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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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Apagones en sincronía

La primera imagen captada en julio por el telescopio James Webb –un cúmulo de galaxias a más de cinco mil millones de años luz de distancia– ocupa la próxima portada de la revista Time, en un número especial con una selección de “fotografías del 2022 que cambiaron nuestra forma de ver el mundo”. Es fascinante. No solo nos permite ver un lugar remotísimo, sino también un tiempo fuera de la escala humana: cada mancha de luz está formada por cuerpos celestes de trece mil millones de años de antigüedad. Esta misma semana una agencia espacial difundía otra, esta vez tomada en dirección opuesta, hacia la Tierra. La región del centro-este de Europa por la noche son manchas de luz artificial sobre un fondo oscuro. En ese encuadre Ucrania aparece sumergida en la negrura, mientras que el punto de luminosidad más intenso al norte es la colosal Moscú.

El apagón de Ucrania, de resultas del ataque indis­criminado ruso contra su infraestructura­ energética, coincide estos días con informaciones ­locales amables, como el encendido de las luces navideñas en Madrid, Barcelona o Vigo. Compruebo en mi piel que el in­vierno ha llegado sin paliativos al Este. De madrugada, en ruta hacia Israel, hago ­escala en un aeropuerto casi a nivel del mar cerca de la frontera con Moldavia. Antes de que despegue el avión, veo cómo llovizna aguanieve tras la ventanilla. Los operarios rocían con anticongelante las alas. Y pienso que, al dejar sin electricidad y calefacción a sus vecinos ucranianos, el Kremlin ha decidido que todo un país se hunda en un pasado remoto, tiempos de hambre y frío, cuando la intemperie era letal.

La imagen nocturna de Europa con uno de sus países a oscuras no tiene nada de abstracta, aunque lo parezca. El río Dnipró, línea divisoria entre las fuerzas ucranianas y las rusas después de la retirada de Jersón de los invasores, lo es ahora también del uso de la energía como arma de guerra. Tras el ocaso en una orilla se encienden velas, mientras que en la otra son bombillas las que alumbran. El ataque a las redes eléctricas que debían asegurar, al menos en parte, el resguardo de los ucranianos de las temperaturas bajo cero –o el sabotaje energético contra la frágil Moldavia– es una metáfora de cómo, en un mundo globalizado, el autoritarismo de Putin ha alargado sus tentáculos al exterior y, junto con otros regímenes afines, ha creado una red de apoyo para sustentar el apagón de derechos humanos dentro y más allá de sus fronteras.

En Bielorrusia, cuyo ilegítimo líder ha sido un cómplice necesario en esta guerra, la opositora Maria Kolésnikova, sentenciada a once años de cárcel, se encuentra en una unidad de cuidados intensivos tras su paso por una celda de castigo. En Irán, cuyos drones han destruido infraestructuras energéticas ucranianas, la policía dispara a mujeres que protestan contra la dictadura teocrática. En China, que acaba de confirmar su voluntad de estrechar su asociación energética con Rusia, jóvenes toman las calles empuñando folios en blanco contra la censura y el estrangulamiento de las libertades. En Qatar expulsan a una joven por llevar una camiseta en defensa de las mujeres iraníes en un estadio construido con sudor y sangre de mano de obra de usar y tirar.

Cuando se mencionan estos abusos contra los derechos humanos, voces que se llaman objetivas se apresuran a aludir a la hipocresía de Europa. No faltan las advertencias envueltas en la jerga de la realpolitik que hablan del “re­greso de la historia”, la “venganza de la geografía” o el “fin de los sueños”. Si el único faro por el que nos dejáramos guiar fuera el de la realpolitik –con su descripción realista de los procesos e intereses sociopolíticos, pero que también, por suponerlos inevitables, menoscaban el valor y la ética para combatirlos–, el mundo sería más terrible. En medio de la oscuridad, las palabras pueden ser puntos de luz.

El escritor de Jersón Serhiy Zhadan (Orfanato, Galaxia Gutenberg), al aceptar el premio de la Paz de los editores alemanes, respondía así a los apologistas de la realpolitik y a los “falsos pacifistas de la izquierda” favorables a una negociación expeditiva: “La paz no llega cuando la víctima depone las armas. Los civiles de Bucha, Gostómel e Irpín no iban armados, y eso no los salvó de una muerte horrible. ¿Necesitamos recordar nuestro derecho a existir?”. Ampararse en la realpolitik desde nuestras calles alumbradas no deja de ser otra manera de mirar a otro lado.

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6 de diciembre de 2022
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Un mundo siempre nuevo

 

La literatura se pone a prueba con los temas manidos, esos sobre los que parece que ya está todo dicho, ante el riesgo de que la imaginación desem­boque en el callejón sin salida del sitio común­. Cuando la semana pasada estuve en Venecia, primera ciudad global del mundo moderno, madrugué para dar un paseo por la la­guna aún dormida. Me adentraba en sus calles chapoteantes y pensaba que, si es un lugar tan mágico, escenario de infinidad de obras, es porque, al mirar con atención el cuadro de esa ciudad, cada cual ve su alma reflejada en cualquier piedra o tramo de agua. En la maleta llevaba los textos de Proust inéditos publicados recientemente en Lumen, en los que se recogen impresiones suyas sobre Venecia. Espacio saturado de miradas, encuadrado miles de veces primero al óleo y luego otros tantos millones con cámaras, su texto sobre la Serenissima surge de mirar con suma atención, de abrazar la perplejidad y desafiar lo preconcebido.

Al igual que a Proust, Venecia ha quedado asociada al nombre de Joseph Brodsky. No era un experto propiamente dicho en la materia ni un ve­neciano de pura cepa, sino alguien que encontró­ en sus estructuras de agua y piedra –el tiempo que fluye y la eternidad, respectivamente– una prolongación de Leningrado, de donde tuvo que exiliarse. Con cada metáfora de palacios y canales, nos desveló misterios sobre la vida misma. Porque eso es lo que nos brinda la lite­ra­tura: un lenguaje que opera como una llave­ maestra, con la aspiración de abrir todas las puertas.

Gracias a su Marca de agua (Brodsky pasaba los inviernos en la laguna veneciana), podemos ver el lento avance de una embarcación a través de la noche como el cruce de un pensamiento coherente por el subconsciente, y los estrechos­ callejones se nos antojan “pasadizos entre las estanterías de alguna inmensa­, olvidada biblioteca, igual de silenciosos”.

Pensamos que el amor es una calle de dirección única y que el apetito del ojo –que en Venecia se independiza del cuerpo– se debe a que el arte nos proporciona algo de seguridad y consuelo, pues este “no nos amenaza con la muerte ni nos enferma: la belleza está donde el ojo descansa”.

Los restos de Brodsky reposan entre Murano y el barrio de Cannaregio, en una islita rectangular. Esta semana el novelista ruso Mijaíl Shishkin escribía desde Suiza que, si su compatriota resucitara, volvería a exiliarse. Y seguramente volvería a pedir que lo enterraran en un camposanto extranjero, para que los patriotas de hoy no se apropiaran de él.

En la isla-cementerio de San Michele, con las tumbas de otros rusos ilustres, como Stravinsky y Diáguilev, recordé una respuesta de Salman Rushdie al Cuestionario Proust. “¿Dónde te gustaría vivir?”. “En una estantería de libros, eternamente”. Acababa de leer que, tras el intento de censura más radical que pueda haber –la eliminación física del escritor–, ocurrido el pasado 12 de agosto, había perdido la visión­ de un ojo y la movilidad de una mano­, dos herramientas para la escritura. La noticia de su atentado abrió informa­tivos y ocupó primeras páginas; unos meses­ después, en cambio, este dato sobre su vida de nuevo mutilada por la fetua quedó enterrado bajo los trending topics del momento, pues la conversación global la dicta Twitter.

Hace una década Rushdie dio una conferencia sobre la censura. Decía que la originalidad del arte es peligrosa: “Desafía, cuestiona, revoca suposiciones, desestabiliza los códigos morales, falta al respeto a las vacas sagradas”. Quiero pensar que en su convalecencia le han llegado las imágenes de estas palabras convertidas en cánticos de libertad, vencido el miedo y reconquistada la imaginación, por las calles y los centros edu­cativos de Irán, contra el mismo régimen que exigió su muerte por un libro que sus detractores seguramente no leyeron, como le pasó a Borís Pasternak con El doctor Zhivago. “El arte no es entretenimiento. En el mejor de los casos, es una revolución”, concluía.

Un estudio reciente confirma, una vez más, que infundir el hábito de la lectura a una edad temprana es el mejor regalo para el futuro, capaz incluso de salvar las desigualdades económicas de partida. Sin la lectura desde la infancia, estaríamos medio ciegos, dispuestos a aceptar cualquier consigna y a compartirla sin reflexión crítica. Leer, compartir libros, discutir ideas, apropiarse de nuevas formas de expresarse, permite ver un mundo siempre nuevo. Y mejorable, además.

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14 de noviembre de 2022
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Malabaristas de la mentira

Aunque espinosa y esquiva, la verdad es indispensable para el desarrollo funcional de una sociedad. Nuestra relación con la historia, la política y los medios de comunicación variará según el grado de conformidad con la realidad que estos presenten de hechos, hipótesis, ideas… Por deformación profesional tiendo a pensarlo todo en relación con el oficio de traductor y sus bretes. Durante mucho tiempo se consideró que la finalidad de la traducción era transmitir fielmente “la verdad” de un texto, aunque esa afirmación conlleva adentrarse en suelo resbaladizo. Yo estoy más cerca de la concepción de Cortázar, que veía la traducción como un “terreno equívoco y apasionado donde se pasa de la versión a la invención, de la paráfrasis a la palingenesia”.

Digresiones aparte, no existen las traducciones definitivas: alguien vendrá después con una versión distinta pero igual de válida, mejorará incluso aspectos de las anteriores, aunque tal vez en otros no las supere. Las traducciones que se hacen de un mismo libro reman en la misma dirección, porque no se traduce contra un traductor, sino aupado a hombros de los predecesores: la admiración es mejor maestra que la envidia o la vanidad.

Ahí está la gracia, el atractivo de la traducción como metáfora, ya sea para hablar de consenso, de aceptación de la imperfección, de escucha, de humildad. La traducción es una actividad inconclusa, sujeta a mejoramiento y corrección. Después de un siglo como el anterior, en que la imposición de verdades supremas y absolutas llevó al mundo al abismo, en el actual las orejas del lobo son la relativización de la verdad y la banalización de la mentira.

En el repertorio de la posverdad entran expresiones como hechos alternativos, y a su vera hacen carrera los demagogos. Si la posverdad tiene una finalidad, es la de radicalizarnos y no dejar una sola institución democrática al margen de la erosión y el descrédito. Son dos caras de una misma moneda. ¿Cuál es la posición óptima? Se encuentra en el canto, ese lugar delicado y de frágil equilibrio. Cuando la moneda reposa sobre él, es fácil hacerla caer. De eso se ocupa la propaganda, la desinformación o el negocio que hay detrás de las teorías conspirativas.

En el Omnibus Theatre de Londres, una sala cuya atmósfera recuerda a la Beckett cuando tenía su sede en Gràcia, acaban de llevar a la escena una pieza teatral de Lesia Ukrainka (1871-1913), una de las intelectuales más destacadas de las letras ucranianas. En Casandra da el protagonismo a ese personaje femenino secundario de la tradición griega al que Apolo otorgó el don de la profecía, pero luego maldijo: sus profecías serán siempre ciertas, pero nadie las creerá. Todo gira en torno a la verdad en la tragedia de Ukrainka.

En el acto central, asistimos a uno de los diálogos más lúcidos sobre nuestra relación con ella, o con la mentira disfrazada de verdad, o la mentira que queremos que sea verdad para no dudar de nuestros esquemas mentales, asentados con el tiempo y la dejadez. Dialogan Casandra y su hermano gemelo, Héleno, que ejerce de oráculo: la primera intenta avisar del desastre que se avecina con su verdad desnuda, mientras que el segundo manipula las emociones para dirigir a la población. “Les digo lo que necesitan oír, lo que es útil, lo que les enorgullece… Los corazones de los hombres son mis armas”. Para Héleno no tiene sentido discutir sobre la verdad y la mentira, porque la realidad se construye con palabras, y no al revés. Él hace augurios, y los rectifica sobre la marcha para adecuarlos a las circunstancias, contradiciéndose si es preciso, y de ese modo se gana la atención de los troyanos.

Más de un siglo después, las palabras de Ukrainka –figura pionera del feminismo y de la crítica al colonialismo– en un teatro alternativo del Londres post-Brexit, con la guerra en Europa como telón de fondo y los partidos de extrema derecha y de ideología nativista en auge, resuenan con una fuerza inquietante: los Hélenos de turno (vendedores de humo, de patriotismo adocenado y antiintelectualismo) parecen campar a sus anchas y reírse en la cara de las Casandras, que se topan con que la verdad sin vestimenta es demasiado incómoda. Más que por un “nuevo orden mundial” –fórmula para relativizar los derechos humanos–, las autocracias se han alineado para retorcer la verdad. Dice Héleno: “¿Qué es verdad, y cuándo? En retrospectiva el filo de la navaja divide las mentiras de la verdad. ¿Y en el presente? Nada”.

 

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26 de octubre de 2022

JOHN MACDOUGALL / AFP

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Mujeres, vida, libertad

Todas las guerras se parecen, pero cada una es terrible a su manera. Cuando hace seis años, en un escritorio de la medina de Tánger, acabé de traducir al catalán Los muchachos de zinc de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, flamante XXXIV Premi Internacional Catalunya, no me imaginaba un presente que me recordaría tanto aquella guerra brutal descrita en esas páginas al detalle. Entonces parecía ya solo una lección del pasado, pero quedó desmen­tido con la invasión ilegal de Ucrania. Actuaciones del ejército y gobierno soviéticos se han repetido ahora, pero con medios más refinados en cuanto a propaganda y extorsión. Lo que sigue igual: las víctimas inocentes del territorio invadido, soldados jóvenes y pobres como carne de cañón a los que se les aseguró que serían recibidos con júbilo y abrazos, la censura informativa (en el caso de la guerra ruso-afgana, para ocultar las pérdidas humanas, los ataúdes sellados se enterraban de noche), la apología belicista respaldada por el pasado “victorioso” y la negación de que se libraba una guerra…

La historia no avanza en línea recta como la pieza del peón sobre el tablero cuadriculado, sino dando saltos, a los lados, adelante y atrás, como el caballo. “No estaría mal escribir un libro sobre la guerra que provocara náuseas, que lograra que la mera idea de la guerra diera asco”, confiesa Alexiévich en La guerra no tiene rostro de mujer. Y bien que lo hizo, no solo dando voz a los protagonistas anónimos –“el proletario mudo de la historia, que desaparece sin dejar huella”–, sino tejiendo un texto desde la mirada femenina, que no se tiene en cuenta tampoco cuando se firman­ acuerdos de paz. “No logro quitarme de encima la sensación de que la guerra­ es fruto de la naturaleza masculina”, con­cluyó.

Me pregunto quién lee estos libros a menudo acompañados del adjetivo necesarios: ¿los leen quienes tienen entre sus manos el timón de los gobiernos y las instituciones internacionales? En un reciente título sobre liderazgo escrito por un conocido diplomático se elogia las virtudes de la lectura profunda (deep literacy) como una herramienta para lidiar con la realidad cambiante y encontrar la proporción en medio del caos: “Los libros registran las hazañas de los líderes que alguna vez se atrevieron mucho, como una advertencia”. Todo lo necesario para construir un mundo menos violento está ya impreso en papel. Sin embargo, según recordaba en la entrega del premio Formentor la escritora Liudmila Ulítskaya –como Alexiévich, emigrada forzosa en Berlín por la persecución de la libertad de expresión de Putin y Lukashenko–, la “hazaña de leer” está de capa caída, y libros que explicaron el oscuro pasado sovié­tico, liberados para el gran público durante la peres­troika (Grossman, Solzhenitsin, Vladímov, Chukóvskaya, Ajmátova…), no fueron interiorizados, pues al cabo de poco “el pueblo votó a favor de un personaje formado en las viejas tradiciones del KGB. De ahí crecen las raíces del estalinismo que renace en nuestro país”.

Y vuelvo al libro de Alexiévich sobre la guerra de Afganistán, el mismo lugar donde­ ­hoy niñas y jóvenes dan la vida por querer estudiar en una dictadura de hombres, y encuentro una confesión que un consejero militar le hace a Alexiévich: “Digan lo que digan, es bueno que haya acabado así, en derrota. Eso nos abrirá los ojos…”.

Pero los ojos no se abrirán, ni siquiera en la derrota, si una y otra vez la voz femenina no se abre paso de una vez por todas, portadora de una verdad que hoy gritan las iraníes a pleno pulmón, quitándose el pañuelo que niega su libertad, haciendo el dedo a los retratos de los radicales religiosos, parando el tráfico y plantando cara a la policía de la moral: “Mujeres, vida, libertad”. La fórmula de la paz expresada con los tres elementos fundamentales que la conforman. Allí donde la mujer no es subyugada por el hombre, allí donde se respeta la vida en todas sus manifestaciones, allí donde la libertad es la base de las relaciones humanas, no arraigan los sueños imperialistas ni la cultura de la guerra y la dominación. “Hablen de lo que hablen, las mujeres siempre tienen presente la misma idea: la guerra es ante todo un asesinato… He comprendido que para una mujer matar es mucho más difícil”, observó Alexiévich.

La guerra iniciada por Rusia nos ha recordado aquella hipótesis de que, con más mujeres en los círculos de poder, menos militarista será la política. Pero aún no hemos tenido agallas de intentarlo siquiera.

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13 de octubre de 2022
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Mudanzas

Las mudanzas marcan etapas vitales. Como rito de paso que son, nos dejan una muesca en la biografía. Borrón y cuenta nueva. Superada la prueba, merecemos una condecoración en paciencia, porque siempre hay más trabajo del calculado, siempre brotan imprevistos, siempre se pierde o rompe algo. Pocos considerarían una mudanza en plena ola de calor como un planazo de verano, pero en esas me hallo. Primera regla: a menudo la mudanza no se elige, sino que se impone. La apoteosis llega cuando se añade una reforma. Se cumple aquello tan manido de que lo que no te mata te hace más fuerte.

En la mitad del camino de la vida suelen faltar dedos para contar la acumulación inevitable de cosas. Por tanto, lo más difícil no es ya adaptarse a un nuevo espacio, sino vérselas antes con el inventario propio. ¿Qué guardaste? Entradas de conciertos. La tarjeta de un restaurante donde fuiste feliz. Vinilos que no volviste a escuchar, porque ya no tienes tocadiscos. ¿Te resististe a tirarlos como un salvoconducto al momento en que la música fluía chisporroteante, sin pantalla mediante? Hay más. Mapas de ciudades. Manuales de instrucciones. Medicamentos caducados. Llaves multiformes. Marañas de cables. Recibos desteñidos. Y, sobre todo, un largo y absurdo etcétera. Segunda regla: dime lo que guardas y te diré cómo eres. La razón del apego a los objetos no es su utilidad futura: la cámara de Super8 de mi padre no volverá a grabar, aunque funcione.

Nos aferramos a ellos por esa ventana temporal que permiten abrir a un momento del pasado. Como si tirarlos fuera aparejado con el olvido definitivo, porque ya no nos servirán de ayuda para evocar. Aun así, hay posesiones que van directas al cubo de desechos por esa misma razón, y es una liberación. Fui con una furgoneta llena a un punto verde. El orden frente al caos. Allí se ali­nean decenas de contenedores, cada cual destinado a un tipo de residuo. Visitarlo es una experiencia catártica. Y, además, una cura de humildad: ves que lo que un día fue especial, o te acompañó fielmente, se junta con despojos de extraños, camino de la destrucción.

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26 de agosto de 2022
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Miedo a la insignificancia

Buscamos el origen de las cosas con la ilusión de que nos revele un sentido a lo que nos rodea. En la última semana esta pulsión nos ha dejado lo que serán dos hitos. Uno viene del subsuelo, y nos lo ha traído el trabajo metódico de paleoantropólogos que, armados con pinceles y paletines, han accedido a capas profundas de una sima de Atapuerca, donde cada metro de tierra extraída equivale a un viaje de cien mil años al pasado. El otro llega del espacio exterior, donde el nuevo telescopio James Webb, enviado allí hace menos de un año, rastrea las galaxias primigenias. Del yacimiento arqueológico de Burgos son las imágenes del trofeo: un fragmento de quijada y de pómulo del “primer europeo”. De la oscuridad sideral, visiones de enjambres de estrellas, colisiones de galaxias y nebulosas de extraña belleza. En ambos casos, las unidades de tiempo que se manejan hacen que nuestras preocupaciones cotidianas queden reducidas a un polvillo que cualquier ráfaga de aire barrería sin el menor esfuerzo. Al volver la mirada al frente, sin embargo, el fragor de la guerra nos aparta de estos hallazgos científicos, y nos lleva a preguntamos, una vez más, sobre el origen de la invasión de Ucrania. Y ahí nos quedamos: en el lenguaje de la fuerza bruta. Como si el campo gravitatorio del Kremlin no nos permitiera escapar de su lógica. Los dirigentes del extenso país eslavo se sienten a sus anchas con ella, orgullosos de esa fama ya alcanzada en tiempos de los zares. Decía un lord inglés de mediados del siglo XIX que la práctica del gobierno ruso siempre ha sido lanzar sus invasiones tan rápido y tan lejos como la apatía de los otros gobiernos le permitiera, para luego, cuando encontrara resistencia, retirarse hasta la próxima oportunidad.

Con una enmienda constitucional, Putin se regaló a sí mismo un horizonte temporal que va hasta el 2036. Si la salud lo acompañara, los intereses nacionales de los rusos quedarían secuestrados hasta entonces por el presidente y su círculo más próximo. El distanciamiento de Occidente, cuyas libertades son un espejo indeseado, ayuda a fosilizar el discurso de la amenaza exterior. Por mucha historiografía revisionista que se cite, por muchas preocupaciones en materia de seguridad a las que se aluda, por mucho afán que se ponga en sacar lustre a la gloria pasada y en victimizarse por una supuesta rusofobia sin base real –el intercambio cultural y comercial estaba ahí–, todo al final se reduce a la preservación en Rusia de los privilegios y la depredación de unos pocos. ¿Qué más da enviar al campo de batalla, como carne de cañón, a jóvenes mal abastecidos e inexpertos, súbditos periféricos de regiones empobrecidas, ya sean tayikos, buriatos o daguestaníes?

En el discurso de aceptación del Nobel de la Paz, el físico nuclear soviético Andréi Sájarov, colaborador en el desarrollo de la bomba de hidrógeno y posteriormente referente del antimilitarismo, habló del vínculo íntimo entre cooperación pacífica, progreso y derechos humanos. Si se descuida cualquiera de los tres aspectos, es imposible alcanzar el resto, dijo, como ofreciéndonos la fórmula para un mundo en concordia. En el caso de la Rusia de Putin, el cómputo es desolador: durante sus mandatos la paz ha sido una anomalía, los derechos humanos se han despreciado y, desde la invasión de Ucrania, se ha acelerado una involución que lastrará el futuro de las generaciones más jóvenes. Ahora pone sobre el tablero otra arma, como es el cierre de la llave de paso del gas. Y una verdad ha emergido: la interdependencia económica era en realidad dependencia de Occidente. Mientras que algunos países europeos pensaron que la compra de materias primas a Rusia era garantía de paz y entendimiento, el Kremlin se preparaba para resistir en un escenario de sanciones económicas.

Además de la hambruna, el frío invierno, aliado histórico de Rusia contra invasiones de franceses y alemanes, se suma a otras amenazas. Incluso los combustibles fósiles, gracias­ a los que la sociedad rusa podría disfrutar de mejores condiciones de vida, se emplean para financiar sueños de grandeza que producen monstruos: asesinatos, mutilaciones, urbicidios... Y, con la confianza definitivamente rota, se ha minado todo puente entre europeos y rusos, como si nuestra historia no hubiera sido un diálogo ininterrumpido. Si Rusia hubiera querido, habría podido, sin recurrir a la violación del derecho internacional, tener un papel predominante en el orden mundial. Pero sucumbió al punto débil al que aludió Niko­lái Gógol: “Al ruso le ha asustado más su insignificancia que todos sus vicios y defectos”.

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29 de julio de 2022
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Algunos hombres justos

Navegamos entre contradicciones y los absolutos son trampas de la razón. Lo sabe bien el refranero, en el que tanto encuentras uno para afirmar una cosa como para rebatirla. Hay un proverbio que dice que los árboles no dejan ver el bosque, referido a esos momentos en que la obsesión por los detalles oculta el conjunto. Aun así, no es menos cierto que cuando se pone la lupa en algo (en una vida concreta, por ejemplo) se nos revela todo un bosque, las claves de su época y de lo que vino incluso después. Y no tiene que ser la de alguien célebre, pues la política atraviesa todos los cuerpos, como observamos en Regreso a Reims, tanto en el ensayo de Didier Eribon (Libros del Zorzal) como en su libre adaptación cinematográfica, que es una disección de la clase obrera a partir de la vida­ de los padres. Me reafirmé en esta impresión cuando acepté un encargo editorial para novelar las biografías de dos mujeres de épocas distintas, una rusa y otra francesa. Sofia Kova­lévskaya fue la primera mujer matemá­tica en obtener, en la segunda mitad del siglo XIX, una cátedra universitaria. Al indagar en los pormenores de su vida, y no en abstracto, reviví los sacrificios descomunales que debía afrontar entonces una joven para acceder a los estudios superiores, como casarse por conveniencia con algún joven progresista que le permitiera viajar a alguna de las poquí­simas universidades en el extranjero donde se aceptaran estudiantes u oyentes femeninas. Sí, por suerte había (y hay) hombres feministas, como el que luego, en Estocolmo, le ofreció la cátedra a Kova­lévskaya.

La otra, Olympe de Gouges, me trasladó a la Francia de la Revolución. Lo que más me sorprendió de este verso libre que defendió los derechos de los hijos bastardos, los esclavos y las mujeres fue darme cuenta de que cuando me hablaron del hito que supuso la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano me ocultaron que el título aludía de manera literal al hombre, y que la mujer seguía siendo entonces una ciudadana de segunda que un siglo después aún aparecía definida, en el gran diccionario de Pierre Larousse, como “hembra del hombre, ser humano organizado para concebir y traer hijos al mundo”. Las definiciones han cambiado, pero la concepción de la mujer como un artefacto reproductivo sigue presente, en no pocas mentes y en ciertas leyes. Persiste la idea de que el fin último de la mujer debe ser el de madre abnegada y cuidadora. Por eso De Gouges hizo su propia versión de la Declaración para incluir explícitamente a las mujeres, con el apóstrofe: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Quien te lo pregunta es una mujer”.

¿Aspiran los hombres a ser justos? Hace poco acompañé a Ivan Jablonka en el Instituto Francés de Barcelona, en la presentación de su último libro traducido al catalán y al español. Este autor parisino hace precisamente eso: leer la historia a partir de vidas concretas. Lo hizo con sus abuelos exterminados en Auschwitz y después con el feminicidio en Laëtitia o el fin de los hombres (Anagrama), en el que reconstruyó la biografía de una joven de dieciocho años violada y asesinada en la Francia de la pasada década. Estos últimos días volví a Jablonka, en concreto a su ensayo Hombres justos, y lo hice tanto por la guerra en Ucrania como por la decisión del Supremo estadounidense. ¿Es posible que se vea hoy a las mujeres como se hacía en los diccionarios del siglo XIX? Hay una masculinidad nociva, esa que une con una línea sutil a los líderes autoritarios, hombres fuertes defensores de valores tradicionales, con la persistencia de la guerra y el militarismo, y la discriminación sistemática de las mujeres y las minorías sexuales. Más de dos siglos después, a la vista de las inequidades y la violencia, aún cabe preguntarse si los hombres son capaces de ser justos, como reflexiona Jablonka en alusión a De Gouges. La desprotección del aborto en Estados Unidos amparándose en que la Constitución –escrita en su momento por hombres blancos, como han señalado los jueces contrarios al fallo– no lo especifica como un derecho es una prueba de la ignorancia de la historia de dominación masculina que cuestiona cualquier avance. “Porque conquistaron la libertad y la igualdad, las mujeres encarnan la norma de una sociedad democrática: corresponde a los hombres adaptarse a ese Estado de derecho y de hecho”, dice el historiador francés.

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7 de julio de 2022

Vernon Richards Estate / University College London Library

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Orwell y 2024

 

En el último tramo de su vida George Orwell se refugió en una casa remota en una isla escocesa para escribir 1984, aun con la certeza de que todo libro es un fracaso. A lo sumo, uno puede aspirar a saber qué tipo de obra quiere escribir; el resto es imprevisible. Su traductor al ruso, Víktor Golishev, dice que mientras traducía esa novela “sentía que la enfermedad devoraba a Orwell” y que, por eso, “es una obra sobre la desintegración de la existencia”. El novelista y ensayista británico venía de publicar Rebe­lión en la granja, después de que varias editoriales la hubieran rechazado por encontrarla demasiado crítica con los soviéticos. Al fin y al cabo, eran aliados, y nadie quería importunar a Stalin ni a la opinión pública de izquierdas, que miraba para otro lado, a diferencia de Orwell. Este aseguraba que la debilidad de la izquierda fue “querer ser antifascista sin ser antitotalitaria”. Recién enviudado y consciente del deterioro de su salud, se resistía a morir mientras le quedaran libros por escribir. Su lúgubre distopía, la más popular del género, fue a la vez una brújula para tiempos oscuros y su último gesto de fraternidad. No es que 1984 describa la sociedad futura, pero sí algo parecido. Un dato: dos años después de que nos sacudiera la pandemia, la democracia en el mundo tiende a la baja. Sobre por qué hay que leer hoy a Orwell hablamos en el CCCB este pasado lunes con el escritor Andréi Kureichik, que nos trajo a Barcelona testimonios de represaliados en Voces de la nueva Belarús, de la que se ofreció una muestra en una lectura dramatizada. Estuvimos de acuerdo en que la libertad es más frágil de lo que parece, que no puede darse por descontada ni siquiera en una democracia y que la destrucción de la veracidad mediante la propaganda es la antesala de la dominación. Precisamente hace unas semanas el régimen de Lukashenko decidió prohibir la venta de 1984 . Al mismo tiempo, la portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Federación de Rusia, Maria Zajárova, declaró en rueda de prensa que la obra de Orwell era en realidad una crítica a Occidente: “Sois vosotros quienes vivís en un mundo de fantasía”.

Si algo ha puesto en claro la larga dictadura de Lukashenko o la guerra contra Ucrania es la importancia de la prensa libre e independiente, y que hay varias formas de neutralizarla. 1) Como Trump: desacreditar a toda la que no aplauda en bloque, sembrar la duda en todo, negar los hechos. (Por algo se dispararon las ventas de 1984 en Estados Unidos en el 2019). 2) Como Putin: además de lo anterior, un círculo próximo se adueña de todos los canales privados, mientras que él controla los públicos y persigue a los independientes. 3) Como Orbán, un “depredador de la libertad de expresión” para Reporteros sin Fronteras, un híbrido de los dos anteriores. En la pasada convención de partidos conservadores celebrada en mayo bajo el lema “Dios, patria, familia”, el presidente húngaro desgranó el éxito de su partido en doce puntos. Entre ellos figuraba el de tener medios de comunicación propios.

Esta semana descubrí que la primera traducción de Rebelión en la granja, pocos meses después de su aparición, la publicó en Alemania un grupo de refugiados ucranianos. El joven traductor, Ihor Shevchenko, le pidió antes permiso por carta a Orwell: “Muchos de los refugiados son gente humilde que se opone a Stalin y a la explotación nacionalista rusa del pueblo ucraniano”. Emocionado por saberse leído entre esos expatriados, cedió los derechos y les escribió, además, el único prólogo firmado por él, un texto cargado de sencillez y empatía. “Siempre nos había desconcertado –le dijo Shevchenko– la ingenuidad de Occidente respecto a la Unión Soviética. Nos preguntábamos si alguien sabía la verdad. Su libro fue la respuesta”.

En Las rosas de Orwell Rebecca Solnit subraya el interés del británico por las plantas. La fuerza intelectual la obtenía de lo concreto y lo tangible, de hundir las manos en la tierra y plantar semillas para que algo vivo nos trascienda. “Nuestra tarea es hacer que la vida en este planeta, que es lo único que tenemos, valga la pena ser vivida”, decía Orwell como dando una formulación del socialismo en el que creía. En Budapest, Orbán ha marcado el 2024 en el calendario con un círculo rojo: elecciones al Parlamento Europeo y a la Casa Blanca.

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17 de junio de 2022
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Europa, Europa

 

Aunque pasen los años, hay profesores que no se olvidan. Tal vez fuera por su personalidad, porque nos descubrió algo en concreto o porque nos escuchaba con sincero interés cuando tomábamos la palabra; a veces por un detalle, como una frase que era como una marca propia. Francisco Fernández Buey, profesor de Ética y Filosofía Política en la Universitat Pompeu Fabra, iniciaba sus explicaciones con la pregunta: “¿De qué hablamos cuando hablamos de…?”, antes de abordar conceptos como libertad, justicia o verdad en Arendt, Benjamin, Gramsci o Weil. Aquel íncipit alentaba a no dar nada por sentado en esos términos tan gastados por el uso, a dudar por norma de si hablábamos con propiedad o, al dialogar, evitar un fracaso frecuente: creer que nos referimos a lo mismo por el mero hecho de usar las mismas palabras. La situación de Ucrania me ha devuelto a ese arranque de las conferencias de Fernández Buey.

Por ejemplo, al leer títulos recientes sobre los derroteros de la Unión Soviética antes de su disolución, como en el de Vladislav Zubok (Collapse: The fall of the Soviet Union), donde encontré una réplica de Alexánder Yákovlev a George Bush: reunidos en la Casa Blanca para debatir sobre una Ucrania independiente tras el referéndum de 1991, el primero, uno de los impulsores de la glasnost , le dijo al presidente estadounidense que en Rusia había, “por desgracia, mil interpretaciones distintas para la palabra independencia ”.

Tanto el libro de Zubok como el de Mary E. Sarotte (Not one inch) o Kristina Spohr (Post Wall, Post Square) se abstienen de reducir la causa de la Europa post-Crimea a la supuesta promesa incumplida de no ampliar la OTAN hacia el Este, cuando no está recogida en ningún acuerdo y se hizo en circunstancias que al cabo de poco cambiaron radicalmente. ¿Fue temeraria la ampliación de la OTAN? Depende de a quién se le pregunte.

En un diálogo con Alexéi Navalni publicado en formato libro, Opposing forces, Adam Michnik recuerda que Mijaíl Gorbachov le dijo al presidente polaco que la pertenencia de su país a la OTAN era un error. Acto seguido, Alexander Kwasniewski le preguntó cuál era su opinión de Yeltsin. Gorbachov se refirió a su sucesor como un “tonto y borracho”. Cómo no entrar en la OTAN, le espetó Kwasniewski, si todo un arsenal nuclear estaba en manos de un presidente así. Si Rusia fuera una auténtica democracia, añadió Michnik, no se sentiría amenazada. Con Yeltsin, además, apunta Spohr, “la democracia nació muerta”, pues “la corrupción se desbordó y el Estado de derecho nunca arraigó”.

Aquello fue una tormenta perfecta con capitanes al mando improvisando decisiones a oscuras. Las cuestiones sobre Rusia, tan renuente a ceder un ápice de su soberanía y celosa con su identidad y estatus, no se habrían resuel­to “ni con la diplomacia más delicada”. ¿Contentar a Rusia o devolver la dignidad a sus rehenes, esa zona gris llamada Europa del Este? Para algunos, el dilema per­siste.

¿De qué hablamos cuando hablamos de Europa? De nuevo esa pregunta con tantas respuestas como interlocutores. Ojalá fuera tan fácil como trazar un signo igual en matemáticas. Respuestas, además, fugaces, pues no tardan en dejar de ser válidas. Europa como rompecabezas maldito, como proyección bienintencionada, abismo y paraíso en un mismo espacio, solución y problema, modelo y contra­ejemplo. “Europa era el refugio de nuestro infierno doméstico”, le contó Michnik al hoy encarcelado Navalni, la alternativa a la censura, la represión y el fraude que viven hoy Bielorrusia o Kazajistán, los “buenos vecinos” de Rusia. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Europa del Este? Todavía de una terra incognita, tres décadas después de descorrer el telón de acero. En lugar de escucharla y (re)conocerla entonces, lo que sedujo de ella a Occidente, como apunta Iván de la Nuez en su reciente La larga marca, fue su experiencia convertida, de manera superficial y exótica, en estética nostálgica.

El zarpazo de Moscú ha provocado, entre otras cosas, que de la “otra Europa” nos lleguen hoy voces claras y seguras como alternativa a la retórica de la grandeur de los viejos imperios que solo se reconocen entre sí. A la determinación de Kaja Kallas o Kiril Petkov se han unido Sanna Marin y Magdalena Andersson. “Nos conocemos a nosotros mismos en la medida en que nos ponen a prueba”, dicen unos versos de Wisława Szymborska. Allá donde vayas (escribo esto desde Cracovia) consulta a sus poetas, me dijo otro profesor.

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31 de mayo de 2022

Ferran Mateo

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Amor y tanques

Se puede hacer una declaración de amor subido a un tanque? La cosa va más o menos así: albergas un vivo afecto respecto a una nación –o eso crees– y tú, su espontáneo liberador, la quieres proteger de lo que percibes como malas influencias. La llevas a una cultura (la tuya) que tienes por más evolucionada, le enseñas una nueva lengua (también la tuya) por considerarla mejor armada para la especulación filosófica, la literatura o el razonamiento político. Por si fuera poco, le administras la economía, nombras a sus dirigentes, le diseñas sus ciudades, etcétera. Pero, bien mirado, ¿por qué llamarlo amor cuando es colonialismo?

Lo de los tanques y los misterios de la ars amatoria no es una ocurrencia mía. Milan Kundera describió el encuentro que tuvo con unos carros blindados el tercer día de la ocupación de Checoslovaquia, en 1968, mientras se dirigía en coche de Praga a la Bohemia meridional. En un control, un oficial le dijo en ruso algo así como que no se preocupara, que todo era fruto de un malentendido y pronto se arreglaría: “Tenéis que entender que amamos a los checos. ¡Os queremos!”. Kundera, en plena primavera, lo entendió según el paradigma del “amor no correspondido”: “¿Por qué estos checos (¡a los que tanto queremos!) se niegan a vivir con nosotros? ¡Qué pena que nos veamos obligados a utilizar tanques para enseñarles lo que significa amar!”. Hay anécdotas que resisten al paso del tiempo.

En menos de dos meses Europa occidental ha hecho un curso acelerado de teoría poscolonial. En Cultura e imperialismo (Anagrama) uno de los padres de los estudios poscoloniales más influyentes, Edward Said, limitaba su análisis a los casos británico y francés de ultramar, conocidos de primera mano, y dejaba otros sin analizar, como Rusia, que “se movió absorbiendo no importa qué tierras o pueblos que estuviesen al lado de sus fronteras”; es decir, por vecindad. Fue sobre ese blízhnee zarubezhé (extranjero cercano) sobre el que Rusia proyectó sus ensoñaciones de exotismo (el Cáucaso) o el encanto folklórico expresado en bailes y canciones (Ucrania). Apuntaba Said que el pensamiento colonial también se sirve de la literatura para la construcción cultural del individuo colonizado, así como para consolidar una relación asimétrica que recuerda la de Robinson Crusoe y su “fiel” Viernes, aceptado siempre que no cuestione la debida subordinación. Por eso, Oksana Zabuzhko, una de las principales escritoras e intelectuales ucranianas, propone, en un artículo reciente titulado “¿No hay culpables en el mundo? Leer literatura rusa después de la masacre de Bucha”, que volvamos a leer las letras de ese país con una mirada sensible a los estereotipos negativos hacia (y no solo) los ucranianos.

Descolonizar la mente es algo similar a ver de nuevo un antiguo cuadro conocido después de una restauración que permita ver los colores originales, ocultos bajo la capa del tiempo y la polución. Además, detalles que antes pasaron desapercibidos cobran sentido. Personalmente, he hecho algo parecido al leer la nueva traducción de La vida de Chéjov, publicada en Salamandra, que escribió en la Francia ocupada Irène Némirovsky. Fue deportada a Auschwitz antes de ver las galeradas. En momentos de angustia intentamos resguardarnos en aquello más preciado, o que una vez nos curó, y Némirovsky lo hizo volviendo a Chéjov. Con los ojos de una ucraniana valoramos ahora esos veranos, los más felices del autor, en una dacha en Sumi (Járkiv), después de publicar el relato sobre la estepa ucraniana que lo consagraría. Nos permite también asomarnos a la concepción de El tío Vania, cuya inspiración proviene de la gente de Sumi, al igual que también hizo florecer en Ucrania su imaginado jardín de los cerezos de su última pieza teatral. La autora de Suite francesa también nos recuerda que, cuando Chéjov se retiró a Crimea por motivos de salud, no se compró una casa en la europeizada Yalta, como los demás rusos, sino en la más apartada aldea tártara de Autka e instó a su amigo y editor Alekséi Suvorin a publicar en su periódico un artículo sobre los estragos de la rusificación forzada de los tártaros de Crimea.

Kundera también explicó que, a raíz de la “declaración de amor” del militar ruso, le cogió manía a Dostoyevski, porque como escritor elevaba los sentimientos al rango de verdad y se regodeaba en una sentimentalidad agresiva. ¿Fue el reflejo antirruso de un checo traumatizado por la ocupación de su país? “No –se respondió Kundera–, pues nunca dejé de amar a Chéjov”.

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13 de mayo de 2022
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