Vicente Molina Foix
Por razones personales de índole profesional he pasado los últimos cinco meses leyendo a los verdaderos maestros antiguos, los trágicos y cómicos grecolatinos, los filósofos con y sin obra escrita, los epicúreos y los estoicos, los historiadores de las grandes conquistas y los cronistas de los imperios caídos, los epigramistas más salaces y los moralistas más adustos. Casi todos los escritores, y muchos lectores (algunos sin saberlo), vuelven siempre a esos maestros fundadores, de los que no podemos escapar. La literatura dramática, la poesía tanto amatoria como épica y el pensamiento posterior deben sus fundamentos a los griegos, y también a sus más inmediatos seguidores romanos; varias de las obras mayores de Shakespeare no existirían sin Ovidio, y es más que dudoso que sin Séneca y Cicerón la cabeza de Montaigne hubiera pensado lo que pensó. Por no hablar, entre nosotros, de Garcilaso y Góngora, de Calderón y Gracián, en una línea de influjo y relectura que llegó ininterrumpida y fructíferamente hasta el siglo XX. O hasta hoy, tal vez.
Estamos en pleno verano, y sigue de moda, por lo que veo en los trenes y los autobuses, la novela histórica de usar y tirar. Qué pérdida de tiempo. Por el mismo dinero que cuesta uno de esos refritos mastodónticos, el lector podría pasárselo igual de bien, incluso en la playa, con libros infinitamente superiores en calidad y emoción, editados con solvencia y muchos en asequibles ediciones de bolsillo que suelen contar, además, con excelentes traducciones; si los planes boloñeses y autóctonos no lo tuercen, en España hay una magnífica escuela de estudiosos y traductores del griego y el latín. ¿Por qué conformarse con las imitaciones adocenadas, pudiendo leer a los originales?
No voy a pretender que los diálogos de Platón o las meditaciones de Marco Aurelio sean lo más adecuado antes de la paella que espera en el chiringuito. Quizá esos autores se degusten mejor en un atardecer de invierno. Pero conozco pocas sagas igual de trepidantes que los ‘Nueve libros de la Historia’ de Heródoto, la ‘Anábasis’ de Jenofonte, los ‘Anales’ de Tácito, la ‘Historia de la fundación de Roma’ de Tito Livio, las ‘Vidas de los Doce Césares’ de Suetonio o las ‘Vidas Paralelas’ de Plutarco, y estas últimas pueden ser leídas, dada su independiente estructura capitular, incluso mientras la madre o el padre vigilan las andanzas de su pequeña prole armada de cubo y pala en la orilla.
Y qué héroes y heroínas. Uno de los libros de George Steiner que prefiero es ‘Antígonas’, formidable recuento de los orígenes míticos y los tratamientos modernos de esa atribulada figura femenina. Junto a ella están Edipo y Medea, Agamenón y Fedra, Penélope y Aquiles, Ifigenia y Paris, Odiseo y Andrómaca, Casandra, Helena, Lisístrata, Orestes. Nombres que siguen vivos en la literatura, pero que también habitan nuestra imaginación y nuestra conciencia, a modo de parientes ancestrales que nos señalan anticipadamente la raíz de nuestro modo de ser, la capacidad infinita de nuestros deseos y el peso grave de nuestras angustias. Ellos son, al igual que sus creadores Homero y Aristófanes, Eurípides o Esquilo, nuestros contemporáneos.