Valentín Elizalde, “El gallo de oro”, fue enterrado el mismo domingo de su muerte en su humilde pueblo natal de Jitonhueca, en el estado de Sonora, de donde había salido un día sin un peso, en busca de la fortuna que al fin halló, y luego perdió una madrugada, tal como sucede den las historias que cuentan los corridos.
En el aeropuerto de Ciudad Obregón se congregó una multitud para recibir el cadáver, y unas ocho mil personas se unieron al cortejo fúnebre, desde allí hasta Jitonhueca. A lo largo de la ruta sonaron en su homenaje los cláxones de los furgones de carga y de los automóviles, hubo aplausos y gritos, música de mariachis y de conjuntos norteños, y al final, ya cuando iba haciéndose de noche, la carretera fue iluminadas en ambos bordes con largas filas de veladoras.
No en balde, a los 29 años que tenía, era uno de los idolatrados entre la cauda de cantantes de la música norteña. Lo sigue siendo aún después de muerto, sobre todo ahora que su nombre es una leyenda. Al cantar aquella madrugada “A mis enemigos”, el narcocorrido que él mismo había compuesto, sirvió como mensajero del desafío que un cartel mandaba al otro en su propio patio, y pagó con la vida.
Como él mismo lo pidió cantando, fueron a rifarle la suerte.