincado nudo de las dos familias, los Linton y los Earnshaw, tan presente en lo que Harold Bloom, más entusiasta del libro de lo que yo lo soy, describió como "la historia de unos matrimonios tempranos y unas muertes tempranas". La generación de los herederos del infortunio, que alarga la novela excesivamente, aquí no está, pero sí está, y se agradece, la extrema juventud de los actores, todos adolescentes, como los pinta Brontë (ni Oberon ni Olivier, y mucho menos la Irasema Dilian y el Jorge Mistral de Buñuel estaban entonces en sus "salad days").

     Es justo señalar, sin embargo, que de la agobiante caligrafía con la que Arnold se esmera en reflejar el universo de los insectos, las aves, tanto rapaces como enjauladas, los rostros mojados por la lluvia, las manos restregadas y los cabellos alborotados, los páramos verdes o nevados, sobresalen dos momentos de poderosa intensidad: el lamido de la lengua de Catherine de la espalda azotada de Heathcliff, siendo ambos niños todavía, y el beso en primerísimo plano de Isabella y el Heathcliff adulto, que acaba en la mordedura y la sangre. En esas dos breves secuencias se trasmite el arrebato sin ley del deseo, la ampulosa necesidad del gesto romántico y los ardores de un infierno matrimonial que parece sacado de un drama de Strindberg.

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11 de junio de 2012
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