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Apagones en sincronía

Por 6 de diciembre de 2022 Sin comentarios

Marta Rebón

La primera imagen captada en julio por el telescopio James Webb –un cúmulo de galaxias a más de cinco mil millones de años luz de distancia– ocupa la próxima portada de la revista Time, en un número especial con una selección de “fotografías del 2022 que cambiaron nuestra forma de ver el mundo”. Es fascinante. No solo nos permite ver un lugar remotísimo, sino también un tiempo fuera de la escala humana: cada mancha de luz está formada por cuerpos celestes de trece mil millones de años de antigüedad. Esta misma semana una agencia espacial difundía otra, esta vez tomada en dirección opuesta, hacia la Tierra. La región del centro-este de Europa por la noche son manchas de luz artificial sobre un fondo oscuro. En ese encuadre Ucrania aparece sumergida en la negrura, mientras que el punto de luminosidad más intenso al norte es la colosal Moscú.

El apagón de Ucrania, de resultas del ataque indis­criminado ruso contra su infraestructura­ energética, coincide estos días con informaciones ­locales amables, como el encendido de las luces navideñas en Madrid, Barcelona o Vigo. Compruebo en mi piel que el in­vierno ha llegado sin paliativos al Este. De madrugada, en ruta hacia Israel, hago ­escala en un aeropuerto casi a nivel del mar cerca de la frontera con Moldavia. Antes de que despegue el avión, veo cómo llovizna aguanieve tras la ventanilla. Los operarios rocían con anticongelante las alas. Y pienso que, al dejar sin electricidad y calefacción a sus vecinos ucranianos, el Kremlin ha decidido que todo un país se hunda en un pasado remoto, tiempos de hambre y frío, cuando la intemperie era letal.

La imagen nocturna de Europa con uno de sus países a oscuras no tiene nada de abstracta, aunque lo parezca. El río Dnipró, línea divisoria entre las fuerzas ucranianas y las rusas después de la retirada de Jersón de los invasores, lo es ahora también del uso de la energía como arma de guerra. Tras el ocaso en una orilla se encienden velas, mientras que en la otra son bombillas las que alumbran. El ataque a las redes eléctricas que debían asegurar, al menos en parte, el resguardo de los ucranianos de las temperaturas bajo cero –o el sabotaje energético contra la frágil Moldavia– es una metáfora de cómo, en un mundo globalizado, el autoritarismo de Putin ha alargado sus tentáculos al exterior y, junto con otros regímenes afines, ha creado una red de apoyo para sustentar el apagón de derechos humanos dentro y más allá de sus fronteras.

En Bielorrusia, cuyo ilegítimo líder ha sido un cómplice necesario en esta guerra, la opositora Maria Kolésnikova, sentenciada a once años de cárcel, se encuentra en una unidad de cuidados intensivos tras su paso por una celda de castigo. En Irán, cuyos drones han destruido infraestructuras energéticas ucranianas, la policía dispara a mujeres que protestan contra la dictadura teocrática. En China, que acaba de confirmar su voluntad de estrechar su asociación energética con Rusia, jóvenes toman las calles empuñando folios en blanco contra la censura y el estrangulamiento de las libertades. En Qatar expulsan a una joven por llevar una camiseta en defensa de las mujeres iraníes en un estadio construido con sudor y sangre de mano de obra de usar y tirar.

Cuando se mencionan estos abusos contra los derechos humanos, voces que se llaman objetivas se apresuran a aludir a la hipocresía de Europa. No faltan las advertencias envueltas en la jerga de la realpolitik que hablan del “re­greso de la historia”, la “venganza de la geografía” o el “fin de los sueños”. Si el único faro por el que nos dejáramos guiar fuera el de la realpolitik –con su descripción realista de los procesos e intereses sociopolíticos, pero que también, por suponerlos inevitables, menoscaban el valor y la ética para combatirlos–, el mundo sería más terrible. En medio de la oscuridad, las palabras pueden ser puntos de luz.

El escritor de Jersón Serhiy Zhadan (Orfanato, Galaxia Gutenberg), al aceptar el premio de la Paz de los editores alemanes, respondía así a los apologistas de la realpolitik y a los “falsos pacifistas de la izquierda” favorables a una negociación expeditiva: “La paz no llega cuando la víctima depone las armas. Los civiles de Bucha, Gostómel e Irpín no iban armados, y eso no los salvó de una muerte horrible. ¿Necesitamos recordar nuestro derecho a existir?”. Ampararse en la realpolitik desde nuestras calles alumbradas no deja de ser otra manera de mirar a otro lado.

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Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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