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Proust y el calamar

Por 3 de diciembre de 2022 diciembre 7th, 2022 Sin comentarios

Josep Massot

No nacimos para leer, dicen los neurólogos. No hay en el cerebro ningún gen ni ninguna zona programada para la lectura, aunque sí para el habla, de modo que aprendemos a leer echando mano de procesos que sirven para otras cosas, como reconocer un rostro o distinguir un mortífero alacrán de una fruta sabrosa, y de este modo el cerebro va creando circuitos que nos permiten leer signos o símbolos abstractos, primero de forma lenta y muy básica y luego, con la práctica, más veloz y sofisticada. Lo digo porque observo una tendencia a considerar al lector o al oyente digital más indocto que el de papel, como si ya hace tiempo no se nos exigiera, ya sea en texto impreso, radio, podcast, you tube o televisión, textos más rudimentarios y contenidos más livianos. ¿La lectura digital y lo audiovisual favorece una escritura más superficial en un círculo vicioso que se retroalimenta? El dilema va más allá del eterno debate entre bajar el nivel para llegar a más audiencia y ser acusado de desculturizar a la población o mantenerlo y ser acusado de pretencioso elitista. 

Maryanne Wolf publicó hace años un texto divulgativo, Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain, donde contraponía dos maneras de leer. La de Proust: la lectura literaria abre puertas a la imaginación, nos conecta con los sabios del pasado y nos sitúa en el mundo, aviva también recuerdos, sensaciones, deseo de saber por nosotros mismos en soledad y despierta placer, mientras que en el caso del calamar es simple escaneo de meras células que transmiten información.  Wolf prologa el nuevo libro de Naomi S. Baron, How We Read Now: Strategic Choices for Print, Screen, and Audio (Oxford University Press). Ambas coinciden en que no hay una, sino múltiples formas de leer y que el peligro es que la forma hegemónica de leer sea la del calamar y que eso condicione también, añadiría yo, el auge de la escritura de los merluzos.

  Naomi S. Baron, con el aval de numerosa documentación, desmiente muchos clichés sobre la lectura digital o el aprendizaje audiovisual y da consejos a los educadores. Es cierto que las personas tienden a leer más rápido en una pantalla que en una página, no más de 500 palabras, lo que disminuye la comprensión. Y eso que he comprobado la eficacia de la técnica de Octavio Paz para acelerar la lectura sin perder un ápice del significado, pero esa pericia sólo vale si has leído mucho. La página es un mapa que nos ayuda a situar las palabras, y las distracciones y la velocidad, perder la capacidad de retroceder para releer un pasaje difícil, pueden hacer inasumibles los conceptos complejos, pero también -sostiene Baron- los nativos digitales pueden compensarlo con su destreza en la navegación enciclopédica por internet y su capacidad de adaptarse a la velocidad de la realidad cambiante, aconsejando, eso sí, practicar el hábito mnemotécnico de las anotaciones escritas a mano y buscar momentos de pausa para la lectura de libros.

El dilema de Steiner

Desconfío de los intelectuales que desprecian todas las innovaciones (¿recuerdan la aversión de los escritores a pasar de la máquina de escribir al computer?) y maldicen todos los fenómenos populares, que en mi opinión miden mejor que las encuestas lo que está pasando fuera de los círculos letraheridos. El problema no está en la tecnología (¿cuándo dejaremos de decir que son nuevas, cuando llevan en uso ya decenios?), sino, en gran parte, en la enseñanza. Los profesores de bachillerato dicen que no tienen medios para enseñar como quisieran y los catedráticos maldicen como la gran catástrofe silenciada, equiparable a la crisis climática, que les lleguen alumnos cada vez más ignorantes. Y eso me recuerda a George Steiner, otro cerebro, otra época, old school, incapaz de leer a Dante mientras se colaba por la ventana de su despacho del campus la música de Jimi Hendrix que escuchaban sus alumnos a todo volumen. Años más tarde, en una rueda de prensa en Girona, le discutí su afirmación de que la ciencia era más precisa en el estudio de la condición humana que las Humanidades, porque vi que era producto de su desengaño de los cultural studies  aislados en su castillo dogmático. El mundo -decía- entraba en una nueva época: el epílogo, que viene después del logos (la palabra impresa), es decir, un mundo en el que «es el cine y no la literatura el que cambia las sensibilidades y las emociones de los hombres», un mundo en el que la disciplina que aporta más conocimiento sobre el ser humano utiliza un lenguaje sin formas verbales: los algoritmos. El mismo Steiner, en cambio, tiene un delicioso libro en el que proclamaba que el primer deber  de los maestros era contagiar pasión a los jóvenes de sus clases. Saber es un reto que da la recompensa del placer cuando se obtiene.

La erudición que nos hace ignorantes

«Leía tanto que no tenía tiempo para pensar», decía Lichtemberg. Hay programas de inteligencia artificial que facilitan la creación pastiche. En Dall-E2  ( https://openai.com/dall-e-2/ ) le ordenas una propuesta de imagen (por ejemplo, una portada para Cien años de soledad de García Márques) y genera ilustraciones planas a parir del banco de datos muy alejadas de la creatividad artística. E igual sucede con la generación de textos con https://openai.com/blog/chatgpt/ o https://openai.com/blog/whisper/, que me recuerdan a aquel veterano editorialista que tenía memorizada una lista de palabras y las mezclaba para decir lo mismo de forma diferente. Más creativos son los músicos del reciclaje o del pastiche sampleado y no creo que un debate  entre máquinas de inteligencia artificial logre una comunicación más fértil que entre humanos.

Buena parte del arte contemporáneo ha fracasado porque, al igual que la música dodecafónica o cierto  cine cerebral , dejó  de sorprender, emocionar, divertir, dar placer, encauzar la indignación o incentivar el atrévete a pensar. El péndulo comercial está hoy en ser gracioso, prodigar la emoción sentimentaloide, buscar la fama sin pensar demasiado y a ejercer la crítica testicular sin juicio y con prejuicio. Creo que las cosas están cambiando. La generación boomer hizo de tapón a los más jóvenes. Ahora los boomer se están jubilando y ha llegado un relevo generacional que ha tardado demasiado. Esa tardanza, ¿ha hecho posible que los nuevos dirigentes de media edad estén más cerca de la generación precedente que de la de los veinteañeros, la generación realmente rupturista, una ruptura equivalente a la del 68? Creo que, como siempre, seguirá habiendo ciclos conservadores y progresistas y que la balanza dependerá de cómo se creen, desde ayer, redes de complicidad entre los miembros más creativos de cada generación.

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Josep Massot

Josep Massot nació en Palma en 1956. Tras estudiar Derecho en Barcelona, fue uno de los miembros fundadores en 1983 del diario El Día de Baleares. Desde 1987 trabajó en La Vanguardia, abandonando la información política para dedicarse al periodismo cultural, entendiendo la cultura en su sentido más amplio, no sólo la conexión de la literatura, pensamiento, cine, música y artes visuales y escénicas, sino también como herramienta crítica para interpretar la realidad del momento. Es autor de Joan Miró: El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg, 2018) y Joan Miró sota el franquisme, en la misma editorial (2021). También editó, con Ignacio Vidal-Folch, Jules Renard. Diario 1887-1990 (Random House Mondadori, 1998). Ha colaborado, entre otros, en las revistas Diagonal, L'Avenç y Magazine Littéraire y actualmente con el diario El País y JotDown.

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