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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

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El ‘carpintero’ James Salter: la realidad convertida en literatura

En el prólogo a los cuentos completos de James Salter (Passaic, NJ, 1925- Sag Harbor, NY, 2015), John Banville nos dice que el autor de Años luz no escribe sobre la realidad: "su obra es la realidad en sí misma". En otras palabras, su prosa es "una vida realmente vivida". Si lo narrado ocurriera, sería así y no de otro modo. Si una tal Jane Vera, la del relato Veinte minutos, en plena agonía tras una caída de caballo, viera cruzar recuerdos ante sí, serían los imaginados por Salter y no otros, y el desenlace, fruto de una mala decisión, irremediablemente fatal.

El elogio de Banville me recuerda la técnica del strappo, con la que se traslada una pintura mural a otro soporte (aquí la realidad a la página), pero conservando el craquelado, las fisuras, las imperfecciones, en especial las que no saltan a la vista. ¿Se puede señalar mayor logro literario?

Cautivar como Sherezade  En esencia, escribir, como dijo Salter, el "autodidacta tardío" por excelencia de las letras estadounidenses, no es tan misterioso. Es algo básico, "como un martillo y unos clavos": hay un material, las palabras, y unas reglas arquitectónicas. Luego, saber qué sigue a qué. Pero si se posee la misma intuición de una rara avis como Isaak Bábel, capaz de helar el corazón con un punto colocado en el lugar debido, sucede que el libro que transcurre en un período o un lugar, como señaló en El arte de la ficción, "poco a poco se convierte en ese lugar y ese momento".

Salter, nacido Horowitz y con raíces entre Fráncfort y Moscú, era un ferviente admirador del genio de Odesa. De él dijo que aunaba la tríada suprema: estilo, estructura y autoridad. Si por algo nos apresan estos 22 relatos -"la obligación de todo escritor es cautivar como Sherezade", dijo-, no es por las tramas complicadas, la filigrana innecesaria o los giros efectistas, sino por algo más subterráneo. La mayoría de las veces, los sentimientos, los destinos y las relaciones de sus personajes se desmoronan de manera casi imperceptible, fuera del foco, opacados por una nostalgia brumosa y residual; tragedias que implosionan en la sordina de lo cotidiano.

En El cine, Salter, que coqueteó con el séptimo arte como guionista y director, describe la película en la mente de Peter Lang como "tranquila en la superficie, pero en ningún caso mansa: por debajo de lo visible había emociones que, al ocultarse, resultaban más potentes". Esas emociones -en especial el deseo sexual-, ni siquiera razonadas por los personajes ni por la voz narrativa "a lo Bábel" ("guarda distancia con el relato y permite que concluya solo"), son las que acaban decidiendo el rumbo de ese trío de turistas en Barcelona cuando, en un solo día, el interés de él oscila de su pareja a la amiga, quien recoge a hurtadillas el guante.

La forma sobre el contenido O bien, en American Express, la revalidación de la amistad, forjada en la juventud, entre dos ambiciosos abogados como sacados de un capítulo de Mad men, cuya conquista de un estatus privilegiado con la consecuente sensación de impunidad pasa por traicionar el primer bufete para el que trabajaron, aprovecharse sexualmente de secretarias y clientas o, de viaje por Europa, compartir los favores de una colegiala que recogen por la calle, como un trofeo más.

De Salter se suele destacar la eficacia expresiva, la delicadeza descriptiva junto con una brusquedad no carente de violencia, los diálogos... La forma prima sobre el contenido. ¿Basta siempre el estilo, cuya sensualidad lorquiana es la de la luz que se refracta y recorre un espacio siguiendo distintas trayectorias, sin llegar a bañarlo todo, sólo fragmentos a partir de los cuales el lector ha de completar el resto, en un presente empañado del condicional compuesto: lo que "habría podido ser"? "Todo aquello se habría acabado, pero esa clase de cosas nunca quedaban definitivamente atrás", piensa Reemstma en Hijos perdidos.

Nada es lineal, todo consiste en virtuosas ramificaciones narrativas, como el trabajo mismo de la memoria. De hecho, Quemar los días, su autobiografía, se construye como uno de sus cuentos, imaginando que la vida es una casa grande y cada capítulo-relato es, en cierto modo, "como mirar por las ventanas de esa casa. En algunas ventanas, quizá uno desee quedarse más tiempo, pero no es posible. Como ocurre en cualquier casa, no se puede ver todo". El arte, añade, es la vida rescatada del tiempo, desechando "todo lo que es aceptablemente bueno".

Un buscador de detalles "No hay hierro capaz de atravesar el corazón humano con la fuerza de un punto colocado en el lugar preciso", citaba Salter a Bábel en El arte de la ficción, que recoge tres conferencias sobre literatura que impartió un año antes de morir. En ellas desgranaba las claves de su forma de entender el oficio: "escribir no consiste en anotar las conversaciones de los demás, hay que ir rascando y escarbando hasta encontrar unos pocos objetos de valor. Los detalles son todo".

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25 de mayo de 2023

Jorge Zapata /EFE

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El olvido que seremos

Cuando el futuro queda sepultado bajo el pasado, algo va mal. Si el pasado se aniquila, el individuo pierde aquello que lo hace único. Vasili Grossman sostenía que cuando alguien muere, con él se derrumba el mundo singular e irrepetible que construyó: un universo con sus propios océanos, montañas y cielo. Algunas enfermedades, al devorar recuerdos y palabras, provocan un efecto devastador similar al descrito por el ucraniano.

F. viene a buscarme a un pequeño pueblo de la Segarra para llevarme al aeropuerto. Mientras baja la ventanilla, reflexiona: “La memoria es como el agua en el campo. Demasiada lluvia daña las raíces; sin ella, nada crece”. Le pido noticias sobre su madre. Hace dos años, cuando le diagnosticaron afasia y, al cabo de poco, alzheimer, F. se mudó con ella.

Afortunadamente, puede trabajar desde casa, pero realiza malabarismos como el mejor equilibrista para compaginarlo todo. En cierto sentido, vive desconectado del mundo y acompañarme al aeropuerto hoy es un lujo que saborea. Con avidez en la mirada, lo veo engullir el paisaje mientras conduce, disfrutando de esas escasas horas de libertad.

“Es curioso”, me dice, “me paso el día trabajando con palabras: leo, escribo, traduzco... Mientras tanto, mi madre se desliza hacia un silencio absoluto, más allá del lenguaje, y eso me aterra". Para visualizarlo, recurre a metáforas como la sequía, con sus ríos secos, y la tierra agrietada por la sed que evoca las áreas marchitas del cerebro.

Al pasar por Montserrat, confiesa: “Esta es la traducción más difícil que he hecho: sus silencios. Completo sus puntos suspensivos, procurando no hacerla sentir mal. Ahora soy su diccionario y su mapa, su agenda y su guía. Soy el apuntador que le sopla el guion para que la función no se detenga y el silencio no sea incómodo”. Me recomienda que lea el discurso sobre el silencio de Juan Mayorga en la RAE y me cita un pasaje de una de sus obras: “La lengua está en pedazos y es solo amor el que habla”

Hace unos días F. me envió la entrevista de La Contra a Carme Elías, y añadió al enlace: “Mi madre tiene un Bruce Willis, frontotemporal y afasia”. No entiende por qué es necesario recurrir a actores conocidos como anzuelo para recordar a la sociedad una enfermedad incapacitante, la forma más común de demencia, que solo en España afecta a más de 800.000 personas. Esa cifra corresponde a casos diagnosticados, que suelen detectarse en estados medios o avanzados. A veces, la enfermedad incuba, silenciosa, durante una década antes de enseñar las garras.

Al incorporarse a la C-31, me pregunta si conozco el término anosognosia, que encontró en el libro de una neuróloga. Como no digo nada, me explica que proviene de las palabras griegas nosos, “enfermedad”, y gnosis, “conocimiento ”, sumado al prefijo -a (privación), y se refiere a la incapacidad de reconocer la enfermedad en uno mismo. “Es un mecanismo de defensa, imagino, experimentado también por amputados o quienes sufren parálisis tras un derrame cerebral. Una manera de evitar el pánico: la tranquilidad de la ignorancia”.

F. habla de demencias degenerativas, pero trazo un paralelismo con el debate público, al que el término le va ni que pintado. Cada dos o tres días “se abre un debate”–hoy la maternidad subrogada, ayer la renovación del poder judicial, mañana el acceso a la vivienda–, pero parece que no se llega a conclusiones, como el dedo que se desliza en scroll infinito por la pantalla.

Por ejemplo, la anosognosia de la desertificación de la Península: ¿es preferible negar lo evidente en lugar de buscar soluciones a largo plazo? En la política actual, al igual que para el paciente de alzheimer, el pasado se desvanece y el futuro no existe, solo queda un presente perpetuo.

F. comenta que en consultas y centros repiten lo mismo: “Somos pocos, los justos para no cerrar esto”. Se lo confirman el psiquiatra del hospital público, los terapeutas del centro de día, la geriatra. Con ella, su madre pasa una visita anual, como la ITV de un coche viejo. F. describe la tormenta perfecta: “Para el 2030 se prevé el doble de afectados, escasez de especialistas, sobrecarga en atención primaria y una lucha titánica de familias y pa­cientes”.

Al llegar a la zona de salidas, aparca y ­saca mi equipaje. “Seguro que te has dejado algo”, bromea, aunque sé que le parezco un desastre en el arte de hacer maletas. Le abrazo y le digo que estoy orgullosa de lo que hace. “Cuando vuelvas de Uzbekistán –sonríe– aquí estaré. No, no me ol­vidaré”.

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12 de mayo de 2023
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Pascal Quignard: la atemporal e infinita música del amor

 

"¿Cómo concentrarse en el silencio y la introversión del alma, cuando todos los días están sumidos en gritos? ¿Cuando todos los instantes del tiempo pretendidamente regulados están oprimidos por el miedo?", se pregunta Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) en El amor el mar. En otras palabras, ¿cómo brota y sobrevive el sentimiento amoroso, cuando todo alrededor se confabula para aplastarlo? ¿Y el arte? ¿Acaso es el contrapeso último frente a la violencia? ¿A más presión, un diamante más puro? Decía Ajmátova: "Si supierais de qué clase de basura nace la poesía, desvergonzada, como un diente de león amarillo junto a la valla, como el cenizo blanco y la bardana".

Quignard nos lleva a la convulsa Francia sumida en la Fronda (1648-1653), un periodo de insurrecciones, con el telón de fondo de un continente abierto en canal por las guerras de religiones, las epidemias y la hambruna -y, con todo, época de grandes logros en todas las disciplinas artísticas, el Grand Siècle de Racine, Molière, Georges de la Tour o Poussin- en que una troupe de músicos -algunos reales- nos lleva en volandas por esa Europa atravesada de ejércitos y enfermedades, pero también de ideas, partituras y sed de belleza.

Y en el centro, el amor arrebatado de Thullyn, virtuosa violista nórdica que "vivía la música como aquel mismo mar centelleante que avanzaba y se retiraba ante nuestros ojos", alumna de Monsieur Sainte-Colombe -recuerden Todas las mañanas del mundo-, y Hatten, cotizado copista ajeno a las mieles de la fama, de carácter difícil ("se le trataba como a las brasas de las chimeneas") y con el don de hacer traer con su laúd "ese misterioso andante en que radica el canto secreto de toda obra musical". A pesar de todo, se separan, y exploramos el secreto de esa relación desde la distancia: "Hubieran debido vivir juntos siempre, pero prefirieron amarse que entenderse".

Quignard pone de nuevo la poesía al servicio de la erudición. Construye un tempo propio al que el lector debe acomodarse, como al vaivén de las mareas. El amor el mar es un peldaño más, ascendente, en su estética del fragmento y el arte transgénero. Su prosa aspira a ser pintura, música, aforismo, ensayo, a la manera de Stendhal, Bataille o Rousseau, que "mezclan pensamiento, vida, ficción y saber como si se tratara de un mismo cuerpo" (escribe en Vie secrète).

Todo ello bajo la luz ascética de Oriente. Cada época porta su propio ocaso, su decadencia. Aquí, instrumentos moribundos del Barroco, como la viola, emiten sus últimas notas, para dejar paso a las sonoridades del piano y el Romanticismo. Hay un hilo invisible de continuidad en el tiempo, mágico y misterioso, del que esta novela tira. Es lo que siente Thullyn, de vuelta al paisaje marino de su infancia, acerca de nuestro ser fragmentario: "...en las últimas edades, la vida que se ha vivido se descubre como unos detritos en la playa cuando el océano se retira. Se camina entre tesoros desparejos, pero donde todo brilla. Cuanto más grande es la marea, más cerca está la muerte, más sublime es la marisma".

 

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17 de abril de 2023
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Yishai Sarid: Israel y el trauma de militarizar a toda una sociedad

Tras la inquietante 'El monstruo de la memoria', Yishai Sarid nos adentra en el complejo clima social del Israel actual a través del debate sobre la implacable movilización bélica del país

Uno de los colores omnipresentes en el paisaje de Israel es el verde oliva de los uniformes que llevan chicos y chicas cuando hacen el servicio militar obligatorio, del que están exentos ortodoxos y árabes israelíes. No hace falta acercarse a los puestos de control para distinguirlos, pues se mezclan con el tejido de la vida cotidiana: ametralladora en ristre y petate en bandolera, están en autobuses de línea, en colas de supermercados, en estaciones de servicio. En un país en estado de alerta permanente desde hace décadas, el ejército se ha erigido como una de sus instituciones centrales, y el servicio militar es un rito de paso que incluye el permiso para matar. Para que el dedo sea capaz de apretar el gatillo, la mano de hundir el cuchillo o de lanzar una granada, se debe forzar la resistencia de un cerrojo interior hasta quebrarla.

Como explica Dave Grossman en El coste psicológico de aprender a matar en la guerra y en la sociedad (Melusina, 2019), se ha constatado en estudios sobre la Segunda Guerra Mundial que la gran mayoría de soldados no disparaban a matar. En la guerra de Vietnam, sin embargo, ya se había logrado invertir esa realidad. He ahí el resultado de aplicar la psicología a la maquinaria militar.

Aprender a matar a cualquier precio

Y a eso se ocupa, con entrega y fascinación, Abigail, teniente coronel del ejército que ejerce como terapeuta, con lo que se ha ganado una puerta de entrada al alma de las fuerzas armadas. Además, es hija de un psicólogo con un cáncer terminal cuyos pacientes son mayoritariamente excombatientes con trastorno de estrés postraumático. Padre e hija tienen visiones opuestas sobre la psicología: si para el primero el objetivo es curar el trauma -en la invasión del Líbano de 1982 el número de bajas psiquiátricas doblaba el de muertos: recuérdese el documental de animación Vals con Bashir-, para la segunda "no hay nada que dañe más la salud mental que la derrota". En otras palabras, lo prioritario es "hacer de los soldados mejores combatientes", para que puedan "matar con mayor facilidad», libres de remordimientos, culpa o miedo".

Victoriosa compone un potente díptico con la novela precedente de Yishai Sarid (Tel Aviv, 1965), El monstruo de la memoria (Sigilo, 2020), para adentrarnos en el clima social y político del Israel contemporáneo, guiado por la lección envenenada del Holocausto, que consiste en el deber de ser una nación fuerte capaz de defender a sus hijos a cualquier precio, un imperativo que es una carga para las nuevas generaciones. Esto se lo oí decir al propio Sarid en un festival en Jerusalén hace años, cuando se cumplía el cincuenta aniversario de la Nakba, y en el episodio quince se cuelan las protestas en la frontera con Gaza durante esa efeméride a través de la mirilla de los francotiradores israelíes.

Con el fin de mantener viva esa predisposición a matar hay que cultivar un relato radicalizado que, en manos de políticos extremistas, tiene efectos desastrosos. Tanto en esta novela como en la previa, tenemos a un narrador en primera persona que ejerce de instructor, lo que proporciona los mimbres para un debate entre distintos puntos de vista. Si en la anterior nos hablaba un joven historiador que trabajaba de guía en los campos de concentración nazis, aquí Abigail imparte charlas a soldados y mandos. "Mido desde arriba las penurias, el estrés, los amagos de abandono, como una ingeniera del espíritu", dice, sabiendo que sin la manipulación no existirían los ejércitos. La palabra hebrea del título es, además de adjetivo, el sustantivo para designar a un "director de orquesta".

El dolor en carne propia

Sarid, abogado de profesión y con experiencia en inteligencia militar, sabe llevar al límite los argumentos de unos y otros. Uno de los aciertos de la novela es que la guerra siempre aparece lejana -la acción se desarrolla en aulas, campos de entrenamiento, casernas, hospitales, etc.-, y el "enemigo"» sin rostro es un requisito necesario para la anestesia moral: los árabes son "objetivos", "terroristas", "alborotadores", "los malos". Tal es la burbuja donde crecen estos adolescentes y donde aprenden que hay quien "merece morir". Un alto mando le pregunta cómo se puede conseguir que interioricen el acto de matar los jóvenes, más "delicados y blandengues", absorbidos por las pantallas: "esos niños ya casi no juegan en el patio ni se pegan. Su barrio está en el teléfono móvil, todo es simbólico, el mundo real apenas existe".

Al final, todo cuanto rodea a Abigail, madre soltera por decisión propia, tiene que ver con el ejército: el padre de su hijo Shaúli (jefe del Estado Mayor), sus amistades y los pacientes, y así sigue siendo cuando retoma la vida civil. La protagonista es tan atractiva como desconcertante: ¿un producto de la cultura militarista? Está fascinada por los casos anómalos de quienes matan sin remordimientos, y no es fortuito que tenga la libido tan activa, como un reflejo de esos dos instintos fundamentales, Eros y Tánatos, en constante oposición.

Tampoco es casual que al inicio de la novela se sitúe a Shaúli en ese proceso de (de)formación militar. Como hijo único no está obligado a ir al frente y, aun así, va, víctima de las expectativas maternas y su glorificación de la fortaleza. Ella lo ve así: "ha entendido que sólo estás dispuesta a soportar a los valientes, a los duros, que te repugnan las personas débiles". Desde entonces nos quedamos en vilo, expectantes ante cuál será la reacción de Abigail cuando tenga que lidiar con el dolor en su propia carne por medio de su hijo. Sarid vuelve a meter el dedo en la llaga con esta reflexión sobre el papel del ejército en la deriva de su país.

Una herida nunca sanada

Aunque alcanzó el éxito internacional con su segundo libro, Limassol, fue su anterior obra, El monstruo de la memoria, la que ha hecho de Sarid uno de los grandes narradores israeslíes. "Quise escribir una historia sobre la naturaleza de la memoria. Pensar cómo recordamos hoy día la Shoah, cómo esa memoria influencia nuestra vida y cómo es manipulada por aquellos en el poder", ha contado sobre esta novela escrita en forma de carta dirigida al director de Yad Vashem, el instituto israelí encargado de la preservación de la memoria del Holocausto. "El trauma nunca fue tratado ni sanado, nos sigue persiguiendo".

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30 de marzo de 2023

Danny Willems / LV

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Bovary también eres tú

Mucho antes del metaverso (ese espacio en que el mundo físico y el virtual se unen para crear un mundo imaginario), una tecnología más modesta, el libro, hizo que los lectores de novelas, por obra y gracia de la mente, fueran Madame Bovary. A través de un largo proceso evolutivo, nuestro cerebro, como un simulador, aprendió a anticipar los estímulos sensoriales antes de percibirlos realmente. Si una obra de ficción nos atrapa, lo que les ocurre a sus personajes nos afecta como si fueran criaturas vivas. Recuerdo a alguien que nunca se sobrepuso a la muerte de Anna Karénina.

Las grandes novelas exploran temas y emociones de una forma que a la vida real se le escapa, creando lugares propios que se convierten en paisaje íntimo y compartido. Nabokov definió los mundos literarios como una “democracia mágica” donde hasta el personaje más insignificante tiene derecho a vivir y evolucionar.

Algo de esa magia me rozó en cuanto la actriz Maaike Neuville y su partenaire, ambos belgas, llenaron con su presencia el escenario semivacío del TNC en el montaje Bovary. Tan familiar es la heroína de Flaubert que no hacía falta reproducir su caracterización. En lugar del pelo moreno de Emma recogido en un moño, peinado habitual de nuestra ama de casa de provincias, Neuville tenía el cabello corto y rojizo. Decía el novelista que todo lo que uno inventa tiene algo de verdad: “Sin duda, mi pobre Bovary está sufriendo y llorando ahora mismo en veinte pueblos de Francia”.

En una era prefeminista, Emma desafía las normas de su época al no conformarse con los roles de género asignados y acaba quitándose la vida para huir del sufrimiento. Arsénico o vías del tren, ese es el final para las dos adúlteras más célebres de la literatura. Desde una óptica de primer mundo parecería un incidente anclado en el pasado, pero afirmarlo significaría no ver el cuadro completo.

Ha sido noticia que las mujeres casadas en segundas nupcias en Afganistán temen que las detengan por adulterio, porque sus divorcios infringen la ley islámica de los talibanes. La discriminación de género sigue siendo un problema omnipresente, arraigado en el mundo de ayer y en el actual. Hoy lo padecen niñas a las que se prohíbe estudiar (recordemos la ola de envenenamientos de colegialas iraníes), así como las que son entregadas vírgenes en matrimonios concertados, o las que se mutila para incapacitarlas para el placer.

En mayor o menor medida, la mujer choca con barreras más o menos hostiles y visibles. En países como el nuestro, mujeres de sobra preparadas se dan cabezazos con un techo que, aunque se denomine de cristal, es más duro que el hormigón. El día Internacional de la Mujer, celebrado ayer, es una oportunidad global para impulsar cambios y tomar medidas concretas en favor de la igualdad en todas las esferas. A quienes se declaran hartos de reivindicaciones violetas, paciencia: no va de obtener cinco minutos de atención mediática. Aún hoy una mujer por el hecho de opinar, divorciarse, salir sola o tomar unas copas corre riesgos. No es victimismo.

Volviendo al teatro, en lo primero en que me fijé fue en el corsé de la actriz, esa prenda tan en boga en el XIX que desplazaba los órganos internos, limitaba la respiración y debilitaba la musculatura pélvica. Luego la falda sobre el miriñaque, un armazón parecido a una jaula. Iniciada la representación, a Emma la falda empieza a abrírsele por detrás. Los intentos del actor por sujetarla son inútiles, mientras ella contiene la respiración. De entre las bambalinas llega el rescate, mientras Emma bromea con el público (“esto no es parte de la función”) y exclama: “¡Qué difícil es ser mujer!”. Aplausos.

Madame Bovary, c’est moi, dijo Flaubert. Con esta novela se lo jugó todo: fue la primera que publicó, con cada palabra se esforzó como si tuviera que serrarlas de un bloque de madera, porque dedicó más de un año de vida solitaria, escribiendo y corrigiendo, para transfigurar la mediocridad de una existencia vacía desbordada por el deseo de arte. Él era ella, porque también era proclive a la desesperanza y buscaba en la literatura una manera de elevarse. Su atrevimiento fue insuflar en un cuerpo femenino la insolencia propia del deseo masculino, con todos sus defectos.

Con su crítica Flaubert apuntó a sus espectadores, esa masa complaciente incapaz de reconocer la doble vara de medir: “Un hombre es libre; puede recorrer las pasiones y los países. Pero a una mujer no le surgen sino impedimentos… Siempre algún deseo que la arrastra y algún mandato del decoro que la sujeta”.

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10 de marzo de 2023
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Olga Tokarczuk, una novela para el nuevo milenio

 

Tras leer esta extensa obra sobre la figura histórica de Jacob Frank (1726-1791), compleja en cuanto al grado de detallismo y de ambigüedad en los múltiples puntos de vista y formulaciones contenidas, el poso que deja en quien firma estas líneas su millar de páginas (leídas a vuelo de pájaro, aunque es preferible una lectura lenta) es la fe de la Nobel de Literatura de 2018 en el género de la novela, entendido como vehículo de comunicación total. Leo en palabras de la propia Olga Tokarczuk (Sulechów, 1962): "Creo en la novela, es uno de los géneros más sublimes de la literatura. Tiene el poder de embelesar a los lectores y llevarlos a una especie de trance... En esa suerte de mundo virtual que aspira a construir, una especie de casa, se forja un vínculo emocional con los lectores y se estimulan los mecanismos de la empatía".

En Los libros de Jacob, con una traducción de Agata Orzeszek y Ernesto Rubio que merece una ovación, se ahonda en la historia del movimiento herético del frankismo surgido en el siglo XVIII, que desafió la creencia en los nítidos límites entre las religiones y sus principios, algo que tanto judíos como cristianos consideraban entonces inmutable. Su líder, con un poder casi absoluto sobre sus seguidores, entendió en una muestra poco común de flexibilidad que la cristiana y la judía no eran dos sociedades separadas, sino dos grandes grupos heterogéneos, lo que haría que los judíos acabaran replanteándose su manera de verse frente a los cristianos, así como su propio credo.

REFUTANDO EL PASADO

No estamos ante una novela histórica al uso que, como etiqueta, desagrada a la autora polaca y, además, es un género al que se opone porque "da prioridad a los hechos históricos" y porque suele "reforzar los esquemas conservadores". Aun así, se aprecia un diálogo a modo de juego con la novela decimonónica, del que encontramos ecos en el detallismo en la descripción ("me interesaban detalles sobre cómo viajaba la gente en aquella época, dónde paraban los viajeros para pasar la noche, qué comían, etc.) y el distanciamiento del narrador, a lo Flaubert, respecto a lo descrito.

Fascinada por la presencia judía en la cultura polaca y la interacción entre ambas comunidades a lo largo de los siglos, cuando Tokarczuk dio con la historia de Jacob Frank y sus acólitos, comprendió que se trataba de una "historia universal en el corazón de una sociedad feudal llena de divisiones, estratificaciones y prejuicios". La fuente principal para su novela fue una obra del siglo XIX poco conocida a cargo de un historiador polaco de ascendencia judía llamado Kraushar que, nunca reeditada, acumulaba polvo en los anaqueles.

Uno de los puntales que se derriban en la visita al pasado por las que nos conduce esta novela es la idea de una Polonia multicultural donde convivían armónicamente los diferentes miembros de la sociedad. También nos presenta una versión de los acontecimientos históricos en los que se da visibilidad a las mujeres, como ya hiciera en Los errantes al hablar del corazón en formol de Chopin (¿hay mayor símbolo de Polonia?) desde el punto de vista de la hermana.

LA ATRACCIÓN POR LO IMPERFECTO

"Considero que la ausencia de mujeres en la versión de la historia que va a parar a los libros de texto es un rasgo de una mentalidad patriarcal que no ve a las mujeres y no registra sus aportaciones. He encontrado un lugar para ellas en mi historia mediante la recopilación meticulosa de cada migaja de información. Lo hice con un sentido de justicia, creyendo que la mayor parte de la historia de la humanidad necesita ser reescrita desde este particular punto de vista". Así, gran parte de la novela adopta la perspectiva cenital de una anciana llamada Yenta, que cae en coma en los primeros capítulos y, en ese estado de percepción particular, se convierte en "un ojo que vaga por el espacio y el tiempo".

Quienes disfrutaron de Los errantes, deslumbrante meditación enciclopédica sobre el viaje y la experiencia contemporánea del espacio y del tiempo, la memoria, la identidad y esa frágil obra de arte que es el cuerpo humano (pues "lo une todo con todo: relatos y protagonistas, dioses y animales, el orden de las plantas y la armonía de los minerales"), se reencontrarán con el estilo minucioso y la inteligencia artística de Tokarczuk, que aúna la curiosidad de Benjamin, la imaginación de Borges, la mirada tierna y burlona de Szymborska y la libertad creativa de Gombrowicz. Aquí volvemos a estar ante una novela-constelación cuya energía gravitatoria es la atracción por lo imperfecto, los callejones sin salida; en suma, todo lo que se aparta de la norma.

Entre los personajes secundarios conectados tangencialmente con Jacob Frank, merece la pena quedarse con las palabras de Asher Rubin, un médico judío escéptico que se casa con una de las ex seguidoras de Frank, la poetisa barroca Elbieta Drubacka: "Asher Rubin opina que la mayoría de la gente es estúpida y que es la estupidez humana la que llena el mundo de tristeza. No se trata de un pecado ni de un rasgo innato, sino de una idea equivocada del mundo, una apreciación errónea de lo que ven los ojos. Como resultado, la gente lo percibe todo por separado, cada cosa desligada de las demás. La auténtica sabiduría es el arte de relacionarlo todo con todo, es entonces cuando se revela la forma verdadera de las cosas".

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23 de febrero de 2023
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A la caza del hipócrita

 

Tachadme de hipócrita. Fui a solicitar un crédito personal, con el agobio de hacerlo en plena escalada de los tipos de interés, y aparenté estar a gustísimo en la ceremonia de sonrisas que se prodigan en las sucursales bancarias. Los empleados se las cuelgan a modo de trofeo en los labios, como haciéndose eco de las que saturan la publicidad corporativa. Fingí interesarme por un sistema de alarma para la casa (“tu hogar”, en jerga mercantil), pero la “gestora personal” no pareció captar ningún disimulo en mí (su “clienta”). Sí, ella llevaba bien aprendida la lección de Muerte de un viajante, cuyo protagonista, Willy Loman, da la clave para ser un gran vendedor: “No es lo que haces, sino la sonrisa que hay en tu cara”.

Aunque la hipocresía es un arte (etimológicamente: “el de interpretar un papel”), en el escenario de la vida cotidiana no abundan los talentos. Así, tras el inventario de muecas afables, a la empleada se le congeló la cara en un rictus arisco y, con el tono desenfadado de cuando quieren endilgarte un producto, me propuso: “Si suscribes una póliza de seguro, agilizo los trámites y ahora mismo lo autorizo”.

Todo fue como la seda. Al día siguiente, acogiéndome a mi derecho al desistimiento, solicité la cancelación de la póliza: ipso facto se me restituyó el importe en la cuenta. Os lo cuento por si sirve para captar vuestra benevolencia –recordáis, supongo, alguna situación en que tuvisteis que mostrar una doble cara– y para afirmar, de paso, que en un momento dado todos somos hipócritas (más o menos, según el contexto).

A falta de algún humano cerca para conversar, le pregunto a la inteligencia artificial (a ver si ChatGPT me ilumina) si la hipocresía es necesaria para vivir. La muy hipócrita me contesta que nanay, que siempre se puede –¡y se debe!– vivir de manera auténtica y sincera. Afino más la pregunta para ponerla contra las cuerdas: ¿es necesaria la hipocresía en la política? Y vuelve con la cantinela, en un tono tirando a aleccionador: “En cualquier circunstancia la honestidad y la transparencia son valores fundamentales que contribuyen a la confianza y a la construcción de relaciones saludables y sólidas”. En fin, ChatGPT peca de idealista y la corrección política no es la mejor manera de entablar una amistad.

Un fantasma recorre el mundo de las relaciones internacionales, y ese fantasma (o arma arrojadiza) es el calificativo hipócrita. Por ejemplo, los críticos de Europa señalan la hipocresía de los mecanismos de inmigración del Viejo Continente, con su trato preferente a algunos colectivos, mientras que otros solicitantes de asilo, varados en campamentos improvisados, aguardan en condiciones insalubres. Recordad cuando hace tres años Lukashenko instrumentalizó la inmigración ilegal contra Lituania y Polonia para generar artificialmente una crisis: mediante una agencia turística estatal, ofreció a iraquíes y sirios pasaje de ida a Minsk, traslado, noche de hotel y desplazamiento hasta la frontera con Polonia. Los inmigrantes se jugaban la vida, algo que le importaba poco o nada al dictador bielorruso.

Un crítico por antonomasia de la hipocresía del orden liberal es Noam Chomsky, pero como pone en el punto de mira siempre a los mismos acaba incurriendo en otra hipocresía que lo hace cómplice de regímenes autoritarios. Fue el intelectual estadounidense que más racionalizó los atentados terroristas del 11-S y llegó a argumentar, como si una cosa justificara la otra, que el número de muertos era menor en comparación con el reguero de víctimas en el tercer mundo por el “terrorismo mucho más extremo” de la política exterior estadounidense. Pensadores de extrema izquierda consideran que todos los males del mundo son achacables a Estados Unidos: debido a su persistente déficit comercial, dicen, necesita respaldar la confianza en el dólar como divisa de reserva mundial, y ante cualquier coyuntura siempre sacan a colación la catastrófica intervención en Irak.

Son los mismos que hablan del imperio expansionista estadounidense, pero callan ante los anhelos homólogos de Rusia, y el pisoteo crónico de derechos humanos en otras latitudes. No sé si tendrán el cinismo de justificar a oligarcas y estrellas mediáticas de Rusia que denuncian al “Occidente corrupto”, pero bien que adquirían lujosas villas en nuestras­ costas. Lo mismo pasa con los líderes afganos: prohíben a las niñas estudiar, pero sus hijas se forman en el extranjero. La caza del hipócrita es un lodazal en que se ahoga cualquier solución a los problemas.

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13 de febrero de 2023
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La otra Rusia de Ulítskaya y Sorokin

En estos once meses de guerra la literatura rusa ha estado muy presente en la arena pública. Entre los partidarios de la agresión a Ucrania, la tradición literaria que ha dado nombres como el de Tolstói se ha presentado como un símbolo de grandeza de ese “mundo ruso” que Putin dice defender. A su vez, los que protestan contra la guerra recurren a la literatura como fuente de inspiración: recuerden al activista detenido en la plaza Roja por mostrar un ejemplar de Guerra y paz. En cuanto a los escritores rusos, la mayoría de los que son contrarios al argumentario del Kremlin se han visto forzados a alejarse del país y sus libros a menudo se venden marcados con la etiqueta de agentes extranjeros.

Es el caso de Liudmila Ulítskaya y Vladímir Sorokin. Los dos tienen mucho en común: aunque de generaciones distintas, ambos residen en Berlín, han formado parte de la escena cultural moscovita, tienen profundos vínculos con el mundo del arte y el teatro, han sido premiados por sus novelas, que se traducen y se leen en el extranjero, se oponen de forma abierta al belicismo y son críticos desde hace años con el putinismo. En cuanto a temática, abordan cuestiones historiográficas, filosóficas y éticas, pero mientras que Ulítskaya, más veterana, se caracteriza por su sensibilidad psicológica, su habilidad para capturar la vida cotidiana y un estilo preciso que a menudo la han hecho merecedora de comparaciones con los grandes escritores del siglo XIX, Sorokin es conocido por su ficción experimental, con sus juegos posmodernos y un escepticismo alimentado por la conciencia de que la literatura quedó marcada por su complicidad con la utopía violenta del proyecto soviético.

Ulítskaya ejemplifica que la literatura rusa contemporánea no es en absoluto un asunto masculino. Desde hace décadas ocupan un lugar central varias escritoras, entre las que destaca ella desde que debutara en la década de 1990, cuando publicó varias colecciones de relatos cortos llenos de colorido y detalles psicológicos. El pasado septiembre recibió el premio Formentor y Anagrama acaba de reeditar su novela Sóniechka, en que aborda temas como la familia y la sexualidad en un contexto soviético, y próximamente se publicarán otros títulos suyos como Una carpa bajo el cielo (Automática), Sinceramente vuestro, Shúrik y Mentiras de mujeres (las dos en Anagrama).

Sorokin tampoco es un desconocido en España: Alfaguara acaba de reeditar su novela El día del opríchnik, en que describía grotescamente un giro político neoconservador que con el tiempo se reveló profético. Con sus obras ambos desmienten esa ansiedad expresada ya en el siglo XIX por Piotr Chaadáiev según el cual Rusia carecía de una sustancia cultural propia y solo podía tomar prestados los signos de la civilización occidental. Voces como las suyas son imprescindibles y lo serán incluso más cuando llegue el momento de reconstruir y volver a tender puentes.

 

Publicado en La Vanguardia

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26 de enero de 2023
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Nabokov en Irán

 

Una imagen perturbadora. En la composición, pocos elementos: el brazo elevador de una grúa y en su extremo, a contraluz, una soga de la que cuelga un cuerpo inerte. Así murió Majidreza Rahnavard, de 23 años, ahorcado en una ejecución pública. Fue sentenciado a la pena capital por moharebeh (hostilidad contra Dios) tras una pantomima de juicio en relación con las protestas que recorren Irán. Con qué crueldad despacha el viejo ayatolá a la juventud iraní que se atreve a cuestionar al Estado, el patriarcado supremo, y a reclamar derechos a pie de calle. Y para que el castigo resulte ejemplar, la fotografía, difundida por un medio de propaganda oficial, llegó al extranjero: es la prueba de cargo de la putridez de quien se enorgullece de airear­ sus crímenes.

Pensemos, además, en la maquinaria represora bien engrasada del régimen teocrático, en los que participaron para culminar ese acto vil: desde el conductor de la grúa hasta el verdugo que ató el nudo en la garganta del reo, pasando por los jueces que condenaron en virtud de la ley islámica, o incluso el público del macabro castigo. En este y otros casos de nada sirvieron las condenas internacionales. También se desoyeron las súplicas de amigos y familiares, que no pudieron despedirse. Incluso en la diáspora los activistas sufren amenazas de la dictadura iraní.

Rahnavard es una de las quinientas vidas perdidas en la llamada revolución del hiyab, que prendió tras la muerte en septiembre de la kurda Jina (Mahsa) Amini a manos de la policía de la moral. Estudiante de Microbiología, se encontraba en Teherán con sus padres cuando la detuvieron por transgredir el riguroso código de vestimenta de la República Islámica. Ni siquiera un mechón de pelo, al asomar del velo, debe mostrar libre albedrío. Desde su funeral, transformado en una multitudinaria protesta, se ha repetido en Irán una consigna cuyo eco ha traspasado fronteras: “Mujer, vida, libertad”, una sencilla formulación de la esencia democrática. Desde hace décadas las mujeres kurdas la corean y la han puesto en práctica como combatientes en la guerra de Siria. Y es que las protestas trascienden la cuestión del hiyab. Mujeres y hombres iraníes salen a las calles, a pesar de los riesgos y las amenazas, no solo para acabar con la obligatoriedad de cubrirse. Protestan, como dice la canción Baraye de Shervin Hajipour, por la falta de futuro, la mala gestión de los asuntos públicos, el desempleo y la corrupción, males endémicos desde la instauración de la República Islámica tras la revolución de 1979, y más allá. Los secundan adultos que, tras pasarse la vida trabajando, sufren la devaluación del rial. Por primera vez se han unido contra el régimen beluchis, árabes, persas, azeríes y otras minorías étnicas.

Desde el principio las mujeres, ocupando físicamente los espacios públicos, han estado al frente del movimiento. También han llenado las redes sociales de críticas contra el control del Gobierno sobre el cuerpo femenino, entendido como un terreno sobre el que imponer marcas y significados simbólicos. Y desde fuera descubrimos lo arraigada que está la resistencia en la cultura iraní. A lo largo de la historia, las mujeres, silenciosas, a la sombra de los hombres, encontraron formas creativas de oponerse a las opresivas normas sociales con la palabra. En el siglo pasado la influyente poeta Forough Farrojzad –“toda mi existencia es un verso oscuro”– defendió un mundo justo, una vida en la que necesidades y deseos no tuvieran que entrar necesariamente en conflicto.

Bajo el régimen represivo del ayatolá Jomeini, Azar Nafisi soñó con escapar de su entorno creando un mundo donde recuperar la libertad. En Leer Lolita en Teherán escribió sobre su lectura “imposible” de esa novela en la ciudad donde un día ejerció de profesora: “Esta es la historia de cómo Teherán contribuyó a redefinir la novela de Nabokov, transformándola en nuestra Lolita”. Mientras Nafisi y sus alumnas la leían en secreto reflexionaron sobre la individualidad y la imaginación, conceptos abolidos por el régimen islámico. Sea cual sea el cambio político que se produzca, estará impulsado por la valentía y la creatividad de Lolitas y demás personas que luchan a diario por la libertad a riesgo de perderlo todo. Su determinación exige que apreciemos el valor de esa libertad que nosotros damos por sentado. Como recordó Emily Dickinson, “el agua se aprende por la sed”, y “libertad” cobra su sentido pleno cuando se contrapone a la represión letal.

 

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17 de enero de 2023

La escritora francesa Annie Ernaux

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Conquistadoras de lo ordinario

El mensaje era escueto: “Akerman ha desbancado a Hitchcock”. Luego unos emoticonos –aplauso, pulgar alzado, cara sonriente– y el enlace a la lista de mejores películas de la historia que cada década propone la revista del Instituto de Cine Británico. Quien me enviaba el watsap sabía que estoy en Tel Aviv y que, hace unos años, aquí vi el autorretrato fílmico de Chantal Akerman, Là-bas (2006), rodado en el mismo barrio donde me alojo ahora. Los buenos amigos son los que te envuelven en risas, te renuevan confidencias y recuerdan qué películas te marcaron.

Con los directores que nos conmueven nos suele pasar: después de ver un filme suyo, se transforma nuestra relación con algo concreto, ya sea una ciudad, una situación o un objeto. Y con Là-bas empecé a mirar de otra manera ventanas, persianas y estores. Su trama es sencilla: llegada a Israel para dar un curso­ en la universidad, la directora belga ausculta el exterior de Tel Aviv desde un piso alquilado. Como James Stewart en La ventana indiscreta, se confina por una indisposición temporal. Pero mientras él fisgoneaba con los prismáticos y un teleobjetivo, primero por aburrimiento, luego para resolver un crimen, ella se detenía con el objetivo de su cámara en los gestos de los vecinos, las modulaciones de la luz, en sus cavilaciones ante ese país sobrecargado de significados. Hija de una superviviente de Auschwitz, Akerman gira en sus obras en torno a la figura materna, el monstruo de la memoria y el desarraigo heredado. “Siento que no pertenezco a ningún lugar… Voy a la deriva”, dice la voz en off.

Pero la película que coronaba la lista era otra: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). La rodó con veinticinco años y –cosa insólita– con un equipo técnico en su mayoría femenino. Doscientos minutos para mostrar tres días en la vida de un ama de casa viuda que compagina sus quehaceres domésticos, milimétricamente ritualizados, con los servicios sexuales. Doscientos minutos de intimidad aparentemente anodina en que lo ordinario (cocinar, comer, limpiar, asearse, hacer la compra) se presenta con su duración real.

Si algo bueno tiene este tipo de rankings, es que de pronto se vuelva a hablar de una cineasta. No es que 1.639 expertos creyeran que su película fuera la mejor –las diez que cada uno seleccionó recibieron un punto por igual–, sino que fue la más nombrada. ¿Cambio de sensibilidad? De los personajes femeninos de Hitchcock, bellas rubias en apuros rescatadas por hombres, a otros menos glamurosos que cargan con el cuidado rutinario de la casa. Pero estas clasificaciones también son abono para polémicas: ¿Ese experimento es mejor que Vértigo?

Las películas que siguen generando debate son las que revelan nuevas lecturas en el futuro, y Jeanne Dielman, además de haber puesto en el centro a una mujer de 1975, se adelantó a los reality shows y a esas vidas anónimas que hoy inundan las redes. Además, no ha faltado la coletilla: “La primera directora en…”. Ser mujer conlleva que te recuerden que lo eres.

Para Annie Ernaux el Nobel de Literatura ha ido acompañado de críticas en Francia por sus opiniones al margen de lo estrictamente literario (algo que también le pasó en el 2018 a la polaca Olga Tokarczuk), como si desmereciera un reconocimiento copado por hombres. Es mucho lo que tienen en común Akerman y Ernaux: además del idioma francés, una relación maternofilial singular, la voluntad de hacer aflorar “una memoria reprimida” y de romper con el estilo “bello” o “correcto” que perpetúa una visión determinada del mundo. Jeanne Dielman es también la mujer helada de la novela homónima de Ernaux, aislada con un bebé en una casa vacía donde se amontonan tareas minúsculas.

Descubro otro vínculo entre las dos creadoras en el discurso de Ernaux en Oslo, cuando se sitúa “al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despre­ciadas por sus modales, su acento, su incultura”, y ese vínculo es el desarraigo. Como­ apuntó Simone Weil, el desarraigo no lo provocan solo las guerras y las migraciones: surge también de las relaciones económicas y de clase. Echar raíces, afirmó, quizá sea “la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. ¿Y en qué consiste? En “la participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad”. Visto así, la historia de las mujeres ha sido una historia de desarraigo. Cada vez somos más conscientes.

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22 de diciembre de 2022
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