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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

'Sasha y Volodia' de  Mijaíl Shishkin (Armaenia ed.)

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Las cartas de amor y guerra de Mijaíl Shishkin: un romance epistolar más allá del tiempo

 

¿Por qué llevaba tanto tiempo inédita en español la obra de Mijaíl Shishkin (Moscú, 1961), a pesar de haber ganado los principales premios literarios? Me arriesgo a decir que se debe a que su proyecto literario va más allá del realismo ruso con que el público lector está más familiarizado. Aunque, tras la experimentación posmoderna en la década de 1990, el realismo se convirtiera de nuevo en la senda estética más transitada, Shishkin tomó otro camino. Un camino no por ello menos "ruso" en cuanto a la citación enciclopédica y el diálogo con la tradición, su ambición artística casi religiosa (Shishkin es a la literatura lo que Tarkovski al cine) o temas imperecederos que le obsesionan (el amor, el dolor, el poder, la destrucción y, sobre todo, la muerte).

Más que por el argumento, se le reconoce por una búsqueda más sustancial sobre lo indecible y la importancia de la palabra, herencia de una literatura impregnada de sus orígenes religiosos en que la palabra (slovo) posee el mismo valor que un icono sagrado. "Bien sabes que las palabras, cualquier palabra, no son más que una mala traducción del original. Todo transcurre en una lengua que no existe. Y esas palabras no existentes son las auténticas", leemos en Sasha y Volodia, su cuarta novela.

 

¿ADÓNDE VAS RUSIA? Es una suerte de epistolario entre dos enamorados cuyos nombres dan título a esta traducción -el original es Pismóvnik, en referencia a esos libros ya en desuso que recogían modelos de cartas- y nos llega en un contexto sociopolítico que reafirma la propuesta de su autor de desentrañar la apología de la guerra y el sacrificio que él mismo asimiló en su adolescencia soviética (véase al respecto la obra de la Nobel Svetlana Alexiévich) y que perduró bajo el mandato de Putin.

La pareja se separa cuando él es llamado a filas y viaja a un frente poco conocido, como es el de la rebelión de los bóxers (1900-1901) en China, donde participaron varias potencias extranjeras, entre ellas Rusia, para reprimir el movimiento de los campesinos chinos contra la injerencia forastera. Shishkin aborda en sus libros la fidelidad tóxica de su país con el imperialismo y la colonización. Y en el fondo subyace una pregunta, que es persistente y más todavía a la luz de la actualidad: ¿adónde vas Rusia?

Volodia y Sasha se conocen un verano y se entregan el uno al otro. Las cartas del primer centenar de páginas son sensuales y arrebatadoras, las confesiones se mezclan con divagaciones que muestran la sed de entender sus vidas y el mundo: "Los grandes libros sólo hacen como que hablan de amor para que nos interese leerlos. Pero, en realidad, hablan de la muerte. En los libros el amor es como un escudo, mejor dicho, es una simple venda en los ojos. Para no ver. Para que no nos resulte tan terrible", le escribe ella.

UN ESPACIO-TIEMPO DE PALABRAS Hasta que la muerte de pronto se cuela, después de que él le cuente que en el ejército hace de escribano y redacta, conforme a una plantilla, las cartas que se envían a las familias de los soldados caídos, y serán sus padres quienes reciban la esquela..., pero la correspondencia entre ellos continúa. Es más, nos vamos dando cuenta de que en verdad hay un desfase temporal, que mientras Volodia sigue hablando de esa guerra cruenta, Sasha parece vivir en la realidad soviética. Y mientras uno describe las atrocidades que cometen los hombres, la otra seguirá su vida en un tiempo ajeno a él.

De hecho, nunca contestan las preguntas del otro, sino que son dos monólogos que comprenden todas las vicisitudes de la vida y, como son universales, pueden conversar, aunque no compartan el mismo presente. Esa es la capacidad de la escritura, que transciende la existencia y conecta a vivos, muertos y los aún por nacer. Shishkin crea para ellos un espacio-tiempo alternativo en el que las palabras se abrazan.

Pero ¿se llegan a leer Sasha y Volodia? Hacia el final, se va tornando un relato casi fantástico inspirado en el mito del Preste Juan (recuerden Baudolino de Umberto Eco) de quien se decía que gobernó un reino fabuloso en Oriente. Sí, lo hacen, porque todo parece converger hacia un "punto de fuga" -título de la versión italiana-, que es la imaginación del lector. Allí Sasha y Volodia, como Abelardo y Eloísa o Tristán e Isolda, seguirán escribiéndose ad eternum.

UN COLECCIONISTA DE PREMIOS Afincado en Suiza desde 1995, Shishkin ha sido el único escritor en alzarse en Rusia con la tríada de premios más importantes del país: el Booker ruso (en el 2000 por La toma de Izmaíl), el Best-seller Nacional (2005 por El cabello de Venus) y el Gran Libro (2011, por este mismo Sasha y Volodia). Además, sus traducciones le han hecho merecedor, entre otros, del Strega (Italia), el Meilleur Livre Étranger (Francia) o el Internationaler Literaturpreis (Alemania).

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8 de noviembre de 2023
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Violencia endémica

 

De entre las muchas razones para aterrizar en Tel Aviv, en mi caso fue un escritor soviético represaliado hace ocho décadas. Isaak Bábel, judío originario de Odesa, retrató la vida (y la muerte, durante los pogromos) a orillas del mar Negro, así como las atrocidades de la guerra civil rusa. Durante las purgas estalinistas acabó en una fosa común y su obra fue censurada. Poco a poco me había ido dando cuenta de que muchos autores que había traducido o leído con interés eran de ascendencia judía, aunque ese matiz quedaba más o menos desdibujado bajo la omnívora etiqueta de “cultura rusa”.

Resultó que, en la ciudad israelí de Beersheba, en el desierto del Néguev y cerca de la franja de Gaza, daba clases en la universidad uno de los mayores expertos en Bábel, cuyos manuscritos había logrado sacar de los archivos del Moscú soviético para publicarlos en el extranjero. Cuando me planté allí con una beca doctoral, vi enseguida que los letreros en cirílico no eran una rareza, dada la nutrida comunidad rusófona. ¿Por qué? Durante la segunda mitad de la era soviética, ser ciudadano soviético de origen judío era una de las escasas (pero no siempre factibles) vías de escape, pues eran invitados a marcharse. Más tarde llegaron emigrantes del derrumbe soviético y, en fecha reciente, refugiados de la invasión de Ucrania y fugitivos de la represión de Putin o del reclutamiento militar obligatorio.

Al margen de los motivos que a uno lo lleven allí, ya sean turísticos, religiosos o académicos, por mucho que los forasteros nos sumerjamos en su burbuja de aparente normalidad, es imposible no sentir que ­esta se tambalea al borde de un abismo. Son omnipresentes los controles de seguridad y los fusiles en bandolera en los autobuses de jóvenes soldados uniformados.

Hay señales menos obvias, como la he­braización de la toponimia, o ruinas ­abandonadas que recuerdan lo que antes de 1948 fueron poblados palestinos, o esa colección de libros en la Biblioteca Nacional de Jerusalén marcados en el catálogo con la referencia AP (siglas en inglés para “propiedad abandonada”), eufemismo con que se designan los libros confiscados en casas, instituciones y bibliotecas ­palestinas durante la nakba. Estos volúmenes conservan las huellas de sus antiguos propietarios: dedicatorias, notas manuscritas, caligrafía árabe, fechas y firmas. Para sus descendientes, algunos pro­bablemente en Gaza o Cisjordania, sería muy difícil sostenerlos en sus manos, algo accesible para mí con un pasaporte de un país de la UE. Es un símbolo de la desposesión y una metáfora de la dificultad de restitución, resultado de las historias ­trágicamente entrelazadas de dos pueblos.

Después está la realidad obcecada de las armas en acción. Era la primavera de 2018 y se conmemoraba el 70.º aniversario de la nakba . Por las noches, el silencio quedaba roto con el vuelo de aviones militares y la acción del escudo antimisiles. Ese año se aprobó la ley sobre el Estado nación judío, que legalmente discriminaba a los árabes israelíes. Cada obstáculo legislativo, cada expropiación, cada incursión punitiva ha alejado más la zona de los darchei shalom, caminos de la paz, que poco tienen que ver con el simulacro de paz construido bajo una cúpula de hierro, como reclama una parte de la sociedad israelí.

La doctrina de la superioridad militar de Netanyahu se desmoronó este 7 de octubre con el atentado brutal y exhibicionista de Hamas, un baño de sangre repulsivo que nada ni nadie debería justificar. La rapidez con que el primer ministro se ha dispuesto a imponer un castigo colectivo contra la franja de Gaza lleva la firma de los gobernantes que esconden sus errores con más guerra y violencia. La alianza política con la extrema derecha muestra que a veces una minoría puede acabar por provocar una catástrofe. Incluso exdirectores del Shin Bet reconocían en las entrevistas recopiladas en el documental y el libro The Gatekeepers (Dror Moreh, 2012) que la vía armada no es la solución al conflicto.

Solo la diplomacia, a través del acuerdo y la concesión, puede conducir a Israel a convertirse en una democracia plena. Así podría dejar de ser, por fin, una sociedad militarizada, algo que a la larga deshumaniza. Para adentrarse en el clima social y político del Israel contemporáneo, guiado por la lección envenenada del Holocausto, que consiste en el deber de ser una nación robusta, capaz de defenderse a cualquier precio (una carga abrumadora para las nuevas generaciones), es muy recomendable leer las dos últimas novelas de Yishai Sarid.

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26 de octubre de 2023

'Relaciones misericordiosas' de László Krasznahorkai (Acantilado, 2023)

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László Krasznahorkai: retazos de una realidad esquiva en el crepúsculo comunista

 

Si quisiera citar una frase entera de algún relato de Relaciones misericordiosas -y es un rasgo común en toda la obra de László Krasznahorkai (Gyula, 1954)-, me encontraría con que su extensión promedio excede tanto la habitual que tendría que sacrificar demasiado espacio.

El original se publicó en 1986, cuando Hungría era todavía una república popular, pero la sombra alargada de Moscú se estaba ya diluyendo. Es un tiempo cuya atmósfera capta el texto inicial, El último barco, adaptado al cine por Béla Tarr en 1990, en el que un grupo de personas, custodiadas por fuerzas del orden, espera al abrigo de la noche, y hasta el despuntar el alba, a que llegue la embarcación que se los llevará por el Danubio al extranjero -da lo mismo adónde, al parecer-, como si fueran los últimos en abandonar la capital, cansados de vivir en "la locura vacua de una urbe desierta".

LA INTENSIDAD DE LA VIDA Y así, cuando el lector toma aire en cada inicio, no podrá volver a hacerlo hasta el final -prodigioso ejercicio de apnea literaria, sin puntos aparte-, como si en la partitura de Krasznahorkai todas las oraciones estuvieran unidas por un signo de legato, o, pensando en el cine (un medio en que este autor no es un extraño), formasen un larguísimo plano secuencia hipnótico, contemplativo, a veces amenazador e intrigante, en el que el tiempo parece correr en sincronía con la velocidad de lectura.

Podríamos aventurarnos a lanzar teorías sobre esta marca distintiva del autor de novelas como Guerra y guerra, Tango satánico o Melancolía de la resistencia y los guiones de El caballo de Turín o El hombre de Londres, una propuesta estética -con el uso desmedido de adversativas y disyuntivas que simulan ese razonar al compás de la mirada, a veces hacia dentro y otras hacia el exterior- que nos habla de la tensión entre dos temporalidades, la de la planificación oficial comunista y la de la realidad individual vivida, pero (según leo en una entrevista) responde sobre todo a circunstancias materiales

Sin escritorio propio y siempre rodeado de gente y ruido, Krasznahorkai se habituó a trabajar la frase en la cabeza, como hacía el poeta Ósip Mandelstam con sus versos, añadiendo cada sintagma-abalorio mentalmente, hasta encontrar ese equilibrio entre la belleza formal, sin la sensación de que los meandros sintácticos de su prosa se perciban como adorno, y la naturalidad del habla común. Esto último no es circunstancial, pues, aunque exigentes en la atención y el ritmo, estos relatos no ponen al lector obstáculos experimentales: son historias de corte clásico que, como ha dicho el autor, "no pretenden escapar de la vida", en alusión a la literatura de evasión, "sino vivirla de nuevo", con otra intensidad.

¿UNA REALIDAD INEXSITENTE? Ocho relatos unidos por un estilo que, por su densidad sensorial y paso ralentizado, no narran tramas trepidantes. En el sobresaliente Herman, el guardabosques, la transformación interior de un guardabosques jubilado que de pronto entiende que es el hombre la especie invasora y emprende su propia venganza; La trampa de Rozi, una suerte de triangulación detectivesca (o diabólica) entre tres personajes que no se conocen, pero por distintas razones acaban siguiéndose, al estilo de El hombre de la multitud de Poe, y compartiendo comida, cada uno en una mesa aparte, en el local de la señora Rozi, que los observa «con satánica malicia», como si todo hubiera sido fruto de un conjuro.

Calor, en el que un obediente empleado del Estado de una oficina de recaudación se esconde con su pareja en un barrio abandonado cuando la radio anuncia que "la unidad de la nación se ha ido al garete" y pone tierra de por medio por si la "la furia imprevisible de la masa" se desata contra todo lo que huela a funcionario y colaborador del régimen, siguiendo en todo momento su principio rector, la cautela disfrazada de oportunismo; o Lejos de Bogdanovich, que pone en práctica qué ocurre cuando nuestro destino está "sellado en el momento en que algún transeúnte nos lanzara a los ojos una mirada que fuese más allá de un vistazo insignificante", cosa que ocurre al narrador en una fiesta al toparse con "la frágil figura de Bogdanovich" y siente la pulsión de protegerlo, lo que acaba en un deambular nocturno y sorrentiniano sin un destino claro.

Podría sentirse que pesa cierta monotonía de uno a otro, como si el narrador -en primera o en tercera persona- fuera siempre el mismo. Sin embargo, Krasznahorkai encuentra maneras de salvar este escollo dentro de un mismo estilo arquitectónico: con cambios de punto de vista, variaciones, saltos temporales muy comedidos o cuando intercala notas manuscritas en el flujo narrativo de El buscador de emisoras. En todo caso, estos relatos de la primera época de Krasznahorkai ya destilan esa relación tan suya con la realidad, que "como Dios, estamos convencidos de que existe, aunque no se nos haya aparecido".

La literatura y la realidad Interrogado por los servicios secretos al final del comunismo, Krasznahorkai se empeñó en convencerlos de que escribir no tenía nada que ver con la política: "Me decían que sí, porque describía una sociedad gris y caótica. Yo se lo rebatía con el riesgo de que me dieran una paliza". El fin del régimen le dejó una sensación agridulce: "Soñamos un mundo más abierto con la llegada de la democracia. Pero resultó que para la mayoría supuso sólo la ilusión de ir de compras a Viena. Libremente, eso sí".

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16 de octubre de 2023

'Venganza' de Yoko Ogawa. Tusquets, 2023

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Yoko Ogawa, la vida bajo la atmósfera de lo sobrenatural

 

Tenebrosidad y fantasía se dan la mano en estos once inquietantes y refrescantes relatos de Yoko Ogawa

En uno de los once relatos narrados en primera persona que componen Venganza de Yoko Ogawa (Okayama, Japón, 1955), Tomates rojos a la luz de la luna, una periodista se encuentra a una anciana en la habitación de hotel que le han asignado y, aunque consigue hacerle entender que la 101 es la suya, la inquilina, portadora de un misterioso manuscrito, despierta su curiosidad por aquel "aire suyo inclasificable", diferente al del típico turista del lugar.

En un momento dado, la periodista saca de la estantería un librito cuya autora resulta ser la anciana. Se titula Una tarde en la pastelería, como el primer relato de Venganza, y va de una madre que sale a buscar un dulce de aniversario para su hijo muerto. "No había nada particularmente interesante en el estilo -piensa la narradora después de leerlo un par veces-. Tampoco en los personajes ni el contexto en que se desarrollaba la historia. No obstante, tenía cierto mérito: se leía como quien experimenta la caricia de una brisa fresca". Me da la impresión de que sintetiza lo que experimento leyendo estos relatos.

En Corazón hilvanado, la devoción con la que un artesano cumple el encargo de confeccionar un bolso para una clienta "que había nacido con el corazón fuera de la caja torácica", destinado a hacer las veces de estuche del órgano vital, se describe como si se tratara del taller literario de Ogawa: "la creación de bolsos y maletines me ofrece posibilidades inagotables (...), planifico de antemano los más sutiles detalles que compondrán el bolso: el tipo de brillo que producirán los adornos metálicos o el número de puntadas que debo dar". Porque los relatos de Ogawa se sustentan no tanto en la acción como en la cualidad descriptiva de estados psicológicos, atmósferas y escenas de extraña tenebrosidad. Gracias a ese don, un huerto de kiwis se convierte en una escenografía gótica.

Los relatos, aparentemente inconexos, aunque entrelazados por objetos y personajes, trascienden el tema del título, que es más sugerente en el original japonés, algo así como "Cadáver silencioso, luto lascivo". En ellos se exploran el duelo, la ausencia, la contención emocional y la dimensión sobrenatural de la cotidianidad. Un cruce, por decirlo en lenguaje cinematográfico, de los imaginarios de David Lynch, David Cronenberg y Julia Ducournau, con una premisa constante: el lector nunca puede predecir qué seguirá después de cada frase. Esto crea un efecto acumulativo de extrañamiento en que se fusionan realismo y fantasía en un mismo mundo. No apto para quienes se entretengan con películas de sobremesa.

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26 de septiembre de 2023

La expedición. Una historia de amor de Bea Uusma. Ed. Menguantes

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Bea Uusma y la historia de una obsesión: un viaje a un pasado de hielo y muerte

"La naturaleza nos devora", concluye la médica y escritora Bea Uusma (Lidingö, Suecia, 1966) en La expedición. Según la ley termodinámica que rige la entropía, el universo tiende al caos. A pesar de nuestros esfuerzos por estructurar y clasificar, escribir listas interminables y hacer cálculos precisos, "la naturaleza siempre tiende a una elevada entropía con una fuerza infinitamente más poderosa que la nuestra". Es lo que experimenta la autora después de 15 años inmersa en la historia de la denominada "expedición de Andrée" (liderada por el ingeniero Salomon A. Andrée), la que "más literatura ha generado en Suecia". Incluso fue adaptada al cine en 1982, con Max Von Sydow como protagonista. Su libro está repleto de tablas, listas, documentos, informes, en un intento exhaustivo de agotar cada aspecto de la expedición. Su mirada evoca tanto a Perec como a Sebald en su afán de extraer todas las posibilidades de los rastros de quienes ya no están.

La expedición de Andrée, acompañado por dos jóvenes científicos, tenía por misión cruzaren globo el Polo Norte hasta Alaska o Canadá, "deslizándose elegantemente" por los vientos del sur. Era 1897 y ni siquiera se sabía que aquello no era tierra firme sino un mar helado, e incluso creían que tendrían como aliados vientos favorables y la luz del sol.

Fue una empresa temeraria, marcada por un exceso de optimismo, de "tres hombres de Estocolmo que habían pasado la mayor parte de su vida detrás de un escritorio". Los problemas técnicos surgieron ya en el despegue, dejándolos a merced del viento y de un aterrizaje forzoso sobre el hielo a unos 480 km de distancia. Penosamente, alcanzaron la denominada Isla Blanca debido a las placas de hielo. Cuatro días después, cesan las anotaciones de sus diarios. Tres décadas después encontraron sus cuerpos, y abundaron las teorías acerca de su muerte.

La investigación de Uusma es la crónica de una obsesión. Resulta interesante que surgiera de la más pura casualidad: en una aburrida fiesta de los años 90, la autora tomó un libro de una estantería que trataba de esta expedición... y así empezó todo. Estamos acostumbrados a que subyazca a este tipo de búsquedas una fuerte motivación personal y que el texto revele tanto las biografías de los exploradores como la del propio autor, unas nutriendo a la otra, y viceversa. Aquí no es así. El enigma tanto de lo que les sucedió a los exploradores como de la motivación de la autora queda a salvo en el refugio de la imaginación. Uusma incluso llega a preguntarse si se convirtió en médica "simplemente para descubrir lo que pasó".

Varias vías A lo largo de una década y media hizo todo lo posible por acercarse a ese minuto final: horas incontables revisando documentos, búsqueda de financiación para ir a la Isla Blanca (cosa que consiguió). Este esfuerzo casi irracional se manifiesta en las primeras líneas, cuando se percata de que todas las teorías no son definitivas, y de ahí nace su necesidad: "Tengo que seguir sus pasos. Tengo que colarme en sus bolsillos interiores. Tengo que penetrar en las palabras de las páginas descompuestas de sus diarios".

Y eso es La expedición, una hermosa y rigurosa búsqueda en la forma y en el contenido, que no se pierde en el lirismo de las aventuras polares ni en lo meramente científico. El lector es testigo de cómo una historia del pasado va creciendo y ocupando el interior de Uusma, hasta la identificación total. La investigación está narrada en orden cronológico, interrumpida por fragmentos del diario de Nils Strindberg, uno de los expedicionarios, en diálogo con su amada, Anna Charlier. Este romance cobra vida en el libro: es trágico y permite tirar del hilo de quienes quedaron atrás. ¿Es la "historia de amor" a la que se alude en el subtítulo? ¿O la expedición es la historia de amor de la autora? ¿Su verdadera protagonista?

Uusma sólo se desvía de los hechos en dos páginas, casi al final, cuando las pruebas ya no pueden ofrecer más certezas y se entrega a la imaginación. Porque, al referirnos al pasado, en nuestros intentos por reconstruir "una cadena de acontecimientos probables", no hay más remedio. Como seres narrativos que somos, nos angustian los vacíos en una historia. Y al llenarse, la magia emerge.

En búsqueda de la verdad Adaptada en 2017 como un trepidante y poético documental, protagonizado por la propia Uusma, en la novela se inercalan en el texto fotografías de la expedición, imágenes de los diarios, todo tipo de mapas, análisis forenses e incluso una catalogación de los tonos de color del hielo que en su primer viaje por el Ártico registró la autora, que también es ilustradora. Documentos y más documentos para hallar, al fin, la verdad.

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25 de agosto de 2023

'Donantes de sueño' de Karen Russell. Ed. Sexto Piso

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Karen Russell y el terror de un mundo sin sueño

 

¿Qué pasaría si nadie pudiese dormir? Esta distopía de Karen Russell teoriza sobre esta inquietante epidemia

Una de las características de las obras distópicas es el uso de mayúsculas para designar una nueva realidad. Karen Russell (Miami, 1980) hace lo propio en Donantes de sueño, cuando imagina una epidemia de insomnio en Estados Unidos que acabará por convertirse en pandemia cuando se detecten casos en China.

Así tenemos las "Campañas del Sueño", con que se captan donantes del bien más preciado y las "Brigadas Duermevela", que al volante de los "Furgones de Sueño" son quienes se ocupan de la extracción. También van en mayúscula los antros a los que acuden los insomnes, "Mundos Nocturnos", donde consumir productos del mercado negro para mantenerse en vilo por miedo a las pesadillas o las "Zonas Solares", núcleos urbanos con enormes tasas de insomnio.

No se sabe el origen de este déficit de fase REM, pero intuimos que es la evolución lógica de un malestar global de sobra estudiado: dormimos menos y peor, el consumo de somníferos se ha disparado y la sobreexposición a la luz azul de las pantallas ha hecho mella en el descanso de los adolescentes. La autora imagina el momento en que todo esto se va de las manos. Un sueño poco reparador sostenido en el tiempo acelera el deterioro cognitivo. Recordemos: la "peste de insomnio" que se sufre en Macondo tiene "una inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido".

Aquí la anemia onírica extrema es mortal, de modo que todas las esperanzas se depositan en que los laboratorios consigan sintetizar sueño. Entretanto, las Brigadas lo extraen de quienes aún tienen un dormir placentero, sin pesadillas, para hacer transfusiones a los insomnes crónicos u "orexines". Una distopía no sería tal sin neologismos.

En novelas como esta todo se juega a que la tesis inicial encuentre su coherencia interna, que los retos de un mundo sin X o con exceso de Y provoque una cascada de reflexiones sobre su presente al lector. Al fin y al cabo -y como se vio en la pandemia-, todo gira en torno a la solidaridad y la corrupción, a la resistencia y los valores, al miedo irracional y las teorías conspirativas.

Todo está aquí, explicado en primera persona por una "Captadora" cuyo gran éxito ha sido encontrar a un donante universal, la "Bebé A". Como no hay distopía sin historia personal que funcione, Dora, la protagonista, es una "hemofílica de la pena". Su hermana murió de insomnio terminal y eso la convirtió en una Captadora entregada a la causa que explota su tristeza para convencer a nuevos donantes, algo que le pasará factura psicológica.

Russell es hábil haciendo encajar todas las fichas de un futuro que se antoja posible. No sobrecarga el texto con jerga científica ni ahonda en la interesante historia cultural del dormir. El resultado es correcto, pero no contagia la pesadilla de las noches en blanco.

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27 de julio de 2023

Ellos de Kay Dick (Automática Ed. 2023)

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Kay Dick y el inquietante espejo de vivir en un mundo sin arte

Hay un enemigo común en las distopías más conocidas, como las de Zamiatin, Orwell, Bradbury o Atwood, que retratan un poder autoritario. Además de la prensa independiente, se persigue el arte, entendido como una vía de escape de las normas impuestas o un generador de alternativas. En estos mundos opresivos, el uso de los libros como trinchera por parte de los disidentes los convierten en un objeto subversivo que debe erradicarse. El fascismo, el fundamentalismo y el neopuritanismo comparten el afán de prohibir la libre circulación de ideas en su cruzada permanente contra una ciudadanía libre y crítica, para lo cual recurren a la dicotomía entre un "nosotros" monolítico y un "ellos" que hay que derrotar. Pero también hay otras formas efectivas de neutralizar la subjetividad vigorizante del arte: rebajarlo a entretenimiento, precarizar a los creadores o ensalzar la ignorancia sin rubor alguno.

Estas reflexiones se hallan en el núcleo de la perturbadora novela Ellos de Kay Dick (Londres, 1915-Brighton, 2011). La historia se desarrolla en una Inglaterra reconocible, trasladada a un futuro impreciso, donde artistas e intelectuales viven aislados en colonias rurales. El narrador, cuyo género está difuminado, vive en soledad con un perro, escribe y es uno de sus miembros. Alrededor, un grupo creciente de filisteos los vigila, los acosa y, si es necesario, actúa sin miramientos: cuando se ausentan, a veces sustraen libros u obras de arte de sus casas. Tampoco tienen reparos en ser más drásticos: ciegan a un pintor o queman la mano de una poeta por dar rienda suelta a su pulsión creativa. El amor, la fraternidad y el duelo también están proscritos. La terapia más radical se practica en unas torres de internamiento donde se extirpan la sensibilidad y los recuerdos.

En esta novela, dividida en nueve capítulos independientes que conforman la "secuencia" desasosegante a la que se hace referencia en el subtítulo, se muestran los distintos posicionamientos de los artistas: la connivencia, el compromiso, la protesta o el exilio interior. La sociedad parece adentrarse en un periodo pre-Gutenberg, en que la memoria, y no el papel impreso, es el ámbar que conserva la gran literatura. Dick, editora de Orwell y participante activa en la vida intelectual inglesa, librepensadora abiertamente bisexual, vio cómo su inquietante, aunque delicada especulación futurista pasó sin pena ni gloria en 1977. Cayó en el olvido, y no fue hasta hace un par de años, cuando un agente literario la "redescubrió" en un mercadillo y la devolvió al anaquel de las novedades.

Pero ¿quiénes son "ellos"? A diferencia de los autores mencionados, Dick elige retratar a una masa reaccionaria que no sigue a un líder ni es el brazo ejecutor del Estado. Ese "ellos" se informa solo por la televisión, prefiere "mirar el mar desde el refugio seguro del monstruoso puerto deportivo" y gustan de las mujeres dóciles. Se ha simplificado tanto el discurso que apenas se sabe articular palabras y perciben cualquier forma de emancipación como "una amenaza". El narrador recuerda que todo comenzó como "una parodia para la prensa". ¿Les suena familiar? Kay Dick nos ofrece un espejo que refleja hoy nuestros tiempos.

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19 de julio de 2023

Virginia Woolf con su cuñado Clive Bell, 1910. New York Public Library.

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Virginia Woolf: recorrer el mundo para registrar lo que pasa en la mente

 

Paul Bowles hizo una inteligente reflexión sobre la literatura de viajes en el ensayo Desafío a la identidad, título que ya de por sí propone una definición tan concisa como incontestable de lo que el viaje plantea al viajero. Para él, el mayor placer era "leer el relato de un escritor inteligente acerca de lo que ocurrió lejos de casa". Lo de menos era la información sobre hoteles, rutas o sugerencias de vestimenta.

Y esto es lo que encontramos en este invento editorial -inspirado tal vez en la edición de Jan Morris Travels with Virginia Woolf (1997), si bien los contenidos y su disposición divergen-, que recopila y ordena cronológicamente lo que escribió la autora de Al faro sobre sus estancias en el extranjero: en total, unas 80 semanas, de sus 59 años de vida (y sólo una vez fuera de Europa, en la parte asiática de Constantinopla, donde su Orlando cambia de sexo después de un sueño de siete días).

De viaje de Virginia Woolf. Traducción de Patricia Díaz. Ed. Nórdica.

 

CONTRA LA LITERATURA DE VIAJES

El material procede, sobre todo, de sus cartas y diarios, porque en su bibliografía, salvo contados ensayos para revistas, no encontramos un libro que corresponda al género de viajes. En una anotación de Woolf de 1909, desde Florencia, leemos: "La escritura descriptiva es peligrosa y tentadora. Es fácil, con un poco de esfuerzo mental, hacer algo[...] Lo que una registra de verdad es el estado de su propia mente".

La naturaleza privada de los textos seleccionados muestra una Virginia Woolf menos preocupada por el alarde literario, la repetición de tópicos o las descripciones de paisajes y edificios, y sí más espontánea y directa. "No merece gastar tinta acerca del viaje por Italia. Hacía calor, hacía frío, perdimos trenes, encontramos hoteles... y, entretanto, pasamos de una punta de Italia a la otra", resume en su diario desde Olimpia, en 1906, y de igual modo despachará otros iconos turísticos. Lo que intenta captar es ese "estado de la mente" que varía con la edad, el contexto o, si lo hay, el destinatario: cuando se dirige a su hermana, por ejemplo, se muestra más cálida y sincera, y, aun así, expresa sin tapujos lo "aburridas que son las historias de los viajeros".

Tenemos, por lo general, la imagen de una autora muy arraigada a su ciudad natal, y aquí se incluyen acertadamente impresiones de lugares ingleses que no son Londres, pues reivindicaba explorar los paisajes cercanos y no sólo, como dictaba la moda, los de Italia o la Riviera francesa. Prefería las caminatas sin compañía -"El viajero solitario tiene muy poco en qué pensar, sus deseos se satisfacen con facilidad"- y las rutinas -"Leer, escribir, maldecir y andar, todo como de costumbre", escribe desde New Forest-. Aun así, no oculta una nostalgia hiriente cuando se aleja: suspira desde Grecia que "la mera palabra Devon es mejor que un poema" o que prefiere una "húmeda calle londinense" al soleado país.

UN VIAJE IMAGINARIO

Sin embargo, Woolf también destila un disfrute tranquilo y hedonista al estar fuera, en el mundo, con el sentir propio de una mujer de su época, clase y procedencia cultural (la Inglaterra colonial), algo que exploró desde su primera novela, Viaje de ida (1915), en la que hizo embarcar a sus personajes en un trayecto por mar de Londres a Santa Rosa, en América, retomando la visión ancestral del viaje físico como metáfora del espiritual.

Antes de escribirla, Virginia, con 24 años, perdió, de resultas de una fiebre tifoidea contraída en Grecia, a su hermano y alma gemela, Thoby Stephen, a partir del cual perfiló a Percival, personificación de la muerte en Las olas. El extranjero fue desde entonces, además de un espacio donde interrogarse sobre qué es ser una mujer inglesa, un recordatorio de la fatalidad.

Woolf no corresponde al prototipo de nómada multiterreno (su predilección fueron las carreteras francesas, de hotel en hotel), pero en toda su obra importa (y mucho) la experiencia del espacio, imaginado o conocido, y cómo influye en la sensibilidad de sus protagonistas. De entre todos los proyectos literarios que no vieron la luz después de apagarse para siempre cuando se sumergió en el río Ouse, quedó sin escribir el que imaginó en 1931: "Un viaje imaginario alrededor del mundo de aventureros, cazadoresy escaladores, que cazan tigres, viajan en submarino, vuelan y cosas así. Fantástico".

Una pasión helénica Son especialmente interesantes las impresiones de Grecia, cuya lengua y arte había estudiado. De su primer viaje dijo: "En Grecia, sientes muy a menudo que el espectáculo pasó hace mucho y has llegado demasiado tarde, e importa muy poco lo que pienses o sientas. La Grecia moderna es tan débil y frágil que se rompe en pedazos cuando se la confronta con el fragmento más tosco de la antigua".

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7 de julio de 2023
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La genialidad de Kafka a través de los ojos de Canetti

 

Permítanme la libertad de iniciar este texto con un apunte personal. Ciertos escritores resuenan en nuestras vidas de manera particular: al oír sus nombres, reverbera un tiempo pasado que nos marcó. En mi caso, lectora de Las Voces de Marrakech y fascinada con la biblioteca de Peter Kien en Auto de fe, Elias Canetti (Ruse, Bulgaria, 1905-Zúrich, 1994) es para mí, ante todo, el autor del epígrafe que acompañaba cada número de la revista cultural Lateral (1994-2006), al que debía su nombre: "A medida que crece, el saber cambia de forma. No hay uniformidad en el verdadero saber. Todos los auténticos saltos se realizan lateralmente, como los saltos del caballo en el ajedrez. Lo que se desarrolla en línea recta y es predecible resulta irrelevante. Lo decisivo es el saber torcido y, sobre todo, lateral".

La revista, editada en Barcelona, y en cuya redacción se hablaba en catalán y en español (de Perú, Colombia, Ecuador, Argentina o España), fundada por un húngaro (Mihaly Dés) e inspirada en la poética del escritor de origen búlgaro, sirvió de puente entre los creadores nacionales y americanos, siempre con un ojo en Europa Central y del Este. No podría haber mejor ilustración de ese "saber torcido" que proponía el autor de Masa y poder. Lejos de ser esto una concesión a la nostalgia, sirve como ejemplo del género con el cual Canetti se distinguió, el de los Aufzeichnungen, una palabra con tintes burocráticos que se traduce como "registro", "nota" o "apunte".

Canetti aplicó este término a una amplia gama de tipologías textuales -aforismos en el sentido tradicional, simulaciones de diálogos socráticos, caricaturas, reflexiones a partir de sus lecturas, entre otros-, que almacenó en sus cuadernos con el dictum "pienso, luego escribo". La devoción constante que Canetti manifestaba hacia sus apuntes tenía el doble valor de registrar su flujo de pensamientos y funcionar como un diario poco dado a lo autobiográfico. Servía también como confesionario íntimo y muro de lamentaciones, instrumento de creación audaz y taller de experimentación. Seleccionados, reorganizados y revisados, estos apuntes pasaron a formar parte esencial de su bibliografía, como El suplicio de las moscas, del cual se extrajo el epígrafe citado.

Tal es la potencia evocadora filosófico-literaria de sus apuntes que uno solo inspiró toda una revista. "La capacidad de abarcar (del apunte) no conoce límites", concluyó Canetti. Y yo añadiría que es la forma expresiva de nuestro siglo, la que celebra lo breve e inacabado, que no es un fracaso, sino un triunfo. En palabras de Joshua Cohen, es un triunfo del arte sobre la muerte, porque "el aura proyectada por lo inconcluso convierte ese arte en un misterio para el futuro2.

Un arte sin límites

Y si el género de los apuntes ya tiene de por sí algo "lateral", porque se desarrolla en los márgenes de otra cosa -en el caso de Canetti, surgieron como válvula de escape frente a otros trabajos unitarios mayores, específicamente Masa y poder, en cuya creación invirtió décadas-, este aspecto se acentúa cuando los apuntes nacen al calor de la lectura, en ese cuaderno que mantenemos al lado del libro en cuestión, y en el que, desconfiando de nuestra memoria, anotamos lo que debe ser inolvidable, las emociones suscitadas por un fragmento, el detalle que no puede pasar por alto, los mimbres de una teoría aún por desarrollar, las relaciones con otros autores, ideas aparentemente sin sentido, verdades inspiradas en la lectura y deseos articulados en voz baja.

En los apuntes de lectura, entablamos un diálogo tanto con el texto como con nosotros. ¿Estamos, pues, ante una lectura aumentada, por usar la jerga tecnológica? En los apuntes de lectura, el lector no se abstrae, sino que mantiene un canal activo de pensamiento que le permite sentirse inmerso en la lectura e interpelar a lo que lee. En este sentido, Sobre Kafka, los apuntes de Canetti previos y preparatorios para su ensayo El otro proceso (publicado en dos entregas, julio y diciembre de 1968, en Neue Rundschau), basados en la lectura de las cartas del de Praga a Felice Bauer, "que dan testimonio de cinco años de tortura", así como de la (re)lectura en especial de lo que Kafka escribió durante ese periodo y justo después, es una auténtica experiencia intelectual.

Este hecho se ve reforzado en gran medida por el formato de la edición: además de los textos introductorios (de Susanne Lüdemann e Ignacio Echevarría), se ha añadido después de las anotaciones, agrupadas en las anteriores a los trabajos preparatorios (1946-1966), las correspondientes a la primera parte (1967-1968) y a la segunda (1968), y las posteriores (1969-1994) relacionados con Kafka. Se incluye asimismo El otro proceso revisado, dos conferencias -Proust-Kafka-Joyce, de 1948, y Hebel y Kafka, de 1980-, y unas cincuenta páginas de notas que amplían las de la edición original.

El resultado provoca un efecto mágico: ¿leemos a Canetti a través de Kafka, o a Kafka a través de Canetti? Tal es el esfuerzo que el Premio Nobel despliega en este encargo, del que atestiguamos no pocos momentos de flaqueza. Un encargo que afronta con una premisa clara: extraer la esencia a partir de la lectura personal como único asidero, sin mediación de bibliografía especializada. "Me enfrento a las cartas con candor (...) Por tanto, existe el peligro de que, por desconocimiento, escriba algo que ya se ha dicho hace tiempo. ¿Está dispuesto a asumir el riesgo?2, le preguntó, a modo de advertencia, a Rudolf Hartung, redactor jefe de Neue Rundschau.

Extraer la esencia

Cuando Canetti se sumergió en las cartas a Felice de Kafka, cuya muerte ocurrió cuando el él tenía diecinueve años, había leído El artista del hambre y La transformación ("esta única pieza bastaría para asegurarle la inmortalidad"). A partir de ese momento, seguirá sus pasos con dedicación. Las notas, siempre fechadas, y entrelazadas con algunas cartas al editor y algunos acontecimientos de la actualidad que irrumpen por su trascendencia -"1968: Fue el año de los estudiantes en la Sorbona, de la primavera de Praga y de la catástrofe en agosto. Un año salvaje, demostrativo, trágico", recordará en un apunte de 1993-, son, sin duda, una aproximación a Kafka basada en esas misivas que él considera imprescindibles para su explosión creativa inicial.

Las cartas están al servicio de su escritura, de ahí su importancia. Véase El fogonero, cinco capítulos de El desaparecido (o América) y La transformación. En ellas, explica, encontró la energía necesaria a una distancia segura. Canetti indaga en la dimensión física de Kafka, en su delgadez, su tendencia a encogerse y su lentitud. Un cuerpo que fue capaz de captar como ningún otro todo lo que emanaba el poder y la jerarquía. Junto a esta mirada fascinada hacia su objeto de estudio -que no deja de ser crítica, ya que hay textos que lo "avergüenzan", o momentos en los que siente que busca un significado en una correspondencia que cuando fue escrita no aspiraba a tener-, hay también una mirada introspectiva, una que lo lleva a medirse con el de Praga y lo lleva a cuestionarse sobre su propia obra, sobre lo que ha sido y será.

Y el amor, que se desliza con ferocidad hacia Hera Buschor, se mezcla con el recuerdo de Veza, su difunta primera esposa. Son notas de vida, lectura y amor que resuenan con una autonomía propia, encontrando su lugar alrededor de Kafka: "Kafka no acaba nunca. No puede acabar. Interminables se vuelven todos los caminos por la duda".

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19 de junio de 2023

'Una carpa bajo el cielo' de Liudmila Ulítskaya

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Liudmila Ulítskaya y la Rusia del Deshielo: disidencia en la «sociedad de las larvas»

 

Caudalosa como un río siberiano, la nueva novela de Ulítskaya, galardonada con el Formentor 2022, reflexiona sobre el papel disidente de su generación

 

La generación soviética del Deshielo, parafraseando una marcha estalinista que afirmaba hacer realidad los "cuentos de hadas", acuñó un dicho sarcástico: "Nacimos para hacer realidad a Kafka". Esta referencia literaria no es casual, ya que el arte creaba un espacio alternativo para ejercer la resistencia interior. "La poesía llenaba el espacio sin aire, ella misma se volvía aire. Probablemente, como dijera Mandelstam, 'aire robado'", leemos en Una carpa bajo el cielo de Liudmila Ulítskaya (Davlekánovo, 1943), galardonada con el Premio Formentor 2022.

Esta novela abarca desde la muerte de Stalin (1953) hasta la de Joseph Brodsky (1996), y es igual de extensa geográficamente, pues nos lleva a Moscú, Kiev, Tashkent, Nueva York o Bruselas. La trama sigue las vidas de tres amigos de escuela con distintos orígenes. Lo que une a Sania, Iliá y Misha es lo que los diferencia del resto: una sensibilidad contraria a la brutalidad impuesta. Cada uno tomará un camino diferente: musicología, fotografía y poesía respectivamente, guiados por mentores que fomentan su curiosidad, como el profesor de literatura (cuyos recorridos literarios por Moscú resultan encantadores) o la abuela de Sania, bastión de la tradición cultural que los jóvenes hallaban en sus mayores.

LA SOCIEDAD DE LAS LARVAS

La obra llena un vacío para los lectores de habla hispana respecto a las décadas mencionadas, abordando la evolución de la disidencia -no como un movimiento, sino como islas o "pequeños rebaños", sin "una unidad de pensamiento clara y simple"-, la circulación de textos prohibidos autopublicados (samizdat) -cuya práctica, ilegal, hizo que Ulítskaya perdiera su trabajo en una institución científica y optara por la escritura- y el precio humano que se pagó.

En una línea temporal sinuosa -la trama se enrosca como la hélice del ADN- los personajes intercambian protagonismo, logrando así una polifonía caleidoscópica que refuerza la idea explícita en el texto: "El tiempo no se mueve del punto A al punto B, en realidad se compone de capas... Es como una cebolla, en su interior todo ocurre simultáneamente". El resultado es un retrato perspicaz de la segunda mitad del siglo XX soviético -y de la historia de la literatura en ruso, casi enciclopédica- sin romantizar la disidencia de su generación, pero valorando su papel.

El título que Ulítskaia, bióloga de formación, consideró para esta novela es el de uno de los últimos capítulos: Imago. La autora desarrolla esta metáfora central en la novela seiscientas páginas antes, en una conversación entre Víktor Iúlevich y el único amigo de la infancia con el que logra reconstruir lazos, también mutilado de guerra, biólogo y "filósofo ocasional". Imago es la etapa del insecto posterior a la fase larvaria, en la que alcanza la madurez, al menos en sentido fisiológico, pues ya puede reproducirse.

¿Sucede lo mismo con el ser humano? ¿Es ese el único criterio para marcar el inicio de la edad adulta y no "la responsabilidad de los actos, la independencia, el grado de conciencia de uno mismo"? ¿Cómo se alcanza ese despertar moral que implica "reventar el capullo y liberar la mariposa multicolor volátil, efímera, preciosa"? ¿Por qué no ocurre con todos y qué pasa cuando un Estado engrasa su maquinaria represiva para impedirlo? "Pero Mijaíl, tendrás que aceptar el hecho de que vivimos en una sociedad de larvas, de gente que no ha llegado a madurar, de falsos adultos".

UNA PSICOSIS PERPETUA

El término "imago" aflora también a los labios de Misha antes de su trágico final. La editorial rusa lo descartó por considerarlo un nombre científico poco conocido. Se tituló, en su lugar, con el mismo nombre del séptimo capítulo: en él, Olga -cuyos padres forman parte del statu quo, pero a los que se enfrenta al enamorarse de Iliá-, necesitada de quimioterapia, relata un sueño: en una gran carpa verde, como la de un circo, se congregan sus conocidos, "los muertos y los vivos todos juntos", y aguardan en una larga fila para entrar, como una especie de reconciliación crepuscular.

¿Es posible esto en una sociedad en que se premia a los traidores, destruye cualquier tipo de lealtad, expulsa a sus miembros más destacados o los quiebra forzándolos a delatar? En palabras de Kúsikov, un policía de barrio: "Es sorprendente cómo funciona la vida soviética, o rusa tal vez: nunca sabes quién te delatará ni quién te tenderá la mano. Y los roles pueden cambiar de sopetón". Es una cuestión irresoluble a la que también hace referencia Iván Karamázov, cuando expresa su incapacidad para tolerar que "la madre abrace al verdugo que ha hecho que los perros destrocen a su hijo... Muy caro han puesto el precio a la armonía".

Esta novela plantea preguntas pertinentes, debates morales y filosóficos, y muestra la diversidad de vidas y decisiones personales, muchas de ellas inspiradas en las de personas reales, que a veces aparecen con sus nombres. Una gran novela rusa caudalosa como un río siberiano que nos recuerda que "en el mundo hay gran multitud de todo y un sinfín de mundos".

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8 de junio de 2023
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