Sergio Ramírez
Ahora termino de leer, por ejemplo, la novela Tratado de las pasiones del alma, de António Lobo Antunes (Lisboa, 1942). Estoy fascinado por la manera en que el lenguaje puede ir iluminando en planos paralelos cada situación, ese juego de espejos tan propio de la poesía y que aquí discurre en el relato de la mano de un verdadero pintor. Cuadros, una galería donde cada cuadro se revela en todos sus detalles mínimos, sin que a la mano diestra se le pierda nada, el paisaje urbano de Lisboa y su decadencia, el derrumbe de lo viejo frente a la irrupción de lo nuevo, destinado desde ya a la decrepitud. Una decrepitud que en la pintura de los personajes, es moral. El mundo se derrumba en sus trazos, y se derrumban las almas. El paisaje político es de miasmas, huele a podrido.
Planos superpuestos, en el tiempo y en el espacio, cada escena traslapada sobre otra, y otra. Entonces mi pregunta: ¿este libro, que plantea la belleza total como clave de la narración, puede ser leído en lo que dura un vuelo corto de avión, como El código da Vinci? Confieso que no. En primer lugar, hay que leerlo despacio, se trata de una lectura compleja, y por tanto, meditada. ¿Cuántos hay dispuestos a meterse en la aventura espinosa de leer un libro así, y llamar entretención a semejante experiencia?
Lean, sino lo han hecho, Tratado de las pasiones del alma, la historia de un juez de instrucción y un terrorista, que tuvieron juntos su infancia. Pónganse entre quienes prefieren el entretenimiento que exige, y no se entrega tan fácil.